¿Desea la gente la preciosa Libertad?

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    El más perspicaz de los teóricos sociales, Zygmunt Bauman –en cuyo trabajo me he basado antes (ver por ejemplo aquí)– ha levantado una cuestión que se ha vuelto aún más relevante hoy que cuando fue formulada por primera vez en Liquid Modernity (2000, p. 16-22; ver también aquí). En pocas palabras, Bauman se preguntó acerca de la Libertad –¿quiere realmente la gente ser libre? ¿puede soportar los desafíos y responsabilidades de ser libre? Aquí aborda esta cuestión desde un ángulo específico, el de la “liberación”, que a veces es el requisito previo para ser libre (p. 18-19):

    ¿Es la liberación una bendición o una maldición? ¿Una maldición disfrazada de bendición, o una bendición temida como maldición? Estas preguntas acecharon a las personas pensantes durante la mayor parte de la era moderna, la que puso la “liberación” en el primer puesto de la agenda de la reforma política, y la “libertad” en el primer lugar de su lista de valores –una vez que quedó muy claro que la libertad tardaba en llegar, mientras que aquellos destinados a disfrutarla se mostraron reacios a darle la bienvenida. Fueron dados dos tipos de respuestas. La primera arroja dudas sobre la disposición de la “gente corriente” hacia la libertad. Como lo expresó el escritor estadounidense Herbert Sebastian Agar (en A Time for Greatness, 1942): “La verdad que hace libres a los hombres es, en su mayor parte, la verdad que los hombres prefieren no escuchar”. La segunda se inclinaba a aceptar que los hombres tienen razón cuando ponen en duda los beneficios que posiblemente les reporten las libertades ofrecidas.

    Para aclarar su punto, Bauman (p. 18) alude a una versión apócrifa (sardónica) del episodio de la Odisea de Homero, en la que los hombres de Odiseo fueron convertidos en cerdos por la hechicera Circe. En este relato satírico de Lion Feuchtwanger, quien evidentemente quería resaltar la “insoportable levedad de la libertad” –con reconocimiento a Milan Kundera–, los marineros convertidos en cerdos viven una vida porcina de feliz desprecio por las preocupaciones y responsabilidades humanas. Hasta que Odiseo logra descubrir hierbas con propiedades que revertirían el hechizo, devolviéndoles así su forma humana. Cuando su líder les informa sobre ésto, los cerdos –en lugar de esperar ansiosamente la administración de la cura– emprenden el vuelo a una velocidad asombrosa. Cuando Odiseo finalmente logra atrapar a uno de los cerdos fugitivos y restaurar su humanidad, en lugar de la gratitud anticipada por haber regresado a su verdadera naturaleza, en la versión del cuento de Feuchtwanger el marinero se vuelve contra su supuesto libertador con furia desenfrenada (p.18).:

    ¿Así que has vuelto, bribón entrometido? ¿Otra vez quieres regañarnos y fastidiarnos, otra vez quieres exponer nuestro cuerpo a peligros y obligar a nuestro corazón a tomar decisiones siempre nuevas? Estaba tan feliz que podía revolcarme en el barro y tomar sol, podía engullir y tragar, gruñir y chillar, y estar libre de meditaciones y dudas: “¿Qué debo hacer, ésto o aquello?” ¡¿Para qué viniste?! ¿Para arrojarme de nuevo a esa vida odiosa que llevaba antes?

    Esta versión parodísitca de un episodio de la epopeya de Homero, suena hoy en día particularmente cierta, específicamente en lo que respecta a la renuencia de la mayoría de las personas a enfrentar la verdad (cuidadosamente ocultada por los medios dominantes, ciertamente), cuando nos encontramos en medio del mayor intento de apropiación del poder global en la historia –el primero que es posible de ser aplicado al mundo en su totalidad, dados los medios tecnológicos actuales para hacerlo.

    Éstos no existían anteriormente –ni Alejandro Magno, ni el Imperio Romano, ni Napoleón tenían los medios técnicos a su disposición para vehiculizar sus ciertamente prodigiosos intentos por conquistar el mundo o el globo en su conjunto; y el poder militar tras la búsqueda del poder mundial de Adolf Hitler fue igualado, si no superado, por el de las Fuerzas Aliadas. Por lo tanto, la magnitud absoluta –casi incomprensible– del actual intento de golpe mundial, es probablemente un factor determinante de la falta de voluntad de la gente para aceptar que está ocurriendo –eso hay que reconocerlo.

    Entonces, ¿qué tiene esto que ver con la libertad? O más bien, la renuencia a aceptar las responsabilidades y los riesgos que conlleva abrazar la propia libertad originaria (es decir, la libertad originalmente otorgada en el origen, a nuestra llegada a este mundo). El punto crucial es éste: si bien no quiero abrir un debate sobre el libre albedrío –excepto para decir que estoy del lado de aquéllos que insisten en que poseemos libre albedrío (como queda ampliamente demostrado por el hecho de que, contra todas las inclinaciones biológicas, los individuos a veces deciden iniciar una huelga de hambre para demostrar su insistencia en un principio firmemente arraigado, y a veces mueren como resultado)–, tal como lo muestra la cita de Bauman de la parodia de Feuchtwanger más arriba, esa libertad de elección a veces nos asusta: “¿Qué voy a hacer, ésto o aquello?”

    La triste verdad es que, al igual que los cerdos homéricos, dos veces ficticios, generalmente la gente prefiere permanecer en su zona de comfort, con la cabeza en la proverbial arena, que enfrentar la mera posibilidad de que deban elegir actuar, incluso elegir urgentemente, porque está en juego nuestra misma capacidad para ejercer nuestra libertad.

    Ésto se hizo evidente hace unas semanas en la ciudad donde vivimos, cuando en el grupo de chat de las redes sociales de la ciudad estalló un debate sobre las “chemtrails” que aparecen regularmente en el cielo sobre nosostros, y en un momento un participante habló con franqueza. Admitió que prefería no prestar atención a estos fenómenos inquietantes, porque sólo lo “molestan”. Ahí lo tienen –al igual que los cerdos en la narración de la historia de Circe de Homero hecha por Feuchtwanger, que preferirían permanecer en su condición de felicidad porcina, antes que ser devueltos a la pesada condición humana, la gente prefiere permanecer desinformada, incluso si eso plantea el riesgo de perder posiblemente las libertades que todavía disfrutan.

    Estamos en Lisboa, Portugal, para una conferencia sobre “Diversidad”, y aquí también es palpable la manera en que las dificultades y las aparentes amenazas que emanan de los atroces planes de la camarilla globalista que involucran un gobierno mundial totalitario, son cuidadosamente ignoradas.

    Un buen ejemplo: mi propia presentación fue una crítica postestructuralista de la insostenibilidad del concepto de “diversidad” (notoriamente promovido en todas partes hoy en día; por ejemplo, en la noción de “fluidez de género”), mientras carezca de un sustento ontológico apuntalable, demostrando que, en realidad, diversas entidades se distinguen en términos de conceptos universalistas de identidad. En lenguaje sencillo, enfatizar demasiado la “diversidad”, como ha sido el caso últimamente, y a la que contribuye esta conferencia (¡irónicamente, dado que la égida bajo la cual se organiza es el “terreno común”!), es excluir la capacidad de identificar en qué se diferencian las diversas entidades entre sí. ¿Cómo es eso?

    Piénselo de esta manera. Los antiguos filósofos griegos Heráclito y Parménides establecieron este juego ontológico que todavía jugamos hoy –el que involucra la diferencia y la igualdad. Heráclito afirmó que “todo cambia”, mientras que Parménides argumentó que nada cambia. Dicho de otra manera, para Heráclito el incesante devenir (cambio, diferencia) reinaba supremo; mientras que para Parménides, sólo era real el ser o la permanencia; el cambio era ilusorio (no profundizaré en la forma en que, después de ellos, Platón y Aristóteles incorporaron de manera distintiva el ser y el devenir en sus respectivos sistemas de pensamiento).

    Avancemos rápidamente hasta el presente, cuando lo moderno y lo posmoderno compiten entre sí como principios explicativos de cómo funciona la sociedad: lo moderno, en general, enfatiza el ser como el momento esencial dentro de todo devenir (por ejemplo, en las novelas de Virginia Woolf, en las que se descubre y articula literariamente el elemento sustentador dentro de todo el cambio que nos rodea). Por el contrario, el posmodernismo corta con el ser a la deriva, y declara que sólo hay devenir. ¿Cuál es correcto?

    Lo moderno está más cerca de la verdad paradójica (que lo posmoderno), que es mejor captada por el pensamiento postestructuralista (por ejemplo, el de Jacques Lacan y Jacques Derrida, entre otros), lo que puede ser resumido afirmando que comprendemos mejor la naturaleza de las cosas –incluidos los sujetos humanos–, mostrando cómo el ser y el devenir están entrelazados o trabajan juntos. Lacan, por ejemplo, muestra que podemos entender a un ser humano como una amalgama de tres “registros”: el “real”, el “imaginario” y el “simbólico”.

    Lo “real” es aquello que hay en nosotros que no podemos simbolizar en el lenguaje (por ejemplo, las formas impredecibles en las que podemos actuar en circunstancias que no hemos experimentado: se puede llegar a ser un monstruo, o quizás un santo). Lo imaginario es el registro de imágenes, en el que se está inscripto como un yo o ego particular (identificablemente distinto, diferente), mientras que lo simbólico es el registro universalista del lenguaje, que permite que diferentes yoes se comuniquen.

    En pocas palabras, Lacan nos da una teoría que explica tanto el ser como el devenir (a diferencia del posmoderno, que sólo reconoce el devenir): como yo o ego en el nivel imaginario, somos distintos (es decir, diferentes) de otros yoes, mientras que el lenguaje (lo simbólico) nos permite articular esa diferencia en conceptos universalmente comprensibles, que son traducibles de un idioma a otro. Por lo tanto, el devenir se inscribe en la relación diferencial entre yoes distintos en lo imaginario, y tanto el ser como el devenir se registran en lo simbólico: podemos hablar de nuestras diferencias (el devenir) de una manera comprensible (lo universal).

    El objetivo de este desvío explicativo (discúlpenme por eso) es sentar las bases para decir que la “diversidad” –el tema de la conferencia a la que asistimos– pertenece directamente a la categoría del devenir (posmoderno); sólo puede dar cuenta de la diferencia absoluta, pero no puede dar cuenta de la identidad, que necesariamente se articula en el lenguaje en el nivel donde el imaginario particularista se superpone con lo simbólico universalista (que por lo tanto puede articular tanto la diferencia como la igualdad).

    Ejemplo: soy un hombre (universal); mi nombre es Bert Olivier (particular, además de universal); vivo en Sudáfrica en tal lugar, y en tal o cual momento (tanto particular como universal). Por lo tanto, se necesita una teoría de la subjetividad humana como la de Lacan para hacer justicia a nuestras diferencias así como a nuestra “identidad” como seres humanos. Si sólo enfatizas la “diversidad”, se tiene la diferencia sin la igualdad (el lenguaje universalista significa captar cualquiera de las dos).

    ¿Qué tiene que ver esta digresión sobre una conferencia dedicada al tema de la “diversidad” desde una perspectiva lacaniana, con el tema de este artículo? A saber, la cuestión de si la gente quiere ser libre. Puede parecer una posibilidad remota, pero de hecho está relacionada con la manera llamativa en que la mera elección de la “diversidad” como tema general de la conferencia ignora claramente la innegablemente apremiante –en verdad, urgente– necesidad de proporcionar plataformas multinacionales (como esta conferencia) para una discusión abierta y crítica de los factores que están poniendo en peligro la posibilidad misma de tales conferencias en el futuro. Estos factores –las diversas formas en que el Nuevo Orden Mundial planea controlar a toda la humanidad en un futuro no muy lejano, incluidas las ciudades de 15 minutos y las CBDC, así como los pasaportes vacunales y similares– son claramente ignorados.

    La razón por la que decidí hablar sobre las deficiencias teóricas de la “diversidad” en la conferencia fue para abrir un debate sobre la “identidad”, que una afirmación unilateral de la “diversidad” no puede explicar (como se mostró arriba), y que impregna todos los intentos por socavar el sentido de identidad de las personas a través, entre otras cosas, del movimiento “woke” y todas sus ramificaciones –algo que cae dentro del alcance del programa de control totalitario de los neofascistas globalistas. Es mucho más fácil controlar a las personas que han perdido su sentido de identidad, que a aquéllas que todavía experimentan quiénes son a diario.

    No es que la identidad sea inamovible –tal como se mostró anteriormente a través de una discusión de la teoría de Lacan, se adapta tanto a la igualdad (ser) como al cambio (devenir). La verdad paradójica sobre un ser humano es que (excepto en casos patológicos como los esquizofrénicos) seguimos siendo la persona que somos, mientras que también cambiamos a lo largo de la vida, de modo que podemos saludar a una vieja amiga después de años de no verla, con el comentario: “Dios mío, Jill, apenas te reconozco; ¡Has cambiado tanto!” Pero el hecho de que la reconozca manifiesta la paradoja: ella sigue siendo Jill, a pesar de los cambios de su parte –tanto en apariencia como en experiencia de vida.

    Volviendo entonces a la cuestión de la libertad humana, me parece que, a juzgar por el tema de la conferencia sobre la “diversidad”, el hecho es que, en general, los temas que pueden “sacudir el barco” de la conformidad y el cumplimiento (tal vez tácitamente) han sido notoriamente evitados. Y ésto, creo, es una señal clara de que el punto de vista de Bauman, cuando analiza el uso satírico que hace Feuchtwanger de la narrativa de Homero sobre Odiseo y Circe, quienes transformaron a sus hombres en cerdos, sigue siendo tan aplicable hoy como lo era entonces (a finales del siglo XX). Mayormente y en general, la gente no parece querer ser libre, dada la carga de elección y acción (posiblemente ineludible) que ésto les impondría.

     

     

     

    Traducción: Ms. Lic. Cristian Vasylenko

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