Cómo domar a un monstruo: el problema del constitucionalismo

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    Este artículo fue la conferencia presentada en la lectura de la Constitución de Liberland, en Praga, el 19 de Diciembre de 2025.

    El mayor problema para cualquier defensor de la antigua y romántica utopía del “gobierno mínimo”, es encontrar la manera de limitar sus poderes. Si es aceptada la idea de que el gobierno es un mal necesario para una organización social ordenada, pero al mismo tiempo se desea garantizar que esta institución se mantenga dentro de ciertos límites, está siendo perseguido lo imposible. Abundan los ejemplos empíricos e históricos de esta imposibilidad: cada estado mínimo, “vigilante nocturno”, evolucionó lentamente, expandiendo sus poderes, tareas y burocracias, hasta transformarse en los Leviathanes modernos que todos conocemos. Posiblemente el ejemplo más importante de esta necesidad lógica está representado por el gobierno federal de los Estados Unidos de América. La rigurosa enumeración de poderes federales promulgada por los padres fundadores estadounidenses, dio paso al establecimiento de una de las potencias imperialistas más peligrosas de la historia de la humanidad, con guerras interminables, bases militares en todo el mundo, y la autoproclamación de Estados Unidos como el rol incumplido de policía mundial.

    Otro paradigma es el de los estados liberales europeos. Siguiendo el peligroso camino del nacionalismo y de la búsqueda de prestigio y dominio internacional, los antiguos gobiernos mínimos de Europa arrastraron al mundo a la tragedia de la Primera Guerra Mundial, lo que constituye el punto de inflexión histórico de una evolución que estamos experimentando tras más de un siglo de crecientes poderes gubernamentales y cada vez menor libertad individual.

    Italia es otro ejemplo. El gasto público agregado como porcentaje del PBI pasó de 12-17% durante la era liberal, a aproximadamente 30% durante la Primera Guerra Mundial y el período de entreguerras. Durante y después de la Segunda Guerra Mundial, el aumento del gasto público fue constante y alcanzó un máximo de 57% del PBI durante la crisis del covid. Sin embargo, no son estrictamente necesarios ejemplos empíricos, ya que el crecimiento constante de los gobiernos es una necesidad lógica. Aplicando la metodología praxeológica, la imposibilidad de limitar los poderes del gobierno surge como conclusión necesaria, independientemente de cualquier condición histórica.

    Los estados ‒o sus gobiernos‒ son los que toman las decisiones finales sobre un territorio determinado y sobre sus súbditos. La manifestación más importante de este monopolio es el monopolio territorial webberiano de la violencia. Sin embargo, la violencia es sólo una de las señales externas del monopolio de la toma de decisiones, y muy a menudo la coerción no implica el uso real ni la amenaza de violencia, ya que los sujetos obedecen voluntariamente las órdenes. Claro que los gobiernos siempre tienen la opción de recurrir a la violencia, pero es una elección costosa que no puede ser mantenida de forma constante y sistemática. Por lo tanto, la frase de Mao Zedong de que el poder nace del cañón de un arma, no es del todo cierta. El verdadero poder proviene del monopolio de la toma de decisiones y, a su vez, este monopolio deriva de la mente de los sujetos, a veces idealizada como el consentimiento de los gobernados.

    Una relación similar ocurre con el conocido fenómeno de la muerte chamánica. Los antropólogos observan que en las sociedades primitivas, en las que el líder de una comunidad es un chamán, los castigos infligidos por éste mediante maldiciones mágicas a menudo resultan en la muerte de la víctima. Ésto es lo opuesto al efecto placebo en medicina. Tanto la víctima de la maldición como el chamán están convencidos de los poderes mágicos del jefe, y una convicción similar existe en la mente de sus compatriotas. Como resultado, la maldición funciona y el chamán parece capaz de infligir la muerte mediante la magia.

    La relación de poder que caracteriza a las sociedades con estados y sus gobiernos puede ser comparada con el fenómeno primitivo de la muerte chamánica. La subyugación surge de la interacción entre tres fuerzas. En primer lugar, está la suposición general ‒social‒ de que la estructura coercitiva es legítima, y que puede imponer su voluntad a todos. No es necesario que los participantes estén completamente convencidos; basta con resignarse a la inevitabilidad del sistema, para que éste siga funcionando. El popular dicho sobre las dos inevitabilidades de la vida ‒la muerte y los impuestos‒ es un paradigma de esta actitud: aunque la coerción y los impuestos son tan malos e indeseables como la muerte, aparentemente no hay forma de evitarlos. Así, la necesidad de la relación coercitiva entre gobernantes y gobernados forma parte de una creencia compartida: las mentes de los súbditos son adoctrinadas desde la infancia a través de instrumentos de propaganda como las escuelas, las instituciones de educación superior, la televisión, la prensa, el mundo del espectáculo y la literatura. Por lo tanto, es generalmente asumido que la relación de poder entre amos y súbditos existe, y está legítimamente instituida. El deber de obedecer corresponde al poder de mando. Esta suposición general influye tanto en la víctima como en quien ostenta el poder. No sólo ésta última está convencida de su poder, sino que la víctima también está convencida de que el mando, aunque sea injusto, forma parte de un sistema inevitable, y representa la única manera de organizar una sociedad ordenada. Al igual que en la muerte chamánica, compartimos la creencia social de la existencia de poderes arcanos que influyen directamente en la vida y el comportamiento de las personas involucradas, tanto en el lado dominante como en el lado servil y recesivo.

    Otro factor clave a considerar es el interés propio. Contrariamente a la narrativa sobre el bien común, todos los participantes en la estructura coercitiva representada por los estados y los gobiernos (víctimas y amos), actúan en interés propio. Ésto implica una situación en la que las personas más atraídas por los cargos políticos, o cualquier relación que les permita ejercer poder sobre los demás, son invariablemente aquellas que consideran un bien deseable el poder y la posibilidad de imponer su voluntad. El poder es un fin que es buscado por sí mismo. Por lo tanto, las personas más atraídas por los puestos de poder suelen ser individuos limítrofes, que pertenecen al espectro del trastorno narcisista de la personalidad (TNP). La manipulación (gaslighting), la fijación de objetivos, la falta de empatía y la mentira sistemática son rasgos comunes de las personas con TNP que se sienten atraídas por el juego político. Es un círculo vicioso: cuanto mayor sea el poder disponible, más peligrosos se vuelven los psicópatas que aspiran a alcanzar las más altas esferas políticas. Como observó Hans-Hermann Hoppe, esta tendencia natural se agrava si se opta por el método democrático para acceder al poder. La libre entrada y la competencia entre quienes compiten por puestos de poder, garantizan que los mentirosos y manipuladores más despiadados y eficaces siempre alcancen los cargos más altos. Si el poder es el objetivo, cualquier medio será considerado aceptable para lograrlo.

    El poder del que toma la decisión final incluye el poder de gravar y confiscar la riqueza ajena. Como observó Franz Oppenheimer:

    Existen dos formas fundamentalmente opuestas en las que el hombre, necesitado de sustento, se ve inducido a obtener los medios necesarios para satisfacer sus deseos. Éstas son el trabajo y el robo, su propio trabajo y la apropiación violenta del trabajo ajeno … En la siguiente discusión, propongo llamar a su propio trabajo y al intercambio equivalente de éste por el trabajo ajeno, los “medios económicos” para la satisfacción de necesidades; mientras que la apropiación unilateral del trabajo ajeno será denominada “medios políticos”.

    El estado es la organización de los medios políticos, la que actúa principalmente como distribuidora de ventajas económicas, árbitro de la explotación, agencia irresponsable y todopoderosa, siempre dispuesta a ser utilizada al servicio de unos intereses económicos contra otros.

    Por lo tanto, incluso quienes no se sienten atraídos por el poder, inevitablemente terminarán aceptando un sistema caracterizado por la política. La opción racional es participar en la apropiación forzada y organizada del trabajo y el tiempo de otros, en lugar de ser un productor explotado. Los incentivos para la producción y la innovación disminuyen hasta que la sociedad llega a un punto en que la carga impuesta a los gobernados es tan insoportable, que la economía se paraliza. Éste es un escenario que ha sido observado repetidamente a lo largo de la historia. Lactancio, por ejemplo, observa lo siguiente sobre el reinado del emperador Diocleciano:

    Empezó a haber menos personas pagando impuestos que recibiendo salarios; de modo que los recursos de los agricultores se agotaron debido a los enormes impuestos, las granjas fueron abandonadas, las tierras cultivadas se convirtieron en bosques, y prevaleció el desánimo general. Además, las provincias se dividieron en pequeñas partes, y muchos presidentes y una multitud de funcionarios de menor rango se aferraron fuertemente a cada territorio, y casi a cada ciudad. También había muchos administradores de diferentes rangos y vicepresidentes. Muy pocos casos civiles se presentaban ante ellos; pero había expropiaciones diarias y frecuentes confiscaciones; impuestos sobre innumerables bienes, y éstos no solo se repetían con frecuencia, sino que eran perpetuas y, al ejecutarlos, injusticias intolerables.

    Utilizando las mismas métricas que en Italia tras la unificación, es fácil observar que el gobierno imperial romano evolucionó de un costo aproximado de 5% del PBI bajo el emperador Augusto, a la situación descrita por Lactancio en menos de 300 años. De nuevo, la evidencia empírica sugiere que el crecimiento del gobierno es constante y llega a un punto crítico cuando la relación de explotación se vuelve tan insoportable, que la estructura coercitiva se derrumba.

    En consecuencia, el estado liberal mínimo del sereno es una utopía inexistente en la historia, y contradice el análisis lógico de la relación entre quien toma las decisiones finales y sus súbditos. Por nobles que sean las intenciones y astutas que sean las limitaciones legales inventadas e implementadas para limitar los poderes del gobierno, el resultado siempre será el descrito tan vívidamente por Lactancio. Sin embargo, los intentos por contener el poder del que toma las decisiones finales, son uno de los asuntos centrales de la filosofía política.

    Básicamente, existen tres enfoques para limitar el poder de los estados y de sus gobiernos: el derecho internacional, la democracia y el constitucionalismo. La relación entre los estados se caracteriza por la anarquía. No existe una autoridad superior con la facultad de resolver disputas entre gobiernos. Por lo tanto, la solución proviene de la negociación y de la diplomacia o, si éstos medios resultan insuficientes, del uso de la fuerza. La guerra es la aplicación del principio de que “la fuerza da la razón” a las controversias entre estados. El derecho internacional contempla tanto las relaciones contractuales como las diplomáticas entre gobiernos y las leyes de la guerra. La idea es aplicar principios jurídicos que impidan que los estados se conviertan en organizaciones de ladrones y saqueadores. El principio de respeto a los acuerdos internacionales (pacta sunt servanda), y la existencia de una comunidad internacional de estados, representan límites al uso sistemático de la violencia por parte de los gobiernos. Éste es también el objetivo de la ONU y otras organizaciones internacionales. Los medios empleados por el derecho internacional suelen ser las sanciones económicas, la persuasión moral y, en caso de fracaso, las llamadas guerras “justas”, libradas de acuerdo con los principios del derecho internacional. Sin embargo, considerando la naturaleza del poder de decisión final que cada estado reclama sobre su territorio, el derecho internacional ha demostrado ser un límite muy débil para los excesos gubernamentales, especialmente si las víctimas son los propios ciudadanos del estado, dado el principio general del derecho internacional de no injerencia en los asuntos internos de un país.

    El otro sistema comúnmente citado como defensa contra los gobiernos tiránicos y el sufrimiento que infligen a sus súbditos, es la democracia. Un votante racional y egoísta debería poder elegir al mejor político o, al menos, al mal menor, asegurando que el gobierno no se vuelva excesivamente abusivo. El votante racional es un mito inexistente en la realidad. Como demostró Hans-Hermann Hoppe en su estudio sobre la democracia, los incentivos para tomar una decisión racional son muy bajos en una democracia. Cada votante es perfectamente consciente de que su voto individual es una fracción tan pequeña de la “voluntad colectiva”, que está destinado a la irrelevancia. El tiempo y el esfuerzo invertidos en encontrar al mejor candidato son, en su mayor parte, desperdiciados. La probabilidad de que el candidato más adecuado y menos intrusivo sea elegido es muy baja; por lo tanto, el voto informado y racional resultará completamente inútil. Por otro lado, la manipulación política, tanto mediante mentiras sistemáticas de quienes compiten por el poder como mediante la maquinaria propagandística que guía las elecciones y las competencias democráticas, llevará a los votantes a votar por el candidato más atractivo basándose en impresiones, simpatías o decisiones irracionales.

    Además, la democracia exacerba la relación de explotación que define a cualquier estado. Mientras que los reyes eran dueños de sus países y tenían la legítima expectativa de legar su trono a sus herederos, los presidentes elegidos democráticamente no tienen derecho al valor del capital de los países que gobiernan. Pueden usar los ingresos, pero el valor del capital les es inaccesible. Por lo tanto, la propiedad pública del valor del capital de los países democráticos, en lugar de proteger el capital, aumenta aún más la probabilidad de su destrucción. El político elegido democráticamente tiene una preferencia temporal muy alta, generalmente limitada a su mandato. No hay planificación para el futuro, y los proyectos que durarían décadas, no atraen a los políticos. Además, el interés propio impulsa a todo político a aprovechar los beneficios de sus cargos públicos lo antes posible, sin considerar la necesidad de preservar el capital para las generaciones futuras. Además, la destrucción y apropiación sistemática de los bienes públicos ocurre con impunidad, porque la democracia tiende a desdibujar las fronteras entre gobernantes y gobernados. El libre acceso a puestos de poder político impide que los políticos sean percibidos directamente como una casta. Las críticas a la organización actual siempre pueden ser canalizadas hacia la acción política y utilizadas para reforzar el sistema: los críticos terminan formando parte de la estructura coercitiva. Además, la retórica democrática dificulta la percepción del cambio ilógico que representan las elecciones democráticas. La mitología política sostiene que los políticos elegidos democráticamente son meros representantes de sus votantes, y que existe un mandato político por el que el votante es el principal, y el político el agente. Sin embargo, ningún votante ostenta los poderes conferidos a los políticos, ni siquiera una pequeña fracción de ellos. Nadie tiene el poder de imponer impuestos, reclutar ni librar una guerra, porque tales actividades, ejercidas a nivel individual, serían consideradas robo, esclavitud y asesinato en masa. Sin embargo, el sistema democrático confiere tales poderes a los representantes electos: el mandato político permite otorgarles poderes que los principales no poseen. Así, la democracia es simplemente un velo que oculta las verdaderas relaciones de poder que definen a los estados, induciendo a los votantes a creer que ellos son el estado. En consecuencia, la participación en las elecciones equivale a un consentimiento implícito a lo que hace el partido ganador, incluso si el votante votó por el partido opositor. Finalmente, el poder de la mayoría, que es la base de las creencias democráticas, carece de justificación racional. Por qué el grupo más grande de una comunidad dada debería tener el derecho a imponer su voluntad al grupo más pequeño, es un concepto que desafía la racionalidad y no puede ser lógicamente justificado.

    Para completar el panorama, el poder de imponer impuestos ‒que los votantes no poseen, y que aún deberían transferir a sus representantes‒ hace que la envidia social sea aceptable en una democracia. El candidato que promete a sus votantes gravar a la minoría opositora, puede contar con el voto entusiasta de su electorado, lo que confirma la frase de H.L. Mencken de que cada elección es una especie de subasta anticipada de bienes robados.

    Dada la inutilidad del derecho internacional y de la democracia, el constitucionalismo se mantiene como último recurso para limitar los poderes de un gobierno. Las constituciones modernas se basan en la idea de obligar al rey a respetar ciertos derechos mínimos otorgados a sus súbditos (habeas corpus, juicio por jurado, respeto de la propiedad privada). La idea era la firma de un contrato entre el rey, como titular del poder político, y sus súbditos. Se trataba de un sistema inventado en la Europa medieval, donde reyes y emperadores no tenían el monopolio de los tribunales y la justicia, y en el que era posible impugnar las reclamaciones del rey ante un juez independiente que no fuera funcionario del rey. Situación que, en los estados modernos, sería imposible, debido a que el monopolio de los gobiernos se ha expandido enormemente desde la Edad Media: el control sobre la legislación y el poder judicial es uno de los elementos centrales del monopolio de la toma de decisiones.

    Por lo tanto, si fuera posible concebir un contrato con el rey y un sistema de justicia en el que éste pudiera rendir cuentas si lo violaba, ésto se vuelve imposible tras la posterior expansión de los monopolios estatales. De hecho, tras la firma de la Carta Magna en 1215, los estados crecieron exponencialmente durante el Renacimiento y la Edad Moderna. La Paz de Westfalia, que puso fin a la Guerra de los Treinta Años en 1648, marcó el inicio de los estados modernos como monopolios territoriales de la toma de decisiones.

    El sistema medieval anterior se caracterizaba por centros de poder y jurisdicción rivales, como los señores locales, los reyes, los monasterios, las universidades, el Imperio Romano y el Papado. Ninguna de estas instituciones podía reivindicar la soberanía exclusiva como los estados-nación posteriores (superiorem non recongnoscens). A pesar del nacimiento de un nuevo sujeto político, la confrontación entre súbditos y reyes continuó llevándose a cabo mediante negociaciones contractuales durante las revoluciones de los siglos XVII y XVIII. Documentos constitucionales como el Acuerdo de los Niveladores del Pueblo o los Cahiers de doléances franceses, consideraban las luchas revolucionarias como un llamamiento a la firma de un nuevo pacto entre el trono y los insurgentes como representantes del pueblo llano. El constitucionalismo moderno comienza con la Declaración de Independencia de los Estados Unidos, donde el elemento contractual cambia de un pacto entre dos partes claramente identificadas ‒el rey por un lado y el pueblo por el otro‒, al establecimiento de un “contrato social” entre todos los ciudadanos. La misión del gobierno debe ser la protección de los derechos a la vida, la libertad y la propiedad. Si el gobierno cumple su parte del acuerdo, puede contar con el consentimiento de los gobernados. De lo contrario, el pueblo tiene el derecho y el deber de disolver el gobierno e instituir una nueva forma de estado. La creación del nuevo gobierno, resultante de las luchas revolucionarias, dependerá, tanto en Francia como en Estados Unidos, de una carta fundacional, que es la constitución moderna. Además de describir la estructura fundamental de un cuerpo político, las constituciones suelen contener un catálogo o enumeración de derechos fundamentales que el gobierno y el poder legislativo deben respetar.

    Este mito político crea más problemas que los que pretende resolver. En primer lugar, los monarcas absolutos europeos nunca afirmaron que su poder derivara del consentimiento de los gobernados. El poder era considerado divinamente ordenado, y la mayor parte del control que los reyes ejercían sobre sus territorios provenía de la propiedad privada de vastas extensiones de tierra. Además, la Declaración de Independencia asume como axioma la necesidad del gobierno. Los padres fundadores y los revolucionarios franceses discutieron cómo debería ser la organización óptima del poder político, pero nunca si el poder político debería existir, en primer lugar.

    Finalmente, existe una contradicción lógica ineludible entre la soberanía como monopolio de la toma de decisiones, y la afirmación de que un documento como una constitución puede representar un baluarte contra los posibles excesos del gobierno. La idea de que la separación de poderes entre los poderes legislativo, ejecutivo y judicial garantiza la independencia en la toma de decisiones, es una ilusión. En realidad, el interés propio de todos los involucrados en las diferentes ramas de la actividad estatal garantiza que cooperen para mejorar la organización para la que trabajan. Además, a pesar de todos los esfuerzos por desarrollar principios y límites legales claros, el principal sistema para eludir las constituciones está representado por las facultades interpretativas de los tribunales estatales. Incluso la redacción más cuidadosa puede ser invalidada por la interpretación judicial. Un ejemplo obvio es la doctrina hamiltoniana de los poderes implícitos, inventada tan solo tres años después de la ratificación de la Constitución estadounidense.

    La Constitución italiana siempre establece un principio general destinado a proteger y defender los derechos fundamentales, pero generalmente dentro del mismo artículo, establece excepciones y posibilidades para limitar los derechos otorgados al poder legislativo. Así, la decisión típica del Tribunal Constitucional reconoce el derecho del poder legislativo a equilibrar diferentes derechos fundamentales, y a elegir discrecionalmente cuáles deben ser privilegiados en determinadas circunstancias. Por ejemplo, todas las decisiones emitidas por el Tribunal Constitucional italiano en relación con la brutal agresión a los derechos fundamentales de libertad personal, libertad de movimiento y autodeterminación en materia de salud, perpetrada por los poderes legislativo y ejecutivo durante la crisis del covid, generalmente afirmaron el derecho del poder legislativo a restringir y excluir derechos fundamentales ‒los que la Constitución italiana define como inviolables‒ en interés de la salud pública.

    Por lo tanto, las constituciones son inútiles para prevenir los abusos de poder, ya que los gobiernos y los estados son invariablemente abusivos. De hecho, el principal violador de derechos no puede ser su protector. La facultad de gravar y, por lo tanto, excluir la propiedad privada, demuestra que el estado es una institución injusta. Ningún documento puede impedir que los estados cometan delitos. Sería necesaria una organización política que permitiera la opción de no participar, y que se abstuviera de la apropiación forzosa de la riqueza ajena mediante impuestos. En otras palabras, la única posibilidad es el establecimiento de una comunidad política que renuncie al monopolio de la toma de decisiones.

    Ésta es la parte revolucionaria e interesante de la Constitución de Liberland. El Artículo I, Sección 2, punto 1 de esta constitución, establece el punto fundamental:

    Ni el estado ni ninguna institución o iniciativa estatal financiará sus cargos mediante ningún tipo de robo o hurto. Por lo tanto, no habrá impuestos, aranceles, peajes ni planes sociales obligatorios en Liberland, ni serán aplicadas dichas tasas a quienes se rijan por esta Constitución.

    Ésto significa que la Constitución de Liberland rompe con el concepto de soberanía tal como es afirmado en el sistema westfaliano. Liberland no se declara monopolista de la toma de decisiones, y evita violar la propiedad privada de sus ciudadanos mediante impuestos. El financiamiento de proyectos públicos debe ser necesariamente voluntario. Los cargos públicos sin poder dejarán de ser atractivos para psicópatas cuyo objetivo es imponer su voluntad. La ausencia de poder y coerción podría promover la creación de élites naturales que serían elegidas para cargos públicos por sus capacidades superiores. Por lo tanto, en la Constitución de Liberland, soberanía y estado tienen un significado diferente del habitual. La soberanía es la libertad individual y la independencia de sus ciudadanos, quienes reclaman que su propiedad privada no sea violada. El status de estado es la afirmación del derecho a establecer una comunidad política que rompa con la tradición de los estados-nación modernos y su monopolio en la toma de decisiones. Si Liberland triunfa en su lucha por el reconocimiento, será la primera entidad política sin la relación coercitiva que caracteriza a todos los demás estados y, por lo tanto, podría establecer un nuevo paradigma para superar los males de la política. El status de estado significará el establecimiento de un espacio de libertad en el que la actividad humana pueda florecer, en el que la vida, la libertad y la propiedad privada estén protegidas, y en el que la búsqueda de la felicidad sea posible.

     

     

     

    Traducción: Ms. Lic. Cristian Vasylenko

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