Septiembre es el Mes de la Constitución, una celebración del documento elaborado por la Convención de 1787 para reemplazar los Artículos de la Confederación. Como era de esperar, ya fueran republicanos o demócratas, no faltaron las efusiones públicas en su elogio. Incluso los libertarios, herederos de la tradición del liberalismo clásico, tienden a celebrarlo.
Sin embargo, ésto es un error. Porque fue precisamente su fe en el constitucionalismo la que resultó ser su gran perdición. De hecho, la tragedia del liberalismo clásico no es simplemente que fuera traicionado por generaciones posteriores, o que sus ideales fueran corrompidos por los progresistas. Su fracaso fue más profundo: confió en que el estado se autolimitara.
Desde la fe de John Locke en los contratos constitucionales, hasta los pesos y contrapesos de James Madison, los liberales clásicos, sus simpatizantes y sus partidarios creían que las barreras formales y los diseños institucionales podrían restringir el poder. Esta fe resultó ser errónea. Las constituciones no obligan a los gobernantes; los gobernantes las interpretan. Y cuando las circunstancias lo exigen –o cuando se presenta la oportunidad–, las restricciones son descartadas. Guerras, depresiones y cruzadas ideológicas proporcionan pretextos para ignorar los límites. Cada crisis deja al gobierno más grande que antes, y cada expansión se convierte en la nueva norma.
La historia presenta un patrón consistente. En Estados Unidos, la Constitución de 1787 pretendía establecer un gobierno con poderes enumerados. Sin embargo, a mediados del siglo XIX, el Congreso y los tribunales ya habían ampliado la Cláusula de Comercio, sancionado aranceles y subsidios, y tolerado suspensiones del habeas corpus en tiempos de guerra. Para el siglo XX, el auge de las agencias administrativas, las órdenes ejecutivas y la “interpretación” judicial, habían convertido los antiguos límites en algo simbólico en gran medida.
Europa siguió una trayectoria similar. Las constituciones liberales de 1848 prometieron libertad de prensa y asociación, pero en cuestión de décadas la censura, el servicio militar obligatorio y la escolarización estatal habían sido generalizados. Las salvaguardias escritas resultaron impotentes ante los gobernantes decididos a expandir sus propias prerrogativas. Como argumentó posteriormente el economista Hans-Hermann Hoppe, una vez que la soberanía fue conferida a las instituciones políticas, “las restricciones constitucionales son meros tigres de papel”.
Algunos pensadores han reconocido esta lección histórica, pero aun así han defendido al “estado sereno” como ideal. En Anarquía, Estado y Utopía (1974), Robert Nozick articuló la postura minarquista con rigor filosófico, proponiendo un estado mínimo limitado a la protección de los individuos contra la fuerza, el robo y el fraude. Este modelo ha tentado a muchos libertarios. Sin duda, un gobierno tan restringido garantizaría la libertad mejor que el Leviathan actual.
Sin embargo, la lección de la historia es otra. Incluso si se pudiera lograr ese estado mínimo, se basaría en la misma frágil base que las constituciones liberales clásicas: el monopolio de la coerción. Una vez reconocido, ese monopolio inevitablemente se expande. El estado de Nozick, aunque deseable en comparación con el progresismo, nos deja en la misma posición que antes: confiando en la misma institución que históricamente ha socavado la libertad. Con el tiempo, las barreras constitucionales son traspasadas, las excepciones se multiplican, y el estado mínimo se transforma en uno máximo.
El economista Murray N. Rothbard reconoció esta falla estructural, y extrajo la única conclusión consistente: si se quiere preservar la libertad, el estado mismo debe ser abolido. En Por una nueva libertad (1973), Rothbard argumentó que todas las funciones que el gobierno se atribuye –ley, seguridad, infraestructura– pueden y deben ser proporcionadas por instituciones voluntarias y competitivas. Sólo una sociedad totalmente privatizada, en la que todas las interacciones se basan en el contrato y el consentimiento, puede garantizar que se minimice la coerción y se preserve la libertad.
El teórico político Gustave de Molinari había planteado la misma cuestión más de un siglo antes, en su ensayo La producción de seguridad, en el que argumentaba que incluso la producción de seguridad podía estar sujeta a la competencia del mercado. Para Rothbard, ésto no era utópico, sino simplemente la extensión lógica de los principios fundamentales del liberalismo. Si los monopolios comerciales son ineficientes y abusivos, ¿cuánto más lo será el monopolio de la violencia ejercido por el estado?
La historia del liberalismo revela una verdad aleccionadora. Aunque noble en sus aspiraciones, el constitucionalismo no puede garantizar la libertad. El mismo acto de crear un estado otorga a los gobernantes poderes del que, tarde o temprano, abusarán. Las crisis aceleran el proceso; las constituciones se pliegan a la conveniencia. Lo que comenzó como un gobierno por consenso, se convierte en un gobierno por decreto.
El triunfo del liberalismo progresista, es decir, la variante milliana, no fue simplemente el producto de mala filosofía u oportunismo cínico. Fue la consecuencia natural de una falla estructural del propio liberalismo clásico: su creencia en que la libertad podía ser confiada al estado.
La supervivencia de la libertad requiere más que barreras de pergamino, o pesos y contrapesos. Requiere el desmantelamiento del estado y la sustitución de los monopolios coercitivos por instituciones voluntarias. La visión anarcocapitalista, impulsada por Molinari y sistematizada por Rothbard, no es un sueño utópico, sino la culminación consecuente del proyecto liberal.
La mayor idea del liberalismo clásico –que los individuos son soberanos, no los gobernantes– sigue vigente. Pero para preservarla, debemos abandonar las ilusiones del constitucionalismo y el minarquismo. La disyuntiva es clara: libertad más allá del estado, o libertad perdida por causa del estado. Sólo rechazando por completo el poder político podemos aspirar a asegurar lo que los liberales clásicos tan noblemente buscaron, pero que fatalmente comprometieron.
Traducción: Ms. Lic. Cristian Vasylenko








