Durante una conversación con alguien que ama la democracia representativa, pero que odia la situación política actual de Estados Unidos, señalé un problema con su punto de vista. La situación actual –dije– es producto de la democracia representativa. Por lo tanto, no se puede tener el sistema sin estas lamentadas consecuencias.
A la gente le gustan los beneficios gratuitos para sí misma y para la sociedad, y los políticos prosperan prometiendo y entregando beneficios aparentemente gratuitos a suficientes votantes. Los individuos y los grupos de interés ven al gobierno como un bazar abierto para hacer negocios las 24 horas del día, los 7 días de la semana.
El problema es que no existen los beneficios gratuitos. El gobierno, que no produce nada, no puede regalar nada que primero no le haya sacado a otro. Los perversos incentivos inherentes del sistema generan grandes gastos, impuestos altos y crecientes deficits presupuestarios (cuando aumentar los impuestos es inviable), financiados además mediante préstamos masivos. Finalmente este proceso conduce a la inflación monetaria del banco central, al aumento de los precios, y a la reducción del poder adquisitivo. La transferencia de poder adquisitivo de la gente común a los políticos y sus grupos de interés es una forma de tributación.
Le propuse a mi interlocutor que una mejor manera de proceder sería trasladar las pocas funciones legítimas del gobierno al mercado libre y competitivo, que alinea los incentivos de manera más coherente con los derechos individuales y la prosperidad general. Las funciones ilegítimas del gobierno deberían ser abolidas.
Se burló de mi postura sosteniendo sus manos en posición de oración y mirando hacia el cielo, mientras decía: “Si todos creyéramos”. Le respondí que no es un artículo de fe que la libertad y los mercados libres –el liberalismo clásico– hayan erradicado la mayor parte de la pobreza extrema, y creado standards de vida sin igual en todo el mundo. Se pueden consultar fácilmente los gráficos que muestran este asombroso progreso. Las áreas aún rezagadas carecen de libertad.
Durante miles de años, los seres humanos vivieron vidas cortas y prácticamente no hubo progreso material. Luego, hace unos cientos de años, las cosas cambiaron drásticamente gracias al liberalismo y la Revolución Industrial. Eso no fue una coincidencia, y para comprender lo que la historiadora económica Deirdre McCloskey llama el “Gran Enriquecimiento”, no se necesita fe. Podría haberle dicho mucho más a mi interlocutor, y lo diré aquí.
En primer lugar, el liberalismo clásico –o lo que los modernos llamamos libertarismo–, no se trata principalmente de creer. Se trata de respetar la persona, la propiedad y la libertad de cada individuo, y en particular de que el gobierno respete esas cosas. También se trata de entender que la libertad conduce a la cooperación social (la división del trabajo y el comercio), la paz y la prosperidad. La teoría económica y la historia lo demuestran.
En segundo lugar, es la democracia, no la libertad, la que requiere fe en ausencia de evidencia. Es una religión que sostiene que si creemos lo suficiente, decenas de millones de nosotros que vamos a las urnas a votar, tomaremos las decisiones correctas. Nadie explica por qué debería funcionar de esa manera. Y no funciona de esa manera. Es fe en la magia, y la magia no es algo real –es superstición.
Hay una falla en la religión democrática: la mayoría de los votantes son ignorantes. Encuesta tras encuesta muestra que la mayoría de la gente sabe poco sobre el gobierno, y sobre el proceso económico que el gobierno regula. No sólo ignoran la teoría económica básica, que es necesaria para evaluar a los candidatos, sino que también ignoran hechos políticos básicos e indiscutibles, como quiénes son sus supuestos representantes, cómo votan, qué partido controla el Senado y la Cámara de Representantes, y cuánto gasta y toma prestado el gobierno. ¿Cómo pueden votar sabiamente? (Para más información sobre la ignorancia de los votantes, consulte las numerosas apariciones en YouTube del profesor de derecho de George Mason, Ilya Somin, y su libro Democracy and Political Ignorance: Why Smaller Government Is Smarter, 2.ª ed.)
No se debería culpar a las personas por no saber estas cosas, porque tienen un incentivo para no invertir tiempo y dinero en aprender. Su tiempo y su dinero podrían ser mejor empleados. ¿Mejor que en convertirse en votantes educados? Sí. ¿Por qué? Porque cualquier otra cosa que hicieran, tendría más posibilidades de marcar una diferencia.
¿Estoy diciendo que votar no marca una diferencia? Sí. En casi cualquier elección, un voto no contribuye en nada al resultado. Ilya Somin dice que un voto para presidente, en promedio en todos los estados, tiene una probabilidad en sesenta millones de determinar el resultado. La probabilidad es mayor en la Cámara de Representantes, el Senado y otras contiendas, pero no lo suficiente como para marcar una diferencia. La gente vota por muchas razones, pero una razón para no votar es la determinación de decidir el resultado. Los votantes lo entienden. Sin incentivos para aprender lo que es importante, votan por lo que los hace sentir bien, y en contra de lo que los hace sentir mal. El resultado es el caos en el que nos encontramos hoy.
El ámbito político difiere del sector voluntario, porque la política separa la elección de los costos y beneficios. En el sector voluntario, cuando uno elige una docena de huevos, obtiene una docena de huevos: paga el precio y disfruta de los beneficios. No es así en la política. Elegir al candidato “A” no significa que obtenga el candidato “A”; eso depende de muchas otras personas. E incluso si el candidato “A” gana, usted cosechará sólo una fracción minúscula de los beneficios (si los hay), y pagará sólo una fracción minúscula de los costos. La mayor parte de los costos y beneficios recaerá sobre todos los demás. En esas circunstancias, la mayoría de los votantes no pagará ningún precio por votar de acuerdo con sus sesgos, así que eso es lo que harán.
¿Qué esperanza hay si la gente ignorante elige a los gobernantes del país? Los informados entre nosotros pueden dejar de tener gobernantes, pero no nos dejarán optar por no hacerlo. Somin pide reducir y descentralizar el poder. Buena idea. ¿Pero cómo?
Traducción: Ms. Lic. Cristian Vasylenko