Economistas y estado: de enemigos a amigos

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    Los economistas y el estado son enemigos naturales. El principio central de la economía es que los medios para mejorar el bienestar humano −lo que los economistas llaman “bienes” − son naturalmente escasos, y deben ser producidos antes de que puedan ser utilizados para satisfacer las necesidades humanas. El principio de escasez también implica que, una vez producidos, los bienes no pueden ser otorgados a una persona sin privar a otra u otras personas de su uso. En otras palabras, no existe nada gratis. El estado y sus amigos rechazan el principio de escasez y defienden su polo opuesto −el principio de Santa Claus, que Ludwig von Mises definió como “la idea de que el gobierno o el estado es una entidad externa y por encima del proceso social de producción, que posee algo que no se deriva de los impuestos a sus súbditos, y que puede gastar ese algo mítico para fines definidos”.[1]

    Cien años antes de que von Mises escribiese ésto, el economista liberal y laissez-faire francés Frédéric Bastiat expuso la fábula de Santa Claus, la que subyace a todos los argumentos a favor de la intervención estatal en la economía, al tiempo que afirmaba enfáticamente el principio de escasez. Vale la pena citar extensamente el argumento de Bastiat: “Aquí, el público, por un lado, y el estado, por el otro, son considerados como dos entidades distintas, la última intentando derramar sobre el primero … una verdadera lluvia de felicidades humanas … El hecho es que el estado no tiene ni puede tener una sola mano. Tiene dos manos, una para tomar y la otra para dar … Estrictamente hablando, el estado puede tomar y no dar … [porque] sus manos … siempre retienen una parte, y a veces la totalidad, de lo que tocan. Pero lo que nunca se ha visto, lo que nunca se verá y ni siquiera se puede concebir, es el estado dando al público más que lo que le ha quitado … “Es fundamentalmente imposible que confiera una ventaja particular a algunos de los individuos que constituyen la comunidad, sin infligir un daño mayor a la comunidad entera” (énfasis añadido).[2]

    Bastiat formuló su justamente famosa definición del estado: “El estado es la gran entidad ficticia por la cual cada uno busca vivir a expensas de todos los demás”.[3]

    Bastiat también previó que una vez que la visión Santa Claus del estado fuera ampliamente aceptada por el público, el estado podría crecer sin límites. La razón, según Bastiat, es que el estado está “compuesto por ministros del gabinete, por burócratas, por hombres, en resumen que, como todos los hombres, llevan en sus corazones el deseo, y siempre aprovechan con entusiasmo la oportunidad, de ver crecer su riqueza y su influencia. El estado comprende, entonces, muy rápidamente el uso que puede hacer del papel que el público le confía. Será el árbitro, el amo, de todos los destinos. Tomará mucho; por lo tanto, mucho quedará para sí mismo. Multiplicará el número de sus agentes; ampliará el alcance de sus prerrogativas; acabará por adquirir proporciones abrumadoras”.[4]

    Antes de la Primera Guerra Mundial, los economistas como grupo eran odiados y denunciados por estatistas de todo tipo −monárquicos, socialistas, nacionalistas, teócratas, demócratas− porque al hacer explotar el mito de Santa Claus, los economistas habían expuesto al estado como lo que realmente es: una organización depredadora, cuyas acciones benefician a la misma y a sus compinches, al victimizar a quienes ganan sus ingresos produciendo e intercambiando bienes voluntariamente. En 1949, von Mises enfatizó la enemistad histórica entre los economistas y el estado: “Es imposible entender la historia del pensamiento económico, si no se presta atención al hecho de que la economía como tal es un desafío a la vanidad de quienes están en el poder. Un economista nunca puede ser el favorito de autócratas y demagogos. Entre éstos, aquél es siempre el que causa problemas, y cuanto más convencidos están interiormente de que sus objeciones están bien fundadas, más lo odian”.[5]

    La economía efectúa un giro equivocado

    Por desgracia, en la época en que von Mises escribió ésto, la relación entre los economistas y el estado ya estaba empezando a experimentar un cambio radical. Este cambio se manifestó más claramente en la publicación de la primera edición del célebre libro de texto de Paul Samuelson, Economía: un análisis introductorio.[6] En este libro, Samuelson inventó lo que se ha dado en llamar la “síntesis neoclásica”, vano intento por combinar el principio de escasez con el principio de Santa Claus.

    El movimiento para incorporar el principio de Santa Claus en la economía fue impulsado por los avances teóricos durante el período de entreguerras, en particular en la década de 1930. Por un lado, la publicación de la monografía de influencia austríaca de Lionel Robbins sobre el método económico, Ensayo sobre la naturaleza y el significado de la ciencia económica, convenció a la mayoría de los economistas de Gran Bretaña y estados Unidos de que la escasez y no la riqueza material es el tema central de la teoría económica.[7] Por otro lado, varios avances en otras áreas de la economía que ocurrieron casi al mismo tiempo persuadieron a los economistas angloamericanos de que los mercados eran “imperfectos”, y a menudo no lograban entregar los bienes (al menor costo, en la combinación adecuada y en un nivel compatible con el pleno empleo de los recursos).

    Consideremos brevemente estas teorías del “fallo del mercado”. La revolución de la competencia monopólica, que comenzó en 1933, promovió la idea de que la mayoría de los mercados de la economía son monopólicos. Los nombres de marca, las diferencias de ubicación, las marcas registradas, y las variaciones en la composición y el packaging de los productos, inducen a error a los consumidores a diferenciar entre productos similares. Ésto otorga a casi todas las empresas un nicho monopólico, y les otorga el poder de mercado para elevar su precio por sobre el precio perfectamente competitivo, que es un precio que existiría en un país de nunca jamás, en el que todos los vendedores y compradores poseen conocimiento perfecto, todas las empresas son infinitesimalmente pequeñas, y los bienes en cada mercado son completamente idénticos. La supuesta competencia monopólica hace que las empresas restrinjan ineficientemente la producción de bienes para lograr un precio más alto, al tiempo que aumentan los costos de producción y crean exceso de capacidad.[8]

    En la década de 1930 también siguió desarrollándose la economía del bienestar, que surgió como una subdisciplina formal en 1920 con la publicación de The Economics of Welfare, del economista británico A. C. Pigou.[9] Pigou hizo hincapié en lo que hoy llamamos beneficios externos y costos externos. Estos conceptos todavía desempeñan un papel central en la economía del bienestar, y se refieren al hecho de que los individuos no siempre obtienen todos los beneficios o soportan todos los costos de sus actividades de mercado. En el caso de los beneficios externos, se dice que ésto conduce a un fallo del mercado en forma de subinversión en bienes como educación, faros e investigación científica básica, porque los beneficios sociales superan los beneficios privados que reciben quienes pagan por los bienes. Un votante educado y un faro producen beneficios para terceros que no pagaron por la educación del votante o por la construcción del faro, y por lo tanto se produce menos de estos bienes que lo que sería el caso si los productores de los bienes y sus clientes que pagan se quedaran con todos los beneficios de los bienes, o si todos los beneficiarios de los bienes se vieran obligados de alguna manera a pagar.

    El argumento del fallo del mercado que tuvo mayor influencia en la consolidación del mito de Santa Claus en la economía moderna fue ideado por John Maynard Keynes en su libro La teoría general, publicado en 1936.[10] En éste, Keynes sostiene que la economía de mercado generalmente no genera suficiente gasto total (o “demanda agregada”) para comprar toda la producción que la economía puede producir potencialmente cuando su fuerza laboral está completamente empleada. Ésto implica que los recursos son en general superabundantes, y que la escasez existe sólo en lo que Keynes llama el “caso especial”, en el que los consumidores y los empresarios gastan fortuitamente lo suficiente para comprar el nivel de producción de pleno empleo. Si la superabundancia de recursos es el caso general, entonces el principio de Santa Claus ocupa un lugar central en la economía. El gasto gubernamental financiado mediante la creación de dinero no priva a nadie de parte de su ingreso real, sino que milagrosamente crea golosinas adicionales que pueden ser otorgadas a algunos sin quitarle a otros.

    La economía al revés de Keynes

    Cuando la revolución keynesiana empezó a echar raíces entre los economistas angloamericanos, Abba Lerner, keynesiano radical y abuelo de la llamada teoría monetaria moderna (TMM), se esforzó mucho por encubrir el principio de Santa Claus en términos científicos. Llamó a la teoría económica que aplicada a un mundo de recursos excedentes, economía “al revés”, y la contrastó con la economía “ordinaria”, basada en el principio de escasez. Sin rechazar por completo esta última, sostuvo: “Una economía que sufre desempleo es una economía al revés, para la cual sólo una teoría económica al revés es de alguna utilidad. La economía ordinaria o al derecho se ocupa del uso económico de los recursos. Los recursos son escasos … Es importante economizar −utilizar menos de cualquier recurso para el desempeño de cualquier tarea … Pero cuando hay desempleo éste ya no es el caso … No tiene sentido … lograr realizar alguna tarea con menos trabajo, si hay trabajadores desempleados disponibles … porque los trabajadores liberados simplemente se sumarían a los desempleados.[11]

    Por lo tanto, para Lerner, mejorar la eficiencia económica sólo aumenta el desempleo y empeora las cosas en la economía al revés de Keynes. De manera similar, Lerner admite que el ahorro es “una virtud y una bendición”, y “una condición fundamental para… un crecimiento rápido” en una economía ordinaria. “Pero”, advierte, “en nuestra economía al revés que sufre de desempleo, el ahorro sólo reduce la demanda de productos [,] y los recursos que podrían haber sido invertidos en fabricarlos, simplemente se dejan sin usar y se desperdician”.[12]

    Según Lerner, “Las mismas consideraciones se aplican también a la inversa. Así como la eficiencia y el ahorro conducen al sufrimiento y al empobrecimiento, la ineficiencia y la prodigalidad traen alivio y enriquecimiento”. Así, sostuvo que todo lo que causa ineficiencia y despilfarro (restricciones monopólicas, normas laborales sindicales, aranceles) aumenta el empleo y los ingresos en la economía al revés.[13] Para enfatizar su punto, Lerner ofreció un elogio ambiguo a la magnífica exposición de las falacias económicas de Henry Hazlitt, La economía en una lección. Lerner escribió: “Uno de los mejores ataques a la economía al revés se puede encontrar en el libro de Henry Hazlitt La economía en una lección. Hazlitt es capaz de destrozar un gran número de proposiciones del tipo planteado en este capítulo, porque todo su argumento se basa en el supuesto, en su mayor parte inconsciente, de un estado de pleno empleo en el que la economía al revés está completamente fuera de lugar. Tal vez algún día considere la posibilidad de que una economía sufra de desempleo y escriba la segunda lección”.[14]

    El gran Hazlitt nunca aceptó la sugerencia de Lerner, tal vez porque era consciente de que, en el mundo real, la economía está en orden, los recursos siempre son escasos, y el estado no es la encarnación del mítico Papá Noel, sino un descendiente del legendario –y muy real– Atila el Huno.

    En la misma línea, Lerner dedicó su libro a “Harold J. Laski y Ludwig von Mises, y a los millones de amantes de la libertad que están entre ellos, y que son adictos a la provocación de ‘capitalismo’ o ‘socialismo’”. Lo único que el socialista británico Laski y el economista austríaco partidario del laissez-faire von Mises tenían en común, era su creencia en la escasez y su rechazo a la economía al revés. Por supuesto, los socialistas marxistas como Laski creen en una variante del mito de Santa Claus: la escasez es inherente al capitalismo, y desaparecerá con su abolición y el surgimiento de una utopía socialista.

    En comparación con Lerner, los economistas de la corriente dominante contemporánea son mucho más moderados en su retórica. Sin embargo, su posición teórica no difiere esencialmente de la de Lerner. Aunque de palabra hablan de la escasez, siguen aferrándose firmemente al principio fundamental de la economía al revés: que el estado es capaz de proporcionar algo a cambio de nada. Todos los libros de texto de economía actuales enseñan que el estado aumenta la oferta de bienes y mejora el bienestar humano al remediar los fallos del mercado con políticas adecuadas. El número óptimo de ciudadanos educados es garantizado mediante la provisión estatal de educación en todos los niveles; la restricción monopólica de bienes vitales es suprimida mediante leyes antimonopolio y la regulación de los “servicios públicos”; y la tendencia siempre presente hacia una deficiencia de la demanda agregada y hacia el desempleo, es neutralizada mediante la política monetaria y fiscal.

    La idea de que las políticas económicas estatales pueden generar un cuerno de la abundancia de recursos que es imposible que los mercados privados generen, es una crasa falacia. Los únicos recursos que el estado tiene a su disposición son los que ya han sido producidos en y por el mercado, los que le han sido extraídos coercitivamente a los productores mediante los impuestos y la inflación de dinero. Este robo reduce el bienestar de los trabajadores productivos, los capitalistas y los empresarios, en beneficio de parásitos políticos, burócratas, contratistas gubernamentales y élites financieras, así como de los grupos de víctimas favorecidos por el estado. Además de la confiscación directa de sus ingresos por medio de los impuestos y la inflación, los pagadores de impuestos productivos sufren la depredación adicional de su riqueza y bienestar a causa de una serie de intervenciones estatales adicionales en la economía, como regulaciones, aranceles, leyes antimonopolio, controles de precios y privilegios monopólicos concedidos por el estado.

    La teoría de los fallos del mercado es, por tanto, un recurso retórico utilizado para ocultar el hecho de que la economía del bienestar moderna se basa directamente en el principio de Santa Claus, según el cual el estado es una entidad que existe al margen de la sociedad, y que posee poderes misteriosos para aprovechar una fuente de recursos, los que puede hacer caer libremente sobre individuos y grupos seleccionados sin imponer privaciones a otros individuos y grupos. Los economistas austríacos, en particular von Mises y Murray N. Rothbard, han demolido todos los argumentos sobre los fallos del mercado, y con ellos los argumentos a favor del estado del bienestar. Han demostrado que la restricción monopólica de la producción no puede surgir en un mercado sin trabas; que los beneficios externos son una bendición para la sociedad en su conjunto y no ocasionan subproducción de bienes vitales; que cualquier oferta de dinero es suficiente para facilitar el intercambio de toda la producción de bienes producidos en una economía; y que todos los que buscan empleo siempre pueden encontrar trabajo con salarios de libre mercado.

    Una vez que se afirma que la economía trata exclusivamente de la acción humana en un mundo de escasez generalizada e incesante, resulta meridianamente claro que los defensores de la economía del bienestar, la economía al revés, la TMM y similares, no son economistas en absoluto: son antieconomistas, que no comprenden que los bienes de capital, los pilares indispensables de la existencia humana civilizada, son escasos y perecederos, y deben ser continuamente economizados, mantenidos, reemplazados y acumulados, para preservar y mejorar los niveles de vida de todos. Los impuestos confiscatorios, la inflación crónica y las muchas otras intervenciones que promueven, desalientan el ahorro y ocasionan el consumo de capital, la caída de los niveles de vida, y un acelerado proceso de descivilización. La importación del mito de Santa Claus a la economía no sólo es absurda, sino también económica y socialmente destructiva.

    Sobre la nueva generación de economistas, von Mises dice que, puesto que es evidente para todos que el trabajo humano y los recursos naturales están rígidamente limitados, los economistas que defienden el principio de Santa Claus suponen implícitamente la superabundancia de la tercera gran clase de recursos productivos: los bienes de capital. Esta suposición es atribuible al hecho de que la economía moderna todavía carece de una teoría coherente del capital. Von Mises reconoció esto, y atribuyó los múltiples errores cometidos por los defensores del principio del bienestar a su incapacidad para comprender la naturaleza y la función del capital. Citando a von Mises: “Las fábulas de Santa Claus de la escuela del bienestar se caracterizan por su completo fracaso en captar los problemas del capital. Es precisamente este defecto el que hace imperativo negarles el apelativo de economía del bienestar con el que describen sus doctrinas. Quien no toma en consideración la escasez de bienes de capital disponibles, no es un economista sino un fabulista. No se ocupa de la realidad sino de un mundo fabuloso de abundancia. Todas las efusiones de la escuela del bienestar contemporánea se basan … en el supuesto implícito de que existe oferta abundante de bienes de capital”.[15]

    Para concluir, fue la instalación clandestina del principio de Santa Claus en la economía bajo el manto de la economía del bienestar y de la economía al revés de Keynes, lo que transformó a los economistas y al estado de enemigos acérrimos en los mejores amigos. Desde el comienzo de la Segunda Guerra Mundial, ésta ha sido una relación de gran beneficio mutuo. El estado recibe un imprimatur científico para todo tipo concebible de intervención, y la profesión económica recibe extravagantes subvenciones gubernamentales para investigación y puestos lucrativos en la burocracia federal, para estudiar y administrar estos esquemas intervencionistas destructivos que devoran capital.

    Como von Mises observó perspicazmente poco después de la Segunda Guerra Mundial: “El desarrollo de una profesión de economistas es una consecuencia del intervencionismo. El economista profesional es el especialista que contribuye a diseñar diversas medidas de interferencia gubernamental en las empresas. Es un experto en el campo de la legislación económica, que hoy invariablemente tiene como objetivo obstaculizar el funcionamiento de la economía de mercado sin trabas … A menudo sucede que esos expertos son llamados a dirigir los asuntos de los grandes bancos y corporaciones, son elegidos para la legislatura y nombrados ministros del gabinete. Rivalizan con la profesión jurídica en la conducción suprema de los asuntos políticos. El papel eminente que desempeñan es uno de los rasgos más característicos de nuestra era de intervencionismo”.[16]

    Desde que Mises escribió ésto en 1949, los economistas han pasado de ser amigos y consejeros del estado en tiempos de guerra, a ser parte integral del aparato estatal. Los economistas infectan casi todos los departamentos y agencias de la hinchada burocracia federal, desde la Reserva Federal y el Departamento del Tesoro, hasta el Departamento de Seguridad Nacional y la CIA. Los economistas también actúan como asesores full time de ambas cámaras del Congreso, y como ayudantes de senadores y representantes individuales. Según la Brookings Institution, el gobierno federal emplea a 2.200 economistas con doctorado.[17] Algunos economistas incluso han llegado a ocupar cargos electivos en el poder legislativo. Afortunadamente, hasta ahora nos hemos librado de tener un economista en la Casa Blanca. La razón de ésto se resume en el viejo chiste: un economista es un contador sin personalidad.

     

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    [1] Ludwig von Mises, Human Action: A Treatise on Economics, scholar’s ed. (Auburn, AL: Ludwig von Mises Institute, 1998), 737, https://mises.org/library/book/human-action.

    [2] Frédéric Bastiat, “The State,” en Selected Essays on Political Economy, trad. Seymour Cain, ed. George B. de Huszar (Princeton, NJ: D. Van Nostrand, 1964), p. 146.

    [3] Ibid., 144.

    [4] Ibid.

    [5] Mises, Human Action, p. 146.

    [6] Paul A. Samuelson, Economics: An Introductory Analysis (New York: McGraw-Hill, 1948).

    [7] Lionel Robbins, An Essay on the Nature and Significance of Economic Science (New York: Macmillan, 1932).

    [8] See, especially, Joan Robinson, The Economics of Imperfect Competition, 2nd ed. (New York: St. Martin’s Press, 1969); y Edward Hastings Chamberlin, The Theory of Monopolistic Competition: A Re-orientation of the Theory of Value, 6th ed. (Cambridge, MA: Harvard University Press, 1950).

    [9] A.C. Pigou, The Economics of Welfare, 4th ed. (London: Macmillan, 1932).

    [10] John Maynard Keynes, The General Theory of Employment, Interest, and Money (New York: Harcourt, Brace and World, 1964).

    [11] Abba P. Lerner, Economics of Employment (New York:  McGraw-Hill, 1951), 143.

    [12] Ibid., 145.

    [13] Ibid., 146.

    [14] Ibid., 148.

    [15] Mises, Human Action, 844.

    [16] Ibid., 865.

    [17] David Wessel, Lorena Hernandez Barcena, and Nasiha Salwati, Gender and Racial Diversity of Federal Government Economists: 2020 Data (Washington, DC: Hutchins Center on Fiscal and Monetary Policy, Brookings Institution, December 2021), https://www.brookings.edu/wp-content/uploads/2021/12/diversity-report-20201.pdf.

     

     

    Traducción: Ms. Lic. Cristian Vasylenko

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