Cuando hablamos de derecho, jurisprudencia o justicia, mucha gente piensa inmediatamente en abogados, jueces y tribunales estatales. Para la gran mayoría de las personas, la asociación de justicia con estado es inevitable. Y tal vez no haya manera de que ésto deje de ser así en el mundo en que vivimos. Como el estado tiene el monopolio de los servicios de justicia y de la producción de leyes, es a aquél a quien recurren las víctimas de los más variados tipos de delito cuando necesitan servicios de justicia, lo que constituye una de las demandas más importantes de la sociedad, pero posiblemente la más desatendida o mal atendida.
La única alternativa a ésto sería tomar la justicia en sus propias manos, lo que puede ser extremadamente arriesgado. Aún cuando una víctima busque, de manera ética, ejecutar justicia por sí misma (buscando no venganza, sino reparación en la misma medida del delito cometido), el estado considera delito cualquier acto de justicia que no sea ejecutado por procedimientos institucionales estatales. Por lo tanto, este tipo de acciones puede a menudo resultar contraproducente para la víctima de un delito, haciendo que el estado la trate como criminal. Por el contrario, en estas circunstancias el criminal seguramente terminará siendo tratado como víctima.
Este problema de inversión de valores es inherente al estado, pues es una consecuencia inevitable de la jurisprudencia estatal, excesivamente contaminada por ideologías garantistas (rama jurídica antinatural del humanismo secular), que engloban incluso crímenes atroces, beneficiando a imputados de alta peligrosidad, que muchas veces son delincuentes con amplios antecedentes penales.
Así, para la gran mayoría de las personas, no queda alternativa más que recurrir al monopolio estatal de la justicia: cuando hay necesidad de registrar un delito, presentar la denuncia ante la policía, y solicitar una sanción para el infractor.
Desgraciadamente, quienes recurren a los servicios gubernamentales en busca de justicia, casi siempre acaban insatisfechos o terriblemente mal atendidos, por no hablar de situaciones en las que son terriblemente desatendidos. Sin embargo, el hecho de que el estado tenga el monopolio de los servicios de justicia, es algo que ocasiona problemas extremadamente graves para la sociedad. Por ejemplo, ¿a quién puede recurrir una persona cuando es víctima de la injusticia ocasionada por el propio estado?
Desafortunadamente, cuando alguien se convierte en víctima de una injusticia cometida por servidores públicos ‒digamos, en una situación en la que un determinado individuo acabó sufriendo graves daños físicos como resultado de la brutalidad policial, lo que es un problema recurrente en Brasil‒, es al estado al que esa persona acaba recurriendo en busca de justicia, ya que no tiene otras opciones disponibles para servir de árbitro de su causa.
Sin embargo, dado que los tribunales estatales ‒como todos los tentáculos del aparato legal que componen los órganos legislativo y judicial‒ son fundamentalmente instituciones burocráticas que reciben financiamiento obligatorio, no se sienten obligados a satisfacer eficientemente la demanda existente de justicia en la sociedad, porque sus empleados no dependen de hacer un buen trabajo para sobrevivir. Los denunciantes ni siquiera son vistos o tratados como clientes, sino que son considerados únicamente como víctimas desafortunadas de circunstancias arbitrarias. No hará ninguna diferencia que la demanda de justicia de estas personas sea saisfecha en última instancia o no. Por regla general, esta demanda nunca es realmente satisfecha, al menos no con la calidad y seriedad que debería.
Como consecuencia de su nacionalización, los problemas que se derivarán de los servicios de justicia serán multifactoriales: serán de carácter moral y ético, así como estructural y legal. No podría ser de otra manera, porque el monopolio estatal sobre los servicios de justicia termina transformando a estos sectores en organismos meramente burocráticos, en lugar de verdaderos prestadores de servicios. De hecho, los órganos de justicia estatal están efectivamente regidos por un papeleo infinito, arrugado en carpetas y archivos que evidencian un persistente trabajo de burocratización de la actividad humana.
Como también es un monopolio, el estado acaba incurriendo en todos los problemas inherentes a éste. En consecuencia, el sistema legal y judicial está tan inexorablemente burocratizado, que incluso la producción de leyes se convierte en una anomalía institucional. Y ésto, a su vez, paradójicamente contribuye mucho más a fomentar la injusticia en la sociedad, que a satisfacer cualquier demanda real de justicia.
El hecho de que el estado tenga el monopolio de la producción de leyes, es posiblemente el factor más problemático de la ecuación ‒pero lejos está de ser el único. Como el legislador no pone límite al número de leyes existentes ‒sino que siempre está aprobando nuevas leyes, en un proceso continuo y permanente de nunca acabar,‒ la sociedad termina con un número ostensiblemente asombroso de leyes vigentes, el que excede con creces la necesidad real de las demandas ciudadanas de seguridad y de sanciones contra los delitos.
En consecuencia, la sociedad termina saturada con un número ridículamente alto de leyes inútiles, y además ‒lo que es mucho peor‒ termina plagada de leyes que violan arbitrariamente las libertades de los individuos, en diversas esferas y facetas de sus vidas ‒como la libertad de expresión, la libertad económica, la libertad de movimiento y los derechos de propiedad.
De esta manera, la legislación estatal invariablemente termina convirtiéndose en el gran villano de la sociedad, pues se convierte en un terrible obstáculo para la felicidad, la libertad y la prosperidad de los individuos. Por supuesto, ésto no es exactamente un problema cuando estas leyes son ignoradas. Sin embargo, cuando el estado decide imponer la obligatoriedad de estas leyes a los individuos, estamos ante el pleno ejercicio de la tiranía.
Esto muestra que las leyes estatales pueden ser divididas en dos categorías bien distintas: leyes necesarias y leyes innecesarias.
Nadie jamás discutiría que necesitamos leyes que prohíban y establezcan penas correspondientes para delitos como secuestro, violación, robo, fraude, asalto y homicidio. Se trata, en efecto, de crímenes contra las personas y/o su patrimonio, y no hay nada que discutir al respecto. Las leyes que prohíben delitos de esta naturaleza pueden y deben, por tanto, ser calificadas como leyes necesarias.
Sin embargo, cuando los legisladores establecen leyes para regular lo que los ciudadanos pueden y no pueden publicar en sus redes sociales, qué chistes pueden y no pueden contar, estamos ante el pleno ejercicio de la tiranía estatal. Ésto se debe a que, desde el momento en que el estado decide invadir la esfera privada de la vida de los ciudadanos, con el objetivo de normalizar comportamientos sin ninguna consideración por las libertades individuales, las costumbres regionales y las peculiaridades de los demás, se tiene una imposición autoritaria que constituye efectivamente abuso de poder.
Por tanto, leyes de esta naturaleza pueden y deben ser clasificadas como leyes innecesarias. Sin embargo, es importante destacar que las leyes de esta categoría no sólo son innecesarias, sino que también constituyen delitos contra el individuo.
Lamentablemente, el número de leyes innecesarias excede con creces el número de leyes necesarias ‒sobre todo porque hay un número limitado de delitos reales que pueden ser perpetrados y, en consecuencia, un número limitado de leyes que los prohíben. Ésto es un reflejo natural del problema estructural del monopolio de la justicia y sus procesos inherentes de burocratización sistemática de la actividad humana. Ésto sucede porque el estado se mueve de acuerdo con las necesidades de la propia burocracia y de los engranajes que la sostienen, en lugar de centrarse en satisfacer las demandas reales de la sociedad. Si se optara por esto último, el número de leyes existentes sería pequeño, conteniendo sólo lo necesario ‒pero sólo un sistema privado de justicia sería congruente con las demandas reales, ya que sería un desperdicio de tiempo y recursos producir leyes innecesarias.
¿Por qué entonces el estado crea leyes innecesarias? Desafortunadamente, debido a su naturaleza autocrática y monolítica, el estado siempre atraerá a individuos que buscan poder. Dado que el estado es una estructura de poder, quienes logren ocupar posiciones de mando en determinados sectores de la jerarquía gubernamental, invariablemente tendrán poder sobre sus subordinados, y también sobre la gente común. Ésto puede ser aplicado a muchos empleados estatales ‒aunque no a todos‒, pero será especialmente cierto para oficiales de policía, jueces y políticos.
Al hecho de que el estado, como institución, es un vector de poder, se suma el hecho de que es un gran monopolio, que asume para sí un enorme número de funciones, actividades y atribuciones bajo condición monopólica, y que no permite a nadie más realizar. Entre estas funciones está la producción de leyes. En consecuencia, termina siendo inevitable que el estado cree un vasto marco jurídico de jurisprudencia, que a su vez ampliará su poder sobre los individuos‒ya que al moverse sobre el eje del mantenimiento permanente de su propio poder y autoridad, el estado será invariablemente una institución centrípeta.
En consecuencia, el estado termina regimentando y concentrando un enorme poder institucional sobre su propio eje, acumulando prerrogativas “legales” para penalizar a cualquier individuo que por alguna razón haya violado alguna de sus numerosas y arbitrarias reglas ‒que el estado llama “leyes”.
Lo que esta situación termina produciendo son circunstancias que favorecen que sean cometidas innumerables injusticias por parte del estado. De esta manera, terminamos en una sociedad que, en lugar de penalizar a los criminales, criminaliza al ciudadano común. Ésto es algo que termina sucediendo invariablemente, porque la cantidad de reglas existentes y que deben ser cumplidas es tan grande que, literalmente, cualquiera puede ser procesado y penalizado por romper alguna estúpida regla creada por el estado.
De hecho, en Brasil nosotros, ciudadanos comunes, violamos diariamente innumerables normas estatales, muchas de las cuales desconocemos. Ésto sucede porque el número de leyes existentes en Brasil es excepcionalmente colosal, y cada día son aprobadas nuevas leyes. Pero en su casi totalidad, estas leyes son absolutamente inútiles, y no sólo merecen sino que deben ser completamente ignoradas y desobedecidas.
Está claro que, en circunstancias normales, el estado no puede vigilar a todas las personas. Aún si esto es cierto, lamentablemente siempre habrá personas honestas que, habiendo sido sorprendidas ‒o denunciadas‒ rompiendo alguna regla estúpida, despótica e imbécil, creada por un nefasto burócrata, terminarán cayendo en la mira del estado, y entonces se verán obligadas a enfrentar las duras consecuencias de la tiranía despótica de la desastrosa jurisprudencia, que no fue creada ni producida con la verdadera justicia como su propósito principal.
Debido a su naturaleza burocrática, es imposible para el estado producir justicia. El estado nunca será capaz de producir nada que se parezca remotamente a servicios de justicia razonables o decentes. Lo que hace el poder legislativo estatal es producir un sinfín de normas arbitrarias ‒las que irán siendo continuamente ampliadas, constituyendo un cuerpo jurídico completamente indiferente a las necesidades y demandas reales de la población—, a las que el estado llamará “leyes”. Y el poder judicial estará dispuesto a castigar y clasificar como infractor a cualquier ciudadano que termine violando alguna de estas estúpidas normas, que ni siquiera deberían existir.
Otra complicación que surge de este proceso es el hecho de que el estado ignora por completo la ética y la moral que, técnicamente, deberían ser los pilares estructurales de la ley. Para los jueces y legisladores ‒los que no son funcionarios de justicia, sino empleados del estado‒, lo que realmente importa es lo que está escrito en los manuales legales que, para ellos, son la representación formal de las leyes.
En los procesos judiciales, jueces, fiscales y legisladores no preguntan si la acción del acusado fue moralmente correcta o no, o si tiene un juicio de valor ético. Todo lo contrario: la moral y la ética son ignoradas por completo en los procesos estatales y en los tribunales, como si ni siquiera existieran. Los funcionarios de justicia estatal no se guían por principios como correcto o incorrecto. Su principal interés es verificar lo que dice el manual estatal, y luego aplicar al infractor un castigo correspondiente a la infracción de la que se le acusa (y si la pena es proporcional o no, tiene poca importancia).
De hecho, como resultado de todas las interferencias inherentes a sus formalidades procesales, la burocracia estatal no se preocupa –y no podría incorporar principios morales a su sistema de leyes– de ningún tipo de concepto relacionado con el bien y el mal. Lo que importa para la burocracia estatal es el cumplimiento de los protocolos. Así que todos los procesos, etapas y actividades relacionadas con la burocracia estatal, se reducen a ésto. Fríos y formales protocolos a los que la realidad debe ser ajustada. Invariablemente, el hecho de que algo haya sido hecho bien o mal, de que haya sido justo o no, de que sea saludable o no, de que produzca algo bueno o no, de que el valor moral de la acción haya sido justo o no, termina siendo irrelevante. El estado es cuestión de protocolos y formalidades, no de resultados ‒mucho menos de justicia o moralidad.
Para el estado, lo fundamental es completar todas las etapas de un proceso, y luego archivarlo. Lo importante es hacerlo. No importa si fue bien llevado a cabo, si fue hecha justicia, si el resultado final fue satisfactorio, o cuánto tiempo llevó ‒recordando que los procesos pueden demorar años en Brasil. Lo importante es seguir el protocolo y recibir la aprobación de los superiores. No importa si la demanda fue realmente satisfecha y si el público fue bien atendido o no. El burócrata no necesita dar ninguna satisfacción al público.
Aunque haya excepciones, los empleados estatales vivirán en su mayoría contaminados por la mentalidad estatal omnipotente y burocrática; por lo tanto, naturalmente terminarán desdeñando su papel como proveedores de servicios, porque su trabajo depende más de la aprobación de sus superiores, que de la aprobación del público que recibe el tal servicio, por el que se encuentra inevitablemente obligado a pagar.
Invariablemente, es fácil ver que el estado opera en una fractura de mercado que él mismo crea, al monopolizar ciertos servicios y no permitir la existencia de competidores.
Paradójicamente, el estado intenta seguir el mismo modus operandi que una empresa en el mercado, pero como sus empleados no son directamente pagos por los destinatarios del servicio, no necesitan realizar un trabajo de calidad. Si a ésto añadimos la mentalidad del protocolo burocrático ‒fragmentado en etapas desarrolladas entre departamentos no siempre debidamente conectados entre sí‒, lo que tendremos es lentitud, negligencia, incompetencia y descuido, en niveles absurdamente altos.
Este organigrama estructural disfuncional y problemático muestra por qué es imposible para el estado prestar servicios decentes de justicia a la sociedad. El positivismo jurídico (el derecho del estado) es corrupción burocrática e inmoral del derecho natural. No hay interés real por parte del estado en satisfacer las demandas de la sociedad ‒incluida la justicia‒, porque el estado es una estructura que no obedece a los estímulos naturales del mercado. Para los departamentos estatales de justicia, la oferta y la demanda son ofensas a la mentalidad garantista.
En consecuencia, es inevitable que el estado diseñe procesos standard para creación de leyes y aplicación de sentencias, los que no aportan ningún valor real a la sociedad, asociados con poca seguridad y sanciones injustas. Ésto será inevitablemente así porque el estado no tiene competidores reales en este segmento. En busca de justicia, la sociedad sólo puede recurrir al estado y a los tribunales estatales. De esta manera, el estado puede hacer lo que quiera, así como puede llamar “ley” a lo que quiera.
¿Qué gana entonces la sociedad con el monopolio estatal de la justicia? La sociedad gana comediantes que son penalizados con multas excesivamente absurdas por contar un chiste “polémico”, y gana criminales altamente peligrosos que pueden caminar libremente por las calles, habiendo obtenido la libertad tras cumplir sólo un tercio de la sentencia a la que fueron sometidos, a pesar de haber cometido crímenes atroces.
Como el estado no necesita dar explicaciones a nadie ‒y puede simplemente ignorar o incluso detener a cualquiera que exija algo‒, el Leviathan es libre de remitirse a su condición de monopolio omnipotente, con licencia para despachar mucha negligencia, incompetencia y mediocridad a la sociedad, sin tener que lidiar con las consecuencias resultantes.
En última instancia, el estado es un gigantesco monopolio que sofoca, controla, regula y burocratiza la actividad humana en beneficio de mantener su propio poder, el que continuamente expande a través de un número cada vez mayor de leyes abusivas, tiránicas e innecesarias, cuyo objetivo primordial es subyugar a los individuos.
La legislación estatal es la máxima expresión de la tiranía y la omnipotencia gubernamental. Invariablemente reflejará todos los vicios, discrepancias, inconsistencias, arbitrariedades e interferencias de quienes están en el poder. En cuanto a los empleados de los departamentos de justicia, serán en su mayoría personas con mentalidad burocrática, que veneran la jurisprudencia estatal, pero paradójicamente son completamente ignorantes del derecho real.
Olvídese de la justicia, de la ley natural o de la ética. Lo que el estado llama ley, son reglamentos, decretos y deliberaciones procesales, completamente desconectados de la realidad práctica y de la aplicación real del verdadero derecho penal. Ésto comienza con la reparación a la víctima de un delito, y el derecho de ésta a seleccionar o tener alguna posibilidad de elección sobre la pena correspondiente que será aplicada al delincuente. Y ésto es algo que ni siquiera es considerado en los departamentos estatales de justicia, en los manuales y registros legales convencionales, ni en las clases de derecho positivista.
El resultado final de esta aterradora pesadilla, es una sociedad en la que no existe justicia real. Lo que finalmente la sociedad gana con la “justicia” estatal, es mucha burocracia, mucha lentitud, muchas regulaciones, muchos procedimientos legales, y ninguna justicia real.
Traducción: Ms. Lic. Cristian Vasylenko