El problema de la propiedad intelectual
Es verdaderamente impresionante contemplar la alianza impía entre las grandes farmacéuticas, la FDA y el gobierno federal. Desafortunadamente, su naturaleza es tan arcana y oscura que sólo unos pocos se dan cuenta –aparte de aquellos que se benefician con la misma y mantienen la boca cerrada. Para analizar ésto debemos, explorar algunas cuestiones separadas pero interrelacionadas.
En primer lugar, la propiedad intelectual o IP, que incluye, sobre todo, las leyes de patentes y derechos de autor. He sostenido durante tres décadas que las leyes de patentes y derechos de autor son fundamentalmente destructivas de la vida y la libertad humanas, y deberían ser abolidas. Ésto es a pesar –o quizás debido a– del hecho de que he sido abogado de patentes en ejercicio durante … unos treinta años. Nada de lo que he visto en mis décadas de práctica profesional indica lo contrario. A la inversa, mi experiencia con el actual sistema de propiedad intelectual sólo confirma mi opinión.
Como he explicado en mi escrito, la ley de derechos de autor literalmente censura el discurso y la prensa, distorsiona la cultura y amenaza la libertad en Internet, mientras que la ley de patentes distorsiona e impide la innovación y, por tanto, la riqueza y la prosperidad humanas. La ley de patentes es esencialmente proteccionista: protege a algunos inventores de la competencia durante unos 17 años. Ésto impide que otros innoven y mejoren, y también reduce la necesidad del inventor original de continuar innovando. Bajo el sistema de patentes, la innovación y las opciones del consumidor se reducen, y los precios son más altos.
Además de estas consideraciones utilitaristas o consecuencialistas, las patentes y los derechos de autor son esencialmente injustos, ya que impiden que otros utilicen su propiedad como mejor les parezca. Por ejemplo, los derechos de autor impiden que las personas impriman ciertos libros, en clara violación de la Primera Enmienda. La ley de patentes impide que las personas utilicen sus fábricas y materias primas para fabricar ciertos aparatos, en violación de sus derechos de propiedad natural.
Los defensores del sistema de patentes creen esencialmente que en un mercado puramente libre hay una “falla del mercado”, y que las intervenciones estatales pueden solucionar esta falla. En resumen, que habría una “subproducción” de invenciones porque es “demasiado fácil” para los competidores copiar o imitar los nuevos productos exitosos, como el iPhone, lo que haría imposible que el primer inventor alguna vez “recupere sus costos”.
Sin el monopolio de patentes que permite al primer inventor detener a sus competidores, y así cobrar precios monopólicos durante una década o dos, no podría “recuperar sus costos” y, por lo tanto, no se molestará en inventar, en primer lugar. Por lo tanto, la sociedad sería más pobre en un mercado libre puro, ya que falla y necesita la intervención del estado para acercarla al estado utópico óptimo o ideal de innovación óptima. Cualquiera que crea que el gobierno puede identificar fallas reales del mercado y mejorarlo, nunca ha estudiado seriamente la forma en que funciona el gobierno.
En cualquier caso, ésta es la narrativa común que se da en defensa del sistema de patentes. Pero en los 230 años transcurridos desde que contamos con una moderna ley de patentes, nadie ha podido probar esta afirmación. Nunca han demostrado que el sistema de patentes estimule la innovación, o que cualquier innovación incentivada valga el costo del sistema. De hecho, los estudios arrojan resultados contraintuitivos e indican lo contrario: las patentes distorsionan y frenan la innovación. Como concluyó el economista Fritz Machlup, en un estudio exhaustivo de 1958 preparado para el Subcomité de Patentes, Marcas Registradas y Derechos de Autor del Senado de los Estados Unidos:
Con base en los conocimientos actuales, ningún economista podría afirmar con certeza que el sistema de patentes, tal como funciona ahora, confiere un beneficio o una pérdida neta a la sociedad. Lo mejor que puede hacer es formular suposiciones y hacer conjeturas sobre hasta qué punto la realidad se corresponde con esas suposiciones … Si no tuviéramos un sistema de patentes, sobre la base de nuestro conocimiento actual de sus consecuencias económicas, recomendar la institución de uno sería irresponsable.
En un artículo más reciente, los economistas Michele Boldrin y David Levine concluyen que “los argumentos en contra de las patentes pueden ser brevemente resumidos: no hay evidencia empírica de que sirvan para aumentar la innovación y la productividad … en cambio, hay pruebas sólidas de que las patentes tienen muchas consecuencias negativas”. De hecho, otros estudios indican que el sistema de patentes impone anualmente cientos de miles de millones de dólares o más en costos sólo a la economía estadounidense, debido a la innovación perdida y distorsionada, precios más altos resultantes de la reducción de la competencia, gigantescos pagos a los abogados en litigios, y más.
Al percibir algunos de estos problemas cada vez más obvios que resultan del sistema de patentes, ha surgido gradualmente un vago consenso de que algo anda mal con aquél. Ahora se suele decir que el sistema de patentes es “defectuoso” y necesita una reforma drástica. Pero no quieren abolirlo. Quieren modificarlo. Por ejemplo, incluso algunos ostentosos partidarios del libre mercado, que admiten problemas con el sistema de patentes, dicen cosas como ésta: “Los derechos de autor y las protecciones de patentes han existido desde los inicios de la república, y si se los calibra adecuadamente, pueden (tal como dijeron los Padres Fundadores) promover el progreso de la ciencia y de las artes útiles” (Tim Lee, de Cato Institue; el énfasis es mío).
En un artículo para el libertario Independent Institute, el supuesto economista de libre mercado William Shughart admite explícitamente que necesitamos leyes de propiedad intelectual para “ralentizar la difusión de nuevas ideas” –con el propósito de incentivar la creación de nuevas ideas, claro. ¡Aquí tenemos a un economista de libre mercado que aboga por una política estatal que frene la difusión de nuevas ideas! En otros casos, pensadores asociados con el Cato Institute han abogado por bloquear la reimportación de medicamentos extranjeros (es decir, limitar el libre comercio) en nombre de ayudar a las compañías farmacéuticas estadounidenses a mantener sus precios monopólicos locales.
Aún así, existe una creciente conciencia de que el sistema de patentes necesita una reforma seria. Sin embargo, la mayoría de estos reformadores no comprenden el problema a fondo o con suficiente profundidad como para darse cuenta de que es necesario abolir completamente el sistema de patentes. Como dijo Burke: “¡La cosa! ¡La cosa en sí misma es el abuso!” No es que el sistema de patentes solía funcionar y ahora se haya estropeado; no es que el verdadero problema sea el “abuso” del sistema o los examinadores de patentes incompetentes, y que sólo necesitemos “modificar” las cosas para “volver” a una feliz edad de oro en la que las patentes realmente funcionaban y eran realmente con la libertad, los derechos de propiedad y el libre mercado. Nunca fue así.
La excepción de las farmacéuticas
Pasemos ahora a las grandes farmacéuticas y las patentes farmacéuticas. Incluso entre aquéllos que se han vuelto cada vez más escépticos respecto del sistema de patentes, es muy común que alguien saque a relucir el argumento farmacéutico. Dicen que incluso si debiéramos abolir o reducir la mayoría de las patentes, el caso de los productos farmacéuticos es diferente, es único, es el mejor caso para las patentes. ¿Por qué? Debido a los costos extremadamente altos de desarrollar nuevos medicamentos, y a lo supuestamente fácil que sería para los competidores simplemente copiar la fórmula y fabricar un genérico competitivo. En otras palabras, el argumento esencialmente es: está bien, deshagámonos del sistema de patentes, excepto en el caso de los productos farmacéuticos, el caso más importante a favor de las patentes.
Este argumento es comprensible, pero está profundamente equivocado. En todo caso, los argumentos contra las patentes farmacéuticas son incluso más sólidos que los argumentos contra otros tipos de patentes (por ejemplo, sobre electrónica, dispositivos mecánicos, dispositivos médicos, productos químicos, etc.). El problema es que a la mayoría de la gente le resulta difícil ver ésto con claridad, debido a la forma confusa y arcana en que el sistema de patentes se ha integrado en un mercado de atención sanitaria muy distorsionado, y en otras regulaciones políticas y sistemas estatales.
Intentemos desentrañar algo de ésto. Primero, es cierto que los costos de crear un nuevo medicamento son altos debido al proceso de aprobación de la FDA. Pero si éste es el caso, ¿por qué no abordar el problema aboliendo o reduciendo la FDA? Es decir, en lugar de dar a las compañías farmacéuticas un monopolio de patentes que les permita cobrar precios de monopolio para recuperar los costos impuestos por la FDA, ¿por qué no reducir los costos directamente atacando el problema real: la FDA? En segundo lugar, contrariamente a la propaganda de los defensores de las patentes, en realidad no es tan fácil instalar una fábrica y con su proceso de producción, que emule el medicamento de otros. Son necesarios muchos conocimientos y recursos. Sin el proceso regulatorio de la FDA y sin un sistema de patentes, el “primer impulsor” que inventa un nuevo fármaco tendría una ventaja natural durante muchos años, antes de que los competidores pudieran vender un producto sustituto. ¿Por qué no podrían “recuperar sus costos” en un mercado libre sin obstáculos?
Además, es el propio proceso de aprobación de medicamentos de la FDA el que facilita a los competidores la fabricación de genéricos: el proceso de aprobación lleva años, y requiere que los solicitantes divulguen públicamente muchos detalles sobre la formulación y el proceso de producción de su nuevo medicamento –detalles que posiblemente podrían mantener en secreto en ausencia de los requisitos de la FDA. Cuando finalmente un nuevo medicamento es aprobado, los competidores han tenido años para estudiarlo y están listos para comenzar. Ésto reduce la ventaja natural de “ventaja inicial” que cualquier innovador tendría en un mercado libre y, por sí mismo, hace que sea más difícil para el primero recuperar los costos. Entonces la FDA impone costos y luego hace que sea más difícil recuperarlos.
El complejo patentes-farmacéuticas
Ahora tenemos un sistema de atención sanitaria, innovación, I+D, etc., completamente dominado por políticas y sistemas estatales como patentes, subsidios, un sistema sanitario socialista híbrido y otras leyes, además de la impía alianza o puerta giratoria entre la industria, las grandes farmacéuticas y otros sectores, y el estado. Ésto enturbia todo el caso, lo que por supuesto redunda en interés del estado y de sus compinches. La persona promedio está naturalmente a favor de la innovación, los mercados libres y los derechos de propiedad. ¡Entonces cuando el estado dice que la innovación es buena! ¡Los derechos de propiedad, incluidos los derechos de propiedad intelectual, son buenos!, la persona normal se encoge de hombros y soporta las consecuencias de este sistema: menor innovación, menores opciones para el consumidor, menor prosperidad, y precios más altos.
Pero considere los factores que están en juego aquí. En primer lugar, como se señaló anteriormente, tenemos a la FDA imponiendo drásticos costos a los desarrolladores de nuevos productos farmacéuticos. Al mismo tiempo, otorga monopolios de patentes por 17 años a estas mismas empresas, para permitirles cobrar precios de monopolio. Y a veces, de hecho, extiende este monopolio por años, al hacer que la FDA se niegue a autorizar genéricos durante cierto período, incluso después de que la patente haya expirado. Por lo tanto, la FDA actúa como una especie de agente secundario de concesión de patentes, que protege a las grandes farmacéuticas de la competencia. Ésto eleva los precios y distorsiona la innovación. Lo que lleva a algunos defensores inclusive del libre mercado, a oponerse al libre comercio, según ya fue señalado.
En segundo lugar, debido a que los médicos están naturalmente preocupados por la responsabilidad, y también porque nuestro sistema de salud híbrido/parcialmente socializado está administrado por compañías de seguros, los pacientes deben tener el permiso de un médico para tomar el medicamento que desean, a través del proceso de prescripción/farmacia, y también los médicos tienen un incentivo para simplemente recomendar lo que el establishment les dice que recomienden. De esta manera evitan la responsabilidad y, después de todo, sus pacientes generalmente no pagan el costo total; las compañías de seguros sí lo hacen (sin mencionar que muchos pacientes tienen Medicare o Medicaid y, por lo tanto, están esencialmente “asegurados” por quienes pagan impuestos).
Y consideremos el caso de las vacunas covid. Fueron desarrollados basándose en tecnología que surgió de investigaciones subsidiadas por los contribuyentes, como la investigación del ARNm. Y, sin embargo, las empresas privadas todavía pueden obtener una patente para cobrar precios de monopolio por sus “innovaciones” incrementales, aunque se basen en investigaciones subsidiadas por los contribuyentes. Y luego, gracias a la Ley Bayh-Dole de 1980, los científicos gubernamentales (cuyos salarios ya son pagados por los contribuyentes) pueden obtener una parte de las regalías por patentes cobradas por las grandes compañías farmacéuticas “privadas”, provenientes de las patentes concedidas por su empleador, el gobierno federal. Y además de ésto, ahora las compañías farmacéuticas cobran precios inflados por estas vacunas (ya que pueden prohibir la competencia gracias a sus patentes otorgadas por el estado), y luego los contribuyentes también pagan por esto (¿quién lee ésto conoce a alguien que pagó un centavo por sus inoculaciones covid? ¡alguien pagó!)
Y, por cierto, las vacunas covid fueron aprobadas con una autorización de emergencia en algún proceso rápido. Entonces, ¿cuántos miles de millones de dólares en costos regulatorios había en este caso que necesitaban ser “recuperados” del sistema de patentes? Y por sobre todo ésto, el gobierno federal eximió parcialmente a los fabricantes de vacunas de la responsabilidad contractual normal por daños, en virtud de la Ley PREP de 2005, a pesar de que el gobierno federal no tiene autoridad constitucionalmente autorizada para regular la ley estatal de daños.
La alianza entre las grandes farmacéuticas, la FDA y el gobierno federal mencionada anteriormente, es real. Como escribe Robert F. Kennedy, Jr. en The Real Anthony Fauci: Bill Gates, Big Pharma, and the Global War on Democracy and Public Health (de la Introducción, citas omitidas):
Desde el momento de mi reticente entrada en el debate sobre las vacunas en 2005, me sorprendió darme cuenta de que la omnipresente red de profundos enredos financieros entre la industria farmacéutica y las agencias gubernamentales de salud había puesto la captura regulatoria en esteroides. Los CDC, por ejemplo, poseen 57 patentes de vacunas y gastan U$S 4,9 de los U$S 12.000 millones de dólares de su presupuesto anual (a partir de 2019) en la compra y distribución de vacunas. Los NIH poseen cientos de patentes de vacunas y, a menudo, se benefician de la venta de productos que supuestamente regulan. Los funcionarios de alto nivel, incluido el Dr. Fauci, reciben emolumentos anuales de hasta U$S 150.000 en pagos de regalías sobre productos que ayudan a desarrollar, y para los que luego inician el proceso de aprobación. La FDA recibe 45% de su presupuesto de la industria farmacéutica, a través de lo que eufemísticamente se llama “tarifas de usuario”.
O como escribe en el capítulo 7: “La Ley Bayh-Dole de 1980 permitió al NIAID –y al Dr. Fauci personalmente– presentar patentes sobre los cientos de nuevos medicamentos que sus IP [investigadores principales] financiados por su agencia estaban incubando, y luego otorgar licencias sobre esos medicamentos a las compañías farmacéuticas y cobrar regalías por sus ventas”.
Entonces: no digamos que necesitamos patentes porque los costos son altos. Deroguemos la FDA. No apoyemos patentes que aumentan el precio de las vacunas, simplemente porque el precio es pagado con el dinero de los impuestos destinado a I+D o a Moderna et al. por sus vacunas con precios inflados de monopolio de patentes. Y así sigue.
Una de las peores consecuencias de esta impía alianza es que casi nadie del público entiende realmente nada de esto, y piensa que todo ésto es ciencia, innovación, derechos de propiedad, “capitalismo” y libre mercado en acción. La solución a nuestra situación actual es obvia, aunque para muchos es un trago amargo:
- Derogar todas las leyes de propiedad intelectual, especialmente la ley de patentes.
- Derogar o restringir radicalmente el proceso regulatorio de la FDA.
- Derogar el monopolio médico sobre la prescripción de recetas, de modo que las personas no necesiten la aprobación de un médico para tratar su salud como mejor les parezca.
- Reformar la responsabilidad civil por daños médicos, para que los médicos no aprueben instintivamente tratamientos institucionales obligatorios, como vacunas nuevas y no probadas.
- Reformar las leyes de la época de la Segunda Guerra Mundial y otras, como la Ley de Atención Médica Asequible/Obamacare, que han distorsionado todo el sistema de salud de EE.UU., y extendido el “seguro médico” a áreas que no debería tocar.
- Derogar leyes federales como la Ley PREP de 2005, que interfieren inconstitucionalmente con la ley de daños estatal local sobre responsabilidad por la venta negligente de productos nocivos como vacunas.
- Derogar la Ley Bayh-Dole y no permitir que los empleados del gobierno obtengan una parte de las regalías obtenidas por empresas “privadas” de patentes otorgadas por el gobierno federal para “innovaciones” basadas en investigaciones financiadas con los impuestos.
Todas estas políticas antiliberales se combinan para dar como resultado el Monstruo de Frankenstein que sufrimos ahora de políticas farmacéuticas y de vacunas. La única manera de escapar es reevaluar radicalmente las instituciones y leyes existentes.
Traducción: Ms. Lic. Cristian Vasylenko