La base epistemológica del conjunto de reglas y principios fundamentales para la paz y la justicia reside en la autonomía sobre el propio cuerpo, pues si las personas no tienen el derecho legítimo a decidir sobre sí msmos, ¿qué razón legal o moral tendría alguien más para respetar su voluntad sobre sus cuerpos? Como explica el filósofo libertario Hans-Hermman Hoppe:
Esta “propiedad” sobre el propio cuerpo implica el derecho a invitar (consentir) a otra persona a que haga algo con el mismo: mi derecho a hacer con mi cuerpo lo que quiera … incluye el derecho a pedir y permitir que otra persona use mi cuerpo, lo ame, lo examine, le inyecte medicamentos o drogas, altere su apariencia física e incluso lo golpee, lo dañe o lo mate, si así lo deseo y consiento.
En todas las relaciones interpersonales, los riesgos son individualmente percibidos, dependiendo de la conciencia, el carácter y las preocupaciones de cada persona. Un riesgo es la posibilidad de que ocurra un evento indeseable. Pero la posibilidad de que algo o alguien pueda dañar el cuerpo de una persona, no es lo mismo que una amenaza. La plausibilidad de una amenaza está implícita en una acción que representa una agresión inminente, o explícita en el anuncio de una agresión. Es decir, las amenazas no pueden estar basadas en criterios remotos o indirectos, ni en ningún supuesto riesgo determinado por un agresor real como excusa para su agresión “preventiva”. De lo contrario, como escribió el economista libertario Murray Rothbard:
Una vez que introducimos “amenazas” a personas y propiedades que son vagas y futuras … entonces todo tipo de tiranía se vuelve excusable. La única manera de protegernos contra tal despotismo es mantener claro, inmediato y manifiesto el criterio de invasión percibida. Pues, en el inevitable caso de acciones imprecisas o poco claras, debemos hacer todo lo posible para exigir que la amenaza de invasión sea directa e inmediata, y por lo tanto, permitir que las personas hagan lo que estén haciendo. En resumen, la carga de la prueba de que la agresión realmente ha comenzado debe recaer sobre la persona que emplea la violencia defensiva.
Un ejemplo histórico de confusión entre riesgo y amenaza fue la Ley Seca en Estados Unidos, entre 1920 y 1933, durante la cual se prohibió la producción, importación, transporte y venta de bebidas alcohólicas. Uno de los principales argumentos a favor de esta prohibición, como recordó Rothbard, era que el consumo de alcohol aumentaba la probabilidad de que las personas perpetraran delitos. Sin embargo, lo que fue presentado como una medida “defensiva” fue, en realidad, una clara violación del derecho de las personas a producir, vender, comprar y consumir bebidas alcohólicas.
El mundo está plagado de riesgos que escapan al control humano. Estos riesgos pueden ser incluso microscópicos, como los que representan los patógenos, entidades biológicas, físicas o químicas capaces de causar enfermedades. Las personas pueden mitigar estos riesgos en la medida de sus capacidades, deseos y posibilidades, y especialmente en la medida de su conocimiento sobre dichos riesgos. Pero los patógenos no son agentes. No constituyen una amenaza en sí mismos que justifique el uso de la fuerza contra las personas. Sólo las acciones de las personas deberían, en última instancia, justificar el uso de la fuerza en defensa propia. Por lo tanto, para que alguien agreda con un patógeno, es necesario ejercer cierto control sobre cómo se pretende transmitirlo, y el contexto debe ser tan claro como en cualquier otra forma de agresión. La agresión implica un acto intencional en un contexto determinado, no sólo la percepción de un riesgo. Además, los patógenos generalmente ya están en contacto con las personas o presentes en ellas, sin que los portadores sean conscientes de ello hasta que aparece la enfermedad. En consecuencia, debido a esta condición normal de la vida humana, las transmisiones son, en su inmensa mayoría, involuntarias, y todas las relaciones interpersonales se dan bajo la inevitabilidad general de los riesgos patológicos.
En conclusión, ninguna persona puede ser considerada una amenaza para otra simplemente por la posibilidad de transmitir patógenos, a menos que existan acciones y contextos específicos. De no ser así, sería imposible diferenciar la agresión de otros actos pacíficos en términos de transmisión de patógenos en todas las interacciones humanas.
La carga de la prueba de que el presunto portador del patógeno, y por tanto potencial agresor, amenaza a otra persona, recae sobre la persona o grupo de personas que pretenden tomar medidas defensivas para protegerse de la hipotética agresión. Pero dado que aún no hay violencia, ya que la acción defensiva se dirige a una amenaza percibida, los standards de prueba deben ser, por lo tanto, muy altos. La transmisión de un patógeno con fines agresivos también constituye un conflicto que puede requerir las mismas tareas que cualquier otro intento de impartir justicia. Hoppe puede aclarar este punto destacando el aspecto subjetivo de la agresión:
Tanto el establecimiento como la violación de los derechos de propiedad, se originan en acciones … Sin embargo, además de una apariencia física, las acciones también tienen un aspecto interno y subjetivo. Este aspecto … debe ser determinado mediante la comprensión … La labor del juez, por su propia naturaleza, no puede ser reducida a una simple regla de decisión basada en un modelo cuasi mecánico de causalidad. Los jueces deben observar los hechos y comprender a los actores y las acciones involucradas, para determinar la culpa y la responsabilidad.
Se supone que la inoculación protege, a quienes la reciben, del daño potencial que un patógeno específico les causaría si se infectaran. Pero para que las personas sean contagiosas, primero deben contraer el patógeno para poder transmitirlo y representar un riesgo. Por lo tanto, dado que no estar inoculado no equivale a estar infectado, quienes no están inoculados no pueden representar lógicamente ningún riesgo real para los demás respecto de una enfermedad específica, a menos que sea demostrado que están infectados, como suele ser entendido a partir de los síntomas de la enfermedad misma. Y dado que el riesgo de contraer un patógeno es una realidad que normalmente no depende de las intenciones de las personas, la responsabilidad de protegerse de cualquier patógeno recae sobre quienes desean protegerse de la infección.
En cualquier caso, dado que los Estados siempre se han presentado como guardianes de su pueblo, la protección contra ciertas enfermedades fue una manera fácil de convencer a la mayoría acerca de las ventajas de implementar programas de inoculación obligatoria, coaccionando así a quienes no deseaban ser inoculados. Independientemente del cumplimiento de estos programas, incluso hoy en día muchas personas consideran razonable que el estado exija que todos sean inoculados contra ciertas enfermedades argumentando, por ejemplo, que no hacerlo aumenta la incidencia de dichas enfermedades. Sin embargo, esas mismas personas posiblemente considerarían inaceptable que el estado impusiera límites diarios a cierta variedad y proporción de alimentos que aumentan la incidencia de sobrepeso. Y, sin embargo, los programas de inoculación obligatoria son tan arbitrarios e injustos como el caso de las cantidades prohibidas de alimentos.
El sacrificio de los derechos individuales es supuestamente justificado por el bien colectivo. Pero quién decide qué es el bien común, según qué criterios, y qué derechos deben ser sacrificados, no puede ser establecido con criterios objetivos. Y dado que la inoculación obligatoria es un delito, pues viola el derecho fundamental a decidir sobre el propio cuerpo, son estos programas de inoculación obligatoria los que constituyen una agresión contra los derechos y el bienestar de las personas.
En la actualidad, los fabricantes de las llamadas vacunas operan dentro de un sistema de salud mixto, público y privado, dedicado a inocular a la población desde la primera infancia. Los estados compran las vacunas a los fabricantes a un precio acordado por ambas partes, que no guarda relación con la valoración real de los consumidores. Así, una industria global impulsada por privilegios estatales y protegida por la comunidad científica, ha sido responsable del diseño y la producción de vacunas durante décadas. Esta industria se beneficia con un círculo vicioso de alianza mutua entre el poder estatal, las ganancias de las compañías farmacéuticas, y los intereses creados de las clases académicas y médicas. Por lo tanto, cuando las afirmaciones sobre los beneficios y la ausencia de riesgos de las vacunas provienen de los mismos grupos, es lógico sospechar que las enormes ganancias permiten a las farmacéuticas sobornar no sólo a políticos, sino también a miembros de la comunidad académica y médica.
Para colmo, el control de calidad de las inoculaciones recae principalmente en quienes tienen interés en mantener o incrementar el éxito económico de esta industria, al margen del mercado real. Un factor clave en Estados Unidos es la inmunidad legal de la que gozan los fabricantes de vacunas. El Programa Nacional de Compensación por Lesiones Causadas por Inoculaciones Infantiles (1988) establece un sistema sin culpa para compensar a las personas lesionadas por inoculaciones incluidas en el programa de inoculación de los CDC. Y la Ley de Preparación Pública y Respuesta ante Emergencias (2005) ofrece amplias protecciones de responsabilidad civil a fabricantes, distribuidores y administradores de inoculaciones durante emergencias de salud pública.
Todo quedó muy claro durante la crisis del covid. Las farmacéuticas se apresuraron a producir inoculaciones utilizando dudosa tecnología, sabiendo que sus ventas estaban garantizadas y que estaban exentas de responsabilidad. Sin embargo, como hemos visto, millones de personas en todo el mundo rechazaron las inoculaciones covid, a pesar de las sanciones y la presión social a las que se vieron enfrentadas. Muchas personas nunca se inocularon, pero muchas otras cedieron ante la coacción cuando, de otro modo, no lo habrían hecho. Otras se incularon con entusiasmo al principio, pero luego rechazaron dosis adicionales. Miles de millones de dosis de estas inoculaciones nunca habrían sido compradas en el mercado. Pero todos, como pagadores netos de impuestos, independientemente de su postura sobre estas inoculaciones, contribuyeron al enriquecimiento histórico de varias compañías farmacéuticas.
En los últimos años, el número de personas que rechazan todas las inoculaciones ha aumentado drásticamente. Cada vez más padres deciden no inocular a sus hijos. Y tienen todo el derecho a rechazar las inoculaciones por cualquier motivo, ya que son los únicos que pueden decidir sobre la crianza y el cuidado de sus hijos, hasta que éstos adquieran la suficiente independencia como para negociar con la autoridad de sus padres o para ejercer plenamente sus derechos como adultos. Este rechazo a las inoculaciones no debe ser necesariamente interpretado como una oposición a la tecnología y al progreso médico, ni a la producción de vacunas y su control de calidad en un mercado libre. Más bien, este rechazo puede indicar que muchos han perdido la confianza en la industria de las inoculaciones, que tiene la osadía de defender el statu quo desestimando flagrantemente el derecho de las personas a decidir sobre sus propios cuerpos.
En realidad, hasta cierto punto, los beneficios de las inoculaciones serán siempre inciertos. Porque, si las inoculaciones funcionan, quienes son inoculados generalmente nunca sabrán cuándo es efectiva la protección, ni si alguna vez la necesitaron. Por el contrario, el daño causado por algunas inoculaciones es innegable, como lo demuestra la abrumadora cantidad de estudios y registros históricos al respecto. Por lo tanto, inyectar a la población con lo que recomienda la industria de las vacunas no es en absoluto incuestionable. Sobre todo porque, con financiamiento y consumidores garantizados por la fuerza, los fabricantes de inoculaciones no sólo han prosperado sino que, en medio de este mismo perverso contexto, se han aventurado a inventar nuevas inoculaciones a lo largo de los años.
Sea como fuere, el desarrollo global de la producción de inoculaciones tuvo un resultado previsible y necesario. Una vez que los estados se convirtieron en sus principales clientes e implementaron programas de inoculación obligatoria, la producción y los precios tuvieron que aumentar, y la calidad tuvo que disminuir, al menos en términos relativos.
Traducción: Ms. Lic. Cristian Vasylenko.
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