Justo al lado de nuestra universidad en India se alzaba un templo dedicado a Rani Sati, una mujer que cometió sati (autoinmolación ritual) en algún momento entre los siglos XIII y XVII. La imprecisión de la fecha es reveladora: los indios, al igual que gran parte del Tercer Mundo, no mantuvieron registros sistemáticos a lo largo de la historia. Los británicos recopilaron gran parte de lo que se conoce sobre el pasado de la India, incluyendo las vidas de sus supuestos grandes reyes.
Civilizaciones como Grecia, Roma y China preservaron registros históricos detallados para extraer lecciones morales y mantener un sentido de continuidad. India, en cambio, se basa en tradiciones orales y mitos dispersos, sin ofrecer una cronología estable ni un marco crítico.
Sin los cimientos de la civilización: la búsqueda de la verdad, la introspección y, por ende, un vocabulario moral compartido, la sociedad se obsesionó con las ganancias a corto plazo, ciega a las causas y consecuencias de la historia. El cambio se veía no como una necesidad moral, sino como una amenaza al orden establecido.
Evitar términos occidentales ‒como justicia, verdad, honor, equidad, honestidad y sistema‒ al explicar a India es un desafío. Sin embargo, usar estas palabras nubla la comprensión de su amoralidad. Se intenta juzgar una cultura ajena según standards occidentales, proyectando en lugar de comprender. Estos conceptos occidentales tienen poco significado en el contexto indio. Emplearlos atrapa la mente occidental en dualidades ‒bien y mal, correcto e incorrecto, justicia e injusticia‒, mientras que la amoral mentalidad india carece de tales distinciones binarias. Actúa según le conviene y lo que maximiza la adquisición de recursos. No hay una brújula interna, sólo la lógica cambiante del momento.
En una cultura así, la víctima no busca reparación, sino que redirige el daño hacia abajo ‒hacia alguien más débil‒ para restablecer el equilibrio o asegurar una ventaja. La indignación moral está ausente. En su lugar, se encuentra una adulación servil. Tal como circulan hoy los ideales occidentales, esta mentalidad se contradice incómodamente con las nociones superficiales e importadas de dignidad y justicia: valores profesados a viva voz, pero no internalizados. El resultado es una fragmentación psicológica: el individuo se encuentra desarraigado, sin arraigo en el pasado de India ni receptivo a las exigencias éticas de Occidente. Cualquier espacio que alguna vez existiera para el crecimiento moral, la autoevaluación o la retroalimentación, ha quedado sepultado bajo una modernidad pulida y vacía.
La amoralidad que caracteriza a la sociedad india se remonta a su panorama religioso. Lejos de un sistema coherente de fe o valores, la religiosidad india se resiste a una doctrina unificada y se aferra a rituales y actos simbólicos locales fragmentados, ajenos a la introspección o la indagación ética.
Vale la pena preguntarse dónde encaja Rani Sati dentro del llamado panteón hindú. De niño, pocas personas que conocí se identificaban como “hindúes”. En cambio, seguían a deidades locales, dioses familiares o tradiciones regionales. La idea misma del “hinduismo” como religión unificada es una construcción colonial, una categoría abstracta que aún se filtra lentamente en la conciencia india. En realidad, no existe un panteón único ni un sistema coherente. La transición a esta identidad artificial encontró poca resistencia, porque las religiones indias no se basan en mandamientos, doctrinas morales ni valores comparables con los de las religiones abrahámicas o la filosofía clásica occidental.
Una consecuencia de esta fusión errónea ‒basada en la falsa suposición de un fundamento moral‒ ha sido la incomprensión generalizada de la religiosidad india, tanto por parte de foráneos como, cada vez más, por parte de los propios indios. Lo que quedó se volvió confuso y performativo: fueron conservados los rituales, pero sus gestos simbólicos fueron confundidos con signos de un sistema moral. Con el tiempo, incluso fue proyectada una estructura donde no existía. Sin embargo, la característica definitoria del “hinduismo” ha sido precisamente la ausencia de estructura, coherencia o doctrina.
Todas las mañanas, a intervalos aleatorios a lo largo del día, y de nuevo al atardecer, el templo junto a nuestra universidad repicaba sus agudas campanas durante horas, interrumpiendo nuestros estudios. Nadie se atrevía a cuestionar el ruido por temor a ofender la santidad de Rani Sati. Al contrario, los estudiantes visitaban el templo con regularidad para pedirle su bendición.
Insté a mis compañeros a denunciar el disturbio, pero ninguno me apoyó. Cuando fui solo a la comisaría, se rieron de mí. Esta reverencia incondicional, ajena a la reflexión moral, revela algo más profundo sobre la religiosidad india: la resistencia a la introspección, la dependencia total del ritual, y la evasión deliberada de la razón y de la indagación ética.
No le guardo rencor a Rani Sati, pero me costaba encontrar virtud en venerar a alguien cuyo acto distintivo es la autoinmolación. Cuesta creer que actuara por amor, pues el amor, como sentimiento individual o moral, no existe en India. Las relaciones no son moldeadas por la verdad ni por el deber, sino por la transacción, la jerarquía y la búsqueda de ventajas. En una sociedad así, la devoción no es amor sino sumisión, impulsada por el miedo, el conformismo y la presión social.
Esta confusión entre espiritualidad e identidad cultural es profunda. Lo que se hace pasar por religión en India es una maraña de lealtades tribales, superstición y espectáculo. No eleva el alma ni indaga en el bien de la sociedad; impone la obediencia y busca una recompensa personal y material. El templo no es un santuario de la verdad, sino un escenario para el ego, la ostentación y el apaciguamiento.
La espiritualidad requiere quietud, soledad y valentía moral. Pero la religiosidad india, arraigada en el ruido y el miedo, ahoga la posibilidad del autoexamen. No se encuentra lo divino, sino que se externaliza en rituales, intermediarios e ídolos que absuelven al individuo de responsabilidad.
Las religiones indias distraen al individuo con jerarquías y rituales. Esta obediencia externalizada se filtra en todos los ámbitos de la vida. La identidad cultural, confundida con la fe, crea una ilusión de profundidad: uno se siente devoto sin honestidad, justo sin luchar entre el bien y el mal. La pertenencia reemplaza a la creencia. El ritual reemplaza a la revelación. Para preservarse, el sistema quebranta al individuo y le infunde ‒a través del proceso social‒ un profundo y duradero complejo de inferioridad.
En contraste, las tradiciones religiosas occidentales ‒especialmente el legado cristiano‒ enfatizan la responsabilidad moral, la verdad y la santidad de la conciencia individual. El pecado es interno y exige confesión, arrepentimiento y genuina reforma, no mera actuación. A Dios se le ama y obedece, no se le soborna. La oración es una conversación para alinearse con el bien, la verdad y la justicia, no una súplica transaccional para obtener ganancias mundanas.
Independientemente de la creencia, estas tradiciones cultivan hábitos de autorreflexión, coherencia ética y justicia. El individuo occidental, aunque imperfecto, fue entrenado para preguntarse: “¿Tengo razón?” En cambio, una mente moldeada por la conveniencia y protegida por el relativismo se pregunta: “¿Tengo éxito? ¿Me siento seguro dentro de mi rebaño?” Ésto no significa negar las fallas occidentales, pero sus pecados están, al menos, sujetos a los marcos de la verdad y de la justicia.
Sin un ancla metafísica, la religiosidad india es completamente instrumental y se centra en los resultados, más que en la ética. Y si se evita proyectar los standards occidentales de objetividad o dualidad moral, queda claro que la ética ni siquiera forma parte del marco. La educación y las carreras profesionales están entrelazadas con la superstición y el regateo divino. Sin un concepto de pecado, el crecimiento personal es imposible: sólo conformidad, miedo e interminables ciclos de culpa y apaciguamiento.
Los seres humanos necesitan anclas. Cuando la estructura interna de la razón, la conciencia y la imaginación moral está ausente, recurren a sustitutos: ídolos, babas[*], celebridades y rituales. Pero éstos son inestables apoyos externos. Al carecer de la quietud necesaria para la introspección, se ahogan en el ruido, la distracción, el caos e incluso en olores y colores abrumadores. No hay pausa, ni silencio, ni integración de la experiencia.
La psique es resbaladiza; nada se adhiere. No puede procesar la memoria, reflexionar sobre el significado ni tomar decisiones basadas en principios. Sólo puede “aprender” reglas las que, moldeadas por su marco mental subjetivo, son fugaces y deben ser continuamente reforzadas mediante el miedo.
La identidad se aferra a todo lo que está cerca: casta, masa, religión o moda. Pero todas éstas son en sí mismas inestables, volátiles, impersonales y en constante cambio. El resultado es la inestabilidad crónica, una especie de neurosis de masas. Lo que se hace pasar por fervor religioso u orgullo nacional, es sólo miedo y desorientación disfrazados.
Sin sustancia interior, el ser humano es el blanco perfecto para la manipulación de la superstición, la política y la cultura de masas. Vive en un estado de pánico psicológico moderado, pero carece del lenguaje, las herramientas o la quietud para definirlo. Padece ansiedad crónica y, sin embargo, al no haber examinado nunca la causalidad ni la consecuencia, y moldeado por el fatalismo, puede parecer extrañamente seguro, despreocupado, incluso indiferente, en situaciones que llevarían a la paranoia a quienes miren al futuro.
A nivel de civilización, esta ausencia de arraigo interior crea una atracción gravitatoria hacia el mínimo común denominador. En ausencia de un tejido racional y moral, nada es sostenible. El capital financiero e intelectual es disipado en lugar de ser acumulado. Olvídense de construir, inventar o mejorar: lo que se recibe, incluso en bandeja de plata, no puede ser así conservado. La entropía se convierte en la única ley.
Pero la irracionalidad de la creencia es sólo una parte de la decadencia. El entorno social no ofrece refugio; es un crisol de crueldad. En una cultura regida por rituales y jerarquías, la crueldad se vuelve casual, una forma de afirmar el dominio en un sistema que premia la sumisión y castiga la integridad. Esta incoherencia moral se filtra en la vida interpersonal, donde la violencia no es una aberración, sino un rito de paso, repetido sin vergüenza ni recuerdo de su origen.
Lo vi con mayor claridad en la universidad. Los estudiantes de primer año son rutinariamente sometidos a abusos físicos y sexuales por parte de estudiantes del último año. Los obligan a mantener la vista fija en el suelo en presencia de los mayores, y los tratan como infrahumanos. A menudo, despertados tarde por la noche y convocados a zonas comunes, soportan humillación y violencia bajo el pretexto de la “vapulación”. Los abusadores ‒antes, ellos mismos víctimas‒ perpetúan la violencia sin culpa. Ninguna brújula interna les dice que están equivocados; sólo la tradición les asegura el derecho.
Los actos son degradantes y brutales: algunos son obligados a orinar sobre cables eléctricos, a tocarse mutuamente, o a masturbarse en público. El sexo anal forzado no es algo inaudito. Muchos sufren daños físicos permanentes, como la pérdida de un ojo o de los tímpanos. Sin embargo, esta crueldad es justificada como método para “fortalecer mentalmente” a las víctimas.
Éstos no son incidentes aislados de sadismo juvenil. Revelan algo más profundo: si es normalizada, la violencia es autosuficiente. Cuando esas mismas personas llegaron a la tercera edad, les animé a romper el ciclo. Les recordé su propia humillación y les insté a no infligir el mismo dolor a otros. Respondieron con miradas vacías, y con la escalofriante justificación de que necesitaban “una vía de escape” para su ira. Cuando sugerí dirigir esa ira hacia los estudiantes de la tercera edad que alguna vez los habían violado, no podían comprender la idea.
La represalia nunca fue hacia arriba, siempre es hacia abajo. Quienes sufrieron no buscan justicia, verdad ni reparación moral: redirigen el daño. Las víctimas de estafa o robo no expresan justificada indignación: se centraron en recuperar sus pérdidas estafando a otros. Ser agraviado no es un llamado a la conciencia, sino una señal para encontrar a alguien más débil a quien explotar.
Ésto es ausencia civilizacional de causalidad moral. La injusticia no despierta la conciencia; el sufrimiento no conduce a la reflexión. El dolor no enseña nada. Simplemente se lo repite.
Este patrón ‒daño sin introspección, dolor sin principios‒ permea todos los estratos de la sociedad india. La injusticia persiste no sólo a pesar de la educación y de la riqueza, sino a menudo debido a ellas. El trauma no suaviza, sino que embrutece. Al carecer de marcos morales, el sufrimiento no ennoblece, sino que degrada.
Lo que queda es el tribalismo. En la universidad, el lugar de trabajo, el pueblo o la barriada, prevalece la misma lógica: protegerse, aplastar a los débiles, conformarse o ser expulsado. Las relaciones no son regidas por la conciencia, sino por la identidad grupal y el miedo. Las dinámicas que presencié entre los estudiantes de élite eran indistinguibles de las de los rincones más desesperados del país. El privilegio no civiliza; simplemente convierte la crueldad en un arma con mayor sofisticación.
La gente suele definir “karma” en términos muy poéticos. Pero lo que verifiqué fue la continuación mecánica del abuso, del pensamiento de suma cero, y de la completa ausencia de justicia o equidad. Es la vida de un autómata: reactivo, inconsciente y moralmente vacío. La conciencia misma parece estar ausente.
Las instituciones coloniales ‒burocracia, tribunales, policía‒, diseñadas para frenar tal decadencia y estructuradas para imponer el estado de derecho, han sido trastocadas, vaciadas y reutilizadas para fines precisamente opuestos a su diseño original. Moldeadas por y dependientes de la misma cultura injusta, irracional y amoral, funcionan no para impartir justicia, sino para mantener las apariencias. Su objetivo no es la resolución, sino el equilibrio. Los sobornos reemplazan a la ley; el silencio, a la rendición de cuentas. Atomizados y desconfiados, cada persona se ve abandonada a su suerte en una sociedad que premia el conformismo por sobre la conciencia, y la astucia por sobre la verdad.
Incluso en la escuela, la corrupción es evidente. Si un estudiante se equivoca, toda la clase es castigada. La autoridad no sirve a la justicia, sino a la dominación. Los profesores abusan de su poder con frecuencia, obligando a los alumnos a tomar clases particulares o exigiendo abiertamente sobornos. Ésto no ocurría en una escuela rural desconocida, sino en mi prestigiosa institución misionera. Una maestra, cuya casa visité para recibir clases particulares, nos asignaba tareas domésticas con naturalidad. Atrapada en su casa, me pedía que le recogiera los zapatos.
¿Acaso los sacerdotes de la escuela ‒algunos de los cuales eran hombres decentes‒ no lo sabían? ¿O acaso, como muchos otros en India, se apartaban de la corrupción bajo su techo?
En India uno aprende rápidamente una dura verdad: cualquiera que pueda robar, lo hará. No importa cuánto les paguen, o quizás sí, ya que los salarios más altos suelen alimentar una mayor codicia. Los burócratas comenzaron a exigir sobornos mayores a medida que aumentaba su salario. Rara vez se considera despedir a alguien por robo; hacerlo imposibilitaría el funcionamiento diario. Tanto en hogares como en instituciones, el robo no es considerado un fracaso moral, sino simplemente otro costo de los negocios.
Poco a poco, se fue formando en mí una imagen: India como sociedad amoral, materialista y carente de virtud. El deseo inmediato es lo único que importa. El daño que las acciones de uno causan a otros es irrelevante. No existe lenguaje ético compartido: no existe sentido de justicia, equidad ni reparación moral. Reinan instintos animales, apenas velados por una apariencia desmoronada de formalidad británica y civilidad prestada.
Viviendo en el Reino Unido, me encontré con una cultura en la que las instituciones ‒por imperfectas que fueren‒ intentan proteger a los débiles; en la que la religión exige transformación personal; y en la que la verdad no es un lujo sino un deber. A menudo hay alguien, en algún lugar, que defiende lo correcto, anclado en la equidad, la verdad y una brújula moral compartida.
Quedó claro que sin un liderazgo sensato, racional y ético, India no sólo se estanca, sino que retrocede. Sus instituciones y sociedad ya están desmoronándose, retrocediendo a un desierto precolonial, en el que la fuerza bruta y la superstición reemplazan a la razón y a la ley. La tragedia de India no es principalmente económica ni política, sino espiritual y moral. Lo que atormenta al país no es la pobreza, sino la normalización del vicio: la capacidad de presenciar la crueldad sin protestar, de robar sin culpa, de obedecer sin reflexionar, y de adorar sin amor.
No faltan templos, rituales ni dioses, pero la vida interior está ausente. Sin un concepto de pecado, no hay redención. Sin verdad, no hay justicia. Sin el coraje de mantenerse firme, no hay conciencia. En una sociedad así, ni la reforma ni la revolución son posibles, sólo la repetición.
Los pensadores y líderes de India invocan a menudo el pasado con orgullo. Pero es precisamente de ese pasado del que deben liberarse. Lo que se necesita no es un retorno a una supuesta grandeza cultural, sino la ruptura civilizatoria: un giro hacia la verdad y la introspección moral. India no necesita más científicos ni ingenieros: requiere educación en la dignidad del individuo, la santidad de la verdad, y la disciplina de la valentía moral.
Lamentablemente, nadie ha encontrado aún el camino hacia este despertar; sólo una ruleta de siglos girando con la vana esperanza de que, eventualmente, el sufrimiento genere conciencia. Quizás India no sea un problema por resolver, sino una condición que aceptar: una sociedad moldeada por la ausencia de anclas internas. Es lo que es.
Contrariamente a lo que creían los misioneros cristianos, no se puede hacer nada. Lo que Occidente a menudo proyecta como disfunción es, más precisamente, la ausencia de la arquitectura moral, a la que inconscientemente da por sentada. Cuando deje de proyectar, quizá comience a ver con más claridad y a reconocer que India no puede ser cambiada desde arriba. Incluso podría empezar a preguntarse si India necesita cambiar en absoluto.
Esperar autocorrección donde no existe un mecanismo introspectivo, o exigir progreso donde reina la entropía, es malinterpretar tanto a India como los límites de la universalidad cultural. Sin transformación interior ‒sin conciencia, moral y valentía‒, ni siquiera los sistemas pueden sostenerse, por muy heredados o impuestos que sean.
[*] NdE: líderes indios pseudo-espirituales.
Traducción: Ms. Lic. Cristian Vasylenko








