Entre ciertos historiadores “críticos”, es un principio de fe que el notable ascenso económico de Europa no se basó en sus instituciones, ni en la libertad, ni en el comercio, sino en el saqueo sistemático del resto del mundo. En esta versión –derivada de la retórica antiimperialista de la Nueva Izquierda de la década de 1960–, el “milagro” de Europa consistió simplemente en tomar lo que no le pertenecía, ya fuera oro y plata de América, especias de las Indias, o materias primas de África y Asia.
Esta narrativa tiene la ventaja de resultar emocionalmente satisfactoria para quienes buscan desacreditar el logro occidental, y la ventaja adicional de ser fácil de repetir en una sola frase. Desafortunadamente, tiene la correspondiente desventaja de ser históricamente superficial, económicamente descuidada, y lógicamente errónea.
El primer y más evidente defecto de la “tesis del saqueo”, es que el comportamiento que identifica –la extracción patrocinada por el estado– no fue exclusivo de Europa. Los mogoles en la India, los otomanos en sus vastos dominios, las dinastías Ming y Qing en China, y una docena de otros sistemas imperiales, practicaron el mismo patrón básico: conquistar pueblos extranjeros, exprimir las provincias para obtener ingresos, canalizarlos hacia la corte, y utilizarlos para financiar los lujos del poder.
El estado imperial chino gestionó uno de los sistemas de recaudación de impuestos más sofisticados del mundo premoderno, operando a una escala que eclipsaba a cualquier reino europeo de la misma época. El Imperio mogol extraía una proporción asombrosa de la producción agraria –según algunas estimaciones, hasta la mitad– de sus súbditos. Los otomanos impusieron impuestos, peajes y monopolios en tres continentes.
Y, sin embargo, ninguno de estos sistemas generó un crecimiento económico sostenido comparable al de Europa. Produjeron esplendor en el centro, y estancamiento en la periferia, un ciclo de lujo cortesano y empobrecimiento provincial tan antiguo como el propio imperio. El hecho de que no lograran despegar mientras se dedicaban precisamente al tipo de extracción del que se acusa a Europa, debería hacer reflexionar a quienes consideran la extracción como explicación suficiente para el desarrollo.
El segundo problema con la tesis del saqueo es su dependencia de cifras impactantes, disociadas del contexto económico. Una afirmación frecuente es que Gran Bretaña “robó” a la India el equivalente a entre U$S 45 y U$S 50 billones actuales. Originalmente planteada por un puñado de economistas anticoloniales, esta cifra ha sido citada incontables veces en ensayos, literatura activista y gráficos en redes sociales.
Incluso dejando de lado la naturaleza altamente especulativa de tales conversiones a lo largo de los siglos, la cifra bruta oculta más que lo que revela. Distribuida a lo largo de los tres siglos en cuestión, la extracción “anualizada” es mucho menor que lo que implica el titular. Una vez deducidos los costos de mantenimiento del imperio (ejércitos, administración, infraestructura), queda una fracción del PBI británico.
Esa fracción importaba a la élite gobernante británica, pero no se acercaba ni de lejos a la escala necesaria para explicar la Revolución Industrial, el florecimiento tecnológico, ni la duplicación y el redoblamiento del nivel de vida que caracterizaron el largo ascenso de Europa. Si el saqueo imperial fuera realmente decisivo, cabría esperar que los grandes imperios coloniales de la antigüedad –Roma, China, los califatos– hubieran experimentado transformaciones industriales similares. No fue así.
La verdadera explicación no reside en la extracción, sino en el marco en el que operaban las sociedades europeas. Como han destacado Ralph Raico y otros historiadores económicos, la Europa posromana era una civilización políticamente fragmentada, sujeta a contratos, y jurídicamente pluralista. Por ambicioso que fuera, ningún gobernante podía aspirar a ejercer la autoridad ilimitada de la que gozaba un padishah mogol o un ¨hijo del cielo¨ chino.
Príncipes, reyes y ayuntamientos tenían que negociar con nobles, haciendas, gremios y ciudades con fuero propio para recaudar fondos. La ley solía codificarse en cartas y pactos que obligaban a los gobernantes a respetar ciertos derechos. La propiedad no podía ser confiscada a capricho; los impuestos solían requerir negociación; los comerciantes y artesanos podían llevar sus habilidades y capital a una jurisdicción vecina si eran maltratados.
Este orden policéntrico creó algo sin precedentes en la historia: sistemas políticos en competencia, obligados a proporcionar una gobernanza tolerable, o arriesgarse a perder por completo su base impositiva. Fue esta competencia –y la seguridad de los derechos de propiedad, y la previsibilidad legal que fomentó– lo que posibilitó la inversión de largo plazo y recompensó la innovación.
La historia está llena de ejemplos de estados que se enriquecieron con tributos y saqueos, para luego anquilosarse. Las flotas argentíferas del Nuevo Mundo enriquecieron a la corona española durante un siglo, pero también contribuyeron a la inflación, la dependencia de las importaciones, y el descuido de la industria productiva. Sin reformas institucionales, la extracción simplemente distorsiona los incentivos, incitando a los gobernantes a tratar la riqueza como un juego de confiscación de suma cero, en lugar de un proceso de producción de suma positiva.
La idea de que el auge de Europa se debió al robo, ignora que las transformaciones decisivas –industria mecanizada, finanzas modernas, crecimiento sostenido– no se originaron en las colonias, sino en el corazón de Europa, a menudo en regiones con escaso o nulo imperio de ultramar. Suiza, los estados alemanes, la República Holandesa y el norte de Italia, contribuyeron enormemente al dinamismo económico y cultural de Europa, sin contar con vastas posesiones coloniales.
Resulta revelador que la tesis del saqueo siga siendo la más popular en subcampos académicos aún imbuidos de las categorías morales del antiimperialismo de la década de 1960, en los que criticar a Occidente a menudo prevalece sobre su explicación. Los herederos intelectuales de esta tradición ven la historia como una obra de teatro moral: la riqueza de Europa debe ser el precio del pecado; el resto del mundo, su inocente víctima.
Este enfoque se derrumba bajo escrutinio. Sí, el imperialismo era explotador e injusto. Pero la explotación era la norma de la política premoderna, no la excepción. La razón por la que Europa rompió con esa norma –crear sociedades donde la persona promedio pudiera vivir más, trabajar menos, y consumir más que en cualquier otro momento de la historia de la humanidad– no puede ser reducida a la mecánica de la recaudación de tributos.
Para comprender el despegue de Europa, hay que preguntarse no sólo qué recursos fluían hacia ella, sino también cómo eran utilizados por sus sociedades. La diferencia entre un comerciante-inversionista británico que reinvierte sus ganancias en una mina de carbón, y un magnate mogol que gasta ingresos en opulencia cortesana, no reside en el tamaño de la extracción, sino en las instituciones que la rodeaban. En Europa, la gobernanza descentralizada, la política contractual y la protección legal de la propiedad, crearon un terreno fértil para la empresa productiva.
La tesis del saqueo ofrece un atajo atractivo: explica una compleja transformación histórica con un solo villano y un solo crimen. Pero la historia seria requiere más. El ascenso de Europa no fue el fruto automático del robo en el extranjero; si lo fuera, el mundo habría presenciado muchos ¨milagros europeos¨ mucho antes del siglo XVIII. Lo que hizo diferente a Occidente no fue que extrajera riqueza, sino que aprendió a generarla. Ésta es la verdadera lección que vale la pena aprender, y la que los saqueadores prefieren ignorar.
Traducción: Ms. Lic. Cristian Vasylenko








