Despoblar Palestina y Deshumanizar a los Palestinos

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    Podría pensarse que, tras los crímenes sistemáticos contra la humanidad cometidos por el régimen nazi en el siglo pasado, la deshumanización se habría vuelto impensable de una vez por todas. Desafortunadamente, éste no ha sido el caso. Vergonzosamente, ha continuado sin cesar, y entre sus diversos perpetradores se incluyen –con trágica ironía– aquellos que fueron víctimas de la deshumanización nazi.

    Deshumanización es un término apropiado, porque consiste en algo más que asesinato, masacre, tortura, bloqueo, despojo, humillación y cosas por el estilo. Consiste en la negación misma de la humanidad de las víctimas y de sus culturas; puede incluir intentos de borrarlos de los archivos y de la memoria de cualquier persona. Esta negación hace que la simple destrucción física sea más fácil: el trato cruel a escala masiva parece requerir que el victimario vea a la víctima como infrahumana, como una alimaña, como algo que infesta el entorno, como algo indigno de la consideración que normalmente se le da incluso a los extraños sobre quienes uno no sabe nada.

    El caso de los palestinos no es el único caso de deshumanización en la era posterior a la Segunda Guerra Mundial. Por sobre todo pienso en las víctimas africanas de las potencias europeas (cuyo maltrato comenzó mucho antes de la década de 1930), de la China maoísta, de Sudáfrica, de Ruanda, de Darfur, de Camboya, de la República Centroafricana. Lo que parece distinguir el caso palestino (que por supuesto comenzó antes de la Segunda Guerra Mundial) es la sofisticación, la duración y el apoyo externo del esfuerzo por negar la existencia misma de personas, musulmanes y cristianos, que han vivido durante siglos al sur de Palestina. Siria y Líbano, y el norte de Arabia Saudita, entre el mar Mediterráneo y el río Jordán.

    Nadie expresó mejor esta negación que la ex primer ministro israelí Golda Meir, quien pronunció la famosa frase:

    No existían los palestinos. ¿Cuándo hubo un pueblo palestino independiente con un estado palestino? O era el sur de Siria antes de la Primera Guerra Mundial, o luego era una Palestina que incluía a Jordania. No era como si hubiera un pueblo palestino en Palestina que se considerara a sí mismo como un pueblo palestino, y viniéramos y los expulsamos y les quitamos su país. No existían.

    Un enfoque libertario de esta cuestión ofrece una perspectiva que el análisis convencional tiende a pasar por alto. Examinar si los palestinos como grupo constituyen un “pueblo” que merece la autodeterminación o liberación “nacional”, puede arrojar información útil, pero esa pregunta no puede ser fundamental en manera alguna, porque si los “palestinos” en cuanto personas con conciencia comunitaria vivían o no en “Palestina” antes de que se pusiera en marcha el movimiento por un estado israelí (sionismo), sí sabemos ésto: seres humanos individuales que no eran inmigrantes judíos europeos recientes, poseían legítimamente propiedades allí.

    No tenemos una buena alternativa al individualismo metodológico; los seres humanos vienen en unidades individuales. De modo que el individuo y sus derechos –incluido el derecho a la tierra justamente adquirida– deben tener primacía. Por importante que pueda ser la identificación de una persona con un grupo étnico, racial o nacional, o la falta de ella, no tiene relación alguna con la cuestión de los derechos. Un “palestino” no puede tener más derechos que un individuo atomista y desapegado, o uno que se identifica como asiático, árabe o nabulsi. Por lo tanto, la autodeterminación individual debe preceder a la autodeterminación comunitaria para que esta última sea válida, porque los derechos grupales sólo tienen sentido si se extienden desde los derechos individuales de los miembros y son consistentes con ellos.

    ​Moralmente, tenemos derechos en virtud de nuestra condición de personas, no en virtud de nuestra inclusión en un subgrupo de personas. La idea de derechos no arraigados en el individuo, es literalmente una tontería. Entre otras cosas, ésto significa que no hay tierra judía, tierra palestina o tierra con cualquier otro calificativo étnico, racial o religioso. Sólo hay tierras adquiridas legítima e ilegítimamente.

    Por lo tanto, incluso si Golda Meir hubiera tenido razón, el establecimiento de Israel tal como ocurrió, no habría sido menos que un crimen contra los habitantes indígenas del territorio.

    Del mismo modo, incluso si se pudiera demostrar que los no judíos expulsados de Palestina a punta de pistola en 1948 habían emigrado recientemente desde otras partes de Oriente Medio (lo que no puede hacerse), ésto en sí mismo no podría justificar su expulsión.

    Pero, de hecho, a pesar de las “historias” inventadas y totalmente desacreditadas de Palestina e Israel, ahora no resulta controvertido afirmar que durante el establecimiento de Israel, cientos de miles de indígenas fueron expulsados de sus hogares ancestrales, y cientos de otros fueron masacrados por inmigrantes europeos recientes (muchos de ellos ateos, pero que afirman ser judíos), con una tenue conexión con Palestina o el antiguo Israel. H. G. Wells planteó una pregunta razonable: “Si es apropiado ‘reconstituir’ un estado judío que no ha existido durante 2.000 años, ¿por qué no retroceder otros 1.000 años y reconstituir el estado cananeo? Los cananeos, a diferencia de los judíos, todavía están allí” (Citado por Ian y David Gilmour en “Pseudo-Travellers”, London Review of Books, febrero de 1985.) ¿Qué quiso decir Wells? Los Gilmour explican:

    Los palestinos modernos son un pueblo de diversos orígenes étnicos, descendientes de los conquistadores de Palestina desde los primeros tiempos bíblicos. Sus antepasados son los cananeos y filisteos que, a diferencia de los judíos, nunca fueron deportados. Permanecieron en Palestina (que tomó su nombre de los filisteos) y sus descendientes formaron, y siguen formando, el núcleo de la población indígena. En el siglo VII, los árabes mahometanos trajeron consigo su gobierno, su lengua y su religión, y la mayoría de los habitantes aceptaron las tres. Palestina y su pueblo se arabizaron. Sin embargo, seguían siendo las mismas personas. Hubo pocos cambios raciales en la población, porque los conquistadores árabes eran muy pocos.

    La evidencia de ésto proviene de una interesante fuente: David Ben-Gurion, primer primer ministro de Israel, e Itzhak Ben-Zvi, segundo presidente de Israel (y también historiador), en su libro de 1918, Eretz Israel en el Pasado y en el Presente. Como se cita en La invención del pueblo judío de Shlomo Sand, Ben-Gurion y Ben-Zvi escribieron:

    Los felahin [agricultores palestinos] no son descendientes de los conquistadores árabes que capturaron Eretz Israel y Siria en el siglo VII D.C. Los vencedores árabes no destruyeron a la población agrícola que encontraron en el país. Expulsaron sólo a los gobernantes bizantinos extranjeros y no tocaron a la población local. Los árabes tampoco buscaron asentamientos. Incluso en sus antiguas viviendas, los árabes no se dedicaban a la agricultura … No buscaron nuevas tierras en las que asentar a su campesinado, que apenas existía. Todo su interés en los nuevos países era político, religioso y material: gobernar, propagar el Islam y recaudar impuestos.

    Sand dice que “la razón histórica indica que la población que sobrevivió desde el siglo VII se originó a partir de la clase agrícola judía que los conquistadores musulmanes habían encontrado cuando llegaron al país”. Luego continúa con el texto de Ben-Gurion y Ben-Zvi:

    Argumentar que después de la conquista de Jerusalén por Tito y el fracaso de la revuelta de Bar Kokhba, los judíos dejaron por completo de cultivar la tierra de Eretz Israel, es demostrar una completa ignorancia de la historia y la literatura contemporánea de Israel … El granjero judío, como cualquier otro granjero, no fue fácilmente arrancado de su tierra, que había sido regada con su sudor y el sudor de sus antepasados … A pesar de la represión y el sufrimiento, la población rural se mantuvo sin cambios.

    Sand comenta que “ésto fue escrito 30 años antes de la Proclamación de Independencia de Israel, la que afirma que todo el pueblo fue desarraigado por la fuerza … Aunque los antiguos campesinos de Judea se convirtieron al Islam, lo hicieron por razones materiales (principalmente para evitar impuestos), lo que de ninguna manera eran traición. De hecho, al aferrarse a su suelo, permanecieron leales a su patria”.

    Sand señala que el libro de Ben-Zvi de 1929, Nuestra población en el campo, adoptó una posición más “moderada” sobre quiénes eran los felahin: “Obviamente sería un error decir que todos los felahin son descendientes de los antiguos judíos, pero lo mismo puede decirse de la mayoría de ellos, o de su núcleo”. Ben-Zvi también añadió una segunda razón para su conversión religiosa: en palabras de Sand, el “miedo a ser desplazados de la tierra”. Sand escribe que, en su último libro, Ben-Zvi:

    sostenía que los inmigrantes llegaban de muchos lugares y que la población local era bastante heterogénea, pero las huellas dejadas en el idioma, los topónimos, las costumbres legales, las fiestas populares como la de Nebi Musa (el profeta Moisés) y otras prácticas culturales, casi no dejaron duda de que “la gran mayoría de los felahin no descienden de los conquistadores árabes, sino antes de eso, de los felahin judíos, que fueron la base de este país antes de su conquista por el Islam”.

    La historia apoya esta tesis. El libro de Sand documenta que ni los romanos en el siglo I D.C., ni los árabes musulmanes 6 siglos después, exiliaron a los judíos:

    En primer lugar hay que subrayar que los romanos nunca deportaron a pueblos enteros … No valía la pena desarraigar a la gente de la tierra, a los cultivadores de productos, a los contribuyentes … Definitivamente no deportaron a poblaciones enteras en los países que conquistaron en el Este, ni tenían los medios para hacerlo: no disponían de los camiones, trenes o grandes barcos del mundo moderno.

    Este sorprendente hecho, para el que Sand encontró apoyo entre los historiadores especializados en el área, socava la narrativa oficial de que el moderno estado de Israel fue fundado y poblado por exiliados que vagaron durante mucho tiempo, y que finalmente regresaron a casa. Sand explica en varias conferencias que cuando estaba investigando para su libro, se sorprendió al no encontrar historias del exilio romano en la biblioteca de la Universidad de Tel Aviv. Cuando consultó a los expertos del departamento de historia judía de la universidad, éstos le dijeron: “No fue exactamente un exilio”. Así quedó reivindicado el movimiento judío reformista estadounidense, que declaró en 1885 que no consideraba a los judíos fuera de Palestina como una diáspora que anhelaba regresar a “casa”: “Ya no nos consideramos una nación, sino una comunidad religiosa, y por lo tanto no esperemos un regreso a Palestina, ni un culto de sacrificio bajo los hijos de Aarón, ni la restauración de ninguna de las leyes relativas al estado judío”. Informa Allan Brownfeld del Consejo Americano para el Judaísmo que en 1841 el rabino Gustav Poznanski, del Templo Beth Elohim en Charleston, Carolina del Sur, habló en nombre de sus correligionarios, cuando dijo: “Este país es nuestra Palestina, esta ciudad nuestra Jerusalén, esta casa de Dios, nuestro templo”. En nuestra época, la idea de una diáspora está desapareciendo. En la publicación judía The Forward, Jane Eisner dice que “la connotación negativa de ‘diáspora’ formulada en el sionismo clásico se está desvaneciendo; con tantos israelíes viviendo en Los Ángeles y Berlín, ¿cómo podría no ser así?”. Ella es pro-Israel, pero escribe: “Dejemos atrás la noción anticuada de ‘diáspora’”. (Hace unos años, el periódico israelí Haaretz informó que Berlín tenía la “comunidad judía en más rápido crecimiento del mundo”).

    La temprana afinidad sionista con la población indígena de Palestina se desvaneció, escribe Sand, cuando comenzó a resistir las invasiones de los judíos europeos recién llegados. Sand escribe:

     A partir de ese momento, los descendientes del campesinado judío desaparecieron de la conciencia nacional judía, y quedaron arrojados al olvido. Muy pronto los felahin palestinos modernos se convirtieron, a los ojos de los agentes autorizados de la memoria, en inmigrantes árabes que llegaron en el siglo XIX a un país casi desierto, y continuaron llegando en el siglo XX, mientas –según el nuevo mito– la economía sionista en desarrollo atrajo a muchos miles de trabajadores no judíos.

    El resultado es que, desde antes de los tiempos bíblicos, la gente ha vivido continuamente en Palestina. Todos los emisarios que exploraron la zona en busca de Theodor Herzl y su nuevo proyecto sionista, informaron lo mismo: contrariamente a lo afirmado en la Declaración sobre el Establecimiento del estado de Israel de 1948, Palestina no era “una tierra sin pueblo”.

    Como señalan los Gilmour, Ahad Ha’am un “sionista espiritual” que había pasado un tiempo allí informó en 1891: “’Palestina no es un país deshabitado’ y tiene espacio ‘sólo para una proporción muy pequeña de judíos’, ya que había poco suelo sin labrar, excepto colinas pedregosas o dunas de arena”. Ha’am y otros advirtieron al movimiento sionista que respetara a la población indígena. No fueron escuchados.

    Por lo tanto, si hubiera un estado judío, la mayoría si no todos los no judíos deberían desaparecer. “Sólo en muy pocos lugares de nuestra colonialización no nos vimos obligados [sic] a trasladar a los residentes anteriores”, dijo Ben-Gurion en el Congreso Sionista de 1937” (Gilmours). Sus milicias se verían “obligadas” a transferir muchos más una década después.

    A reiterar, es una cuestión secundaria si estos individuos se consideraban “palestinos”, o si se percibían como viviendo en un país llamado Palestina. Eran personas con derechos, y fueron desposeídos y convertidos en refugiados, cuando no fueron asesinados.

    Como seres humanos individuales, obviamente se preocupaban por sus hogares y comunidades, ya fueran rurales o urbanas, y por lo tanto se podía contar con ellos para resistir las propuestas de que fueran “transferidos” (expulsados) de sus hogares a otro lugar, incluso a lugares donde la gente hablaba un idioma similar (aunque los dialectos pueden diferir) y practicaban la misma religión. Asumir lo contrario es ver a estos individuos como menos que humanos.

    De hecho, sin embargo, podemos encontrar signos de autoconciencia “nacional” (a falta de un término mejor en el contexto de la resistencia anticolonial) en diferentes momentos y en diferentes etapas de desarrollo. “El Islam y el Imperio Otomano eran las entidades socioculturales y políticas más amplias y significativas, pero se desarrolló una especie de sentido protonacional respecto del Filastin, como se lo denominó, a partir del siglo XVII”, escribe Khaled M. Safi, Historiador de la Universidad Al-Aqsa. Safi cita a un distinguido historiador del mundo árabe, Albert Hourani (The Fertile Crescent in the Eighteenth Century en A Vision of History: Near Eastern and Other Essays, 1961):

    Dado que el gobierno central [otomano] ya no podía controlar el Imperio, ya no podía servir como foco de lealtad y solidaridad. Así, podemos observar en el transcurso del siglo XVIII un fortalecimiento de las lealtades comunales que siempre habían formado la base de la sociedad otomana, y un reagrupamiento de los pueblos del Imperio en torno de aquellas autoridades que podían darles lo que el gobierno Imperial ya no les daba: defensa contra el desorden, y un sistema de derecho que regula las relaciones entre los hombres.

    Hourani continuó: “Fue la presión de estas fuerzas locales la que dio una nueva forma a la relación entre el gobierno otomano y las provincias. En todo el Imperio surgieron grupos gobernantes locales leales al sultán, pero que poseían fuerza, estabilidad y, hasta cierto punto, autonomía propia. Fue sólo a través de la mediación de estos grupos que el Imperio Otomano pudo mantener todavía algún tipo de control moral y material sobre sus súbditos”.

    La conciencia palestina, sin embargo, parece haber precedido al siglo XVII. El famoso geógrafo árabe del siglo X Al-Muqaddasi, nacido en Jerusalén, describe Palestina (o Filastin) con gran detalle, incluidas sus exuberantes tierras de cultivo y sus nutritivas aguas naturales, en su libro Description of Syria, Including Palestine. Nazmi Al-Ju’beh, historiadora de la Universidad Birzeit, escribe en Palestinian Identity and Cultural Heritage que Al-Muqaddasi “utiliza la terminología ‘palestina’ y ‘palestino’ con el significado claro de pertenencia e identidad geográfica”.

    Posteriormente los habitantes de Palestina resistieron al ejército de Napoleón, y en 1834 los campesinos se rebelaron, sin éxito, contra los impuestos y el servicio militar obligatorio impuestos por el egipcio Ibrahim Pasha. Estas amenazas procedentes de personas percibidas como extranjeras, tienden a crear una conciencia comunitaria. Safi concluye: “La revuelta [contra los egipcios, es decir, contra otros musulmanes árabes] indica la presencia de una conciencia territorial embrionaria y, por tanto, social y política”.

    A principios de la década de 1920, después de que los franceses (bajo el Acuerdo Sykes-Picot) prohibieran el gobierno árabe independiente de la gran Siria, de la cual Palestina era considerada la provincia del sur, los líderes árabes estaban decididos a defender la independencia de Palestina. Los británicos, por supuesto, no aceptarían nada de eso; gobernaron Palestina bajo el sistema de mandato de la Sociedad de Naciones, el que incorporaba el respaldo de la Declaración Balfour de 1917 al “establecimiento en Palestina de un hogar nacional para el pueblo judío”. Las víctimas de la duplicidad británica y francesa, al igual que sus antepasados, tendieron a desarrollar, o más bien a incrementar, una identidad comunitaria. Esta identidad ya se estaba solidificando a medida que el plan sionista para un estado exclusivista se hacía realidad sobre el terreno, mediante el desalojo de los felahin y los habitantes de las ciudades de propiedades compradas por individuos y organizaciones judías; a los ojos de los sionistas, éstas eran tierras judías que debían ser redimidas, después de haber sido contaminadas por no judíos. (El valioso libro de Stephen Halbrook The Alienation of a Homeland muestra que sólo un pequeño porcentaje de esas propiedades fueron compradas a labradores individuales de la tierra. La mayoría fueron adquiridas a terratenientes feudales ausentes en Beirut y otros lugares, que nunca habían establecido la propiedad al estilo lockeano; es decir, mezclando su trabajo con la tierra.

    La deshumanización de los palestinos se manifestó en la idea occidental de que estos individuos se veían a sí mismos simplemente como miembros indiferenciados de una horda árabe, indiferentes a su entorno inmediato, es decir, a sus hogares, ciudades, aldeas, comunidades agrícolas, relaciones de mercado y, en última instancia, a su patria más grande y, por lo tanto, aceptarían la “transferencia” a otras áreas árabes. Ningún occidental jamás se consideró a sí mismo en términos tan poco humanos, pero pensar en los palestinos de esa manera fue fácil. Ésa es la materia de la injusticia masiva, del genocidio literal y cultural.

    La realización del sueño de un estado judío implicaba lógicamente el despojo y la expulsión de los palestinos, que según el standard común de justicia, eran propietarios legítimos de sus tierras. Los que se quedaron, fueron convertidos en ciudadanos de tercera clase o incluso peores en un estado de apartheid. Los innumerables microdelitos contra esas personas se vieron agravados por un macrodelito: la destrucción de su floreciente cultura, sus comunidades y su país.

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