[El siguiente texto sirvió como base para la charla del profesor Hoppe en la reunión anual 2025 de la Property and Freedom Society, e Bodrum, Turquía (20 de septiembre de 2025). Será publicada una versión en el próximo libro basado en la Conferencia sobre Historia Revisionista de la Guerra del Mises Institute (15-17 de mayo de 2025)].

I
Todos los estados hacen la guerra. De hecho, los estados deben su origen a la guerra y son el resultado de ella.[[1]] Pero existen diferentes tipos de guerras. Históricamente, por ejemplo, existe la distinción y diferencia ideal-típica entre las guerras monárquicas, por un lado, y las guerras democráticas, por otro.[[2]]
Las guerras monárquicas surgían típicamente de disputas por herencias, provocadas por una compleja red de matrimonios interdinásticos y la extinción recurrente de ciertas dinastías. Como violentas disputas por herencias, las guerras monárquicas se caracterizaban por objetivos territoriales. No eran luchas ideológicamente motivadas, sino disputas sobre bienes tangibles. Además, como disputas interdinásticas sobre propiedades, el público consideraba las guerras como asuntos privados del rey, que debían ser financiadas y ejecutadas con su propio dinero y fuerzas militares. Además, como conflictos privados entre diferentes familias gobernantes, el público esperaba, y los reyes se sintieron obligados a reconocer, una clara distinción entre combatientes y no combatientes, y a dirigir sus esfuerzos bélicos específicamente (y únicamente) contra ellos mismos y sus respectivas propiedades privadas. Incluso en el siglo XVIII, señala el historiador militar Michael Howard, “en el continente, el comercio, los viajes y las relaciones culturales y académicas se desarrollaban en tiempos de guerra casi sin trabas. Las guerras eran las guerras del rey. El papel del buen ciudadano era pagar sus impuestos, y una sólida economía política dictaba que debía permitírsele generar los fondos necesarios para pagarlos. No estaba obligado a participar en las decisiones que originaban las guerras ni a tomar parte en las mismas una vez que estallaban, a menos que lo impulsara un espíritu de aventura juvenil. Estos asuntos eran arcana regni, asunto exclusivo del soberano”.[[3]]
En claro contraste, las guerras democráticas tienden a ser guerras totales e indiscriminadas. Al difuminar la distinción entre gobernantes y gobernados –“en democracia, todos nos gobernamos a nosotros mismos”–, las repúblicas democráticas promueven la identificación del pueblo con un estado particular –“su” estado. Las guerras interestatales se transforman así en guerras nacionales, es decir, guerras de una nación, caracterizadas por un idioma, historia, religión o cultura comunes, contra y en contraposición a otra nación extranjera. Cada vez resulta más difícil para la ciudadanía mantenerse neutral y desentenderse de cualquier implicación personal en el esfuerzo bélico. La resistencia al aumento de impuestos para financiar la guerra es considerada cada vez más traición. El servicio militar obligatorio ha sido convertido en la regla, en lugar de la excepción. Y con ejércitos masivos de reclutas baratos y fácilmente descartables que luchan por la supremacía nacional (o contra la represión nacional), respaldados por los recursos económicos de toda la nación, toda distinción entre combatientes y no combatientes se desvanece. Las guerras se volverán cada vez más destructivas y brutales. “Una vez que el estado dejó de ser considerado ‘propiedad’ de los príncipes dinásticos”, señala Michael Howard, “y se convirtió en el instrumento de poderosas fuerzas dedicadas a conceptos tan abstractos como Libertad, Nacionalidad o Revolución, lo que permitió a grandes sectores de la población ver en ese estado la encarnación de un Bien absoluto, para el que ningún precio era demasiado alto ni ningún sacrificio demasiado grande; entonces las ‘contiendas moderadas e indecisas’ de la época rococó aparecieron como anacronismos absurdos”.[[4]]
Históricamente, el cambio de la guerra monárquica o principesca a la guerra democrática se produjo con la Revolución Francesa. “Con la Revolución Francesa”, escribe el historiador militar J.F.C. Fuller, “el sansculotismo sustituyó al cortejo, y a medida que los ejércitos se convirtieron cada vez más en instrumentos del pueblo, no sólo crecieron en tamaño, sino también en ferocidad. Los ejércitos nacionales luchan contra naciones, los ejércitos reales luchan contra sus iguales; los primeros obedecen a una turba –siempre demente–, los segundos a un rey –generalmente cuerdo … Todo ésto se desarrolló a partir de la Revolución Francesa, que también dio origen al reclutamiento mundial –la guerra de rebaño–, y la unión de la rebaño con las finanzas y el comercio ha engendrado nuevos ámbitos de guerra. Porque cuando toda la nación lucha, entonces todo el crédito nacional está disponible para la guerra”.[[5]]
Desde la Revolución Francesa, pues, las guerras han sido predominantemente de tipo democrático. Ésto es aplicable a la Guerra de Independencia de Estados Unidos, a la Primera y Segunda Guerra Mundial, a las guerras estadounidenses en el Sudeste Asiático y Medio Oriente, así como a las guerras actuales en Ucrania, Israel y el Levante.
II
A continuación, mi interés particular se centra en el asunto de la “paz democrática”. Es decir: ¿Cómo suelen terminar las guerras democráticas (exitosas y victoriosas)? (Nota: por muy importantes e interesantes que sean estos asuntos, mi interés principal aquí no es la causa ni la conducción de la guerra, sino exclusivamente su fin o conclusión, es decir, el alto el fuego, la tregua o la paz tras una guerra).
Una primera aproximación a la respuesta se obtiene al considerar el tratado de paz firmado al final de las guerras napoleónicas, durante el Congreso de Viena de 1814-1815. La Francia revolucionaria, republicana, democrática y napoleónica, había hecho la guerra en toda Europa y más allá, pero finalmente fue derrotada por una coalición victoriosa de los gobernantes dinásticos de Rusia, Prusia, Austria y Gran Bretaña. ¿Cómo trataron los vencedores al perdedor, que acababa de declararles la guerra? Napoleón fue enviado al exilio, Francia fue restaurada esencialmente a sus fronteras originales prerrevolucionarias de 1789, la dinastía borbónica regresó al trono, se debió pagar una modesta indemnización de unos 700 millones de francos a los vencedores, y eso fue todo.
En este caso, una guerra democrática había terminado con una “paz monárquica”, un acuerdo entre nobles de todos los bandos en guerra, diseñado para evitar o minimizar cualquier futura venganza por parte del o los perdedores. Ésto, enfáticamente, no es lo que parece una “paz democrática”. Más bien, cualquier paz negociada tras una guerra victoriosa por republicanos-demócratas o demócratas-republicanos suele ser una paz irrazonable y vengativa.
La razón para ésto es sencilla: Una vez que las guerras se convierten en guerras ideológicas, es decir, guerras entre partes de diferentes culturas –de idioma, etnia, religión, historia, costumbres, sistema de creencias, etc.– que, en orden inverso por cada lado del conflicto, se propagan y se presentan como “bien” versus “mal”, “correcto” versus “incorrecto”, “mejor” versus “peor”, etc., no puede haber una paz “sencilla” para terminar una guerra. Incluso si, y en la medida en que haya asuntos territoriales en juego, una guerra no puede sencillamente ser terminada por el vencedor tomando posesión del territorio en disputa, y dejando todo lo demás como antes. Porque la parte perdedora, aparte de (supuestamente) controlar “injustamente” territorio que pertenece “legítimamente” a los vencedores y que debe ser restituido a ellos, es culpable también de una cultura y estructura de carácter incorrecta, malvada, despreciable, desagradable, inferior, peligrosa, etc., y debe ser castigada en consecuencia; Y dado que todos, todos los del bando perdedor, estuvieron involucrados de alguna manera en el fallido esfuerzo bélico, el castigo impuesto por los vencedores democráticos debe adoptar la forma de un castigo indiscriminado o “colectivo”.
La forma más drástica y despiadada de dicho castigo colectivo es el exterminio, es decir, la aniquilación física, del pueblo derrotado. La historia ofrece innumerables ejemplos de ésto. El más famoso es el Antiguo Testamento, en Deuteronomio 20:16-17, donde Dios ordenó a los israelitas: “En las ciudades de las naciones que el Señor tu Dios te da como herencia, no dejes con vida nada que respire. Destrúyelos por completo: a los hititas, amorreos, cananeos, ferezeos, heveos y jebuseos, como el Señor tu Dios te ha ordenado”. Y Dios da un mandato similar a los israelitas respecto de los amalecitas, en 1 Samuel 15:2-3. Hoy, miles de años después, los israelitas modernos están a punto de repetir esta horrenda práctica. Benjamín Netanyahu, primer ministro de Israel, y otros altos funcionarios se han referido explícitamente a los palestinos como los amalecitas modernos, a quienes conviene exterminar de raíz, o al menos expulsar, de una vez por todas, de la tierra que ocuparon durante siglos.
III
Un acuerdo de paz menos cruento, pero aún muy vengativo, siguió a la Guerra de la Independencia del Sur de Estados Unidos, entre el Norte unionista –los “Yankees”– y el Sur secesionista –los “Rebeldes” de la Confederación.
Siendo una de las guerras más brutales de la época moderna hasta entonces, se había cobrado unas 700.000 bajas, más de un millón de heridos, innumerables muertes de civiles, y la destrucción indiscriminada de docenas de ciudades y emplazamientos, principalmente sureños. Al final de la guerra, en Abril de 1865, en el juzgado de Appomattox, cuando el general Robert E. Lee, comandante supremo de las tropas confederadas, se rindió ante su homólogo norteño, el general Ulysses S. Grant, por un breve instante pareció posible un acuerdo de paz razonable y conciliador. La rendición de Lee no fue incondicional. En esencia, a Lee y al ejército confederado sólo se les exigió que depusieran las armas, dejaran de luchar y regresaran a casa sin temor a represalias. Pero rápidamente las fuerzas populares y “democráticas” ganaron poder en un Congreso dominado por el Partido Republicano, en busca de venganza, que exigía el castigo del Sur. ¿De qué otra manera se justificarían los sacrificios soportados por el Norte?
El Sur se dividió en cinco distritos militares, gobernados por generales al mando nombrados por los vencedores norteños. Los antiguos confederados fueron clasificados en unas once categorías de culpa y, en consecuencia, castigados. En particular, la antigua clase alta fue despojada de todos sus derechos políticos, y sus propiedades fueron confiscadas directamente o sujetas a impuestos confiscatorios. El gobierno de la turba y la anarquía eran rampantes. Los gobiernos civiles cayeron en manos de aventureros y estafadores llegados del Norte –los llamados “Carpetbaggers”– en busca de fortunas a partir de los restos del viejo Sur, y de los “Scalawags”, sureños de la clase social más baja, incluyendo a muchos antiguos esclavos, dispuestos a aprovechar la oportunidad y apropiarse de todo mientras el acaparamiento siguiera siendo válido.
Naturalmente, hubo resistencia y oposición a todo ésto, no solo en el Sur. Pero la ocupación militar del Sur tardó más de una década, hasta 1877, en terminar definitivamente. Con ésto, el período de gobierno de las turbas, de desorden, agitación y terror, también llegó a su fin, para ser superado y reemplazado por un período de restauración y un retorno a cierta forma de normalidad. Sin embargo, todo el orden social en su conjunto se había trastocado mientras tanto, y nada ni nadie pudo ser restaurado por completo a su posición o status original. El viejo Sur había desaparecido, y al nuevo Sur y a los sureños se les asignó el rango inferior de los remansos estadounidenses, compuestos y moldeados por élites supuestamente racistas y terratenientes, fanáticos, paletos, montañeses y campesinos. Aún hoy, los sureños, descendientes de antiguos confederados, son humillados públicamente por el derribo, la destrucción, la desfiguración y la prohibición de todo lo “confederado”: sus símbolos, estatuas, exhibiciones, celebraciones, monumentos y recuerdos.[[6]]
IV
Mi principal interés aquí, sin embargo, se centrará en la “paz democrática” impuesta en particular a Alemania tras la Primera y la Segunda Guerra Mundial, que muchos historiadores han calificado sumariamente como la segunda guerra de los treinta años (que duró de 1914 a 1945). Si bien el castigo colectivo impuesto a la Confederación derrotada por la Unión victoriosa puede ser considerada un ejemplo de venganza y violencia “espontánea” (con el debido respeto de Hayek, ¡no todo lo espontáneo es un acontecimiento positivo!), desordenada y asistida (con efectos de largo plazo, en gran medida abiertos e impredecibles, en los perdedores), el caso de la Alemania derrotada ofrece un ejemplo de castigo sistemático, planificado y sucesivamente perfeccionado, diseñado o de “ingeniería social” para tener un efecto de largo plazo en los perdedores colectivos.
La Primera Guerra Mundial comenzó como una guerra monárquica, motivada principalmente por ambiciones territoriales o imperiales rivales. En 1914, sólo Francia era una república. Pero con la Revolución rusa de Febrero de 1917 y la abdicación (y posterior asesinato) del zar Nicolás II, y en particular con la entrada, tan sólo un par de meses después, de Woodrow Wilson y Estados Unidos en la guerra del lado de los Aliados (largamente ansiada, refinada y manipulada por los británicos), la guerra terminó como una “guerra democrática” y con una “paz democrática”. Con Estados Unidos y su peso económico del lado de Gran Bretaña y Francia, el equilibrio de poder se inclinó decisivamente a favor de los Aliados y en contra de las potencias del Eje (esencialmente, Alemania y Austria-Hungría). Iniciativas de paz anteriores, como las del papa Benedicto XV y el emperador austriaco Karl, parecían cada vez más obsoletas, y en su lugar prevaleció la estrategia del “golpe de gracia” defendida por David Lloyd George, por entonces el hombre fuerte de Gran Bretaña. El mundo tenía que ser seguro para la democracia, de una vez por todas, según las fantasiosas imaginaciones de Woodrow Wilson. Finalmente, tras unos 20 millones de muertos y otros 20 millones de heridos o lesionados, la guerra llegó a su fin en Noviembre de 1918. Con la garantía de los altisonantes “Catorce Puntos” de Wilson, de que “no habrá anexiones, contribuciones ni daños punitivos … la autodeterminación no es una simple frase. Es un principio imperativo de acción que los estadistas ignorarán de ahora en adelante bajo su propio riesgo”, Alemania y las potencias del Eje acordaron un armisticio. Asimismo, al día siguiente del Armisticio, Lloyd George, en un discurso a sus partidarios, declaró: “Ningún acuerdo que contravenga los principios de la justicia eterna será permanente … No debemos permitir que ningún sentimiento de venganza, ningún espíritu de codicia, ningún deseo avaro, prevalezca sobre el principio fundamental de la rectitud”.[[7]] Sin embargo, sólo unas semanas después, al presentarse a la reelección, Lloyd George cambió de tono y se unió al coro popular que exigía venganza: que el kaiser fuera ahorcado, y que Alemania fuera castigada con el máximo rigor posible.
De hecho, el kaiser Wilhelm II no fue ahorcado (ni tampoco el emperador austriaco ni el sultán otomano). Sin embargo, (todos ellos) se vio obligado a abdicar y exiliarse. En el caso de Wilhelm, escapó a los Reales Países Bajos. Inmediatamente después del Armisticio, Wilson informó al gobierno alemán que no habría negociación con el monarca ni con los monárquicos gobernantes. Tenían que irse; de lo contrario, la consecuencia sería la rendición total. Por lo tanto, cuando en 1919 Woodrow Wilson, George Clemenceau y David Lloyd George se reunieron en París para negociar la paz, sus oponentes ya no eran miembros de las antiguas élites monárquicas de las potencias derrotadas del Eje, sino representantes de diversas nuevas y revolucionarias “repúblicas populares” (Volksdemokratien) surgidas de la desintegración de los antiguos imperios derrotados. Y, en claro contraste con 1815, en el congreso de paz de Viena, cuando a la derrotada Francia, representada prominentemente por Talleyrand, se le permitió participar activamente en las negociaciones de paz, estos líderes populares recién instalados no fueron invitados ni desempeñaron ningún papel en lo que se desarrollaría en París, sobre todo en Versailles con Alemania (y luego, de forma similar, en Trianon con Hungría, en Saint-Germain con Austria, y en Sèvres con Turquía). Simplemente tenían que firmar lo que los vencedores aliados les presentaran.
La “paz democrática” de 1919, pues, fue esencialmente el dictado conjunto de un triunvirato. Estaba Woodrow Wilson, hijo de un ministro presbiteriano, quien se consideraba infalible y un enviado de Dios. Wilson, como dijo H. L. Mencken, parecía creerse el candidato obvio para la “primera vacante en la Trinidad”,[[8]] y se dice que Clemenceau comentó que Wilson se comportó como un “aspirante a Jesucristo”.[[9]] Estaba George Clemenceau, de 77 años en aquel momento, pero considerado la fuerza dominante durante las actas de la conferencia. Clemenceau, también llamado el “viejo Tigre” y la “bestia salvaje”, tenía un sólo deseo: paralizar a Alemania para siempre. “Clemenceau”, dijo Lloyd George, “tiene una pasión: el odio hacia Alemania. Y no ve nada más”. Y luego estaba David Lloyd George, descrito a su vez por Clemenceau como un “aspirante a Napoleón” y un “embaucador”, capaz de convencer a un pájaro de que no está en el árbol.
El Tratado de Versailles, negociado por este triunvirato, dictaba que Alemania debía asumir toda la responsabilidad de la guerra. Perdería todas sus antiguas colonias y todas sus propiedades e inversiones extranjeras, públicas o privadas, serían confiscadas. Además, Alemania se vio obligada a ceder alrededor de 13% de su antiguo territorio y alrededor de 10% (unos 7 millones) de su población. Además, Alemania fue desmilitarizada y desarmada. Y luego estaban las reparaciones que debían ser pagadas: reparaciones masivas, en parte inmediatas y en especie (principalmente en forma de carbón), y en parte a plazos y en dinero (inicialmente fijadas en unos 130.000 millones de marcos oro en total). (Como era de esperar, solo un par de años después, Alemania incumplió su reparación y se hundió en un período de hiperinflación).
El trato dispensado a las demás potencias del Eje fue igualmente vengativo. ‘Según los términos del Tratado de Trianon”, resume Fuller, “Hungría fue privada de 71% de su territorio, y 3 millones de húngaros étnicos fueron incorporados a Checoslovaquia, Rumania y Yugoslavia (de nueva creación o constitución). Por los de Saint-Germain, Austria quedó reducida a aproximadamente dos tercios de su territorio germanoparlante, se le prohibió unirse a Alemania, y 3,5 millones de sus súbditos alemanes fueron asignados a Checoslovaquia y 230.000 a Italia”.[[10]] En cuanto a Turquía, Francia y Gran Bretaña asumieron el control, dividido, de las provincias del Cercano Oriente (en su mayoría árabes) del antiguo Imperio Otomano.
Además de ésto, y sobre todo, no sólo fueron rediseñadas las fronteras en toda Europa y Cercano Oriente, a menudo ignorando por completo el principio de autodeterminación, considerado imperativo por Wilson, lo que, como era previsible, derivó en conflictos y luchas nacionales, étnicas y religiosas, que persisten hasta nuestros días. Sino que, como ya ha sido indicado, el antiguo orden monárquico y aristocrático fue completamente derrocado. No solo los kaiseres Wilhelm II y Karl I de Austria (y el rey Karl IV de Hungría) tuvieron que abdicar, sino que también todos los demás reyes (de Bavaria, Saxony y Württemberg), todos los grandes duques, duques y príncipes, fueron despojados de sus derechos soberanos (en Alemania les fue permitido conservar su título anterior, mientras que en Austria incluso les fueron prohibidos todos los títulos: así, el archiduque Otto von Habsburg se convirtió en Otto Habsburg, y Ludwig von Mises en Ludwig Mises). Sin embargo, aunque ni Wilhelm ni Karl regresaron jamás a sus países de origen: Wilhelm, por temor a ser arrestado y juzgado, y Karl, porque todas las propiedades de los Habsburg habían sido confiscadas y a todos los miembros de la familia les había sido prohibido entrar en Austria a menos que renunciaran a todas sus pretensiones y aspiraciones dinásticas (esta llamada “Ley de los Habsburg” duraría hasta 1995), la mayoría de los demás jefes de las principales casas nobles alemanas y austriacas y sus familias se quedaron en casa, retirándose a la vida privada. Con la pérdida de todos los derechos soberanos, tuvieron que ceder una parte sustancial de sus propiedades a sus nuevos gobernantes republicanos, pero por lo general les fue permitido conservar sus diversas residencias y fincas privadas, a menudo bastante grandes. Algunos administraron con gran éxito lo que les habían legado, y unos pocos, a pesar de todos los impuestos sucesorios confiscatorios, lograron preservar o incluso aumentar su riqueza hasta la actualidad. Algunos se empobrecieron, y la mayoría tuvo que ejercer profesiones civiles para ganarse la vida.
En su lugar, y a partir del caos de golpes y contragolpes regionales, de insurrecciones y represiones que siguieron inmediatamente a la rendición alemana, el recién establecido orden republicano democrático llevó al poder a otra clase diferente de gobernantes.
V
Por un lado, estaba la izquierda marxista, compuesta esencialmente por el SPD (los socialistas) y el KPD (los comunistas). Su objetivo final común era la socialización o nacionalización de todos los medios de producción. Pero mientras el SPD “reformista” y sus simpatizantes aspiraban a lograr este objetivo por medios democráticos, mediante el establecimiento gradual de un estado de bienestar cada vez más expansivo e invasivo, el KPD y sus diversos colaboradores aspiraban a un cambio “revolucionario” del actual y profundamente despreciado orden “burgués”. En consecuencia, el SPD siempre se preocupó por mostrar cierta distancia respecto del régimen bolchevique revolucionario establecido en Rusia por Lenin y, en particular, por Stalin, mientras que el KPD y el movimiento comunista, en general, veían con buenos ojos el “gran experimento soviético”, a menudo con abierta y manifiesta simpatía o incluso con elogios. Hasta las últimas elecciones libres de Noviembre de 1932, el reformista SPD se mantuvo siempre como el más popular de los dos partidos marxistas rivales, obteniendo sistemáticamente más (y en ocasiones mucho más) que 20% de los votos (de hecho, hasta 1930 el SPD fue el partido más popular de Alemania). Y hasta el final, la izquierda marxista, el SPD y el KPD juntos, lograron obtener consistentemente alrededor de 35% del voto popular, mientras que el revolucionario KPD fue ganando fuerza relativa frente a su rival reformista desde el inicio de la Weltwirtschaftskrise (Gran Depresión) de 1929, y su rivalidad se tornó cada vez más hostil o incluso violenta.
Por otro lado, existían varios partidos burgueses opuestos al marxismo, y especialmente a su variante bolchevique. Sin embargo, también estaban profundamente imbuidos de ideas igualitarias de izquierda, como lo demuestra el hecho de que todos cooperaron voluntariamente con el SPD en algún momento (pero nunca con el KPD). La principal diferencia entre ellos residía esencialmente en su grado de nacionalismo y oposición al Tratado de Versailles. Existía el DDP (Partido Democrático), que hoy en día se describe típicamente como un partido “liberal de izquierda”. (Cabe destacar que inicialmente fue liderado por Friedrich Naumann, pastor luterano y fundador, antes de la guerra, de la Asociación Nacional-Social, que buscaba combinar liberalismo, nacionalismo, socialismo, imperialismo y protestantismo. Curiosamente, este Naumann aún da nombre al partido fundador del actual FDP –Partido Democrático Libre). Existía el DVP (Partido Popular), sucesor del Partido Nacional-Liberal de antes de la guerra, que había defendido la centralización política, atrayendo especialmente a la clase media protestante y laica, y que hoy en día sería clasificada como “liberal de derecha” o “liberal conservador”. Existía el partido nacional-conservador DNVP (Nationale Volkspartei), que captó el voto monárquico y reaccionario, y encontró un apoyo significativo entre los grandes terratenientes, los llamados “junker” prusianos o del Elba Oriental, es decir, la nobleza terrateniente, y también entre los grandes industriales. Existía el Partido del Centro (Zentrum), que atendía especialmente a los católicos y que, como tal, logró, de forma muy consistente hasta el final de la República de Weimar, obtener más de 10% del voto popular (y con el BVP, su partido hermano bávaro, incluso más de 15%), y que (hasta el final, y sólo entre todos los partidos) participó en todas las coaliciones gubernamentales (16 en total) y, por lo tanto, cooperó con todos los demás partidos en algún momento (excepto el KPD). Y luego estaba el NSDAP (Partido Nacional Socialista Obrero Alemán), que sólo desempeñaría un papel menor hasta 1928, cuando no obtuvo más de 2,9% de los votos, para emerger dos años después, en 1930, en pleno apogeo de la Gran Depresión, como el segundo partido más fuerte (sólo por detrás del SPD) con alrededor de 18,3% de los votos. Ofrecía el socialismo en forma de un estado de bienestar expansivo, no muy diferente de lo que ofrecía el reformista SPD (en consecuencia, los antiguos votantes del SPD tuvieron poca dificultad en pasarse posteriormente al NSDAP), pero lo combinaba con un pronunciado nacionalismo, teñido de ciertos matices raciales y antisemitas, con un revanchismo abierto (en contra del Tratado de Versailles) y un antibolchevismo manifiesto.
Tan sólo dos años después, en Junio de 1932, el NSDAP duplicó su porcentaje de votos hasta 37,4% y se convirtió en el partido más popular de Alemania. Más importante aún, el KPD obtuvo 14,5% en las mismas elecciones, lo que hizo imposible formar una coalición de gobierno sin ninguno de los dos. Había que incluir a los nacionalsocialistas o a los comunistas. Y en esta contienda de popularidad, pues, el resultado fue claro y decisivo (y ha sido claro y decisivo dondequiera que se haya planteado el mismo dilema). Tan sólo se necesitaron tres años de gobiernos presidenciales extraordinarios (aunque “constitucionales”), instaurados por el veterano y reaccionario Paul von Hindenburg, mariscal de campo del kaiser Wilhelm y presidente electo de Alemania desde 1925, para que el NSDAP, con Adolf Hitler, tomara el control del gobierno y estableciera rápidamente un régimen autocrático de partido único. En resumen: la sustitución del antiguo mundo monárquico por un nuevo orden democrático-republicano tras la Primera Guerra Mundial, tuvo doble efecto en Alemania, Austria y otros países (aún visible hoy en día). Por un lado, reforzó considerablemente las tendencias socialistas, igualitarias y redistribucionistas que ya habían surgido y se habían alimentado en la preguerra con cada expansión sucesiva del sufragio. Al fin y al cabo, la democracia –un hombre, una mujer, un voto– es socialismo. Todos los partidos políticos se vieron afectados por este giro general izquierdista-igualitario en la Alemania y Austria de la posguerra. Por otro lado, la transformación histórica trajo consigo un nuevo nacionalismo antagónico. Con la desaparición de los imperios multinacionales, así como de todos los reinos, ducados y principados soberanos y regionales, la única identificación y asociación que quedaba abierta para una persona era esencialmente la de su nación, especialmente porque también era su nación la que sufría un castigo colectivo. Ya no había “Habsburgs”, “Hohenzollerns”, “Wittelsbacher”, “Saxonians”, “Hannovers”, etc., ni “Otomanos”, por ejemplo, sino solo “Alemanes” o “Turcos”. Este nacionalismo cobró mayor fuerza a medida que surgían las consecuencias económicas del Tratado de Versailles –primero en forma de hiperinflación, y luego en forma de la “Gran Depresión”– y se vio aún más estimulado por el creciente conocimiento, en Alemania y en el extranjero, sobre el desastre económico y el terror humano ocasionado y perpetrado en aquel momento por los bolcheviques “internacionalistas” que dirigían la Unión Soviética. Es decir, en un entorno político general cada vez más izquierdista e igualitario, todos los partidos, incluido el SPD, se desplazaron gradual y sucesivamente hacia la “derecha” nacionalista y, en general, los votantes migraron cada vez más de partidos menos nacionalistas a otros más nacionalistas, y el “nacionalsocialismo”, representado por el NSDAP, finalmente se impuso en la contienda democrática.
Este desarrollo no fue exclusivo de Alemania. Por supuesto, existían numerosas diferencias en cuanto a las circunstancias regionales y locales, pero el mismo patrón general –la democracia que finalmente condujo al establecimiento de regímenes autocráticos, nacionalsocialistas o corporativistas (y a la derrota de sus diversos competidores socialistas “internacionalistas”)– también se observaba en otros lugares de la época. Además de Hitler en Alemania, estaban Horthy en Hungría, Dollfuss en Austria, Kemal (Atatürk) en Turquía, Mussolini en Italia, Pilsudski en Polonia, Salazar en Portugal y Franco en España; todos ellos representaban alguna variación del mismo tema y patrón general.
En cuanto a Alemania, con la toma definitiva del gobierno por parte del NSDAP y Hitler en 1933, se dieron pasos sucesivos para revisar o revocar las imposiciones del Tratado de Versailles, tal como se había anunciado y prometido de antemano. En 1936, Hitler remilitarizó por primera vez la Renania desmilitarizada; en 1938, Austria fue reintegrada al nuevo Reich, y ese mismo año los Sudetes alemanes fueron devueltos de Chequia a control alemán. Sin embargo, en 1939, la paz llegó a su fin y comenzó la Segunda Guerra Mundial. Alemania, de acuerdo con el principio wilsoniano de autodeterminación, exigió algunas concesiones territoriales a la recién constituida Polonia. Polonia se mantuvo intransigente, alentada por un acuerdo de asistencia anglo-francés. En respuesta, Alemania, el 1° de Septiembre de 1939, invadió Polonia; el 3 de Septiembre, Gran Bretaña, para gran sorpresa del anglófilo Hitler, y Francia, respondieron con una declaración de guerra contra Alemania.
En claro contraste con el tratado de paz monárquico de Viena de 1815, que había durado cien años, el vengativo tratado de paz democrático de 1919 duraría sólo veinte años.
VI
La guerra que comenzó en 1939 fue esencialmente una continuación de la que había comenzado en 1914. En general, se enfrentaron las mismas potencias. En cuanto a las antiguas potencias del Eje, lideradas por Alemania (con la antigua Austria-Hungría), Turquía se retiró y optó por la neutralidad, pero Italia y Japón se sumaron. Del otro lado, el de los Aliados, estaban los dos grandes vencedores de la primera guerra, Gran Bretaña y Francia, a los que rápidamente se unieron Estados Unidos y, como novedad, la Unión Soviética bolchevique dirigida por Stalin (en lugar de la Rusia zarista).
Desde el principio, la Segunda Guerra Mundial fue una “guerra democrática”, es decir, una guerra motivada e impulsada por diferencias ideológicas, acompañada de una implacable propaganda “enemiga”. Y fue en particular Gran Bretaña la que demostró su dominio de la guerra psicológica. Ya en el siglo XIX, los medios británicos retrataban a los alemanes con frecuencia como “hunos” y “bestias sedientas de sangre”, y la propaganda antialemana británica había sido decisiva para involucrar a Estados Unidos en la Primera Guerra Mundial y, en última instancia, para que Gran Bretaña y Francia ganaran la guerra. Ahora, tras la Blitzkrieg alemana de menos de dos meses, con la ocupación de París y la rendición francesa en Junio de 1940, Alemania no prosiguió hasta el final su campaña contra las tropas británicas que quedaban en el continente. En cambio, buscó con ahínco un acuerdo de paz con Gran Bretaña. Hitler tenía otros planes. No buscó la guerra en el frente occidental, y cuando aun así ocurrió, quiso que terminara lo antes posible. En lo que respecta a Occidente (Francia y Gran Bretaña), la guerra podría haber terminado en ese mismo instante. Pero Gran Bretaña rechazó categóricamente cualquier negociación de paz, y fue la propaganda británica, difundida principalmente por Winston Churchill, entonces primer ministro y ministro de Defensa, la que (fácilmente) persuadió al presidente estadounidense Roosevelt para que acudiera en su ayuda y permitiera a Gran Bretaña continuar la guerra (fácilmente, porque Roosevelt, inspirado por las ideas keynesianas, llevaba mucho tiempo buscando la guerra como medio para resolver su creciente problema de desempleo interno). Con la Ley de Arrendamiento de Tierras, aprobada en Marzo de 1941, el Congreso estadounidense permitió a Roosevelt distribuir libremente asistencia material y militar a Gran Bretaña (sin ninguna obligación de reembolso, o con obligaciones de reembolso muy vagas). Y en Junio de 1941, después de que Alemania iniciara su invasión de la Unión Soviética, de acuerdo con el plan largamente acariciado por Hitler de crear más espacio vital para la “raza aria” en Europa del Este, el programa de Arrendamiento de Tierras de Roosevelt, a instancias de Churchill, se extendió también a la Unión Soviética (y allí resultaría decisivo en la derrota definitiva de Alemania en el Frente Oriental). Que la Unión Soviética entrara en la guerra del lado aliado fue, en gran medida, obra de Churchill, orquestada a pesar del hecho de que la Unión Soviética había invadido Polonia tanto como Alemania (sólo unos días después) y que habían dividido conjuntamente el país, y a pesar del hecho (ciertamente conocido no sólo por Churchill, sino también por un Roosevelt más ingenuo) de que la Unión Soviética de Stalin era un régimen terrorista responsable de cientos de miles o incluso millones de muertes (hoy estimadas en unos veinte millones) –y todo eso en tiempos de paz. (En comparación, el número de muertos en la Alemania de Hitler en tiempos de paz había sido de apenas un par de cientos).
La guerra que surgió de esta constelación inicial de fuerzas antagónicas, y que culminaría con la aplastante derrota de las potencias del Eje y un auténtico big bang –de forma dramática y espectacular (aunque también característica de todo el espíritu y la mentalidad de la guerra) con la destrucción total, en 1945, de las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki con dos bombas atómicas, por orden del entonces presidente estadounidense Harry Truman– superó todo lo antes visto, durante la Guerra de Independencia del Sur de Estados Unidos o la Primera Guerra Mundial, en términos de ferocidad, crueldad, terror, destrucción y muerte. Todas las reglas de la guerra “civilizada” que hasta entonces eran respetadas, quedaron en el olvido. Combatientes o no combatientes, todos y todo eran presa fácil. Y no había concesiones. La paz sólo era posible mediante la rendición incondicional. Para 1945, cuando Alemania y Japón finalmente se rindieron a las fuerzas aliadas, el número total estimado de muertos en la guerra había alcanzado entre 70 y 85 millones, con bajas civiles que superaban con creces (en una proporción de más del doble a uno) a las bajas militares. Además, el número de heridos en tiempos de guerra, tanto militares como civiles, ascendía a decenas de millones.[[11]]
La guerra sería seguida por una nueva, segunda y (supuestamente) mejorada paz democrática, y las directrices generales para ésta, es decir, el orden mundial de posguerra, fueron elaboradas durante una conferencia celebrada en Yalta, en Febrero de 1945, por otro triunvirato. Esta vez, estaba Winston Churchill, imperialista británico de clase alta, arrogante, oportunista, pomposo, errático, impulsivo, maestro de la oratoria, borracho y derrochador, siempre endeudado con generosos acreedores. Entonces consideraba a los alemanes como hunos. Estaba Franklin D. Roosevelt, el establishment de la Costa Este de EE. UU., astuto y oportunista, descrito de diversas maneras como frívolo y serio, evasivo y franco, duro y blando, vengativo y generoso, es decir, múltiple y contradictorio, rodeado de un grupo de izquierdistas, simpatizantes comunistas como Harry Hopkins, su confidente y asesor más cercano, el Rasputín de la Casa Blanca, y posteriormente agentes soviéticos de probada eficacia como Alger Hiss y Harry Dexter White. Nada era más importante para Roosevelt que derrotar a Hitler. Y luego estaba Joseph Stalin, georgiano de origen proletario, antiguo ladrón de bancos y revolucionario, astuto, brutal y asesino, para quien Alemania ofrecía un gran tesoro. “Winston”, comentó Roosevelt, “y el tío Joe (Stalin) y yo nos llevamos bien porque todos somos realistas”. Mientras tomaban decisiones trascendentales y cruciales sobre el futuro del mundo entero, parecía que el triunvirato “realista” lo pasó bastante bien en Yalta, con algo de alcohol, al menos por parte de Churchill y Stalin.
Siguiendo las directrices generales para la nueva paz democrática establecidas en Yalta, los últimos retoques y detalles de los planes aliados fueron ultimados y concretados cinco meses después, durante la conferencia de Potsdam, en Julio de 1945, con Truman sustituyendo al entretanto fallecido Roosevelt. Para entonces, resume Fuller, los ejércitos soviéticos ya habían tomado el control de Estonia, Letonia, Lituania, parte de Finlandia, Polonia, partes de Alemania oriental y central, un tercio de Austria, Yugoslavia, Hungría, Rumanía y Bulgaria. Viena, Praga y Berlín estaban en manos soviéticas.[[12]] Estos hechos sobre el terreno presagiaron el mapa que se perfilaba de Europa Oriental y Central y sus nuevas fronteras. Toda Europa Oriental y Central cayó y permaneció durante casi 50 años (hasta principios de la década de 1990) en manos comunistas. Algunos territorios fueron directamente incorporados a la Unión Soviética, mientras que otros, dentro de sus diversas fronteras recién constituidas, fueron convertidos en estados “vasallos” soviéticos y partes constituyentes de un imperio soviético internacional y multinacional.[[13]]
En cuanto a Alemania, el tema central aquí, la paz tras su rendición incondicional traería ésto: Alemania perdería casi una cuarta parte de su territorio en comparación con su tamaño anterior a la guerra. Principalmente a manos de Polonia, pero también a manos de la Unión Soviética, Checoslovaquia, Francia, Bélgica y los Países Bajos. Esta pérdida vino acompañada de la despiadada expulsión de unos diecisiete millones de alemanes de sus antiguas tierras y hogares. Unos tres millones de estos refugiados no sobrevivieron a la huida. Su destino, una Alemania muy disminuida, se dividió en una zona oriental ocupada por la Unión Soviética (posteriormente Alemania Oriental o RDA) y una zona occidental ocupada por Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia (posteriormente Alemania Occidental o RDB). De forma similar a lo ocurrido después de la Primera Guerra Mundial, pero a una escala mucho mayor ahora, los recursos de Alemania fueron saqueados por las potencias vencedoras: inicialmente, los soviéticos simplemente expropiaron, desmantelaron y enviaron todo lo que consideraron valioso y movible a la Unión Soviética, mientras que las potencias occidentales, en esencia, confiscaron y tomaron el control de las industrias y activos que aún se encontraban en pie. Sin embargo, en marcado contraste con la antigua tradición monárquica, mantenida en gran medida después de la Guerra de la Independencia del Sur y también después de la Primera Guerra Mundial, de olvidar lo pasado y abstenerse de la persecución personal de antiguos enemigos de guerra, las potencias victoriosas se autoproclamaron fiscales, jueces y verdugos de los “crímenes y criminales de guerra” alemanes (a pesar de que ninguno de los acusadores era parte neutral inocente, y todos habían perpetrado crímenes similares a los del acusado). Aparte de las diecisiete condenas a muerte dictadas en los infames Juicios de Nüremberg (considerados ampliamente por los juristas como un tribunal irregular y condenados por el entonces senador estadounidense Robert A. Taft, por ejemplo, por representar un flagrante error judicial), entre cinco y seis mil alemanes fueron ejecutados como criminales de guerra.
Más importante aún: tras la Primera Guerra Mundial, Alemania fue despojada de amplios territorios, pero salvo por un breve periodo y una pequeña porción, permaneció “libre”, es decir, sin ser ocupada por tropas extranjeras. El ejército estadounidense abandonó Europa por completo. Ahora, tras la Segunda Guerra Mundial, y en claro contraste, Alemania estuvo y permaneció ocupada. La ocupación soviética de Alemania Oriental duraría hasta principios de la década de 1990, y la ocupación aliada (de facto: estadounidense) de Alemania Occidental (y posteriormente, a partir de 1990, de una Alemania reunificada) continúa hasta la actualidad. Estados Unidos tampoco abandonó al resto de Europa en aquel entonces. Más bien, el ejército estadounidense se quedó y continuó estando en toda Europa Occidental hasta la actualidad. De hecho, el final de la Segunda Guerra Mundial en 1945 marca tanto el comienzo del fin de los otrora poderosos imperios británico y francés como el ascenso paralelo de Estados Unidos al rango de único y principal imperio occidental, con toda Europa Occidental, incluyendo Gran Bretaña y Francia, como estados satélites subordinados y “vasallos” (como fue esencialmente formalizado en 1949 con el establecimiento del pacto de la OTAN liderado por Estados Unidos).
En cuanto a Alemania en particular, los Aliados contaban esta vez con planes de largo plazo bastante detallados. (Sobre los planes soviéticos sólo se harán algunas observaciones al final de este ensayo). De interés central son los planes de los Aliados Occidentales, y en particular los de Estados Unidos, sobre todo porque fueron éstos los que finalmente prevalecieron y los que tendrían el efecto más profundo en la Alemania contemporánea.[[14]]
VII
Como declaró explícitamente el general Dwight D. Eisenhower, comandante supremo de las fuerzas aliadas en Europa Occidental y de las fuerzas de ocupación estadounidenses (y posteriormente presidente de Estados Unidos), Alemania no fue ocupada con el propósito de su liberación, sino como un estado enemigo derrotado. El propósito de la ocupación era: descentralización, desnazificación, desmilitarización, desindustrialización y, lo más importante y ambicioso, la reeducación.
La descentralización fue lograda con mayor facilidad, según el comando: Alemania fue dividida en cuatro zonas separadas de ocupación militar; Prusia, considerada el núcleo de la amenaza alemana, es decir, de todo lo pretendidamente malo sobre Alemania y los alemanes, fue desmantelada, y fue creada una nueva federación reorganizada de provincias alemanas (Laender).
La desnazificación fue considerablemente más difícil, y en este sentido surgieron algunos paralelismos interesantes con el caso de la Confederación derrotada.
Mucho antes del final de la guerra, Roosevelt ya había reunido una gran coalición de escritores, periodistas, periódicos, emisoras de radio y estudios de Hollywood, encargada de pintar una imagen del “alemán feo”, es decir, de los alemanes como un pueblo completamente peligroso, depravado, malvado y absolutamente bestial (además de estúpido). En consecuencia, cualquier forma de confraternización de las fuerzas militares de ocupación con los alemanes inicialmente fue estrictamente prohibida. Esto fracasó, por supuesto, porque había muchas chicas alemanas guapas y no tan guapas, y muchos tratos lucrativos que los ocupantes podían cerrar. Era necesario hacer distinciones. La mayoría de los alemanes no habían sido miembros del NSDAP, y de los aproximadamente ocho millones (aproximadamente 10% de la población) que lo eran, la mayoría no había ejercido ninguna función ejecutiva en el partido (eran miembros del partido sólo por razones oportunistas o por conveniencia). Era fácil identificar, arrestar, encarcelar o castigar de cualquier manera a los altos mandos del gobierno, el partido y el ejército. Pero ¿qué hacer con la inmensa mayoría restante? Los ocupantes tuvieron que definir diversas categorías y grados de culpabilidad, así como las correspondientes formas de castigo, que abarcaban desde el encarcelamiento hasta la pérdida del empleo, la propiedad o la pensión, pasando por la exclusión de futuras actividades, ocupaciones o funciones. Todos los alemanes, excepto los niños, debían ser clasificados por una multitud de tribunales militares, con standards e interpretaciones regionalmente muy diferentes y a menudo incoherentes. Para ello, por ejemplo, millones de alemanes, especialmente en la zona de ocupación estadounidense, debían responder a un cuestionario de 131 preguntas (el infame Fragebogen) para obtener un pase limpio (el llamado Persil-Schein). Como era de esperar, este procedimiento no sólo condujo a la corrupción generalizada, extorsión y denuncias. Además, con la “liberación” de todas las prisiones y campos de concentración del interior de Alemania, que no estaban sólo y exclusivamente pletóricas de inocentes y valientes antinazis, sino también, y en gran medida, de personas que merecían estar allí, la misma política brindó una grata oportunidad para que la turba se descontrolara y para todo tipo de criminales y delincuentes profesionales.
El general George S. Patton, célebre héroe de guerra estadounidense y representante del auténtico ala militar –la militar-militar– de las fuerzas de ocupación (en contraste con el ala político-militar de los ocupantes, representada prominentemente, por ejemplo, por el general Eisenhower), criticaría abiertamente esta política. Produjo incertidumbre, desorden civil, retrasos, mala gestión, conflictos y delincuencia; sin embargo, su deber como militar y comandante de tropas, en opinión de Patton era, sobre todo, mantener la ley y el orden. En su opinión, los alemanes eran personas mayoritariamente decentes y útiles, y en la mayoría de los casos, incluso la afiliación al NSDAP no tenía mayor importancia que la afiliación al Partido Republicano o al Demócrata en Estados Unidos. Por lo tanto, en general, los alemanes debían ser dejados en paz, e incluso podrían ser considerados aliados útiles para continuar luchando y derrotar la creciente amenaza comunista en el Este.
Tras esta intervención, Patton fue destituido de su cargo y poco después falleció en circunstancias un tanto misteriosas en un accidente automovilístico. A partir de entonces, con la desaparición de Patton, el poder dominante entre las fuerzas de ocupación sería trasladado permanentemente de puestos centrales estrictamente militares a diversos centros de mando político-militares y, en última instancia, civiles. A partir de entonces, todas las decisiones relativas al futuro de Alemania fueron decisiones motivadas e influidas por la política estadounidense.
Tal fue el caso tanto del plan de desindustrialización como del de desmilitarización. Ambos experimentaron cambios significativos con las cambiantes circunstancias políticas. Inicialmente, según el llamado plan Morgenthau (asociado con los nombres de Henry Morgenthau Jr., entonces ministro de finanzas de EE.UU., y Harry Dexter White, su asesor más cercano), Alemania debía ser completamente desindustrializada y convertida en una especie de país rural y agrícola de pequeñas granjas con población campesina, y debía garantizarse que el nivel de vida alemán no superara al de ninguno de sus vecinos. Pero cuando se hizo evidente (muy rápidamente) que dicha política no sólo conduciría a la hambruna masiva de la población civil (¡hecho que luego tuvo que ser “vendido” internamente a los votantes nacionales!), sino que también limitaría severamente las futuras reparaciones que se le exigirían a Alemania, este plan fue rápidamente abandonado. En cambio, se permitió a Alemania reindustrializarse, pero sujeta a estrictas normas y controles intervencionistas (anticapitalistas y prounionistas), como ya había sido practicado y “probado” en Estados Unidos durante el “New Deal” de Roosevelt. Algo similar ocurrió con la desmilitarización: inicialmente, fueron disueltas todas las organizaciones militares y fue destituido todo el personal militar, desde el Estado Mayor hasta el Cuerpo de Oficiales y la tropa. Pero muy pronto con el inicio de la Guerra Fría entre los aliados occidentales, liderados por Estados Unidos, y la Unión Soviética y sus aliados, en 1947, con la llamada doctrina Truman comenzó el rearme de Alemania, que culminó con la incorporación de Alemania Occidental a la OTAN y la fundación de su nuevo ejército, el Bundeswehr alemán, en 1955.
VIII
Sin embargo, el plan más ambicioso e innovador de los ocupantes occidentales fue la reeducación alemana. Tras la derrota de Alemania en la Primera Guerra Mundial, los alemanes habían sido prácticamente abandonados a su suerte. El carácter alemán se había mantenido intacto, y fue este carácter el que supuestamente condujo a la Segunda Guerra Mundial, al igual que había conducido a la Primera Guerra Mundial anteriormente. Según este razonamiento esta vez, para lograr una paz duradera, el carácter alemán debía ser sistemáticamente cambiado. Esta perspectiva había sido propagada en Estados Unidos por numerosos científicos sociales: sociólogos, psicólogos, psicoanalistas, etc., sobre todo refugiados judíos alemanes, y había ganado creciente influencia dentro de la administración altamente intervencionista del “New Deal” de Roosevelt. Así, junto con el ejército estadounidense invasor, casi desde el principio llegó un ejército invasor de “educadores”. Todas las escuelas, universidades, periódicos, emisoras de radio, editoriales, productoras de cine, teatros, partidos, asociaciones, etc. –de hecho, todo lo que fuese considerado una institución u organización que moldeara la opinión pública o formara el carácter– debían ser controladas. Todas debían estar sujetas a algún requisito de licencia, y eran los “educadores” invasores –los que se contaban por decenas de miles– los que debían decidir quién obtendría dicha licencia y quién no.
Como reflejo de la administración del “New Deal” de Roosevelt, casi todos estos “educadores” eran representantes de lo que hoy se llamaría “izquierda progresista”, con una buena dosis de simpatizantes comunistas (si no comunistas declarados). En consecuencia, la selección de los nuevos titulares de licencias alemanas fue sesgada, lo que presagió gran parte de lo que estaba por venir.
Todos los titulares de licencias estaban obligados a acatar las políticas de las fuerzas de ocupación. Inicialmente ésto significó que gran número de antiguos líderes de opinión o “influencers” fueran excluidos del empleo. Una vez más, con el cambio de circunstancias políticas, es decir, con el inicio y la intensificación de la Guerra Fría, estas restricciones impuestas a los titulares de licencias alemanas fueron gradualmente relajadas, y los miembros de la “vieja guardia”, antes considerados “manchados” y “fuera de lugar”, fueron readmitidos cada vez más en puestos influyentes. Se les consideraba útiles en la intensificación de la guerra ideológica entre el “Occidente libre”, representado principalmente por Estados Unidos, y el “Este comunista”, representado por la Unión Soviética (y más directamente: la Alemania Oriental ocupada por la Unión Soviética), debido a ésto: combatir al bolchevismo y al comunismo había sido esencialmente su tarea ya antes de la guerra, en la Alemania nacionalsocialista. Y estaban especialmente ansiosos por seguir la línea política correcta: una cruzada “proestadounidense y antisoviética”, porque conocían perfectamente la precaria y probatoria situación de su propia posición (debido a su pasado manchado). Si bien este desarrollo era presentado al observador contemporáneo principalmente como un período de restauración, de retorno a una especie de “normalidad”, que duró más de una década, en realidad la reeducación estadounidense-occidental estaba a punto de producir al “nuevo alemán”, con una estructura de carácter transformada. Sin embargo, ésto tardaría en producir resultados visibles.
El proceso de selección y concesión de licencias abarcó, en particular, a todo el sistema educativo alemán, desde la educación primaria y secundaria hasta las más altas esferas de universidades, academias y centros de investigación. Para formar al nuevo alemán, era necesario seleccionar a los maestros y profesores “adecuados”, determinar los campos de estudio y aprendizaje “adecuados” y más importantes y, sobre todo, identificar el contenido y la esencia “adecuados” de todo estudio y aprendizaje.
Algunos aspectos de este objetivo educativo eran fáciles de identificar. Todos los libros de texto utilizados en las escuelas debían estar autorizados por los educadores ocupantes para garantizar la aceptación general de la visión “correcta” de la historia (y especialmente del pasado más reciente) desde la perspectiva de los ocupantes occidentales. Además, dado que la mayoría de estos “reeducadores” eran científicos sociales (en el sentido más amplio del término), más que ingenieros o técnicos, también era un hecho que las ciencias sociales en general debían tener una alta prioridad en la educación. Resultado de ésto fue, por ejemplo, la introducción de una nueva asignatura en el curriculum escolar general alemán: educación cívica (Gemeinschaftskunde), es decir, aprender a ser un buen demócrata.
Sin embargo, el asunto más importante y delicado fue la selección de los mismos profesores universitarios que escribirían dichos libros de texto, que formarían a la siguiente generación de profesores, maestros, líderes cívicos y periodistas, y que definirían tanto los errores del carácter alemán como las necesidades para construir al nuevo “buen alemán”.
Esta búsqueda se vio facilitada en gran medida por la gran cantidad de intelectuales alemanes emigrados a Estados Unidos, en su mayoría de origen judío. Algunos de ellos habían conseguido puestos lucrativos y prestigiosos allí mientras tanto, y no mostraron interés en regresar a Alemania (aunque, por supuesto, no escatimaron en “buenos consejos”). Sin embargo, muchos de los menos exitosos vieron en el regreso una gran oportunidad para ascender y progresar profesionalmente. Muchos otros simplemente sentían nostalgia o estaban convencidos de que aún tenían un trabajo importante que hacer en casa. En cualquier caso, en general, los reeducadores podían confiar en su lealtad: su orientación común proestadounidense y occidental, y su deseo o afán común de cambiar y transformar la Alemania y a los alemanes que los habían agraviado y obligado al exilio.
En algunos casos, los intelectuales que regresaban simplemente eran reinstalados en sus antiguos puestos como profesores universitarios, académicos, conferenciantes, etc. Sin embargo, con mayor frecuencia eran asignados a departamentos o institutos de “ciencia política” recién creados. Anteriormente, la “ciencia política” no había sido un campo de estudio universitario especializado (al igual que la Gemeinschaftskunde, no había sido considerada una disciplina escolar regular). De hecho, su status como “ciencia” había sido considerado bastante cuestionable (y con razón sigue siéndolo hasta el día de hoy). Sin embargo hoy, como muestra perdurable de los esfuerzos de reeducación estadounidenses, no hay universidad alemana que no tenga su departamento de ciencia política y un grupo considerable de politólogos que enseñen “democracia”.
Reflejando el sesgo ideológico de los educadores-ocupantes, las reimportaciones intelectuales a Alemania también fueron predominantemente representantes de la “izquierda progresista”: liberales de izquierda, socialdemócratas y socialistas de diversas tendencias, con una enorme sobrerrepresentación de judíos. Y gracias a su conexión con Estados Unidos –con universidades, fundaciones y fondos estadounidenses–, esta primera generación de reimportaciones pudo, pues, seleccionar, formar, guiar y apoyar a la siguiente generación de seguidores ideológicamente leales y líderes intelectuales, y así sucesivamente, esencialmente, hasta la actualidad.
Gracias a sus esfuerzos conjuntos y a su debido tiempo, el período de restauración antes mencionado en Alemania Occidental llegó a su fin de forma lenta pero segura. Este período se había prolongado por el llamado milagro económico alemán (el prodigio económico). Tras la reforma monetaria de 1948 y la introducción del marco alemán (DM), Ludwig Erhard, nombrado director alemán del Consejo Económico Bizonal, excediéndose en su autoridad y en contra del consejo de “expertos” económicos estadounidenses como John Kenneth Galbraith, así como de la opinión pública alemana del momento, eliminó de un plumazo, como un golpe de estado, todos los controles de precios heredados del régimen nacionalsocialista, con una decisión repentina, desencadenando así un auge económico trascendental. Este auge, por sorprendente que fuera para el público alemán, adoctrinado durante mucho tiempo con nociones económicas nacionalsocialistas, impulsaría el orgullo nacional alemán e incluso avivaría algunos sentimientos reaccionarios entre la población. Sin embargo, durante la década de 1960, los esfuerzos de reeducación dieron sus frutos y fue iniciado un nuevo período de “democracia” y “progresismo”. Para entonces, los alemanes ya habían sido suficientemente adoctrinados sobre sus “problemas”, y un número cada vez mayor había interiorizado dichas enseñanzas.
Y este resultado, pues, fue en gran medida un logro del Instituto de Investigación Social (Institut für Sozialforschung) y la llamada Escuela de Frankfurt.[[15]]
IX
El Instituto, establecido en 1923 en Frankfurt, fue esencialmente la creación de dos hombres judíos: Hermann Weil (1868-1927) y, en particular, su hijo Felix Weil (1898-1975). Nacido en Alemania, Hermann Weil había aprendido de su futuro suegro el oficio de comerciante de granos en Mannheim, Isidor Weisman. En 1895, se mudó a Buenos Aires para administrar la sucursal argentina de la empresa de Weisman, y un año después se casó con la hija de Weisman, Rosalie, en una ceremonia de boda judía ortodoxa. En 1898, Weil, junto con dos de sus hermanos, fundó su propia empresa, y en pocos años se convertiría en uno de los comerciantes de granos más importantes del mundo, con más de 3.000 empleados y una flota de unos sesenta barcos. Ese mismo año nació su hijo Felix (como ciudadano argentino). En 1907, por diversos motivos de salud, la familia regresó a Alemania y se estableció en Frankfurt, entonces y hoy en día uno de los principales centros comerciales de Alemania, con una importante e influyente comunidad judía. Félix estudió allí y en 1920 también se doctoró en la Universidad de Frankfurt. En 1912, su madre, Rosalie, falleció y le dejó una herencia de unos U$S 400 millones en términos actuales. No sólo su padre, Hermann, sino él también, eran personas de enorme riqueza.
Durante la Primera Guerra Mundial, ambos Weil se comportaron como alemanes patriotas. Hermann participó en numerosas iniciativas filantrópicas y fue un generoso donante a diversas causas cívicas hasta el final de su vida. De hecho, en 1917, en reconocimiento a ello, él y su hijo fueron recibidos a cenar con el kaiser Wilhelm II. Y en cuanto a Félix, al igual que muchos de sus compañeros de colegio y estudiantes, ansiaba unirse al esfuerzo bélico alemán y se sentía bastante decepcionado por haber sido excluido debido a su ciudadanía argentina. En consecuencia, la derrota alemana, y los horrores, las muertes, la destrucción y la miseria que sus compañeros de colegio y estudiantes habían experimentado durante la guerra, y que ahora presenciaría con sus propios ojos, lo dejaron completamente desilusionado. Se volvió hacia el marxismo, abogando por el cambio revolucionario del antiguo régimen derrotado y la socialización de todos los medios de producción para, supuestamente, acabar con la explotación del hombre por el hombre.
En consecuencia, entabló amistad con numerosas personas afines que más tarde se asociarían con el Instituto en algún puesto o rol más o menos importante. Casi todos eran judíos como él, y la mayoría provenían de familias adineradas, de clase alta o burguesas acomodadas (aunque ninguno figuraba ni remotamente en la misma categoría de riqueza que el propio Weil). (La relación entre el burgués adinerado Karl Marx y su heredero y promotor, Friedrich Engels, me viene inmediatamente a la mente en este contexto). En cualquier caso: no había ningún proletario entre ellos. Estaban Leo Löwenthal, su primer amigo del instituto; Karl Korsch, Richard Sorge (el más tarde famoso espía soviético); Henryck Grossmann, Max Horkheimer (posteriormente director del Instituto); Friedrich Pollock, Kurt Mandelbaum, Herbert Marcuse, Theodor Wiesengrund Adorno, Erich Fromm, Karl August Wittfogel, Hans Reichenbach, Walter Benjamin, Fritz Sternberg, Adolph Löwe, Julian Gumperz, Otto Kirchheimer, Franz Neumann y muchos más. De hecho, el número de intelectuales asociados al Instituto en algún momento u otro se contaba por centenares. Prácticamente todos ellos, como Weil, eran marxistas declarados de una u otra índole. Todos eran miembros o simpatizantes del KPD, del SPD-izquierda o de diversos grupos y asociaciones socialistas radicales. De este espectro inicialmente bastante amplio de defensores y puntos de vista marxistas o socialistas, surgieron gradualmente con el tiempo dos tendencias unificadoras: una que se alejaba del activismo y se acercaba al trabajo intelectual, combinada con otra que se alejaba de cualquier afiliación directa a un partido y se inclinaba hacia la independencia intelectual. Y, en segundo lugar, una tendencia a distanciarse ideológicamente, lenta pero sucesivamente, de una visión otrora muy favorable del comunismo soviético y de los bolcheviques –aparte del fracaso económico cada vez más evidente del comunismo soviético, esta tendencia se vio fortalecida también por una cierta condescendencia que sentían los judíos occidentales asimilados, hacia Weil y compañía, hacia sus hermanos de Europa del Este, tan prominentemente representados en las posiciones de liderazgo bolchevique– y su creciente posicionamiento en cambio como un centro de marxismo independiente y no ortodoxo, complementado y enriquecido por una buena dosis de psicoanálisis freudiano.
Tan solo un año después de su fundación en 1924, el Instituto ya contaba con su propio e impresionante edificio, financiado en su totalidad por Hermann y Felix Weil. Su asociación con la universidad había sido motivo de controversia durante un tiempo. Finalmente, para superar las reservas de algunos círculos universitarios influyentes ante la asociación con un grupo de radicales de izquierda algo desconfiados, se llegó a una solución mutuamente aceptable. Se permitió a la universidad utilizar algunas de las salas e instalaciones propiedad del Instituto, los Weil financiarían una nueva cátedra en la universidad, y el profesor nombrado para dicha cátedra ejercería simultáneamente la dirección del Instituto. De esta manera, la universidad podía ejercer cierto control indirecto sobre las operaciones del Instituto. El primer nombrado para este nuevo y prestigioso puesto dual, seleccionado por Felix Weil tras una larga búsqueda y considerado aceptable para la universidad, fue Carl Grünberg. Para entonces, Grünberg, que ya tenía poco más de sesenta años, era profesor de historia económica moderna en la Universidad de Viena. Marxista declarado y destacado representante de la llamada Escuela Histórica (o “Historicista”) de economía, Grünberg había sido profesor de muchos “austromarxistas” destacados, como Max Adler, Karl Renner, Otto Bauer, Friedrich Adler y Rudolf Hilferding. (Curiosamente, entre 1902 y 1903 Grünberg también había sido asesor doctoral de Ludwig von Mises y de sus primeros trabajos sobre las relaciones entre campesinos y terratenientes en Galitzia; es decir, antes de que von Mises conociera los Principios de Economía de Carl Menger y, en sus propias palabras, se “convirtiera en economista” y, como tal, en un ferviente crítico de la Escuela Historicista). Sin embargo, la permanencia de Grünberg en el Instituto duró solo cuatro años, hasta 1928, cuando sufrió un derrame cerebral y se vio obligado a jubilarse. Para entonces, el Instituto se había ganado la reputación de ser un “Café Marx”, frecuentado por marxistas y otros izquierdistas de todas partes, pero Grünberg era todo menos un teórico, y su época no dejó una huella imborrable en la posterior configuración y reputación de la Escuela de Frankfurt.
Con la marcha de Grünberg, ésto cambiaría radicalmente. Tras un breve periodo con Friedrich Pollock como director interino del Instituto, fue Max Horkheimer, su amigo más cercano, quien asumió la dirección desde 1930 hasta su jubilación en 1958 (seguido por Theodor Wiesengrund Adorno, quien ocupó el cargo hasta su fallecimiento en 1969). Horkheimer apenas tenía treinta y pocos años, había recibido recientemente su habilitación y su curriculum vitae era bastante escaso en aquel momento. Además, pertenecía a la Facultad de Filosofía, no a la de Ciencias Económicas y Sociales, como Grünberg. Por lo tanto, la designación de Horkheimer requirió un gran esfuerzo por parte de Felix Weil. Para su beneficio, y en comparación con otros posibles candidatos, Horkheimer carecía de vínculos oficiales con el KPD. No obstante, la Facultad de Ciencias Económicas y Sociales insistió en que Grünberg fuera reemplazado por otra persona, y su cátedra continuó siendo financiada por Weil. Se encontró un candidato consensuado para ello en Adolph Löwe, quien durante mucho tiempo había formado parte del círculo de amigos de Weil. En cuanto a Horkheimer, Weil tuvo que dotar una nueva cátedra de Filosofía Social, ubicada en la Facultad de Filosofía.
Fue bajo la influencia de Horkheimer, pues, que el perfil ideológico posterior del Instituto fue siendo gradualmente configurando. La interpretación marxista ortodoxa de la historia y la evolución social, promovida desde Moscú y por el Comintern, fue relegada cada vez más a un segundo plano, y le fue prestada mayor atención al estudio de la psicología. La interpretación ortodoxa y la identificación del llamado proletariado como fuente y trampolín de la revolución social y la transformación socialista, fueron obviamente deficientes. No hubo una revolución liderada por el proletariado después de la Primera Guerra Mundial, como predijeron y desearon los marxistas ortodoxos. Otras razones psicológicas debían ser responsables de este fracaso, y era necesario identificarlas para lograr los cambios revolucionarios deseados. En consecuencia, Horkheimer inició y promovió una estrecha colaboración entre un marxismo poco ortodoxo, y la psicología, y en particular el psicoanálisis, y para ello contrató a Erich Fromm para un puesto destacado dentro del Instituto.
En 1933, con la toma de Alemania por los nacionalsocialistas, Horkheimer y sus asociados, judíos y, en su mayoría, judíos marxistas, fueron destituidos de su cargo, y su Instituto fue confiscado y absorbido por diversas organizaciones nacionalsocialistas. Sin embargo, previendo estos acontecimientos, Horkheimer y Pollock, su segundo al mando, principal administrador y asesor económico, ya habían transferido todos los fondos del Instituto a cuentas en el extranjero. Primero establecieron una sede en Ginebra y dos sucursales más pequeñas en París y Londres. (La sucursal de Londres cerraría ya en 1936, y las de Ginebra y París en 1939, con el inicio de la Segunda Guerra Mundial). Sin embargo, ya en 1934, dado que su situación como refugiados judíos marxistas en Suiza se volvía cada vez más precaria, trasladaron su centro de operaciones a Estados Unidos, donde habían establecido cierta conexión institucional con la Universidad de Columbia, en la ciudad de New York, así como algunos vínculos laxos con la New School of Social Research (donde Fromm, al principio, y posteriormente también Löwe, encontrarían empleo). Otros asociados del Instituto, como Adorno y Löwe, emigraron primero a Inglaterra, desde donde posteriormente se unirían a sus camaradas en Estados Unidos.
Gracias a la generosidad de los Weil, y especialmente a la de Felix Weil, quien aportó otros U$S 40 millones durante esos años, y al financiamiento adicional obtenido del Comité Judío Americano (AJC) y del Comité Judío Laboral (JLC), la vida en Estados Unidos para estos exiliados alemanes de izquierda no era mala. No sólo estaban capacitados para organizar la emigración de un buen número de sus camaradas ideológicos de Alemania y Europa Central. Además, se les permitió una vida de considerables comodidades. Las figuras centrales del Instituto durante esos años, Horkheimer, Pollock, Marcuse y Adorno, tenían departamento, automóvil y empleada doméstica propios en New York. El salario anual de Horkheimer, según su propia declaración jurada, superaba los U$S 200.000 actuales, y en 1938, en conjunción con una escisión ideológica entre Horkheimer y Fromm, este último recibió una generosa indemnización por despido de unos U$S 400.000 actuales.
En 1941, en pleno apogeo de la Segunda Guerra Mundial, Horkheimer decidió establecer un segundo centro del Instituto en la Costa Oeste, en el área de Los Ángeles, dedicado principalmente a asuntos teórico-filosóficos (mientras que la sucursal de New York permanecería como centro de investigación empírica). El grupo de Horkheimer incluía a Adorno, Marcuse y también a Pollock. No tenían un hogar institucional, pero vivían cerca el uno del otro cerca de Pacific Palisades, y la residencia privada de Marcuse figuraba como la dirección oficial del Instituto. Se reunían regularmente, lo que culminó en 1944 con la Dialektik der Aufklaerung [Dialéctica de la Ilustración], supuesta obra magna de Horkheimer y Adorno, pieza central y núcleo de la llamada “teoría crítica”. Además, como otra muestra de su relativa prosperidad, durante sus años en California disfrutaron de una activa vida social. Para su fiesta de inauguración de su casa, por ejemplo, Horkheimer había invitado a figuras famosas como Thomas Mann, su vecino inmediato, así como a Franz Werfel y Lion Feuchtwanger, y durante numerosas reuniones sociales y fiestas, el círculo de Horkheimer se reunió y asoció con muchos otros exiliados prominentes, intelectuales y celebridades de Hollywood, como Bertolt Brecht y su círculo, el compositor Hanns Eisler, Aldous Huxley, Hans Reichenbach, Günther Stern (ex marido de Hannah Arendt, y después de la guerra: Günther Anders), así como Greta Garbo, Ava Gardner, Charly Chaplin y Peter Lorre.
Como exiliados, Horkheimer y los miembros y asociados de su Instituto siempre se mostraron cautelosos y circunspectos en sus diversas relaciones y gestiones sociales. De hecho, especialmente con el inicio de la Segunda Guerra Mundial, todo el círculo de Horkheimer, compuesto principalmente por alemanes y, en su mayoría, por alemanes marxistas judíos, se vio sometido a una creciente sospecha y escrutinio por parte de diversas instituciones de seguridad y vigilancia estadounidenses. No obstante, desde 1943, Herbert Marcuse, Otto Kirchheimer y Franz Neumann, y algo más tarde también Arkadji Gurland, pasaron a trabajar para la Oficina de Servicios Estratégicos (OSS), precursora de la CIA; Friedrich Pollock trabajó temporalmente como asesor de la Junta de Guerra Económica; y Leo Löwenthal trabajó para la Oficina de Información de Guerra. Su tarea: informar sobre el “enemigo” alemán y hacer recomendaciones y sugerencias sobre la reconstrucción de la Alemania de posguerra. Además, como otra muestra de su influencia y prominencia en Estados Unidos (a pesar de su pedigree algo cuestionable), el propio Horkheimer cooperó con el Ministerio de Asuntos Exteriores estadounidense y redactó memorandos en el sentido de que la educación en la Alemania de posguerra debía ser una reeducación fundamental en materia de democracia. Aconsejó además la necesidad de crear una nueva élite alemana decididamente pro-estadounidense y pro-occidental (además de antisoviética y anticomunista), pero a la vez una élite en la que el público alemán confiara como “genuina” y “de cosecha propia”, y más allá de cualquier sospecha de ser impuesta o “comprada” desde el exterior por alguna potencia extranjera.[[16]]
X
El fin de la Segunda Guerra Mundial obligó a Horkheimer y su séquito a tomar una decisión. ¿Qué hacer con el Instituto y con la promoción de la “teoría crítica”? Prácticamente todos estaban, y seguían estando, muy interesados en Alemania y su futuro, por supuesto. Pero muchos se habían arreglado una vida decente, o incluso cómoda, en Estados Unidos mientras tanto, y en cuanto a Alemania, este país había sido destruido y empobrecido. Por ello, Marcuse, Kirchheimer, Neumann, Löwenthal y también Fromm, por ejemplo, decidieron quedarse en Estados Unidos y promover allí sus versiones de la “teoría crítica”. Alemania simplemente sirvió como destino para apariciones como invitados, más o menos frecuentes y prolongadas. Sin embargo, Horkheimer y sus colaboradores más cercanos, Pollock y Adorno, tras un considerable periodo de vacilación, finalmente decidieron regresar a Frankfurt para asumir la tarea que durante mucho tiempo habían defendido de reeducar al público alemán. (Gurland fue nombrado director del departamento de ciencias políticas de la recién fundada Universidad Libre (UF) de Berlín Occidental).
En 1949, Horkheimer fue reelegido en su antigua cátedra en la Universidad Goethe, y Pollock y Adorno, ambos profesores particulares de la universidad, ascendieron rápidamente a profesores “extraordinarios” y luego a “ordinarios”. Desde el principio, la conducta y la apariencia de Horkheimer denotaron seguridad y confianza. Había sido agraviado, Alemania había perdido la guerra y contaba con el visto bueno y el respaldo de Estados Unidos y de las instituciones estadounidenses vencedoras. Tenía derechos y podía exigir. Así, entre 1951 y 1953, no sólo fue elegido rector de la Universidad Goethe, sino que también pudo presentar con facilidad solicitudes de restitución e indemnización a diversas instituciones civiles alemanas. El edificio original del Instituto estaba en ruinas, pero en tan sólo un par de años pudo conseguir otra obra cercana y construir un nuevo edificio para el Institut für Sozialforschung. En cuanto al financiamiento, Horkheimer ya no dependía exclusivamente de la fortuna original de los Weil, cada vez más menguante, sino que ahora podía obtener cada vez más fondos públicos para financiar su empresa. Además, él y su instituto se vieron enormemente favorecidos en sus esfuerzos por el hecho de que, como remigrantes, disfrutaban de acceso preferencial a los diversos titulares de licencias recién instalados en la nueva industria mediática alemana: editoriales, periódicos, estudios de cine, emisoras de radio y (más tarde) televisión.
Como ya se ha indicado, para la década de 1960 las enseñanzas y doctrinas de Horkheimer y sus colaboradores habían encontrado una aceptación cada vez mayor entre el público alemán, y habían comenzado a ejercer una influencia constante en la política alemana, que perdura hasta la actualidad. En el nivel más superficial, la doctrina implicaba la aceptación de una actitud general proestadounidense –o atlantista– y, sin embargo, decididamente anticapitalista, de izquierda; el rechazo a toda forma de nacionalismo; la aceptación de la exclusiva culpa alemana por la guerra, y en particular la culpa asociada con el llamado Holocausto, que fue retratado, elevado y mitificado como el mayor crimen de toda la historia de la humanidad. Es famoso que, en relación con la supuesta singularidad del Holocausto, Adorno, ya en 1949, haya aforizado que “escribir poesía después de Auschwitz es bárbaro”, creando así un meme que debería seguir circulando hasta la actualidad. (De hecho, hasta el día de hoy en Alemania cualquier expresión pública, incluso la más mínima desviación de la narrativa oficial del Holocausto, es castigada con severas penas de prisión).
Más fundamentalmente, sin embargo, su doctrina implicaba una explicación de la “enfermedad” alemana. Ofrecía una explicación de lo que fallaba en la estructura del carácter alemán y cómo solucionarlo. Y con el tiempo, esta misma doctrina se convertiría en “sabiduría común”, aceptada por un número enorme y creciente de personas. La doctrina se basaba en la investigación empírica, iniciada ya en la década de 1930, sobre las estructuras familiares y los tipos de personalidad. Se suponía que el defecto de carácter alemán residía en la prevalencia de un cierto tipo de personalidad provocada por la prevalencia de una cierta estructura familiar. Varios volúmenes de “Estudios sobre el prejuicio” habían sido dedicados al estudio de esta cuestión, con dos volúmenes de Adorno, Frenkel-Brunswik, Levinson y Sanford sobre “La personalidad autoritaria”, publicados por primera vez en 1950, como el logro culminante. En ellos, con el desarrollo de la llamada Escala F, afirmaron haber diseñado un “instrumento de medición” que podría servir como base para la identificación, detección temprana y diagnóstico de un conjunto interrelacionado de patologías sociales (potenciales): de autoritarismo, de prejuicio (más notablemente antisemitismo) y predisposición fascista.
Supuestamente, la personalidad autoritaria (prejuiciada, antisemita, fascista) era el resultado de una estructura familiar autoritaria que era descripta, casi como una caricatura, como tal: un orden social jerárquico altamente rígido, con el padre como figura de autoridad incuestionable en la cima; la obediencia ciega del padre a su vez frente a los poderes terrenales existentes, es decir, especialmente el estado y los gobernantes estatales; por otro lado, la propia conducta opresiva del padre frente a su esposa, sus hijos y todos los demás vistos como inferiores y débiles; una esposa rígidamente atada al papel de ama de casa y madre de los hijos. Los niños eran reprimidos y adiestrados para que se ajustaran rutinaria y acríticamente a las normas y standards de conducta y expresión social establecidos, como la diligencia, el deber, la eficiencia, la puntualidad, la limpieza, etc.
Mucho menos clara, de hecho bastante vaga, fue su descripción de la personalidad y la estructura familiar no autoritarias o antiautoritarias, y aún menos consenso existía respecto de la técnica adecuada para generar este nuevo tipo de personalidad. En efecto, la educación antiautoritaria impulsada por la Escuela de Frankfurt equivalía a un ataque multifacético contra todas las formas de jerarquía social y contra la familia tradicional. Los niños eran animados a rebelarse contra sus padres, los estudiantes contra sus maestros y profesores, los trabajadores y empleados contra sus jefes y empleadores, las esposas contra sus maridos, y las mujeres contra los hombres. Eran promovidos estilos de vida alternativos, mientras que era desaprobado el modelo familiar standard padre-madre-hijos. Eran aclamadas la liberación sexual, la promiscuidad y la permisividad, y eran criticados la restricción y el control sexual como opresivos. Fueron celebrados el multiculturalismo y el igualitarismo, y fueron ridiculizadas y difamadas las ideas de carácter nacional y exclusividad.[[17]]
XI
Más de un siglo después de la fundación del instituto, y más de una vida después de su reemigración de Estados Unidos a Alemania, ¿cuáles son sus efectos en el carácter alemán? ¿Fue un éxito la reeducación de Alemania y de los alemanes, a juzgar por la perspectiva de sus principales protagonistas? Y, en cualquier caso, ¿cómo se ve la nueva Alemania antiautoritaria que la Escuela de Frankfurt contribuyó sistemáticamente a crear?
Fundamentalmente, las enseñanzas de la Escuela de Frankfurt impulsaron a Alemania progresivamente hacia la izquierda. Todos los partidos alemanes, no sólo los socialdemócratas oficiales (SPD), sino también los llamados conservadores, liberales, verdes (ecologistas) y de izquierda, están hoy comprometidos con los principios socialdemócratas: con políticas económicas intervencionistas, la creciente restricción, regulación y erosión de los derechos de propiedad privada y del libre mercado comercial e intercambio y, en su lugar, el crecimiento constante y complementario del estado de bienestar redistributivo. Y este crecimiento constante del estado de bienestar, visto e interpretado como una aproximación gradual al ideal de un estado socialista, recibió un impulso adicional de las medidas antiautoritarias. Porque, como era previsible, estas medidas promovieron diversas disfunciones sociales: la desintegración familiar y el divorcio, los hogares monoparentales, el abandono infantil y la ilegitimidad, la dependencia de jóvenes y ancianos, la indigencia financiera, la degeneración, la alienación y la perversión. Para todos estos “problemas sociales”, incluyendo una tasa de fertilidad que descendía muy por debajo del nivel de reemplazo como resultado de la pérdida de valor de la familia y de la vida familiar, era necesario encontrar una solución o “cura”, lo que requería cada vez más trabajadores sociales, maestros, terapeutas, mediadores, psicólogos e “ingenieros” sociales. Así, mientras tanto, la educación antiautoritaria disminuía progresivamente la fortaleza económica y la competitividad de Alemania, en lo que a ellos respectaba: el tamaño del sector público y las vacantes de empleo para ellos y otros alemanes de “izquierda” crecían y aumentaban continuamente.
Además, esta misma tendencia se vio aún más estimulada por el llamado movimiento por los derechos civiles, originado en Estados Unidos en la década de 1960, y promovido con entusiasmo por los diversos defensores de la rama estadounidense restante de la “teoría crítica”, y sus políticas antidiscriminatorias y de “acción afirmativa”. Este movimiento, que comenzó con fuerza alrededor de la década de 1990 y continúa hasta la actualidad, se extendió a través del Atlántico, afectando a toda Europa Occidental y, en especial, a Alemania, la provincia vasalla europea más obediente de Estados Unidos. Según la “teoría crítica”, las jerarquías sociales no eran fenómenos naturales, sino el resultado de la violencia, la opresión y el prejuicio, y requerían, para lograr una sociedad socialdemócrata genuinamente antiautoritaria, cierta rectificación y compensación: los opresores debían ser sistemáticamente desfavorecidos, y los oprimidos debían recibir un trato preferencial. Originalmente en Estados Unidos ésto simplemente significaba que los negros, por su condición de negros, debían recibir trato preferencial –o tener derecho a “acción afirmativa”– frente a los blancos. Sin embargo, paso a paso, ésto llegó a significar que todos, excepto los hombres blancos heterosexuales, y especialmente los hombres casados con hijos, eran definidos como desfavorecidos y merecedores de acción afirmativa: negros, morenos, mujeres, madres solteras, divorciados, viudas, homosexuales, lesbianas, transgénero, etc. Para rectificar esta discriminación, cada institución, cada empresa comercial, cada club o asociación y cada escuela o universidad, debía emplear a un llamado Oficial de Recursos Humanos, o más correctamente: un Comisario de Corrección Política, quien debía supervisar y ajustar todas las contrataciones, despidos, ascensos y descensos. Y dada la complejidad o más bien la arbitrariedad de tal tarea (¿merece un homosexual negro más o menos apoyo que una lesbiana blanca o un transgénero latino, por ejemplo, y un sinnúmero de otras constelaciones prejuiciosas complejas similares?), necesitaron inventar toda una industria intelectual en torno de este proyecto reeducativo. Fue creada una mezcolanza de nuevos campos de estudio para ayudar a resolver estas cuestiones (en realidad insolubles): estudios afroamericanos, estudios latinos, estudios de género, estudios de la mujer, estudios queer, etc., cada uno respaldado y legitimado por los correspondientes departamentos, institutos, titulaciones y cátedras universitarias. Desde un punto de vista económico, todo el proyecto fue y es, por supuesto, un desperdicio. En esencia, significa preferir la baja calidad y la alta productividad: ¡una receta segura para el declive económico y, en última instancia, la ruina! Sin embargo, a corto plazo y desde la perspectiva de los teóricos críticos, equivale a un enorme programa de empleo para ellos, y a todo tipo de estudios de agravios, por supuesto, críticos.
Por supuesto, hubo algunos obstáculos en el camino hacia este éxito, aparte del declive económico que ni siquiera reconocieron o, en todo caso, no reconocieron como consecuencia de sus propias acciones. Existían críticos externos de la Escuela de Frankfurt, y en particular también críticos internos, desviacionistas y renegados, que debían ser controlados, apaciguados o silenciados. Tanto Horkheimer como Adorno eran conservadores culturales y, como remigrantes, exhibían una lealtad inquebrantable a Estados Unidos. Sin embargo, al enfrentarse directa y personalmente con las consecuencias de su programa de reeducación antiautoritario, a principios de la década de 1960, quedaron desconcertados. Su Instituto había sido ocupado por estudiantes en nombre de la democracia y en protesta contra la jerarquía institucional. En nombre de la liberación femenina y sexual, mujeres con el pecho desnudo habían ocupado el podio para interrumpir las conferencias de Adorno y avergonzarlo personalmente. Había voces dentro de la órbita intelectual del Instituto que exigían una revolución violenta en lugar de una reforma fragmentada. Y, a menudo vinculadas con ellas y en nombre del antiimperialismo, también fueron articuladas voces antiamericanas (o antiestadounidenses) que se hicieron oír. Horkheimer y Adorno no querían saber nada de ésto. De hecho, durante unos años, Jürgen Habermas, quien posteriormente y hasta hoy sería el líder intelectual o “Sumo Sacerdote” de la Escuela de Frankfurt, estuvo en decadencia. Horkheimer lo consideraba insuficientemente reformista y occidental (o demasiado revolucionario), y descarriló y retrasó su proceso de habilitación. Habermas sólo regresó al redil y fue nombrado sucesor de Horkheimer en Frankfurt tras unos años en la diáspora, donde demostró sus credenciales reformistas correctas: su inequívoco compromiso con el modelo (o ideal) “revisionista” del estado de bienestar Occidental.
Para el público en general, el proceso llevó algo más de tiempo, pero hoy la misión reeducativa “crítica” parece casi completada. Las élites políticas, los grandes medios de comunicación y la gran mayoría de la intelectualidad pública han sido alineados. El estado de bienestar es un hecho. No hay alternativa. Alemania es “amiga”, por encima de todo, de Estados Unidos e Israel. Alemania les debe a ambos una consideración y un apoyo especiales. Ésto también aplica si estos “amigos” especiales se rebelan (¡así de especiales son!). Si Estados Unidos provoca una guerra en Ucrania para atacar a Rusia, por supuesto Alemania debe contribuir considerablemente, financiando esta guerra y las matanzas para que continúen. Además, mientras Rusia retiraba sus tropas de Alemania Oriental a principios de la década de 1990 y el Pacto de Varsovia se disolvía, ahora todo lo ruso debe ser condenado, sancionado y prohibido. De hecho, Rusia debe ser considerada el “enemigo”. Y en cuanto a Israel, no puede hacer nada malo. Independientemente de lo que haga Israel en Gaza y Cercano Oriente, Alemania debe seguir pagando y subvencionando. Hoy, a la vista de los acontecimientos en Ucrania y Gaza, en Alemania no hay protestas masivas ni manifestaciones contra la guerra como las que existían en las décadas de 1960 y 1970 (en relación con Estados Unidos y su guerra en Vietnam). Más bien: todo está tranquilo en el ámbito nacional. Incluso Los Verdes, que comenzaron como el partido de los pacifistas, los liberadores sexuales, los antiautoritarios y los antiimperialistas, han cambiado de opinión. No sólo se deshicieron de su facción de “pervertidos” sexuales sino que, lo que es más importante, se convirtieron en el partido alemán más beligerante (demostrando de paso que las mujeres pueden ser incluso más belicistas que los hombres). Y ellos también, junto con todos los demás partidos y fuerzas mayoritarias, rechazan cualquier forma de nacionalismo alemán por considerarla inaceptable. En cambio, como todos los demás partidos mayoritarios, o incluso más, celebran el internacionalismo y el apoyo a instituciones supranacionales como la UE, OTAN, ONU, OMC, OMS, CIJ, etc.
Sólo queda un gran obstáculo en el camino hacia el éxito total (y el consiguiente declive económico). Éste se debe, en gran medida, a los movimientos migratorios masivos desde el continente africano y el Próximo y Sudeste Asiático hacia Europa Occidental, y en particular hacia Alemania, el estado de bienestar más avanzado y generoso, impulsados por diversas intervenciones estadounidenses (guerras, golpes de estado, etc.) previas o actuales en estas regiones. Tras alcanzar su punto álgido en 2015 y continuar prácticamente sin cesar hasta la fecha (diez años después), el llamado problema de la inmigración se ha convertido en el asunto político más polémico en toda Europa, y en particular en Alemania. Ante la llegada, o mejor dicho, ante la invasión de millones de inmigrantes extranjeros a Alemania, las élites gobernantes, en consonancia con su perspectiva “crítica”, igualitaria, socialdemócrata e internacionalista, decidieron no sólo tolerar la invasión, sino incluso recompensar a los invasores con privilegios: serían clasificados como una minoría discriminada –como refugiados–, merecedores de subsidios y discriminación positiva. Ignorantes incluso de las leyes económicas más elementales, según las cuales cada vez se obtiene más de lo que se subsidia, y cegados por un igualitarismo según el cual un somalí, iraquí, afghano, pakistaní, etc., es tan productivo y se comporta de “buena” forma como cualquier alemán, fue difundida al público la historia de los futuros milagros de dicha política: en poco tiempo, los refugiados estarían culturalmente asimilados e integrados en el mercado laboral alemán, y serían ellos, entonces, quienes finalmente pagarían las pensiones y jubilaciones de la población alemana autóctona, cada vez más envejecida.
Hubo algunas voces escépticas respecto de esta política. Algunos intuían que la libre inmigración no podía ir de la mano de un estado de bienestar. Pero pasaron años hasta que estas voces se convirtieron en una oposición masiva. Durante bastante tiempo, los que estaban en el poder hicieron todo lo posible por negar, ocultar o justificar las consecuencias de sus propias acciones. De hecho, contrariamente a sus altisonantes promesas, su política de inmigración había provocado un número cada vez mayor de personas en paro, un aumento drástico de la tasa de criminalidad, y la sucesiva desposesión y sustitución de alemanes por otros extranjeros. (Y todo ello acompañado de una espiral descendente de las potencias económicas). Sin embargo, con el tiempo se hizo cada vez más difícil ignorar o cerrar los ojos ante estos hechos y no reconocerlos como consecuencias de la política oficial de inmigración.
Curiosamente, fueron los alemanes orientales, es decir, los habitantes de las provincias de Alemania Oriental, anteriormente (hasta 1990) gobernadas por los comunistas y ocupadas por los soviéticos, quienes aprendieron esta lección primero y expresaron con mayor vehemencia su oposición a la élite gobernante (principalmente alemana occidental). La reeducación de los alemanes orientales por parte de sus ocupantes soviéticos había sido notablemente diferente a la de los alemanes occidentales por parte de Estados Unidos. En lugar de la reeducación aparentemente suave, lenta, prolongada y profunda en Occidente (como fue anteriormente descripto), los alemanes orientales experimentaron una reeducación abiertamente represiva, brutal, cruda y rápida, pero a la vez superficial. Tuvieron que aprender y repetir algunas consignas marxistas standard y, por lo demás, obedecer las órdenes del partido comunista gobernante (el SED). Pero no tenían que creer en dichas consignas ni considerarlas sabias o justificadas. Sólo tenían que fingir que lo hacían. Y con el tiempo, ante el desastre económico que fue la Alemania Oriental marxista-socialista, cada vez más personas hicieron precisamente eso. Mientras tanto, sin embargo, bajo la superficie, gran parte de la antigua estructura de carácter alemana, el modelo familiar tradicional, las costumbres y las costumbres permanecieron intactas y sobrevivieron al fin del régimen de Alemania Oriental, la RDA, en 1990-1991. Cuando los alemanes orientales, aún económicamente muy rezagados respecto de sus compatriotas occidentales y acostumbrados a los continuos subsidios occidentales, se enfrentaron con el fenómeno de la inmigración masiva extranjera, reaccionaron como lo haría la mayoría de la gente “normal”. Claro que, durante su educación marxista habían aprendido a cantar la “Internacional”, etc., pero prácticamente nadie era internacionalista ni creía realmente en la solidaridad mundial de la clase trabajadora. Eran socialistas, sin duda. Simplemente rechazaban su forma marxista de economía de planificación centralizada, y preferían su modelo occidental de estado de bienestar redistributivo. Pero no eran internacional-socialistas como las élites dominantes de Alemania Occidental, sino nacional-socialistas. Los subsidios otorgados a los inmigrantes extranjeros invasores redujeron los subsidios disponibles para ellos. En su opinión, en lo que respecta a los subsidios, la ayuda, la asistencia, etc. del estado de bienestar, siempre debía serle dada preferencia a la población autóctona, es decir, a los alemanes, en lugar de a algunos extranjeros no invitados. Por lo tanto, las fronteras nacionales debían ser controladas y la entrada de inmigrantes no invitados debía ser detenida. Además, como otra señal de la supervivencia de la “normalidad”: entre los alemanes orientales, las importaciones ideológicas “críticas” de Estados Unidos, como la acción afirmativa, la antidiscriminación, el antirracismo, el feminismo, el queerismo, etc., nunca habían echado raíces profundas. En cambio, eran consideradas en gran medida aberraciones ideológicas.
Fue en este entorno especial de Alemania Oriental, entonces, donde la AfD, Alternativa para Alemania (AfD), el único partido explícitamente nacionalista de Alemania, pudo afianzarse y establecer sus bastiones. A nivel nacional, la AfD reúne actualmente entre 20% y 25% del voto popular (lo que la convierte en el segundo partido más popular, ligeramente por detrás del llamado partido conservador, CDU/CSU). Sin embargo, en las provincias de la antigua Alemania Oriental, la participación electoral de AfD se sitúa entre 30% y 40%. Sin embargo, a pesar de la pluralidad de votos en casi todas las provincias orientales, AfD se ve excluida del ejercicio de cualquier función gubernamental por una gran coalición –un “frente popular”– formada por todos los demás partidos internacionalistas y sus respectivos líderes, en nombre de la “democracia” y el supuesto “antifascismo”.
Sin embargo, cada vez hay más indicios de que el muro de contención (die Brandmauer) erigido contra AfD por el gobernante “frente popular” internacionalista, se está desmoronando, lo que perjudica los esfuerzos de reeducación, los logros de los teóricos “críticos”, y la Escuela de Frankfurt. Todos los partidos alemanes, excepto AfD, están en declive. El otrora poderoso SPD se ha reducido a aproximadamente 15% de los votos y es probable que disminuya aún más, y los conservadores (CDU/CSU), durante mucho tiempo el partido político dominante en la Alemania de posguerra, apenas superan a AfD en las urnas. La estricta exclusión de AfD de cualquier tipo de cooperación es cada vez más obra exclusiva de las diversas direcciones del partido, mientras que las bases demuestran una creciente disposición a incluir y cooperar también con AfD, basándose en particular en su postura anti-inmigratoria. Es decir, su exigencia de detener de inmediato la afluencia de extranjeros “en busca de asistencia social” y, similar a la política de Donald Trump en Estados Unidos, comenzar a deportar a los invasores no invitados y, sobre todo, a los peores delincuentes entre ellos.
Además de esto, AfD también está firmemente comprometida con la idea de un estado de bienestar. En comparación con otros partidos, su estado de bienestar es ligeramente menos inflado. Su política exterior es algo menos beligerante e intervencionista. Es menos rusófoba y menos entusiasta respecto de los golpes de estado, las intervenciones militares y las aventuras y ambiciones imperialistas de Estados Unidos e Israel. Es más crítica con la OTAN, la UE, la centralización política, las organizaciones supranacionales y la “ayuda exterior”. Pero en todo ésto, las diferencias son por lo general poco más que una cuestión de grado.
Las predicciones son difíciles, especialmente las relativas al futuro, como es bien sabido. El actual muro de contención podría derrumbarse y AfD podría entrar y formar parte del gobierno alemán, demostrando que hoy, al igual que hace cien años, para el público en general el nacionalsocialismo sigue siendo más popular que el socialismo internacionalista (y no sólo en Alemania, sino en toda Europa y en todo el llamado mundo occidental). En cualquier caso, lo que se puede decir con bastante seguridad sobre Alemania (y la mayor parte de Europa Occidental) es que, salvo un “milagro”, su futuro está condenado. La llegada al poder de AfD puede ayudar a eliminar algunos de los absurdos de la cultura “woke” promovida por la extrema izquierda (los partidos “Verdes” y “Derecha”), y restaurar algo de normalidad y sentido común en Alemania, pero en el mejor de los casos sólo podría retrasar el inevitable colapso del estado de bienestar y frenar el declive económico y moral de Alemania. El despojo y la sustitución de la población alemana autóctona por extranjeros, ya ha durado demasiado tiempo y ha sido de demasiado alcance como para esperar algo más.
Sin embargo, tampoco se puede descartar que el mencionado “frente popular” internacionalista, a pesar de su creciente impopularidad, prevalezca sobre su oposición nacionalista. Hasta ahora, las élites gobernantes han hecho todo lo posible por difamar y vilipendiar a su oposición nacionalista, tildándola como “fascistas”, “racistas” y “extremistas de derecha”, y por obstaculizar sus actividades mediante todo tipo de artimañas y argucias legales e ilegales. Sin embargo, ha sido en vano. El auge de AfD amenaza sus prebendas aparentemente seguras: sus empleos, sus ingresos, sus beneficios y privilegios. Por lo tanto, ante su incapacidad para silenciar “pacíficamente” a la oposición nacionalista, parecen necesarias medidas más drásticas, autocráticas o incluso dictatoriales. De hecho, ahora se están realizando serios esfuerzos para simplemente ilegalizar a AfD y reclutar a sus propias fuerzas de choque “antifascistas” para sembrar el miedo y participar en actividades terroristas contra la “derecha” y cualquier persona sospechosa de ser “derechista”. Y para distraer la atención pública del declive económico cada vez más evidente de Alemania (¡y, por lo tanto, acelerándolo!), las élites gobernantes están ahora agitando los tambores de guerra. Alemania debe estar preparada para la guerra, cueste lo que cueste. Alemania debe rearmarse a lo grande, hay que reintroducir el servicio militar obligatorio, y la infamemente corrupta Ucrania debe recibir dinero y armas “mientras sea necesario”, porque de lo contrario: ¡vienen los rusos, vienen los rusos!
Reeducación completada: una Alemania visiblemente deteriorada y en constante declive económico y moral, y sin embargo, rearmándose para la guerra en nombre y en defensa de la “Democracia Liberal Occidental”, y contra “El Enemigo” o el “Hitler del Día”, como lo define Estados Unidos como líder de la OTAN.
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Notas
[[1]] Véase Rothbard (1963); Hoppe (2003)
[[2]] Véase Hoppe (2001, cap. 1)
[[4]] Howard (1976, pp. 75-76)
[[5]] Fuller (1969, pp. 26-27); véase también Fuller (1992); Ferrero (1969); Kuehnelt-Leddihn (2003)
[[6]] Schrenck-Notzing (1996, p. 150 ff)
[[9]] Stone (2009, p.185); Fuller (1992, pp. 218ff); también Raico (2010)
[[14]] Ver lo siguiente Schrenck-Notzing (1995)
[[15]] Ver lo siguiente Lenhard (2024)
[[16]] Kandil (2017, p. 24/26)
[[17]] Véase Schrenck-Notzing (1996, pp. 118ff); Kandil (2017, pp. 24ff)
Traducción: Ms. Lic. Cristian Vasylenko








