Ilusión de la elección: democracia como el mayor espectáculo del planeta

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    Como ciudadanos individuales, votantes y pagadores de impuestos, hemos sido tan profunda, tan consistente e implacablemente adoctrinados, tan ciegamente radicalizados y tan completa y fácilmente subyugados y manipulados ideológicamente que, a estas alturas, se ha vuelto terriblemente difícil para cualquiera de nosotros considerar siquiera cualquier punto de vista u opinión que se oponga a la nuestra.

    Para un solo individuo es casi imposible encontrar la fuerza de carácter o la fortaleza moral para plantear dudas, preguntas u objeciones contra las proclamaciones dogmáticas prevalecientes –argumentos construidos sobre la idea de que cualquier afirmación puede ser verdadera y válida, siempre que una figura de autoridad así lo declare (incluso si el sentido común o la opinión pública se oponen a ella). Es casi inconcebible para una persona común desafiar la convención y la conformidad, y abrazar en cambio los instintos humanos básicos, cediendo a impulsos primarios como la curiosidad, la indagación, la creatividad y la innovación. Se ha vuelto impensable, inaceptable e incluso imperdonable albergar, fomentar y perseguir cualquier pensamiento original, especialmente si dicho pensamiento se percibe como disidente, desviado o despectivo hacia las miríadas de narrativas forzadas y “verdades universales” que han sido impuestas al cuerpo político desde tiempos inmemoriales.

    A nadie se le permite cuestionar la necesidad de una máquina estatal o de un gobierno o de cualquier otro tipo de autoridad centralizada. Se da por sentado y se ve como un “hecho”, que debe existir algún tipo de administración central, “de arriba hacia abajo”, para que surja y funcione cualquier sociedad civilizada. En la mayoría de las naciones occidentales, también se considera evidente que la manera más eficiente y eficaz de elegir a este liderazgo tan importante y todopoderoso es pasar por el proceso democrático y determinar los deseos de la mayoría, guiarse por la “voluntad del pueblo”, y esforzarse por alcanzar el “bien mayor”. O, dicho de otro modo, priorizar los intereses de la mayoría por sobre los intereses de unos pocos, maximizar el bienestar, la protección y la prosperidad del votante “promedio” por sobre las necesidades –e incluso de los derechos naturales– de cualquier individuo divergente. La sociedad en su conjunto es considerada infinitamente más importante que los seres humanos reales que la constituyen.

    Este tipo de visión brutalmente utilitarista, completamente desalmada y deplorablemente materialista de la humanidad, es verdaderamente alarmante. Considerar a las personas como simples partes de un todo, deshumanizarlas tratándolas como engranajes intercambiables de una máquina, y negarles su dignidad humana básica al desestimar su individualidad, las experiencias únicas, las elecciones y los sacrificios que las formaron, es una forma peligrosamente reduccionista e imprudentemente miope de mirar el mundo y, en especial, de intentar comprender nuestro papel o nuestro propósito en él. Esta perspectiva insensible y distorsionada, que valora los logros humanos, las hazañas del ingenio o creatividad, y el progreso humano en general, sólo si sirven y promueven los intereses del colectivo, inevitablemente reduce a cada individuo a un autómata intrascendente, inhumano y fácilmente reemplazable, dominado y controlado por órdenes preprogramadas genéticamente, e instintos primarios y programado para valorar la aceptación social, la pertenencia a un grupo, y la conformidad con la corriente dominante por encima de cualquier otra cosa.

    Este punto de vista es inquietante y preocupantemente similar a la forma en que vemos una colonia de hormigas o una colmena de abejas. Nos maravillamos ante la coordinación, la sincronización, la comunicación, la asimilación y la armonización que demuestran estas extraordinarias criaturas. Nos impresionan y fascinan sus comportamientos, patrones y habilidades colectivas, y nos cautiva su capacidad de actuar en perfecta armonía y funcionar como un único “superorganismo” con un propósito unificado y una voluntad consolidada. Nuestra admiración por las colonias exitosas y las colmenas productivas, nuestro respeto por estos sistemas complejos y espectaculares, y nuestro deleite por la precisión, la persistencia y la resiliencia que impregnan el trabajo de toda su vida, hacen que sea casi imposible para la mayoría de las personas infligir daño alguno a un colectivo de este tipo, siempre que no suponga una amenaza física, por supuesto.

    Tras haber visto y apreciado plenamente las maravillosas complejidades, la cohesión impenetrable y la organización meticulosa de una colonia de hormigas o el orden aparentemente espontáneo, la eficiencia y la productividad de una colmena de abejas, la inmensa mayoría de las personas sensatas y cuerdas se sentiría instintivamente inclinada a proteger y preservar formaciones naturales de este tipo, ya que son un testimonio del poder del colectivo. Nadie en su sano juicio destruiría a propósito y sin provocación una colmena de abejas zumbante, o una dinámica colonia de hormigas. Sin embargo, no puede decirse lo mismo de los miembros individuales de sistemas como éstos. Una sola hormiga o una abeja solitaria no gozan de tal reverencia. Por el contrario, se las trata como plagas, sólo despiertan sentimientos de fastidio o repugnancia y, por lo tanto, se las extermina de manera sumaria y casi automática.

    Esta analogía es muy válida como ilustración de cómo los poderes fácticos dominantes ven al ciudadano individual. Ellos también buscan proteger y preservar lo colectivo, ellos también aprecian al “público” como un todo –después de todo, no puede haber gobierno si no hay un cuerpo a ser gobernado. Es por eso que las “masas” sin rostro, sin alma, abstractas, la “ciudadanía”, el “cuerpo político”, o como sea que uno elija llamar a este superorganismo humano, es de vital importancia para aquellos que buscan poder y control. Sin embargo, no se manifiesta ningún respeto, o incluso ninguna compasión, para con el ciudadano individual.

    Al igual que consideramos que la vida, el sufrimiento y la muerte de los antes mencionados insectos indefensos son totalmente insignificantes y completamente irrelevantes para nuestras propias vidas, así también ven los gobernantes a los gobernados. Y al igual que la mayoría de nosotros no pensaría dos veces antes de aplastar una hormiga con nuestro zapato, tampoco lo hacen los que tienen el poder al aplastar a individuos molestos.

    La única diferencia real es que la mayoría de los colectivos humanos está controlada por la ilusión de la elección, la idea de la autodeterminación, y la promesa de la agencia personal. La idea de que en las urnas se escucha la voz de todos. A pesar de carecer por completo de significado, la fantasía “Vox Populi, Vox Dei” han logrado sostener a las democracias occidentales durante siglos. La ciega fe del público en que “el sistema funciona”, en que cada voto cuenta tanto como el siguiente, y en que todos tienen el mismo poder para influir en el resultado de una elección, puede sonar escandalosamente ingenua para el observador racional y perspicaz, pero es esta misma ilusión la que sustenta y sostiene a casi todas las naciones occidentales.

    Lo que es aún más asombroso es que incluso cuando el engaño es puesto en evidencia, esta ilusión de elección permanece. En Occidente, durante décadas hemos estado sujetos a la ilusión de elegir entre dos partidos políticos ideológicamente opuestos. Sin embargo, todo tiene mucho más sentido cuando uno se da cuenta de que la derecha y la izquierda son alas unidas a la misma ave.

    En cada ciclo electoral, incluido el que estamos viviendo (el de 2024 será el año electoral más importante de la historia en cuanto a número de elecciones nacionales en todo el mundo), vemos esta falsa dicotomía y, sin embargo, la gran mayoría de la población sigue cayendo en ella. Votar por quien se presenta como “conservador” significa que se es fascista o verdadero patriota. Por el contrario, votar por partidos de tendencia izquierdista lo convierte en una persona moral y compasiva, o en marxista furioso. Es una visión obviamente infantil del mundo, pero es exactamente donde nos encontramos actualmente en el diálogo político público. Es una forma intencionadamente grandilocuente, desagradable y ruidosa de presentar las opciones al ciudadano medio, y tiene como objetivo distraerlo del hecho de que, en realidad, no hay elección alguna, no está eligiendo nada.

    No importa quién gane, la maquinaria del estado sigue funcionando imperturbable. Claro, puede que veamos algunas políticas populares intrascendentes y en gran medida simbólicas aprobadas como ley, como un recorte de impuestos aquí, o un beneficio social adicional allá. Pero las cosas que realmente importan, las decisiones, el financiamiento, la gestión estructural del país, no se ven afectadas en absoluto. Las guerras, la división, el poder y el control del gobierno, la supresión de la libertad de expresión, todo sigue creciendo, junto con el tamaño de la misma máquina del estado.

    Vimos ésto en las recientes elecciones europeas. Los medios de comunicación afirmaron en su momento que la votación de este año era histórica y decisiva en Bélgica, Francia y el Reino Unido. Resultó que no fue así. La gente votó por la derecha en los dos primeros ejemplos, y por la izquierda en el último caso. Absolutamente nada cambió en todos los casos, ambas guerras siguen en curso, la inflación creada por el BCE sigue haciendo estragos, las libertades individuales siguen siendo avasalladas. El ejemplo de Francia es particularmente ilustrativo, ya que el voto popular fue básicamente ignorado cuando los partidos que anteriormente estaban en guerra, entraron en una componenda para impedir a los ganadores tomar el poder.

    Lo que una y otra vez los votantes no tienen en cuenta, es que la elección que se les ofrece es la misma que Henry Ford ofreció a sus clientes: “Un cliente puede tener su automóvil nuevo del color que desee, siempre y cuando desee que sea negro”.

    Es totalmente irracional esperar un resultado diferente cuando seguimos haciendo lo mismo una y otra vez. Participar en este circo, volverse contra nuestros vecinos, y permitir que la obsesión ideológica nos ciegue al raciocinio y a la empatía humana, no es el camino a seguir. El único camino sostenible para la gente razonable y amante de la libertad, es buscar individuos con ideas afines y simplemente “optar por salir” de este sistema irreparablemente corrupto, vicioso, viciado e insalvable. El momento en que todos comprendamos que el verdadero enemigo no está a nuestra izquierda ni a nuestra derecha, sino que nos ha estado aplastando con su bota desde arriba todo el tiempo, será el momento en que podamos comenzar a recuperar el control de nuestras propias vidas.

     

     

     

    Traducción: Ms. Lic. Cristian Vasylenko

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