Una de las grandes ironías del resentimiento anticapitalista, es que la envidia y el desprecio que alimentan la oposición al mercado no surgen de las rígidas jerarquías generadas por la libertad y el intercambio voluntario, sino de una incomprensión fundamental de la diferencia entre libertad y estatismo.
Lo que el ciudadano medio llama hoy “capitalismo”, no es capitalismo en absoluto: es estatismo. Una forma de esclavitud, encubierta en la apariencia externa de los mercados. Es un sistema de dos clases: quienes controlan los medios de coerción, y quienes están sujetos a sus órdenes. Un sistema en el que una clase dominante dicta las leyes y manipula el dinero, a la vez que protege violentamente a las empresas rentistas favorecidas dentro de su propio círculo. Alrededor de este núcleo se encuentra una zona periférica de lo que suele denominarse “actividad de mercado”.
El ciudadano común puede comerciar, pero sólo en sectores marginales. Su actividad es tolerada siempre que no amenace al poder establecido. El “libre mercado” se convierte en un escenario tras el cual todos los sectores importantes están dominados por élites con conexiones políticas, aisladas de las pérdidas y la competencia. Este orden pseudocapitalista sólo sirve a sus propios administradores. Su estructura es colectivista, pues niega el rol del individuo como elector, y lo reemplaza con la planificación arbitraria y el favoritismo. La exclusión del ciudadano común no prueba el fracaso del capitalismo, sino su ausencia.
El capitalismo no excluye, sino que emancipa. No eleva una clase, sino que disuelve las castas. No centraliza el control, sino que lo dispersa mediante el plebiscito diario del mercado. No existe una “economía mixta”. La libertad y la coerción no pueden coexistir en la misma esfera sin que una desplace progresivamente a la otra. La “economía mixta” es simplemente la lenta y engañosa transición desde una hacia otra.
El estado interviene sólo lo suficiente como para distorsionar los precios, el crédito y la producción; luego, cuando surge el desorden, culpa al mercado, nunca a su intervención. Cada fracaso se convierte en el pretexto para mayor control, y así la espiral continúa hasta llegar a su lógica conclusión: el estado totalitario. Éste no es un orden estable; es tiranía, e invariablemente termina en pobreza, estancamiento y colapso.
Irónicamente, quienes odian al capitalismo con más vehemencia, suelen ser sus mayores devotos. Exigen justicia, mérito y recompensa; sin embargo, estas son virtudes capitalistas. Lo que rechazan no es el capitalismo, sino su imparcialidad. Anhelan resultados capitalistas en un sistema que no los produce, ni puede producirlos. No ven que sólo el capitalismo ofrece un mecanismo por el que tal justicia puede existir: la libertad y el intercambio voluntario, donde el valor es determinado no por la fuerza ni por el privilegio, sino por el libre juicio de otros que deciden comprar o abstenerse.
Su retórica invoca la “igualdad”, la “justicia” y “el pueblo”, pero bajo esa cortina de humo se esconde un profundo anhelo por precisamente lo que el capitalismo ofrece: el reconocimiento del esfuerzo y el valor individual. Si pudieran despejar la niebla del resentimiento y ver con claridad, se darían cuenta. No odian al capitalismo: son amantes decepcionados de él.
Traducción: Ms. Lic. Cristian Vasylenko








