Los economistas llevan mucho tiempo estudiando y escribiendo sobre la burocracia gubernamental. Ludwig von Mises se convirtió en el primer economista “moderno” en escribir un libro sobre el asunto: Burocracia (1944). La escuela económica de la elección pública [Public Choice], fundada por James Buchanan y Gordon Tullock, entre otros, ha producido una extensa literatura sobre la economía de la burocracia, gran parte de la cual complementa la obra pionera de von Mises.
Esta literatura ha generado muchas ideas fácilmente comprensibles sobre la esencia del comportamiento burocrático gubernamental. Para empezar, es muy diferente de la toma de decisiones en el mercado. En el mercado, las personas “votan” voluntariamente con su dinero para expresar sus preferencias. Existe un mecanismo de retroalimentación del mercado: si uno complace a sus clientes, prospera; si les desagrada, fracasa. En el gobierno, en cambio, nos dicen básicamente: “Ud. necesita ésto, ésto y ésto. Y si no paga, haremos que viva como un perro en una jaula durante varios años”. A eso se lo denomina condena a prisión por evasión fiscal. No hay nada de voluntario.
En cuanto a la evaluación de los “servicios” del gobierno, nunca hay una evaluación real basada en el comportamiento de los ciudadanos; los burócratas y políticos nos dicen lo maravillosos que son sus “servicios”, y luego nos demonizan públicamente si discrepamos. El gobierno actual es tan gigantesco que ninguna mente humana podría comprender ni siquiera 1% de lo que realmente hace. En consecuencia, la mayoría de los ciudadanos son “racionalmente ignorantes” de casi todo en lo que su gobierno está involucrado.
Las burocracias gubernamentales utilizan el dinero de los impuestos para emplear a un gran ejército de “intelectuales” e historiadores judiciales para elogiar un gobierno cada vez más grande, mientras que critican el libre mercado y la sociedad civil como “fracasos”. Se dice que en EE.UU. Anthony Fauci, por sí solo, manejaba unos U$S 7.000 millones anuales en subvenciones de investigación para poder presumir públicamente: “Soy ciencia”. ¡Y eso sólo con un burócrata!
El status y el salario de un burócrata gubernamental dependen crucialmente de cuántos subordinados tenga, lo que incentiva a todo burócrata ambicioso a contratar a mucha más gente que la necesaria para lograr cualquier tarea concebible. La primera pregunta que se le plantea a cualquier burócrata que busca un puesto de mayor nivel es: “¿Cuántas personas trabajan a sus órdenes?” Por lo tanto, la sobrecarga burocrática es la regla número uno para todo burócrata que cumple las normas.
Y hablando de normas, son otro sello distintivo de la burocracia gubernamental. Dado que en el gobierno no hay ganancias (ni pérdidas) en sentido contable, el éxito como “gerente” burocrático no es medido por el resultado final, sino por el rigor con el que los burócratas siguen las normas dictadas por sus superiores. Romper las reglas puede obstaculizar o arruinar las posibilidades de ascenso de un burócrata, por lo que rara vez son cuestionadas o modificadas, a menudo durante años o décadas, por muy insensatas o peligrosas que sean. Esta es otra marcada diferencia con el mercado, en el que las reglas absurdas que perjudican los resultados deben ser deshechas, o de lo contrario …
Otra ley de la burocracia es que, en el gobierno, el fracaso es éxito. Si el gasto social no logra reducir la pobreza, la burocracia recibe un presupuesto aún mayor. La razón que esgrimen los burócratas para justificar sus fracasos siempre es que los pagadores netos de impuestos son demasiado egoístas y tacaños. Cuando el aumento del gasto escolar es correlacionado con la disminución de las calificaciones en los exámenes, la burocracia escolar obtiene más dinero de los pagadores netos de impuestos, no menos; justo lo contrario que lo que ocurre en los mercados competitivos. Y así sucesivamente.
Los gobiernos de todos los niveles juegan al juego del “síndrome del Monumento a Washington”. En 1969, cuando el Servicio de Parques Nacionales no logró obtener del Congreso su lista de deseos presupuestarios, su director cerró el Monumento a Washington, la atracción turística más popular de Washington, D.C. Personas de todos los estados se quejaron a sus representantes en el Congreso de que sus vacaciones en D.C. se habían arruinado, lo que obligó al Congreso a acceder a la solicitud presupuestaria del Servicio de Parques. Desde entonces, los gobiernos de todos los niveles siguen el mismo juego: siempre amenazan con eliminar autobuses escolares, departamentos de policía, ambulancias, recolección de basura; todo lo que pueda lograr que los votantes o los miembros del comité de asignación de fondos entren en razón y aumenten los impuestos y el gasto.
Murray Newton Rothbard admiraba profundamente los escritos de John C. Calhoun, especialmente su clásico Disquisición sobre el Gobierno. En ese libro de 1851, Calhoun articuló lo que se conoce como teoría libertaria de clases. No se trata de la teoría marxista del conflicto de clases entre las clases capitalista y obrera. El verdadero conflicto en cualquier democracia, decía Calhoun, radica entre los los pagadores netos de impuestos y los consumidores netos de impuestos: los primeros pagan más impuestos que lo que reciben en prestaciones gubernamentales, mientras que los segundos reciben más prestaciones gubernamentales que lo que pagan en impuestos. Encabezando la lista de consumidores de impuestos se encuentran los burócratas gubernamentales. Luego están todos los beneficiarios del estado de bienestar y guerra administrado por las burocracias del bienestar y militares, seguidos de cientos de otros programas gubernamentales.
Calhoun predijo que, a la hora de imponer las limitaciones constitucionales al gobierno, los consumidores de impuestos abrumarían fácilmente a los contribuyentes con una avalancha de argumentos sobre por qué los poderes gubernamentales deberían ser más o menos ilimitados. Por eso, favorecía un sistema en el que las personas organizadas en comunidades políticas a nivel estatal y local tuvieran algún tipo de poder de anulación o veto sobre lo que percibieran como gasto inconstitucional. Una constitución escrita nunca sería suficiente, argumentaba Calhoun, y la historia le dio la razón hace mucho tiempo.
Murray Rothbard y la estafa del “Servicio Civil”
En su ensayo de 1995 Burocracia y Servicio Civil en Estados Unidos, Murray Rothbard escribió que “ningún sistema ha sido tan ferozmente ridiculizado por … los bienhechores del establishment que … el ‘sistema de botín'”. Se refería al antiguo sistema según el cual, cuando un presidente recién elegido pertenecía a un partido diferente al del presidente en ejercicio, la mayoría o la totalidad de los nombramientos políticos de éste eran despedidos y reemplazados por personas del partido del nuevo presidente. Este “sistema de botín” prevaleció hasta principios de la década de 1880, cuando fue reemplazado por la legislación que creó el sistema de servicio civil, por el que los supuestamente mejores y más brillantes ingresaban a la burocracia gubernamental tras realizar exámenes de ingreso y, de facto, se les otorgaba un puesto vitalicio.
Rothbard, “Sr. Libertario”, como lo apodó una vez la revista Forbes, también escribió que “ninguna medida de gobierno ha sido más destructiva de la libertad y de un gobierno mínimo que la reforma del servicio civil”. Piense en ello. El hombre que escribió una historia monumental de la época fundacional, una historia del dinero y de la banca en Estados Unidos, y cientos de otros artículos, libros y monografías sobre economía, política y filosofía del estatismo, afirmó que la reforma del servicio civil fue más destructiva de la libertad que cualquier otra cosa que el gobierno estadounidense haya hecho jamás.
La llamada reforma del servicio civil creó una expansión incesante de la burocracia gubernamental, explicó Rothbard, junto con cientos de miles de normas, regulaciones y dictados de planificación central, que son el alma de la burocracia. Así es como sucedió: Supongamos que hay 10.000 burócratas federales. Un partido diferente llega a la Casa Blanca y ya no puede despedir a la burocracia ni contratar a sus propios partidarios. Para contrarrestar la influencia de la burocracia existente, querrá contratar a más de 10.000 de sus propios burócratas, más del doble de su tamaño. Luego, la próxima vez que ese partido sea derrocado, el partido de la oposición hará lo mismo, quizás triplicando o cuadruplicando el tamaño de la burocracia de los 10.000 originales. Y así sucesivamente, hasta el infinito.
Por muy dudoso que pueda parecer el sistema de despojos, en realidad se ajustaba a la idea original estadounidense de que los funcionarios y burócratas “sirvieran” en el gobierno durante unos años y luego regresaran a la sociedad civil para vivir bajo las leyes y normas que promulgaron durante su mandato. La “reforma” del servicio civil esencialmente creó la titularidad vitalicia de los burócratas, ya que se volvió casi imposible despedirlos. El director de una agencia gubernamental que quiera despedir a un empleado, seguramente será demandado por un sindicato de empleados públicos, lo que le amargará la vida durante meses o años de litigio interno. Es mucho más fácil sobornar al empleado no deseado con un ascenso y un aumento de sueldo en otra agencia y en otra ubicación, algo que ocurre con bastante frecuencia.
Atrás quedaron los buenos tiempos, como cuando el presidente Andrew Jackson, una de las figuras políticas más respetadas por Rothbard, condenó la idea del derecho de propiedad en un cargo público, y despidió a 41% de toda la burocracia federal. O cuando el presidente John Tyler superó a Jackson y despidió a 50% de la burocracia. Ésta es sólo una de las razones por las que, en su libro de 2009, Recarving Rushmore: Ranking the Presidents on Peace, Prosperity, and Liberty, Ivan Eland calificó a Tyler como el mejor presidente de toda la historia de Estados Unidos según sus criterios sobre la calidad de la protección de los derechos a la vida, la libertad y la propiedad.
El problema yanqui
Rothbard escribió sobre cómo los reformadores del servicio civil de finales del siglo XIX provenían casi exclusivamente de New England y New York, tenían un nivel educativo relativamente alto, y estaban “moldeados por los valores culturales y religiosos de su cultura neopuritana yanqui”. Querían “hombres de bien” en puestos gubernamentales, y esos “hombres de bien” eran ellos mismos, escribió Rothbard. Éstos eran hombres que creían en el “derecho inherente de su clase a gobernar” a los ciudadanos menos favorecidos y creían en la democracia, pero sólo si eran guiados por personas como ellos. La referencia de Rothbard a la cultura yanqui de los reformadores del servicio civil es casi idéntica a la descripción que Clyde Wilson hace de este culto en su libro de 2016, The Yankee Problem: An American Dilemma: “Por yanqui no me refiero a todos los del norte del Potomac y Ohio. Muchos de ellos siempre han sido buenas personas … Utilizo el término históricamente para designar a ese peculiar grupo de personas descendientes de los habitantes de New England, que son fácilmente reconocibles por su arrogancia, hipocresía, avaricia, falta de simpatía y su tendencia a dar órdenes … Hillary Rodham Clinton … es un ejemplar digno del museo yanqui: santurrona, despiadada y egocéntrica … Cabe destacar que el temperamento yanqui encaja a la perfección con el stalinismo que los inmigrantes posteriores introdujeron en el Norte Profundo”. Éstas son las personas que creen que deberían instruirle en prácticamente todos los aspectos de su vida con sus edictos burocráticos, exigencias, amenazas y castigos.
La cruzada política por la reforma del servicio civil comenzó a principios de la década de 1870 durante el gobierno de Grant. Cuando el presidente James Garfield fue asesinado en 1881, el Partido Republicano utilizó su muerte para sacar provecho político, tal como lo habían hecho con el asesinato de Lincoln. Los “reformadores del servicio civil” culparon falsamente del asesinato a “un aspirante a un cargo público decepcionado”, a quien se le negó un trabajo en el gobierno. Rothbard comentó al respecto: “La idea de que el asesinato cometido por un aspirante a un cargo público sólo puede ser combatido aboliendo los cargos a los que se aspira [es decir, la reforma del servicio civil] es aún más absurda que el argumento comparable de que la forma de eliminar las agresiones o el asesinato es prohibiendo las armas”.
La gran mentira sobre el asesinato de Garfield funcionó. El presidente Chester Arthur firmó la Ley Pendleton el 16 de Enero de 1883, como un acto desesperado para consolidar a los burócratas republicanos que se opondrían al popular Grover Cleveland, elegido presidente en 1884. Así fue creado el Deep State [estado profundo].
El resultado final de ésto, escribió Rothbard, fue que “los ideales del ‘mérito’ y una élite tecnocrática” fueron empleados al servicio del “gran gobierno, el proteccionismo, el crédito bancario inflacionario, el imperialismo y la guerra exterior”. Todo ello logrado por nuestra enemiga: la burocracia.
Traducción: Ms. Lic. Cristian Vasylenko








