El mito de la democracia de masas

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    Existe un mito persistente y en gran medida incuestionable de que Estados Unidos es una “democracia”, en el sentido de que su gobierno es de, por y para su pueblo. Este mito reside en la idea de que existe un “pueblo estadounidense” que tiene una voluntad, que ejerce votando en elecciones a gran escala, para elegir funcionarios que adoptarán políticas que reflejen esa voluntad, y que el pueblo puede exigir responsabilidad a esos funcionarios. reemplazándolos si no cumplen la voluntad del pueblo. En cambio, en la realidad el gobierno de Estados Unidos es de, por y para las élites públicas y privadas que ejercen el poder político. El público masivo, como he escrito en otra parte, carece de instituciones culturales no estatales para resistir la penetración y el control de las élites que gobiernan. Por tanto, no existe “un pueblo” que se gobierne a sí mismo.

    El mito predice que el gobierno federal hace lo que las mayorías populares quieren que haga. Por supuesto, en la realidad ésto no sucede. De hecho, el gobierno federal constantemente ignora la opinión pública y adopta políticas que promueven los intereses de las élites y de los grupos especiales de interés. Son estas formaciones políticas ante las que los políticos son principalmente responsables. La política es costosa en términos de tiempo, esfuerzo y dinero, y las élites y los intereses especiales están mejor situados para movilizar al gobierno en su nombre, que los estadounidenses comunes y corrientes. No es simplemente el gasto de las donaciones de campaña lo que hace que las élites y los intereses organizados sean más poderosos políticamente, aunque ésto ciertamente ayuda. Pero más que ésto, es la cantidad de dinero gastada en actividades de lobby, que es enorme en la política de Washington, lo que permite a intereses mejor organizados y saneados ejercer el poder. Tampoco es simplemente el dinero, sino la posición y las conexiones lo que hace que los intereses de las élites sean poderosos. El gobierno responde a intereses burocráticos y corporativos que controlan importantes recursos para el desempeño gubernamental y económico, como el complejo militar-industrial y la industria financiera. Las demandas de estos intereses están desconectadas de las demandas del estadounidense común y corriente y, en cambio, son las de la clase gerencial, representada tanto en las grandes empresas que cotizan en bolsa como en la burocracia pública, cuyos intereses residen en la preservación del poder concentrado.

    En general, millones de estadounidenses son conscientes de que el gobierno no les sirve, y la evidencia de esta conciencia reside en la disminución de la confianza en el gobierno. Hay múltiples razones para la disminución de la confianza en el gobierno de Estados Unidos, pero una de ellas es que la gente es más consciente de que el gobierno no es responsable ni responde ante ellos. De hecho, el apoyo difuso al gobierno democrático en Estados Unidos está disminuyendo, y si bien eso puede parecer prometedor para los antiestatistas, refleja un número creciente de estadounidenses que no rechazarían el gobierno de un “líder fuerte que no tiene que preocuparse por el Congreso y las elecciones”. ”Los antiestatistas tampoco quieren preocuparse por eso, pero no quieren reemplazarlo con una dictadura plebiscitaria, y la creciente concentración de poder en un gobierno federal sensible a las élites, combinada con un apoyo general cada vez menor al régimen, coloca algo así en el horizonte de la factibilidad.

    Hemos llegado a esta coyuntura en parte debido a la naturaleza mitológica de “nuestra democracia”. La toma de decisiones participativa puede ser significativa en comunidades pequeñas, y tuvo momentos significativos en algunas democracias antiguas y repúblicas antiguas, medievales y renacentistas, aunque la participación en esos sistemas políticos era, de hecho, muy restringida. La “democracia” de masas, sin embargo, es otra cuestión completamente distinta. El hombre de masas, un residente de una sociedad de masas despojada de estructuras sociales tradicionales que brindan contextos culturales y morales compartidos, en los que las personas pueden interpretar y aplicar valores comunes, es un observador de un escenario en el que las elites compiten entre sí por el poder. El hombre masa no es miembro de un “pueblo”, sino que forma parte de un agregado desconectado, y no de una comunidad con vínculos sociales tradicionales. El hombre de masas participa en comportamientos rituales, como votar, que sirven como forma de legitimación del gobierno de las élites. Las opciones que se ofrecen en estos rituales de legitimación están determinadas por las élites, y las ideas que considera el hombre de masas, están reguladas por las escuelas gubernamentales y moldeadas por los medios de comunicación que controlan en gran medida las narrativas que forman el espectro del discurso dominante. Debido a que los hombres de masas no tienen influencia real sobre los resultados de la lucha de las élites, carecen de un incentivo racional para estar informados sobre los conflictos del momento, por lo que, como señaló Schumpeter, sus pensamientos articulados sobre la política son esencialmente infantiles, incluso si por lo demás son inteligentes y competentes en otros esfuerzos. Por lo tanto, no existe “una voluntad popular”, porque en las democracias de masas los individuos no ejercen su juicio, sino que seleccionan entre las limitadas opciones que les presentan las élites. No será de otra manera en las grandes sociedades creadas por los estados porque, como observó Robert Michels hace un siglo en su clásico Partidos Políticos, los líderes de partidos de masas en competencia, tienen más en común con sus competidores que con las personas que dicen representar. Por lo tanto, se la denomina erróneamente “democracia” de masas, pero sólo es una forma más de gobierno de élite.

    ¿Refuta el fenómeno del populismo de derecha la idea de que los principales partidos políticos con diferentes marcas representan todos los intereses de las élites? No. Robert Michels mostró cómo los partidos laboristas de izquierda en Europa evolucionaron desde movimientos de la clase trabajadora hasta organizaciones dirigidas por élites, las que tenían más en común con los líderes de los partidos competidores que con los miembros de sus partidos constituyentes. Lo mismo se aplica a, digamos, Donald Trump en Estados Unidos, que tiene mucho más en común con las elites demócratas y republicanas que con los votantes obreros estadounidenses. Incluso si tales líderes son al principio fundadores carismáticos de movimientos, podemos esperar que su carisma se “rutinice”, según lo expresó Max Weber, de modo que el movimiento que sea creado por ellos eventualmente se convierta en una estructura burocrática. Esta estructura estará entonces sujeta a la “ley de hierro de la oligarquía” de Michels, y dirigida por élites que son diferentes a sus seguidores y cuyos intereses radicarán en preservar su propio poder.

     

     

    Traducción: Ms. Lic. Cristian Vasylenko

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