¿Cómo debería el gobierno vigilar el dominio público?

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    Una ventaja considerable que tiene el enfoque libertario de Murray N. Rothbard –es decir, el que se basa en la propiedad privada– sobre otros enfoques, como los que se basan en nociones vagas de “libertad”, es su búsqueda de la no contradicción. Un problema frecuente en la democracia liberal moderna es el deseo de declarar como “derechos” a una serie de cosas que terminan contradiciendo los “derechos” previamente declarados. Es fácil ver los problemas en la jurisprudencia estadounidense en torno del “derecho a la privacidad” y lo que supuestamente implica.

    El énfasis en los derechos de propiedad proporciona una gran claridad a la hora de diagnosticar los problemas que vemos en la gobernanza del llamado “dominio público” por parte del estado, refiriéndose a aquellas áreas como aceras, calzadas, plazas, parques y otras áreas que no son de propiedad privada ni están gobernadas por entidades privadas. Ésto se hizo evidente al escuchar un episodio reciente del podcast Just Asking Questions, de Reason, titulado “Peter Moskos: ¿Cómo luce una buena policía?”

    Moskos, ex oficial de policía de Baltimore y actual profesor en el John Jay College of Criminal Justice, describe algunas de las prácticas de “vigilancia de ventanas rotas” utilizadas por el Departamento de Policía de New York durante los años del alcalde Rudolph Guliani, como arrestar a quienes se saltan los molinetes del metro, y hacer cumplir las multas contra los limpiavidrios y los infractores de la ordenanza sobre ruidos. El objetivo principal de la vigilancia de ventanas rotas es evitar que las pequeñas incivilidades se conviertan en delitos graves, ya que la tolerancia de las “ventanas rotas” indica que no hay consecuencias por infringir las normas. Por lo tanto, según la teoría, hacer cumplir las leyes contra delitos relativamente menores indica que no se tolerará el desorden, y previene las condiciones que hacen que una zona sea más propensa a la delincuencia (y los arrestos por actos como saltarse los torniquetes, tienen el beneficio adicional de identificar a quienes tienen órdenes de arresto pendientes por delitos graves).

    Lo que es interesante de presenciar es que a partir del minuto 44, una de las presentadoras, Liz Wolfe, expresa una tensión con la que lucha “como libertaria” en relación con la aplicación de las normas en el dominio público. Ella desea distinguir entre los actos que causan daño, y aquéllos que son cuestiones de “verdadera libertad personal”, como consumir alcohol en la calle y poner la música tan fuerte como uno quiera. Cuando Moskos dice que no quiere que sus vecinos pongan música fuerte a las 4 de la mañana, y le pregunta si le parece bien que la gente se inyecte heroína en público, Wolfe se da cuenta de la aparente contradicción entre sus valores “libertarios” y el deseo de vivir en una sociedad civilizada.

    Ella responde que no le parece bien que la gente se inyecte heroína en público, porque la posibilidad de que las agujas usadas no sean adecuadamente desechadas “tiene un efecto muy real en la capacidad de las familias para disfrutar de estos espacios públicos y, maldita sea, soy contribuyente, así que siento que tengo cierto derecho a estos espacios públicos”. Continúa: “No sé cómo incluir ésto en mi pequeño cerebro libertario … esta idea de que los contribuyentes merecen espacios públicos de alta calidad”, y qué hacer cuando la gente salta los molinetes del metro (lo que ella considera un delito sin víctimas). ¿Cómo puede un libertario conciliar estas cosas?

    Se trata de un auténtico enigma cuando la concepción del libertarismo se basa en conceptos difusos de “daño”. Para los rothbardianos, la mejor solución es privatizar el dominio público. El propietario o los propietarios de una zona de este tipo querrían maximizar el valor de los recursos con usos alternativos bajo su control, estableciendo reglas sobre su uso, y la capacidad de calcular ganancias y pérdidas en un sistema de propiedad privada les permite hacerlo. Presumiblemente, el uso más valioso de un molinete del metro sería como vía pública que permitiera a los pasajeros entrar y salir del sistema de metro, en lugar de como espacio de un individuo para dormir.

    Pero ¿qué pasa si esta mejor solución no es posible y el estado mantiene el control sobre el dominio público? ¿Qué reglas deberían ser establecidas? La propuesta de algunos libertarios, como Norbert Slenzok y Simon Guenzl, es tratar estas áreas como una “tierra de nadie”, sin dueño, donde los individuos son libres de hacer lo que quieran siempre que no agredan a los demás. Al parecer, la razón detrás de ésto es que el estado, como es obvio para cualquier libertario, no puede ser considerado un propietario legítimo de estas áreas. Pero tampoco los contribuyentes. Después de todo, ellos simplemente financiaron el proceso de producción de calles y subterráneos. No los construyeron ellos mismos. Por lo tanto, como máximo pueden tener derecho a su dinero transferido involuntariamente al estado, no a las instalaciones en sí.

    Sin embargo, sabemos por Rothbard (La ética de la libertad, p. 59) que si “el titular o los titulares del título injusto … son … ellos mismos los agresores criminales”, pierden todos sus derechos sobre “la propiedad que agregaron a la propiedad que no era justamente suya” en nombre de los propietarios de esta última propiedad. En consecuencia, el estado pierde todos sus derechos sobre los servicios financieros que realizó para los contribuyentes al invertir su dinero en la compra de factores de producción que construyeron las instalaciones públicas en nombre de los contribuyentes. Ésto debería resultar obvio si los contratistas del estado son cómplices de la injusticia del estado. Pero también debería quedar muy claro si estos contratistas no son cómplices, porque entonces no tienen derecho a las instalaciones públicas, ya que previamente disfrutaban de su remuneración.

    Por lo tanto, la expresión de Wolfe “maldita sea, soy contribuyente, así que siento que tengo algún derecho a estos espacios públicos” parece ser un sentimiento razonable, de hecho. Pero, entonces, ¿cuánto derecho debería tener? Dado que las áreas públicas en cuestión son bienes raíces que son propiedad común de un gran número de contribuyentes, entonces algún tipo de propiedad de entidad, en particular algún tipo de desarrollos de interés común, como subdivisiones residenciales o condominios con sus pasillos, auditorios, parques y áreas de juego, puede ser un buen modelo para especificar el alcance de este derecho. En este caso, lo más importante es que los propietarios de los espacios comunes siempre aprueban sus propósitos o funciones específicas en algún procedimiento de votación, de modo que si un propietario quiere inyectarse heroína en un parque infantil, no tiene ningún derecho a hacerlo, aunque tenga su parte en el espacio común. Y lo mismo ocurre con “verdaderas libertades personales”, como consumir alcohol o poner música a todo volumen.

    La forma en que se gobiernan los espacios comunes privados nos proporciona un modelo de cómo deberían gobernarse los espacios comunes reclamados por el estado (en ausencia de privatización). El libertarismo no implica un gobierno libertino de los espacios comunes, aunque tampoco lo prohíbe necesariamente. Depende de lo que decidan los propietarios comunes. Por tanto, nuestros pequeños cerebros libertarios no tienen por qué sufrir la disonancia cognitiva de desear espacios públicos de alta calidad, pero también creer erróneamente que estamos comprometidos a tratar los espacios comunes (reclamados por el estado) como tierras de nadie.

     

     

     

    Traducción: Ms. Lic. Cristian Vasylenko

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