El anarcocapitalismo es una necesidad

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    Hoy en día, el anarcocapitalismo y el libertarismo ofrecen la mejor respuesta ética y filosófica a una vasta profusión de ideologías políticas autoritarias e histriónicas, las que no hacen más que segregar continuamente a la sociedad, fomentar rivalidades políticas inútiles y conflictos artificiales permanentes, e invitar al estado a interferir de forma cada vez más arbitraria y despiadada en la sociedad, sin el consentimiento de los propios individuos.

    De hecho, si hay un problema terrible ‒que cada día se agrava más, y que puede ser considerado el gran anatema de la civilización a nivel global‒, es el de la imparable intervención del estado en la sociedad.

    El estado se entromete continuamente en los asuntos privados de los individuos sin pedir permiso para interferir. Se trata de un astuto proceso de interferencia unilateral y autoritaria del Leviathan, que se cree con derecho a imponer un número infinito y cada vez mayor de normas, reglamentos, decretos y leyes, que benefician sólo a quienes ocupan puestos de autoridad. Para los ciudadanos comunes, privados de poder, lo que queda es soportar los costos de estas imposiciones arbitrarias y sufrir las consecuencias de riesgos jurídicos y judiciales cada vez mayores.

    De hecho, es innegable que desde hace mucho tiempo el gobierno viene expandiéndose continuamente de manera ostentosamente dramática sobre todos los segmentos de la sociedad, sin ningún tipo de restricción a su margen de acción. Como una metástasis incurable, que extiende sus células cancerosas sobre un cuerpo antaño sano, los tentáculos del gobierno están hoy en todas partes, legislando, gravando, controlando, inspeccionando y regulando, incluso bajo una fuerte insatisfacción, descontento y desaprobación popular.

    Lamentablemente el gobierno nunca se detiene. Ésto se debe a que no hay límites a su insaciable ambición de poder y control. Como nefasto parásito, el gobierno siempre está interviniendo, aprobando leyes y ejecutando decretos en su beneficio, los que complican sustancialmente la vida de su anfitrión: la porción productiva del sector voluntario y no coercitivo de la sociedad.

    Esto provoca un alto grado de justificada insatisfacción por parte de todos los individuos que se ven ostensiblemente perjudicados por las agresivas y dañinas intervenciones despóticas del estado. Hoy en día, resulta casi imposible ocultar este descontento, el que aumenta sustancialmente entre la población.

    Sin embargo, el gobierno hace todo lo posible e imposible para ignorar una realidad aparente: el hecho de que existe una creciente y legítima demanda de libertad en la sociedad. Y el crecimiento del anarcocapitalismo y la adhesión de miles de personas a la filosofía ética libertaria, son hechos concretos que lo atestiguan claramente. Es una realidad irrefutable y los estatistas, amantes empedernidos del estado, tienen enormes dificultades para afrontarla.

    Como el intervencionismo estatal es un proceso permanente, todos los problemas que afectan a la sociedad y su capacidad productiva, terminan siendo exacerbados por la interferencia gubernamental.

    Por consiguiente, es razonable suponer que todas las disfunciones derivadas del estatismo invariablemente empeorarán. Ésto genera enorme profusión de desórdenes y dificultades, en un ciclo que se perpetúa indefinidamente.

    Los cuatro elementos se mencionados a continuación son síntomas naturales de la tiranía del estado omnipotente, y son los principales catalizadores de los problemas que enfrenta la sociedad:

    1. Centralización política.
    2. Falta de respeto hacia las libertades individuales.
    3. Falta de libertad económica.
    4. Ausencia de restricción efectiva contra la dominación y expansión del estado.

    De estos cuatro elementos ‒resultado inevitable de la intervención estatal a cualquier nivel‒ proviene la causa primaria de todos los demás problemas que aquejan a la sociedad. Se trata de problemas provocados por el estado y agravados por intervenciones sucesivas, cuyas consecuencias naturales son aún más restricciones y más dificultades.

    Tomemos como ejemplo la cuestión de las regulaciones económicas. En este campo, el estado básicamente garantiza concesiones a algunos monopolios, otorgando privilegios sólo a unas pocas grandes corporaciones asociadas directa o indirectamente con el gobierno. O bien el propio gobierno se hará cargo de gestionar determinados activos a través de empresas estatales, que invariablemente monopolizarán sectores enteros de la economía.

    Los efectos secundarios del estado de bienestar corporativista serán inevitables. El desarrollo económico invariablemente acabará estancado, y sectores enteros del mercado terminarán perjudicados, todo para que algunos corporativistas ‒cuya mayor habilidad es comprar políticos con maletas de dinero‒ reciban concesiones y beneficios, con derecho a regulaciones exclusivas, préstamos de bancos oficiales (subvención empresarial), y derecho a monopolizar determinado producto o servicio. Este toma y daca deja claro que la política no es nada más que un instrumento comercial.

    Sin embargo, entre los estatistas no vemos a nadie realmente interesado por cuestiones de esta naturaleza. No se quejan de la falta de libertad económica, del proteccionismo o de la concesión de privilegios a algunos grupos con conexiones con el gobierno ‒así como no se quejan de ningún problema creado o exacerbado por la intervención gubernamental.

    No se quejan de la enorme profusión de regulaciones económicas, no hablan sobre cómo éstas perjudican absurdamente el desarrollo del país, no actúan a favor de las pequeñas y medianas empresas ‒por el contrario, los estatistas simulan muy efusivamente que no existen‒, y no debaten absolutamente ninguno de los problemas generados, potenciados o creados deliberadamente por el estado, y mucho menos dedican su tiempo a proponer o sugerir soluciones a esos problemas.

    No, en general los estatistas no efectúan ni una sola crítica mordaz del estado o de las consecuencias dañinas del intervencionismo. Ésto demuestra explícitamente que no les importa en absoluto la libertad, ni la valoran verdaderamente como elemento indispensable de la civilización, digno de ser defendido como prioridad fundamental, con prerrogativas éticas y morales. Son igualmente incapaces de comprender la legitimidad de exigir libertad.

    Todo lo contrario: los amantes del estado a menudo se sienten profundamente ofendidos cuando alguien defiende la libertad, incluso de manera moderada. Se observa que, entre esta casta de personas, no sólo no valoran la libertad, sino que la desprecian por completo y se burlan abiertamente de quienes sí la valoran. Para estas personas, lo que realmente importa es replicar la mentalidad esclavista.

    De hecho, por mucho que el estado efectúa intervenciones cada vez más agresivas en la sociedad ‒destruyendo poco a poco lo que queda de las libertades individuales‒, no vemos a liberales, conservadores o estatistas de otras tendencias quejándose de ello.

    Al menos, no lo hacen de manera conmovedora, consistente y visceral. De vez en cuando se escuchan quejas vacías, totalmente carentes de sustancia real. Pero, en general, los estatistas siempre celebran la gloria del estado, de una forma u otra. En la actualidad, basta ver la complacencia de la gran mayoría de los estatistas hacia la dictadura del poder judicial, conformándose con hacer como si ésta no existiera, o que no fuera tan autoritaria como parece ‒ésto cuando no la validan explícitamente, expresando aprobación y consentimiento hacia la tiranía actual.

    Pero para sacar a los estatistas de su apatía, basta con exigir, defender asiduamente o luchar por la libertad. Entonces se ponen histéricos, se indignan profundamente, y empiezan a echar espuma por la boca.

    De hecho, los estatistas nunca protestan contra la violencia estatal, nunca se quejan por la supresión de las libertades individuales, por la ausencia de libertad económica, o por las restricciones cada vez más arbitrarias a la libertad de expresión. Pero siempre están ampliamente dispuestos a defender las instituciones de la república, y a quejarse de aquéllos que protestan en favor de la libertad y contra la intervención estatal ‒como si éstos fueran el verdadero problema, y ​​no el estado.

    En esta cuestión, los libertarios y los anarcocapitalistas se han convertido desde hace mucho tiempo en el blanco de los adoradores del estado. Los libertarios y anarcocapitalistas son a menudo llamados “utópicos” por los estatistas acérrimos y los entusiastas del estado omnipotente y sus impuestos.

    Sin embargo, es interesante destacar que, sin darse cuenta, los estatistas (ya sean liberales, conservadores o socialistas de izquierda) terminan demostrando de manera contundente por qué la sociedad necesita libertarios y anarcocapitalistas: éstos son los únicos que defienden la libertad de manera radical, seria y consistente.

    No hay nadie más que defienda la libertad con verdadera determinación y audacia, excepto éstos últimos. Si fuera por los estatistas, el estado podría interferir cada vez más en la sociedad, con una legislación arbitraria que establezca reglas para absolutamente todo, hasta quedar completamente asfixiado por las regulaciones estatales en todos los aspectos de su vida personal y profesional. Para los adoradores del estado, no hay ningún problema en que invariablemente llegaremos al punto en que el individuo ya no pueda tomar sus propias decisiones o elecciones personales de ningún tipo, porque el dios supremo-gobierno ya ha tomado todas las decisiones en su vida por usted. Y si se atreve a desobedecer, usted es un delincuente, el que debe ser penalizado, multado y encarcelado. Y con la plena aprobación de los fieles del estado.

    Para los entusiastas empedernidos y amantes de la omnipotencia gubernamental, no hay problema en que el estado determine cuánto debe usted trabajar, cuántas horas al día debe dormir, qué vocabulario debe o no usar, qué creencias políticas o religiosas debe o no tener, qué alimentos puede o no consumir, cuántas calorías puede o no ingerir, cuál debe ser la altura máxima del pasto en tu jardín, qué flores puedeso no cultivar en tu jardín, cuántas y qué mascotas puede tener, qué vacunas debe tener y cuántas veces al año deben vacunarse, y qué contenidos puede o no compartir en sus redes sociales.

    El estado también puede aumentar continuamente la carga fiscal –sin fijar límite alguno–, y hay que pagarlo todo sin quejarse (aunque eso lo deje en una situación financiera imposible), porque “los impuestos son el precio que pagamos por vivir en sociedad”. Puede que se muera de hambre, pero los políticos favoritos de los fieles del estado deben recibir sus fuertes salarios a tiempo. Y siempre que pidan más dividendos para “equilibrar el presupuesto”, hay que cooperar, claro. No es el estado el que debe recortar costos o reducir gastos, es usted quien tiene la obligación de sacrificarse. No hay duda de que éste es el pensamiento standard de los apologistas del estado.

    Para los estatistas, la intervención estatal nunca supone ningún problema, por inoportuna, nociva o dañina que pueda ser para la sociedad, y por mucho que afecte negativamente a la calidad de vida de los individuos. Lo importante es que los ciudadanos no se quejen, ni se atrevan a exigir libertad. Todos deben aceptar la opresión gubernamental con extrema pasividad y sumisión, sin protestar. Éste es el mensaje que los estatistas quieren transmitir cuando expresan su enojada indignación cada vez que ven a alguien cometer la “desgracia” de defender la libertad.

    Muchos estatistas pueden afirmar que, aunque no son grandes entusiastas de la libertad, no apoyan la microgestión de la sociedad. Ésto, sin embargo, es irrelevante. El estado avanza incontrolablemente sobre las libertades individuales a diario, y los libertarios y anarcocapitalistas son los únicos que se oponen eficazmente a la intervención del estado en la vida de las personas. En los grupos de demócratas que apoyan al estado –ya sean de derecha o de izquierda–, no vemos absolutamente a nadie que defienda la libertad de manera consistente, decidida y feroz, como la libertad debe y necesita ser defendida.

    Lo cierto es que, si depende de los estatistas, el estado seguirá avanzando sobre nuestras libertades individuales de manera cada vez más implacable, hasta llegar al punto en que el gobierno tenga la potestad de determinar a qué hora se debe dormir y despertar, con fuertes multas por cualquier minuto de retraso más allá del horario establecido.

    Sin duda, es muy interesante observar este hecho: los estatistas nunca protestan contra el estado ni critican duramente ninguna de sus políticas ni a sus políticos. Pero basta que alguien exija, se queje o defienda la libertad, para que en el acto se conviertan en criaturas absurdamente enojadas e histéricas. Y rápidamente empiezan a criticar a aquella persona que, con mucha valentía, cometió el “crimen” de defender la libertad. Es como si consideraran una ofensa personal ver a alguien hacer lo correcto: resistir la tiranía del estado y luchar por el mantenimiento y la preservación de la libertad.

    Para los estatistas, el problema nunca es el estado; según ellos, el problema es siempre el individuo que protesta contra el estado, contra el intervencionismo político, y que es lo suficientemente valiente como para reclamar la libertad que por legítimo y natural derecho le corresponde.

    Si se atreve a resistir al estado y protestar a favor de la libertad, los adoradores del estado omnipotente seguramente echarán espuma de rabia por sus bocas, expondrán su audacia y se quejarán incesantemente de por qué no es Ud. un cachorro servil, dócil y sumiso como ellos, que acepta pasivamente todas las imposiciones del gobierno, sin quejarse, disputar o cuestionar nada en absoluto.

    Esta situación demuestra que los defensores del estado ‒tanto como el estado mismo‒ son un gran obstáculo para el logro de una sociedad más libre y civilizada. Sin embargo, estas personas son completamente incapaces de comprender un punto fundamental: luchar contra la libertad es como luchar contra el viento. Es imposible detener la libertad, porque es una reivindicación legítima. Y, en un mundo con gobiernos cada vez más despóticos, opresivos y autoritarios, esta es una demanda que tiende a aumentar cada vez más. No importa si los fanáticos adoradores del estado reconocen este hecho o no. Ésto es completamente irrelevante.

    Además, se trata de una demanda cuyas soluciones están siempre descentralizadas. Por lo tanto, es inútil intentar hacer algo que comprometa la búsqueda de la libertad. Es muy probable que el gobierno salga a la caza de chivos expiatorios para intimidar a la población ‒como ocurrió en Estados Unidos con emprendedor libertario Ross Ulbricht [liberado hace unas semanas] y, en menor medida, con Daniel Fraga en Brasil. Sin embargo, es imposible intimidar a todas las personas, así como es imposible para el gobierno capturar a todos los “infractores”.

    De hecho, los estatistas no entienden absolutamente nada sobre la libertad, así como no entienden absolutamente nada sobre el libertarismo ni el anarcocapitalismo. Estas criaturas tampoco entienden absolutamente nada sobre ética, moral y exigencias individuales. Son completamente ignorantes de la realidad, así como son extremadamente ignorantes de la naturaleza intrínseca del estado, institución que veneran, adoran e idolatran de manera absurda, irracional e irreflexiva.

    Estas criaturas son completamente incapaces de comprender cómo el gobierno crea una enorme profusión de problemas, y que es natural que los individuos busquen soluciones a las dificultades causadas por la intervención gubernamental. Así que tristemente podemos concluir que los estatistas son criaturas que luchan contra quienes solucionan los problemas, en lugar de luchar contra el problema.

    Según los estatistas, el estado es una entidad sagrada, que debe ser venerada, idolatrada y adorada. El estado no puede ser cuestionado ni impugnado bajo ninguna circunstancia. No les importan las demandas individuales ni son capaces de comprender plenamente la magnitud de los problemas creados por el gobierno. Los estatistas están gobernados ‒incluso mentalmente‒ total y absolutamente por el Leviathan, y no aceptan que haya personas en la sociedad que no se comporten como ovejas dóciles, pasivas y sumisas.

    La existencia de gente combativa e insurgente les resulta ofensiva. Los defensores acérrimos del estado simplemente no pueden soportar a la gente que desprecia al Leviathan, y tiene el descaro de demostrar que el emperador está desnudo. Ésto puede ser explicado por el hecho de que, muy posiblemente ‒de una forma u otra‒ personas intransigentes y valientes terminan exponiendo la cobardía y la sumisión de los adoradores del estado.

    El nivel exacerbado de ignorancia e imbecilidad de los estatistas es demasiado alto como para que puedan darse cuenta de que la lucha contra la libertad es una batalla que ya han perdido. La demanda de libertad seguirá creciendo, y cada vez más personas vivirán como si el estado fuera irrelevante. Porque en verdad lo es.

    Conclusión

    La situación actual del mundo contemporáneo muestra, más allá de toda duda, que el anarcocapitalismo es inevitable. Está en marcha una revolución silenciosa, de naturaleza orgánica y espontánea. El número de personas insatisfechas con el sistema ‒que se levantan contra la tiranía del estado y eluden discretamente regulaciones despóticas, dañinas y discrecionales‒ está creciendo. Sólo los estatistas no lo saben. O bien fingen no saber ‒cabe destacar que estas criaturas son además hipócritas, y ellos mismos ocultan información cuando surge la oportunidad.

    Además, como modelo de organización social el estado queda cada día más obsoleto. La desesperación del gobierno por parecer relevante, con derecho positivo [legislación], decisiones y decretos cada vez más arbitrarios, siempre alejados de la realidad del ciudadano común, no hace más que reforzar esta certeza.

    También es fundamental destacar que la revolución tecnológica (Internet, criptomonedas, negocios digitales) ya ha vuelto al estado completamente irrelevante para miles de personas.

    Ésto no significa que necesariamente el estado cesará pacíficamente sus actividades, y aceptará pasivamente su obsolescencia. El estado luchará hasta el final para mantener su omnipotencia y a la sociedad pasiva de esclavos sumisos. De hecho, cuando analizamos la situación política actual, nos damos cuenta de que ya hemos llegado a ese punto. Lo que veremos a partir de ahora es que la desesperación del estado irá aumentando poco a poco.

    Ésto no quiere decir que dentro de diez o veinte años estaremos en el anarcocapitalismo, o que en todos los lugares del mundo llegaremos al anarcocapitalismo de la misma manera, exactamente por la misma ruta, siguiendo el mismo camino y al mismo tiempo. El apoyo al gobierno seguirá siendo muy fuerte en muchos lugares. En muchos países los gobiernos serán los primeros en debilitarse, otros tardarán mucho más tiempo en caer. Ésto dependerá en gran medida de la adopción masiva de la revolución tecnológica.

    Lo más importante que hay que entender es que miles de personas ya se han dado cuenta de que el gobierno no está para ayudar a la sociedad, y que la gente común vive mucho mejor sin que el gobierno los moleste. Y cada día que pasa, cientos de personas se dan cuenta de este hecho.

    Igualmente importante es burlarse y despreciar a todos los estatistas ‒sin importar si son liberales, marxistas, progresistas o conservadores. Son parte del mantenimiento social y político del sistema esclavista. Estas personas están inmensamente preocupadas por perpetuar la pasividad y la servidumbre voluntaria de los esclavos.

    En cualquier caso, la libertad es una demanda real, y cientos de miles de personas trabajan diariamente para proteger, mantener o incluso maximizar sus libertades individuales. Lo que los estatistas piensen o sientan sobre esto, es completamente irrelevante. La libertad existe y no necesita ningún permiso ni autorización de los adoradores del estado para seguir existiendo. Ojalá aprendan a afrontarlo, o que sigan llorando.

     

     

     

    Traducción: Ms. Lic. Cristian Vasylenko

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