Breve historia de la libertad de expresión

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    “No estoy de acuerdo con lo que dices, pero defenderé hasta la muerte tu derecho a decirlo.”

    — Voltaire (1694-1778)

    Cuando Thomas Jefferson escribió la Declaración de Independencia, incluyó en la misma una lista de las quejas de los colonos contra el gobierno británico. Cabe destacar la ausencia de quejas sobre la violación de la libertad de expresión.

    En aquellos tiempos, la libertad de expresión era tan mordaz como lo es hoy. Si las palabras se dirigían al Parlamento, todas eran lícitas. Si se dirigían directa y personalmente al rey ‒como las de Jefferson en la Declaración‒, constituían traición.

    Huelga decir que Jefferson y sus 55 colegas que firmaron la Declaración habrían sido ahorcados por discursos traicioneros si los británicos hubieran prevalecido.

    Los colonos ganaron la guerra y, seis años después, los trece estados ratificaron voluntariamente la Constitución. Dos años después de la ratificación, la Constitución fue enmendada, añadiendo la Carta de Derechos.

    James Madison, redactor de la Carta de Derechos, insistió en referirse a la libertad de expresión como “la” libertad de expresión, para enfatizar que preexistía al gobierno. Creía que la libertad de expresión era uno de los derechos inalienables que Jefferson mencionó en la Declaración.

    Dicho de otro modo, cada uno de los ratificadores de la Carta de Derechos manifestó por escrito su comprensión inequívoca de que la libertad de expresión es un derecho natural, personal de todo ser humano. No proviene del gobierno. Proviene de nuestro interior. No puede ser arrebatada por la legislación ni por una orden ejecutiva. No requiere un permiso.

    Sin embargo, tan solo siete años después, durante la presidencia de John Adams, el Congreso promulgó las Leyes de Extranjería y Sedición, que castigaban las expresiones críticas para con el gobierno.

    ¿Cómo pudo la misma generación ‒en algunos casos, los mismos seres humanos‒ que prohibió la injerencia del Congreso en la libertad de expresión, haber promulgado una ley que la castigaba?

    Para algunos de los redactores ‒los federalistas, que querían un gobierno central gigantesco como el que tenemos hoy‒, vulnerar la libertad de expresión significaba simplemente silenciarla antes de que fuese expresada. Hoy en día, ésto es denominado censura previa, y la Corte Suprema prácticamente la ha prohibido.

    Para los antifederalistas ‒que creían que el gobierno central era un pacto voluntario limitado de estados‒, la Primera Enmienda prohibía al Congreso interferir con o castigar cualquier expresión.

    El gobierno de Adams acusó, procesó y condenó a los antifederalistas ‒entre ellos, a un congresista‒ por sus discursos críticos.

    Cuando Jefferson ganó la presidencia y los antifederalistas obtuvieron el control del Congreso, los federalistas derogaron tres de las cuatro Leyes de Extranjería y Sedición, en vísperas de su salida del control del Congreso, para evitar que alguna fuese utilizada en su contra.

    Durante la Guerra de Secesión, el presidente Abraham Lincoln encarceló a cientos de periodistas en el Norte ‒incluido un congresista‒ que criticaron sus esfuerzos bélicos. Durante la Primera Guerra Mundial, el presidente Woodrow Wilson arrestó a estudiantes por leer la Declaración de Independencia en voz alta en las oficinas de reclutamiento, y por cantar canciones de cervecerías alemanas.

    Lincoln argumentó que preservar la Unión era más importante que preservar la Primera Enmienda, y Wilson argumentó que la Primera Enmienda sólo limitaba al Congreso, no al presidente. Ambos argumentos han sido rechazados desde entonces por los tribunales.

    En la década de 1950, el gobierno federal procesó con éxito a los disidentes de la Guerra Fría bajo la teoría de que su discurso era peligroso y podía tener tendencia a la violencia. Algunas de las víctimas de este tortuoso razonamiento murieron en prisión; dos fueron ejecutadas.

    El respeto del gobierno por la libertad de expresión ha fluctuado. Alcanza su punto más bajo durante la guerra. Por supuesto, la disidencia en tiempos de guerra ‒disidencia que cuestiona el uso de fuerza letal por parte del gobierno‒ suele ser la expresión más importante y oportuna.

    No fue hasta 1969, en el caso Brandenburg contra Ohio, que la Corte Suprema nos dio una definición moderna de la libertad de expresión. Clarence Brandenburg arengó a una multitud de Ohio y la instó a marchar a Washington y recuperar el gobierno federal de manos de los negros y judíos, quienes, según él, tenían el control. Fue condenado en un tribunal estatal de Ohio por sindicalismo criminal ‒el uso del lenguaje para incitar a otros a la violencia.

    La Corte Suprema revocó su condena por unanimidad, y sostuvo que toda expresión inocua está absolutamente protegida, y que toda expresión es inocua cuando hay tiempo para que más expresiones la refute. La misma Corte Suprema acababa de dictaminar en The New York Times Co. contra Sullivan que el propósito de la Primera Enmienda es fomentar y proteger la expresión abierta, amplia, contundente, incluso cáustica, odiosa y desenfrenada.

    En ambos casos, el tribunal reconoció que la expresión que amamos no necesita protección; sí necesita protección la expresión que odiamos; y que el gobierno no tiene por qué evaluar el contenido de la expresión.

    Sin embargo, en tiempos peligrosos como los actuales, hemos visto al gobierno arrestar y deportar a personas debido a sus actividades expresivas ‒expresarse y reunirse con personas de ideas afines.

    Un estudiante universitario de la ciudad de New York, residente permanente, se encuentra en prisión en Louisiana por haberse pronunciado a favor de un estado palestino, postura que ha sido política pública en Estados Unidos desde 1948. Una profesora de medicina de Rhode Island, también residente permanente, fue enviada a su Líbano natal por asistir a un funeral no aprobado por las autoridades federales.

    Castigar la libertad de expresión y de asociación es una actividad muy peligrosa, ya que es subjetiva, no se basa en principios, y no tendrá fin. El remedio para el discurso de odio o amenazante, es más libertad de expresión ‒una libertad de expresión que desafíe al orador.

    ¿Por qué los gobernantes quieren silenciar a sus oponentes? Deben temer que su poder sea socavado. Los disidentes podrían presentar argumentos más convincentes. Casi todos en el gobierno quieren decir a los demás cómo deben vivir.

    Hemos contratado a un gobierno para proteger nuestra libertad de expresión, no para decirnos cómo vivir. En cambio, hace todo lo posible para mantenerse en el poder.

     

     

     

    Traducción: Ms. Lic. Cristian Vasylenko

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