Mankiw contra Rothbard sobre la reforma fiscal

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    En un reciente artículo de The New York Times, el autor de libros de texto más vendidos, profesor de Harvard y asesor de Mitt Romney, Greg Mankiw, ofreció cuatro principios de reforma tributaria que cuentan con el apoyo casi universal de los economistas profesionales, incluso los que son extremadamente partidarios del libre mercado.

    En el presente artículo, criticaré las opiniones de Mankiw desde una perspectiva rothbardiana. El aparente consenso entre los economistas sobre la fijación del código tributario muestra los peligros del pensamiento grupal.

    Falsa unanimidad

    De buenas a primeras, Mankiw se tambalea cuando declara: “Los economistas que estudian las finanzas públicas han estado de acuerdo durante mucho tiempo con William E. Simon, ex secretario del Tesoro, quien dijo que ‘la nación debería tener un sistema tributario que parezca diseñado por alguien’. hacerlo a propósito’”.

    Esta afirmación, aunque bastante inocente, en realidad es bastante engañosa. Mankiw escribe como si la situación económica fuera similar a decir: “Los médicos que estudian el cáncer de pulmón están de acuerdo en que la gente no debería fumar”. La declaración de Mankiw hace que parezca como si sólo un no economista –o al menos, sólo un completo chiflado– pudiera pensar que a los legisladores les gusta el código tributario actual. En cambio, se supone que debemos retorcernos las manos por cómo estas lagunas y minucias locas aparecen de la nada. La cita de Simon que hace Mankiw evoca una imagen de los legisladores –guiados por los economistas expertos, por supuesto– sacando periódicamente las tijeras para cubrir los arbustos que crecen alrededor del IRS.

    Todo en esta visión está mal. A diferencia del dinero o del idioma inglés, el sistema tributario fue diseñado a propósito. Es cierto, no fue diseñado por un solo individuo, pero el código tributario del gobierno federal de Estados Unidos está lejos de ser un “orden espontáneo” en el sentido hayekiano.

    La razón por la que los economistas de las finanzas públicas están tan desconcertados por el código tributario es que ignoran las ideas de los economistas de la elección pública. Es cierto, si tomamos la palabra de los políticos, entonces el código fiscal actual es inexplicable. Pues bien, durante bastante tiempo los federales (a) otorgaron exenciones fiscales para alentar a las refinerías a utilizar etanol, pero (b) impusieron un arancel al etanol de caña de azúcar fabricado en Brasil. ¿Cuál es? ¿Quieren los políticos salvar el planeta o no?

    La respuesta es obvia: a los políticos les gustaron ambas reglas, porque el objetivo era ganarse el favor de los productores nacionales de maíz. Los agricultores brasileños no pueden votar en las elecciones estadounidenses (al menos no todavía), por lo que no tendría sentido dar a las refinerías una factura impositiva más baja en la medida en que utilicen etanol importado.

    Antes de pasar a sus principios de reforma fiscal, también debemos mencionar que, incluso en sus propios términos, la cita de Simon de Mankiw no lograría impresionar a Murray Rothbard. En lugar de suspirar por un código tributario que pareciera estar diseñado consistentemente con algún propósito (no identificado) en mente, Rothbard preferiría un código tributario que no violara los derechos de nadie. (De hecho, sería un código parsimonioso).

    Concediendo la cantidad que el gobierno quiere gastar

    El primer principio de Mankiw da por sentado el gasto del gobierno:

    AMPLIAR LA BASE IMPONIBLE Y BAJAR LAS ALÍCUOTAS. El código tributario de los Estados Unidos está lleno de deducciones y exclusiones que reducen la base impositiva. La base más pequeña, a su vez, requiere tasas impositivas más altas para aumentar los ingresos necesarios para financiar al gobierno. El punto de partida de la reforma es revertir este proceso.

    Éste es siempre el peligro cuando los economistas actúan como meros tecnócratas, asesorando al gobierno sobre la mejor manera de exprimir la producción de los contribuyentes que “forman parte de los bienes” del gobierno (¡puedo decir ésto con autoridad, porque yo mismo escribí un manual similar! Descargar PDF)

    Sin embargo, un rothbardiano puede razonar en la dirección opuesta. Si, a efectos del argumento, asumimos que vamos a tener impuestos, ¿cómo deberíamos clasificarlos? El rothbardiano otorga altas calificaciones a una categoría impositiva que dificulta que el gobierno obtenga ingresos, ya que un gobierno bien financiado es contrario en sí mismo a la libertad, el crecimiento económico, y prácticamente cualquier otro objetivo que adopte la gente civilizada.

    De hecho, una de las razones por las que el propio Rothbard elogió el “impuesto personal” –por el que cada ciudadano paga una cantidad fija en dólares al gobierno, punto– es que necesariamente sería bastante bajo (de lo contrario, algunos ciudadanos no podrían permitírselo). Huelga decir que no se escuchan opiniones de este tipo en el debate típico sobre la reforma tributaria.

    Gravar el consumo

    Mankiw recomienda algo que es bastante standard en la literatura convencional:

    GRAVAR EL CONSUMO EN LUGAR DE LOS INGRESOS. Hace casi cuatro siglos, el filósofo Thomas Hobbes sugirió que los impuestos deberían basarse en el consumo, no en los ingresos. El ingreso mide la contribución de trabajo y capital de una persona a la producción de bienes y servicios de la sociedad. El consumo mide la cantidad de esos bienes y servicios que llega a disfrutar. Hobbes razonó que, dado que el consumo refleja mejor los beneficios que recibe una persona como miembro de la sociedad, es la base adecuada para gravar los impuestos.

    Gran parte de la teoría económica moderna confirma esa conclusión. En los modelos standard, un impuesto al consumo permite a la economía lograr la mejor asignación de recursos a lo largo del tiempo, mientras que un impuesto a la renta desalienta innecesariamente el ahorro, la inversión y el crecimiento económico.

    Rothbard fue uno de los pocos economistas que abordó sistemáticamente la visión típica de que –al menos teóricamente– era eficiente gravar el consumo pero no los ingresos. Ahora bien, es cierto que un impuesto sobre la renta (si se aplica no sólo a los sueldos y salarios, sino también a los intereses, dividendos y ganancias de capital) distorsionará el equilibrio entre el consumo presente y futuro, y en ese sentido, los economistas tradicionales tienen razón al introducir todavía otra fuente de ineficiencia, más allá de la actividad extractiva que implica el propio pago de impuestos.

    Sin embargo, Rothbard lamentó que a menudo los partidarios de la oferta trataran el ahorro y la inversión como cosas buenas en sí mismas, cuando en realidad el objetivo debería ser dejar que los individuos decidan qué hacer con su propiedad (por ejemplo, si el gobierno amenazara con encarcelar a cualquiera que ahorrara menos de 50% de sus ingresos cada año, eso ciertamente “impulsaría la inversión y el crecimiento económico”, pero perjudicaría el bienestar genuino, adecuadamente definido).

    Aunque no utilizó estos términos, Rothbard también señaló que en la literatura tributaria típica, los economistas tradicionales a menudo se dedicaban al análisis de equilibrio parcial, en lugar de dedicarse al análisis de equilibrio general. En otras palabras, Rothbard dijo que para evaluar el impacto de un impuesto, deberíamos dejar que todo el sistema se asiente en la nueva situación y ver qué sucede. Tal razonamiento podría revertir nuestra opinión inicial:

    Por lo tanto, la opinión aparentemente de sentido común de que un impuesto sobre las ventas minoristas se trasladará fácilmente al consumidor, es totalmente incorrecta. En cambio, el impacto inicial del impuesto se producirá en los ingresos netos de las empresas minoristas. Sus graves pérdidas conducirán a un rápido desplazamiento descendente de las curvas de demanda, hacia la tierra y el trabajo, es decir, hacia los salarios y las rentas del suelo. Por lo tanto, en lugar de que el impuesto a las ventas minoristas se traslade rápida y fácilmente hacia adelante, en un plazo más largo, se trasladará dolorosamente hacia atrás, hacia los ingresos de los trabajadores y los propietarios de tierras. Una vez más, un supuesto impuesto al consumo ha sido transmutado por los procesos del mercado en un impuesto a la renta.

    Para aquellos que estén interesados ​​en una exposición numérica, he escrito un extenso artículo repasando otras dos defensas recientes de la idea de “gravar-consumo-no-ingresos”. Entre otros problemas, señalo que podemos darle la vuelta a la lógica: así como el típico economista del libre mercado dice que un impuesto a la renta es “realmente” un impuesto al ahorro y, por lo tanto, ilegítimo, también puedo decir que un impuesto al consumo es “realmente” un impuesto al trabajo y, por lo tanto, ilegítimo.

    La razón de este resultado es que cuando abogan por un impuesto al “consumo”, los economistas nunca incluyen el ocio como uno de los bienes de consumo. Por lo tanto, la existencia de un impuesto al consumo distorsiona de manera ineficiente el equilibrio entre ocio y trabajo, y lleva a las personas a trabajar menos que lo que lo harían de otro modo. Es exactamente análogo al problema de un impuesto sobre la renta, que hace que la gente ahorre muy poco.

    ¿Sencillez?

    El último principio de Mankiw parece bastante inofensivo:

    MANTÉNLO SIMPLE, ESTÚPIDO. Este aforismo de Ingeniería se basa en la eterna idea de que los sistemas complejos tienen más probabilidades de fallar, a menudo de maneras que el diseñador no pudo anticipar. Se aplica con fuerza a los sistemas tributarios.

    De hecho, a diferencia de los sistemas de ingeniería, los sistemas tributarios complejos fracasan porque un ejército de contadores y abogados tributarios bien pagos está listo para aprovechar cualquier laguna jurídica que pueda encontrar. ¿Recuerdan cuando el plan de estímulo del presidente Obama ofrecía créditos fiscales para los automóviles eléctricos? De repente, la venta de carritos de golf se disparó.

    Sin duda, cualquier sistema tributario estará sujeto a las martingalas, razón por la cual siempre necesitaremos al Servicio de Impuestos Internos. Pero cuanto más utilicemos impuestos y exenciones fiscales con objetivos específicos, más martingalas habrá.

    Cumplimentar declaraciones de impuestos nunca será un placer. Pero si la reforma incluyera la simplificación, la tarea podría volverse un poco menos onerosa. Y si algunos contadores y abogados fiscales fueran inducidos a convertirse en ingenieros y médicos, la sociedad habrá dado un gran paso en la dirección correcta.

    Dejando de lado la extraña referencia de Mankiw a la “necesidad” del IRS –¿cómo sobrevivió la nación antes de 1913?–, ésto es algo repetitivo del libre mercado. Y, sin embargo, Rothbard el iconoclasta estaría en desacuerdo:

    Hay… una buena razón para que paguemos dinero a abogados y contadores fiscales. Gastar dinero en ellos no es un desperdicio social más que comprar cerraduras, cajas fuertes o vallas. Si no hubiera delincuencia, el gasto en tales medidas de seguridad sería un desperdicio, pero hay delincuencia. De manera similar, pagamos dinero a los abogados y contadores porque, al igual que las vallas o los candados, son nuestra defensa, nuestro escudo y adarga contra el recaudador de impuestos.

    Conclusión

    Todo el mundo sabe que el actual sistema fiscal de Estados Unidos –o de cualquier otro país– es una fuente gigantesca de ineficiencia económica. Sin embargo, una perspectiva rothbardiana muestra que incluso muchos de los economistas actuales del libre mercado conceden demasiado al gobierno al discutir la reforma tributaria.

     

     

     

    Traducción: Ms. Lic. Cristian Vasylenko

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