Ordinem ipsum natura amat.
La naturaleza misma ama el orden.
— Máxima tradicional latina
El mundo moderno considera la jerarquía como una abominación. Ve la desigualdad como la más grave de las fallas morales, y la superioridad como un pecado que debe ser expuesto, condenado ritualmente y arrojado al Hades con los condenados de antaño. El rango es tratado como una amenaza a la armonía, y el orden como una reliquia de la opresión. Sin embargo, sin jerarquía nada puede ser sabido, nada perdura, nada puede ser perseguido. Un mundo que prohíbe la elevación se vuelve plano y desestructurado. Pierde su tensión, su continuidad, su sentido de la orientación. El significado se desintegra en ausencia de forma, y la forma no puede existir sin rango. Lo que sigue no es ni justicia ni grandeza, sino una lenta deriva nihilista hacia el sombrío descenso del olvido monótono.
Una cosa tiene significado sólo en la medida en que difiere. Conocer algo es distinguirlo de lo que no es. En el momento en que todas las cosas se declaran iguales, comienzan a disolverse, no en sustancia sino en significado, a medida que sus distinciones se borran y sus formas se absorben en lo indiferenciado. Lo que queda no es unidad, sino indistinción. El significado no nace sólo de la presencia, sino de la relación y de la proporción, y éstas a su vez se basan en el rango. Reconocer es comparar, comparar es medir, y medir es afirmar que una cosa supera a otra. Un mundo sin jerarquía no puede definir, pues no se atreve a distinguir.
La jerarquía no es una construcción social ni un artificio de la modernidad. Es el patrón de la vida misma. El cuerpo no es un parlamento de células; es una cadena de mando. Las partes no votan; cumplen su función de acuerdo con su naturaleza. El alma no es un congreso de facultades iguales, sino una estructura en la que la razón gobierna al apetito y la voluntad dirige al impulso. Dondequiera que la vida toma forma, emerge el orden. No desciende desde afuera, sino que surge desde adentro. La desigualdad no es una imposición, sino la ley interna de la estructura, y la estructura es lo que hace posible la inteligibilidad.
Aspirar es aceptar la desigualdad. El mismo impulso de ascender presupone algo superior, algo distante, algo aún no alcanzado. La desigualdad es la condición de la diferencia, y la diferencia el principio del orden. Sin embargo, la diferencia por sí sola no basta. Sólo cuando es sopesada, ordenada y formada, es convertida en jerarquía. Un mundo sin rango no puede producir grandeza, pues niega la existencia de cualquier aspiración. En un mundo así, la ambición es convertida en herejía, y el esfuerzo es redefinido como arrogancia. A los jóvenes se les enseña a aspirar a lo bajo, a mantener su lugar, a rehuir la distinción. El resultado no es armonía, sino estancamiento.
Una sociedad que suprime el rango no suprime el juicio; simplemente lo oculta. Sigue midiendo, pero lo hace en secreto, con vergüenza y sin criterio. Castiga la aspiración abierta y recompensa la ambición practicada disimuladamente. De esta manera, corroe tanto la dignidad como la excelencia. Un pueblo educado para ver toda jerarquía como injusticia, perderá la facultad de reverenciar lo superior y, con ello, la voluntad de cultivar lo mejor de sí mismo.
El hombre que cree que todos son iguales, no puede amar lo superior. Resiente la distancia que lo separa de lo excelente. Declara que el juicio es violencia, los standards, exclusión, y la aspiración, crueldad. Sin embargo, no busca la equidad; busca silenciar la balanza. Lo que él llama justicia, es simplemente la negativa a ver.
La civilización, como la comprensión, nace de la distinción. Se basa en el acto de colocar una cosa por encima de otra y llamarla buena. Construir es ordenar, asignar, juzgar. Las cosas deben ser medidas, jerarquizadas y sujetas a una forma. El igualitario se resiste a ésto, pues teme lo que revela. No nombrará, pues nombrar traza un límite. No colocará, pues la colocación afirma la precedencia. En lugar de confesar que algunas cosas son mejores que otras, vería todo el edificio derribado. Lo que no puede elevar, se esfuerza por borrar. Al derribar lo que aún permanece, se imagina libre.
Pero con cada nivelación, la memoria se desvanece, el valor se marchita y la facultad misma de discernir el valor se pierde. Lo que perdura es el mundo moderno: aplanado, apático, oscuro. Un mundo carente de asombro e intocado por la agonía, donde el dolor no se profundiza y el triunfo no puede exaltarse. La risa se vuelve frágil, el amor se convierte en trueque, y la vida se mide sólo por el paso del tiempo. No hay grandeza, sólo diversión; no hay tragedia, sólo clamor. El hombre no se eleva ni se quiebra, sino que se reduce. Todo lo que una vez conmovió al alma, yace embotado, disperso y sepultado bajo el peso de la monotonía. En una época así, incluso los dioses callan.
La defensa de la jerarquía es la defensa de la forma misma. Clasificar es saber y afirmar lo que debe estar por encima. En un mundo que prohíbe ésto, hablar de desigualdad es desafiar la disolución.
Traducción: Ms. Lic. Cristian Vasylenko








