China, como yo la he visto

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    He visitado China durante los últimos dieciséis años, a menudo varias veces al año, a veces durante estancias prolongadas. He viajado por grandes ciudades, pequeños pueblos y aldeas remotas. Con el tiempo, he llegado a ver China no a través de la ideología ni de las narrativas mediáticas, sino a través de la experiencia directa: lo que he visto, oído y sentido.

    Mucho de lo que la gente en Occidente cree sobre China es sencillamente falso. Ésta es la China que he visto: más segura que lo que se anuncia, brutalmente eficiente, menos corrupta que lo que era, y mucho más pragmática que lo que permiten nuestras narrativas.

    Me sorprende la persistencia y la profundidad con la que las personas, en todo el espectro político, tienen una imagen negativa de China. Sospecho que la propaganda de Washington ha calado hondo no sólo en la mente de izquierdistas y halcones, sino incluso en la de conservadores y libertarios reflexivos, que a menudo repiten los clichés.

    Los chinos son introspectivos y centrados, no expansionistas ni amenazantes. He descubierto que su sociedad es más curiosa que censuradora. Contrariamente a la percepción popular, muchos son de mente abierta, autocríticos y razonablemente sinceros. Sí, algunos guardan silencio cuando se les pregunta sobre Xi Jinping, el Partido Comunista o el Tíbet, pero a menudo se trata de prudencia más que de hostilidad: precaución mezclada con franqueza.

    Un amigo me preguntó si me preocupaba que alguna vez me arrestaran en China. Otro me preguntó si me habían seguido. Lo dudo. Me han seguido en Myanmar [Birmania] y me han arrestado en Zimbabwe por tomar fotos prohibidas. He viajado con insurgentes en Laos, he pasado tiempo solo en el Congo, e incluso he viajado con agentes estatales en Corea del Norte. Normalmente sé cuándo me están vigilando.

    Una vez, decidí pasear por una mezquita controvertida en un pequeño pueblo musulmán de China. Una hora después, mientras estaba en un restaurante, llegaron agentes de policía –que no habían logrado rastrearme hasta un hotel– y me pidieron el pasaporte. Me negué a mostrarlo. ¿Por qué debería hacerlo si no estaba cruzando una frontera? El joven oficial me explicó amablemente que, si bien en Estados Unidos podía negarme a mostrar mi identificación, en China no era la norma. Si tenía una identificación china, podía mostrarla. Su preparación y serenidad me impresionaron. Finalmente, le enseñé mi pasaporte en el teléfono. Le tomó una foto y se disculpó por las molestias.

    Irónicamente, en el mundo estatista en el que vivimos, aunque el encuentro no fue agradable en absoluto, no fue peor, quizás incluso más leve, que lo que he experimentado en muchos países. He tenido experiencias peores en Canadá y Alemania.

    En China y en otras partes del Lejano Oriente la gente tiene cuidado al expresar públicamente sus opiniones políticas. Sin embargo, nunca he sabido de alguien a quien la policía haya golpeado a las dos de la madrugada, encapuchado y detenido. Lo más probable es que, si alguien cruza una línea política, se haga una llamada discreta desde un puesto superior a alguien con autoridad directa sobre él para calmar la situación.

    Incluso en Norteamérica, si son expresadas ciertas opiniones políticas –sobre raza, sexo u otros temas protegidos– uno se arriesgas a ser cancelado. De hecho, me retiraron la invitación a una conferencia minera en Frankfurt por considerarme homofóbico y sexista.

    Mientras conducíamos cerca del Triángulo Dorado, famoso desde hace mucho tiempo por el tráfico de drogas, la policía nos detuvo el automóvil. A pesar de las severas sanciones impuestas en China por delitos relacionados con drogas, los contrabandistas siguen asumiendo el riesgo. Sospecho que ésto se debe a que los puertos y la infraestructura de China son tan eficientes que la relación riesgo-beneficio cambia. Cuando el ecosistema logístico es tan fluido como el de China, incluso los delincuentes se ven tentados.

    China tiene lo que considero la economía más capitalista del planeta. A pesar de la etiqueta de “comunista”, opera con una eficiencia asombrosa. Los costos de transacción son mínimos, lo que hace que los bienes y servicios sean más baratos y de mayor calidad. Todavía me sorprende que China no sea una micronación, sino la potencia manufacturera mundial. Desde la ropa interior hasta los equipos de alta tecnología, una gran parte proviene de China. Sin embargo, muchos prefieren creer que es un tigre de papel. Y si aceptan su crecimiento, a menudo lo atribuyen a una dictadura, lo que hace que su afirmación sea infalsificable.

    En gran parte del Tercer Mundo, si quiero un estilo de vida occidental, mis costos rara vez bajan a lo que sugiere la paridad de poder adquisitivo; de hecho, a menudo suben. China es una rara excepción. Puedo obtener servicios de calidad occidental por un tercio del precio, o menos. No es raro pagar U$S 50 por una habitación en un hotel de cinco estrellas, con desayuno buffet completo incluido, en una ciudad de tercer nivel. Los taxis cuestan una fracción de sus homólogos occidentales. Los bancos abren hasta tarde y los fines de semana. El renmimbi ha seguido ampliamente una cesta de monedas, especialmente el dólar estadounidense, y los bancos ofrecen mejores tasas para depósitos a plazo.

    Desde mis primeras visitas a China hasta ahora, la transformación ha sido asombrosa. Cuando llegué a Shanghai, busqué café y sólo encontré algo apenas bebible. Hoy en día, no sólo en Shanghai, sino incluso en ciudades de tercer nivel, la variedad y calidad del café superan con creces a lo que se encuentra en Alemania, Suiza o Francia.

    De igual manera, antes pensaba que Canadá tenía la fruta más sabrosa. Pero al sobrevolar China, se ven kilómetros de invernaderos. La escala y la calidad de la agricultura nacional han mejorado tan rápidamente, que ahora creo que China produce la mejor fruta del mundo.

    Los chinos son estudiantes entusiastas. Absorben nuevas ideas con rapidez, las adaptan y las institucionalizan sin retroceder. China sigue progresando; cuando ven algo que vale la pena adoptar, se convierte rápidamente en parte de la cultura.

    Una imagen que tengo grabada en la mente es la de una anciana –una conserje– subiéndose a un poste para limpiarlo de polvo. Nadie la miraba; no tenía por qué hacerlo. No se debe juzgar a una sociedad por sus ricos y poderosos, sino por el comportamiento de la persona promedio.

    Por lo que veo, en China quejarse, sentirse con derecho, o hacerse la víctima, no lleva a nada. Si uno no trabaja, desde el punto de vista del gobierno puede pasar hambre. Estoy totalmente de acuerdo con esa ética. Sin embargo, el oprobio social y el apoyo familiar resuelven las situaciones desesperadas y exigen responsabilidades. Supongo que no tener que quejarse constantemente de sus supuestos derechos los hace menos distraídos y más felices.

    Los salarios suben y bajan con las condiciones económicas; dada la debilidad de la economía actual, no es sorpresa si el funcionario del gobierno con el que se reúne por la mañana es el que le entrega su pedido en línea por la tarde.

    El año pasado, volé a Shanghai con una conexión nacional. Mi vuelo de regreso se retrasó y, a sólo veinte minutos de la salida, di por hecho que lo había perdido. Para mi sorpresa, alguien que llevaba mi nombre me recibió en la puerta. Fotografió mi tarjeta de embarque y, con un estilo chino directo pero eficiente, me indicó una dirección. Una cadena de agentes ya había sido alertada; algunos me adelantaron a la fila. Desde la puerta del avión hasta mi siguiente vuelo, incluyendo inmigración y aduanas, hice la conexión. Lo que creía imposible sucedió, porque el sistema funciona de forma impecable y eficiente. Y volaba en clase turista, no ejecutiva.

    Los sistemas cotidianos funcionan; la gente responde; las comodidades son reales. China se ha vuelto extremadamente segura y no veo extremismo religioso. Si ésto contradice las narrativas de los medios occidentales, quizás sea hora de confiar en la experiencia directa por encima de los filtros ideológicos.

    He visitado oficinas del gobierno chino y las he encontrado diferentes a todas las que he visto. Su objetivo aparente es sencillo: hacer su trabajo y dejar ir al ciudadano rápidamente. Se pierde poco tiempo en cortesías forzadas. Al tratar con funcionarios, ya sean de inmigración o de policía, busco una interacción mecánica y breve, no charlas condescendientes. Si puedo evitar saludar, estoy perfectamente bien. El antiestatismo es más valioso para mí que la cortesía. En China, eso es exactamente lo que consigo.

    No he conocido a un burócrata autoritario en China ni, de hecho, en Japón, Corea, Singapur ni Hong Kong. He pasado mucho tiempo en todos estos países. Todavía no he conocido el tan comentado “sistema de crédito social” chino [SCS].

    Hace poco pregunté por qué los agentes municipales ya no despachan con tanta agresividad a los vendedores ambulantes ilegales como antes. La respuesta: ahora tienen tareas más productivas y se ha llegado a un acuerdo tácito sobre dónde poner límites. Entre la gente que conozco, percibo poco miedo a la policía; un conocido incluso está demandando a su policía local sin temor a represalias.

    Los pacifistas imaginan que poner la otra mejilla puede ganar una guerra de civilizaciones. En realidad, los gobiernos funcionan sólo en la medida en que la gente esté dispuesta a luchar por ellos; la civilización no existe en la naturaleza; hay que luchar por ella. Contrariamente a la imagen popular, he visto a ciudadanos chinos confrontar en voz alta a los funcionarios públicos, mientras que éstos a menudo escuchan con calma.

    ¿Permite China el suministro de fentanilo a Estados Unidos? No lo sé. Cuando le pregunté a un exitoso empresario chino, me dijo que no le sorprendería. Otro dijo estar bastante seguro de que sí. Pero en muchas ciudades norteamericanas, el gobierno ofrece una oportunidad gratuita. Así que, aunque es fácil señalar a China, los gobiernos occidentales fracasan en lo que está bajo su control.

    Sí, Xi se autoproclamó presidente vitalicio, y lo encontré repulsivo, no sólo por el acto en sí, sino por la total ausencia de oposición visible. Se afirma que algunos rivales fueron eliminados con el pretexto de cargos de corrupción. Me tienta creer que ésto podría haber sucedido. Sin embargo, juzgar a los líderes políticos de forma aislada es inútil.

    La democracia a menudo lleva al poder a pregoneros, demagogos e incompetentes: personas que socavan las instituciones como termitas. Sin embargo, estos mismos gobiernos exigen que China se abra a la democracia y permita protestas con apoyo extranjero. Washington incita a movimientos prodemocráticos en Hong Kong y Taiwán. ¿Sería tan indignante, entonces, si China respondiera de la misma manera, con un intercambio de favores, haciendo la vista gorda ante el suministro de fentanilo?

    ¿Qué hay de la libertad de Hong Kong y Taiwán? Mi mejor estimación es que si figuras como Nancy Pelosi no hubieran provocado innecesariamente a China, Hong Kong podría haber conservado su plena independencia. En los meses previos a las protestas, las seguí de cerca y me convertí en un experto tal que podía predecir dónde sería la siguiente manifestación. En la última que presencié, había banderas estadounidenses, australianas y británicas por todas partes, justo afuera de las oficinas gubernamentales de China y Hong Kong. Si bien admiraba a los manifestantes, no podía imaginar que ningún gobierno, salvo algunos países occidentales, permitiera una disidencia tan abierta.

    En mi experiencia, los chinos no buscan pelea. Están desesperados por mejorar su situación económica y asegurar un futuro mejor para sus hijos. Para un país de su tamaño y capacidad militar, China es uno de los menos agresivos. Podría haber ocupado Macao y Hong Kong por la fuerza hace mucho tiempo, pero no lo hizo. De hecho, Portugal había ofrecido devolver Macao décadas antes, pero China quería esperar hasta que terminara el período de arrendamiento.

    China también es uno de los países más abiertos del mundo. A nivel mundial, las políticas de visados ​​suelen ser recíprocas, aunque no siempre con China. Hasta hace poco, India había dejado de emitir visados ​​a turistas chinos. China no sólo emite visados ​​con facilidad, sino que también ofrece regalos a los visitantes indios. Mientras que los ciudadanos chinos deben obtener visados ​​para visitar países occidentales, la mayoría de los occidentales pueden volar sin visado a China. Los ciudadanos de países en desarrollo pueden tener que solicitarlos, pero a menudo abandonan la embajada rápidamente tras su llegada, impresionados por la eficiencia. Supongo que si Trump no hubiera armado tanto revuelo con los aranceles, China no habría tomado ninguna medida. Hace quince años tuve lo que consideré una idea de inversión innovadora. China estaba en auge. Macao había superado a Las Vegas en ingresos por juegos de azar, no sólo como destino de placer, sino también como centro de lavado de dinero. La construcción estaba por todas partes. China tenía fama de corrupta, como cualquier otro país en desarrollo, y pensé que había encontrado la máquina perfecta para hacer dinero. Creía que el dinero de los sobornos seguiría fluyendo a raudales a los casinos y al mercado inmobiliario. Mis clientes y yo invertimos. Durante la última década, perdimos más de 90% de ese dinero.

    Cuando les pregunto a los chinos críticos con Xi qué piensan sobre la corrupción, admiten que no han tenido que pagar un soborno en más de una década. Los occidentales suelen enmarcar el debate político como socialismo versus capitalismo, y pasan por alto la esencia. Recurren a interminables comparaciones entre el “socialismo” sueco y el “capitalismo” estadounidense, como si la ideología fuera la única que determinara la prosperidad. Pero hay otra dimensión mucho más decisiva de la vida pública: la corrupción, que va más allá de la ideología.

    Vista desde 9.000 metros de altura, la gran división no es entre socialismo y capitalismo, sino entre salvajismo y civilización. La corrupción imposibilita el desarrollo. Mantiene a las sociedades atomizadas, inestables, depredadoras y atrapadas para siempre en la desconfianza. Si se busca una clave única para comprender la trayectoria de una sociedad, no mire su ideología, sino sus niveles de corrupción.

    El alcohol es barato y está ampliamente disponible, y se puede beber en espacios públicos. Con el paso del tiempo, la gente bebe cada vez menos, tanto que nunca he estado en un restaurante buffet que no ofrezca alcohol a raudales. Ésto también me indica que la gente es feliz y mucho menos stressada.

    Los chinos que conozco ya no beben ni siquiera un sorbo si conducen. A los funcionarios públicos no se les permite beber en las cenas de trabajo. Todavía oigo hablar de vino de arroz caro (Moutai) que se regala a los burócratas, y luego se cambia por dinero en efectivo en la tienda.

    Ha quedado claro que China está desarrollando el imperio de la ley en lugar del imperio de los hombres.

    Apenas recuerdo una ocasión –si es que alguna– en la que me estafaran en China. Dos encuentros recientes sólo reforzaron esta impresión. En una pequeña tetería, el dueño me disuadió de comprar una variedad que había elegido, explicándome con franqueza que no serviría para lo que buscaba. Sabía que nunca volvería, pero priorizó la honestidad sobre las ganancias. En una tienda de Huawei, el agente dedicó un tiempo considerable a explicarme que el teléfono que quería comprar podría causar problemas con el sistema operativo y las aplicaciones que pensaba usar. Me marché sin comprar, pero con un claro recordatorio de cuán profundamente se ha empezado a filtrar la integridad en la sociedad china, y cuán seriamente se protegen ahora las empresas privadas contra incluso la apariencia de corrupción interna.

    ¿Es China mercantilista? Quizás. El mercantilismo tiene mala fama porque entra en conflicto con la división del trabajo y los principios del libre mercado. Sin embargo, pensar estratégicamente –imaginar cómo producir en casa lo importado por menos dinero, maximizar las exportaciones, crear superavits comerciales e invertir globalmente– es lo que da una ventaja estratégica.

    Algunos descartan a China simplemente por su habilidad para copiar. Incluso si fuera cierto, copiar bien no es tarea fácil. Si fuera fácil, África e India serían potencias industriales.

    Irónicamente, los conservadores y libertarios prefieren que los gobiernos eviten la interferencia del mercado. Sin embargo, cuando China no apoyó su mercado inmobiliario en crisis, se enfrentó a un juicio severo. Las corporaciones presionan a los gobiernos; lo reconocemos, pero cuando China restringió a sus multimillonarios, lo juzgamos de manera diferente.

    Hasta finales del siglo XIX, los marcos morales cristianos garantizaban el oprobio social para el comportamiento degradado. No quiero que el estado vigile moralmente a la sociedad, pero si las instituciones religiosas ya no proporcionan ese marco, entiendo por qué China impone a las celebridades ciertas normas de conducta en espacios públicos. Estos controles no parecen extenderse a la conducta sexual privada. Las tiendas de juguetes sexuales y los salones de tatuajes son fáciles de encontrar. Y los homosexuales parecen vivir su vida sin trabas, siempre y cuando no promuevan en la calle lo que hacen en sus dormitorios.

    Me alegra esperar que se menosprecie la asistencia social. Me alegra que no sean posibles las exhibiciones públicas de genitales en los llamados desfiles del orgullo o la sexualización de niños. Me alegra que las protestas políticas estén mal vistas; no hay nada inofensivo en las protestas públicas; incomodan a la gente.

    China también tiene unas de las mejores relaciones étnicas que he visto. Al menos a mi nivel, los chinos urbanos y educados no muestran conciencia ni preocupación por las etnias de los demás. ¿Por qué no sería así cuando no existen políticas de acción afirmativa, y el sistema político es meritocrático, es decir, los políticos no necesitan complacer a grupos para conseguir votos? Los chinos que no trabajan para empresas occidentales en Shanghai u otras grandes ciudades, no comprenden el concepto de “diversidad, equidad e inclusión” (DEI).

    Paradójicamente, desde una perspectiva occidental progresista, los chinos –al igual que los japoneses y los coreanos– pueden ser muy racistas. Es este realismo racial el que los mantiene como sociedades homogéneas, cada vez más confiables y socialmente estables.

    Occidente es la parte menos racista del mundo. Me pregunto si una vez que las personas alcanzan la dimensión de la búsqueda de la verdad y los absolutos morales, y como resultado superan su tribalismo, ya no pueden verlo en los demás. ¿O será la pereza intelectual y la corrección política lo que hizo que Occidente abandonara el realismo racial?

    China ha evitado muchos de los errores fatales que han vaciado las sociedades occidentales. No glorifica la maternidad soltera como una opción de estilo de vida, ni tolera la drogadicción que corroe a comunidades enteras. El desorden en los espacios públicos se limita, no se excusa como “expresión”. Los niños no son sometidos a confusión sexual ni expuestos a espectáculos de striptease bajo el pretexto de la aceptación. Lo más crucial es que China se ha resistido a la obsesión occidental de diluir la identidad nacional mediante la inmigración masiva. No desea importar oleadas de extranjeros para que trabajen como mano de obra barata en cafeterías o cadenas de comida rápida, ni otorgar la ciudadanía con la misma ligereza que Canadá o Australia.

    La sociedad y la cultura no deberían financiarizarse, y el libre mercado debería limitarse a la esfera económica. La compasión y la tolerancia en Occidente olvidaron exigir responsabilidades a sus destinatarios. El liberalismo se desvió. El libre mercado, que debería limitarse a la esfera económica, se ha inmiscuido en la cultura y la sociedad, conduciendo a la financiarización y la corporativización de todo.

    A pesar de toda su disciplina y cohesión, el ascenso de China no ha sido autogenerado. Las bases de su prosperidad fueron sentadas con la extraordinaria generosidad de Occidente –sobre todo de Estados Unidos–, sin la cual su trayectoria sería muy diferente. Sin Occidente, naciones como Japón, China y Corea seguirían sumidas en condiciones primitivas. La fuente de la humanidad y la civilización es Occidente: su clase intelectual inigualable, su libertad pura, su apertura mental, su fijación en la verdad, su individualidad y su creatividad.

    ¿Comparten los chinos este anhelo por lo desconocido, esta visión casi religiosa de la libertad que Occidente, en particular Estados Unidos, ha encarnado? No lo creo. Pero ese espíritu no es necesario para el crecimiento económico una vez que se han importado la ciencia y la tecnología.

    En 2017, una joven estudiante china, Shuping Yang, subió al podio de la Universidad de Maryland y pronunció un apasionado discurso en el que contrastaba el “aire” de China y el de Estados Unidos, tanto en su claridad física como en su apertura intelectual. Elogió el aire limpio y puro de Estados Unidos, y la libertad de respirar en una sociedad donde incluso las ideas controvertidas podían ser expresadas en voz alta. El rector de la universidad, chino él mismo, admitió que ella había dado voz a algunos de sus sentimientos más profundos.

    La reacción en China, sin embargo, fue rápida y hostil, reflejo de su pensamiento tribal. Los occidentales interpretaron ésto como una afirmación de la China iliberal. Para mí, estos dos chinos fueron un reflejo del auge de la iluminación entre los chinos.

    Desde entonces, China ha avanzado mucho. Sus ciudades están más limpias, su sociedad es más segura de sí misma, y la sofocante actitud defensiva que antaño caracterizaba su respuesta a las críticas ha disminuido. Y, sin embargo, la devoción casi religiosa por la búsqueda de la verdad –la idea de que la honestidad y la disidencia son obligaciones sagradas– sigue siendo una herencia distintivamente occidental.

    Piénselo como cero a uno versus uno a n. Cero a uno es el reino de las ideas originales –filosofía, ciencia fundamental y profunda creatividad en los asuntos humanos– nacidas de la búsqueda de la verdad, la moral universal y la razón más allá de tribus, razas o religiones. Este es el don de Occidente; sin él, el mundo habría permanecido desamparado y animal. Uno a n, en cambio, es el dominio de China: una vez que las ideas existen, las refinan y amplían, a menudo superando a Occidente en tecnología aplicada, quizás porque no se “distraen” con cero a uno.

    La razón por la que menos chinos parecen ser rebeldes intelectuales puede no residir en su sistema político, sino en otras partes. Al igual que Japón y Corea, China tiene un coeficiente intelectual promedio muy alto con baja dispersión. Esta agrupación fomenta la armonía social y un propósito común.

    Ésto también configura las instituciones, que son jerárquicas. Quienes esperan igualdad al estilo estadounidense se sorprenderían. Tales estructuras suprimen la creatividad e imponen una fuerte presión social. Por eso, en lugares como Singapur, Corea y China existen instituciones correctivas destinadas a enseñar innovación y creatividad. Pero estas cualidades no pueden ser enseñadas sin más; se absorben en un entorno que fomenta el pensamiento original, algo que se nutre al crecer en una cultura particular.

    Un amigo me dijo que su puesto ideal es con jefes estadounidenses y subordinados chinos. Los jefes estadounidenses dan libertad de acción, respetan opiniones y le tratan como a un igual. Los subordinados chinos mantienen la compostura y hacen su trabajo.

    China ha creado centros de excelencia. Es difícil de creer, pero hoy Shanghai es probablemente más innovador que Singapur, en mi opinión, porque tiene más espacio, más gente y mayor dinamismo social. Incluso diría que China ofrece más margen intelectual que cualquier otro país del este asiático. Shenzhen es más rica que su vecino Hong Kong. No me sorprendería que finalmente Taiwan quisiera unirse a China para beneficiarse con las economías de escala culturales y económicas.

    Pero no tiene sentido comparar a China con Estados Unidos. Una comparación justa sería con Kenia, Uganda o India, países que partieron de una base similar. En ese sentido, China ha tenido un desempeño extraordinario, sin paralelo real en la historia de la humanidad. Ha progresado tanto que ahora se la compara con Estados Unidos, a menudo desfavoreciéndola injustamente.

    Dentro de Asia Oriental, China podría ser ahora la sociedad más abierta, posiblemente incluso más que Singapur. No me sorprendería que la verdadera innovación de cero a uno ya esté arraigando. Ésto sólo se acelerará a medida que occidentales con un alto coeficiente intelectual comiencen a mudarse. La residencia de largo plazo se ha vuelto más fácil, y a medida que los conflictos sociales se intensifican inevitablemente en Occidente, es probable que más de sus mejores talentos se trasladen a China.

    Observo profundos conflictos entre la cultura occidental y el islam, y aún más agudos con el hinduismo. En esencia, no encuentro una vía real para que Occidente colabore con el Tercer Mundo: sus visiones chocan y sus sociedades siguen siendo tribales y animales. Cuando las personas del Tercer Mundo llegan a Occidente, no se asimilan; de hecho, empeoran. La asimilación sigue siendo un sueño. En contraste, veo una auténtica simbiosis entre China y Estados Unidos. Ojalá colaboraran en lugar de oponerse, pues en este sentido, Washington a menudo actúa en contra de los verdaderos intereses de los estadounidenses.

    China llegó para quedarse, y su trayectoria es ascendente. En términos económicos y militares, China es el próximo Estados Unidos. No habrá Pax Sinica; los chinos son demasiado introspectivos. En cuanto a ser el faro de la libertad –y, por ende, de la espiritualidad, la creatividad y la innovación, esa visión religiosa visceral para la humanidad–, posiblemente no exista un próximo Estados Unidos.

     

     

    Traducción: Ms. Lic. Cristian Vasylenko

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