El origen del estado
¿Cómo han ido históricamente las cosas? ¿Cuál es el origen histórico del estado?
Una visión realista del estado debe partir de la premisa de su historicidad. No siempre ha existido el estado. Tiene su propio lugar de origen e historia: su cuna es la Europa continental, y su origen coincide aproximadamente con los inicios de la Edad Moderna, entre los siglos XV y XVI. Tres acontecimientos importantes marcan la entrada en la Edad Moderna: la caída de Constantinopla el 29 de Mayo de 1453, que marcó el fin del Imperio Romano de Oriente; el descubrimiento de América en 1492; y la Reforma Protestante, impulsada por Martin Luther, el 31 de Octubre de 1517. La Edad Moderna supuso una ruptura con la Edad Media y, en particular, con la estructura de poder político que había caracterizado la historia europea durante casi un milenio: una estructura en la que el poder no estaba centralizado, sino disperso entre múltiples centros de poder.
El estado es moderno. La Edad Media y la Antigüedad no conocieron formas estatales, ya que la organización política de aquellos períodos no era ni remotamente comparable con la de la Edad Moderna. Por lo tanto, es necesario ser consciente de que, como escribe Gianfranco Miglio (1918-2001) en Le regolarità della politica (Las regularidades de la política) (1988):
“Lejos de ser el único e inevitable producto de la razón universal, el tipo de orden político vigente hoy en día es sólo el resultado ‒en el fondo, bastante ocasional‒ de una serie de coyunturas históricas”.
Ciertamente, no cabe duda del origen típicamente europeo de las instituciones estatales. El modelo de organización política llamado “estado” se extendió por todo el mundo, pero su origen se remonta a Europa. La teoría que situó el nacimiento del estado únicamente en la modernidad, goza de amplia aceptación en la actualidad, pero sólo fue desarrollada en el siglo XX, gracias a un grupo de académicos alemanes: Max Weber (1864-1920), Carl Schmitt (1888-1985), Otto Brunner (1898-1982) y Otto Hintze (1861-1940). De hecho, hasta principios del siglo pasado el término “estado” era una especie de superconcepto utilizado para designar cualquier tipo de comunidad política organizada, y cabe señalar que este uso del término no ha desaparecido por completo.
El nacimiento del estado estuvo marcado en todas partes por el intento de pacificación territorial. Si observamos los problemas internos de los territorios, nos encontramos ante el problema del orden. A los antiguos problemas de concentrar el poder judicial en manos del rey para evitar disputas, y de adquirir o erradicar principados y señoríos feudales para lograr la territorialidad del estado, se sumó un nuevo y moderno problema: las guerras de religión, que en realidad eran guerras civiles. En Francia, se produjo la lucha entre católicos y hugonotes (1559-1598); en el Imperio alemán, el conflicto entre católicos y protestantes durante la Guerra de los Treinta Años (1618-1648); y en Inglaterra, la guerra civil (1642-1651) entre anglicanos, presbiterianos, congregacionistas e independientes. A ésto se suman las presiones del entorno internacional: las guerras por la dominación de Italia (1494-1559); la Guerra de los Treinta Años (1618-1648); la Guerra de Sucesión Española (1701-1714); y la Guerra de los Siete Años (1756-1763). Para establecer la paz y proteger al pueblo, un estado debe erigirse como el único detentador del poder en un territorio, y no tolerar competidores. Para tener éxito, el estado debe prohibir el uso privado de la fuerza, y presentarse de forma creíble como el único depositario del poder para usar la violencia. Max Weber, cuya definición del estado es una de las más famosas en la historia de las ciencias sociales, fue uno de los primeros en destacar este aspecto de la estatalidad moderna. Weber parece ser plenamente consciente de la naturaleza genuinamente moderna del estado, cuando describe su surgimiento en Economía y Sociedad (1921):
“La expansión de la pacificación y del mercado constituyen, pues, un desarrollo que va acompañado, paralelamente, de (1) esa monopolización de la violencia legítima por la organización política, que culmina en el concepto moderno del estado como fuente última de toda legitimidad del uso de la fuerza física; y (2) esa racionalización de las reglas de su aplicación, que culmina en el concepto de orden jurídico legítimo”.
Pero el estado debe hacer de su protección una oferta irrechazable. Y para ello, primero debe desarmar a la sociedad. La oferta unilateral se vuelve vinculante si la población se ve privada de armas. Es decir, si no puede defenderse, ni de particulares ni, por supuesto, de los funcionarios estatales. Otto Brunner, en su clásico estudio Land und Herrschaft (Territorio y Señorío) de 1939, demostró que la racionalización [como uso de la razón para justificar un objetivo preestablecido] jurídica y política de la modernidad implicó el desarme de los ciudadanos, seguido de la creación de una casta de servidores armados del estado. Todas las funciones clásicas del estado, empezando por el monopolio de la legislación, surgen de la imposición del desarme a toda la sociedad.
La verdadera cuna del estado moderno fue la Francia del siglo XVI. Es precisamente en la monarquía absoluta francesa, surgida de las guerras de religión entre católicos y hugonotes, donde se puede observar la burocratización y centralización del ejercicio del poder, característica fundamental del estado. El origen del estado se sitúa en la segunda mitad del siglo XVI. El estado debe aspirar, sobre todo, a su propia supervivencia en un mundo inestable, siempre expuesto al riesgo; y sobrevivir implica ampliar y fortalecer su dominio desde dentro.
El príncipe es la figura crucial del estado moderno. Consigue centralizar el poder con la ayuda de sus funcionarios y mediante un nuevo sistema administrativo: la maquinaria estatal. Como señaló Federico Chabod, esta maquinaria es creada mediante el establecimiento de una serie de funciones que adquieren carácter de estabilidad en el territorio. Primero, los ejércitos permanentes, existentes incluso en tiempos de paz, y compuestos por soldados mercenarios que dependen únicamente del rey; luego, la diplomacia estable; y la burocracia estatal en constante crecimiento.
Así, el estado no es escindible de su construcción ideológica. Toda la política moderna es formulada con el vocabulario del estado. Por un lado, el estado parece ser un concepto históricamente determinado, que marca el período desde la era de las monarquías absolutas hasta las democracias actuales. Por otro lado, el estado se posiciona como la máxima y única forma posible de orden político: lo político no puede ser pensado al margen del marco del estado y de sus paradigmas. El estado se presenta como la única e inequívoca respuesta al problema del orden político. Este constructo que nos ha acompañado durante cinco siglos, también ejerce tiranía conceptual sobre nosotros, ya que intenta impedirnos pensar la política de forma diferente, fuera del marco del estado.
Razón de estado como ciencia política
El núcleo de todas las novedades introducidas por el poder organizado con forma estatal reside en el principio de soberanía: único, absoluto, indivisible, cierto y perpetuo, tal como lo definió Jean Bodin (1529/30-1596) en su obra Los seis libros de la república (1576). El instrumento utilizado por el rey es la ley, a la que solo él no está sujeto. Aquí vemos la modernidad de Bodin: el poder soberano es el poder de decidir por todos y por sobre todos, sin restricciones. La autoridad soberana no está limitada por la ley ni por el consentimiento. El término “estado”, tal como lo entendemos hoy, aparece en los escritos de Niccolò Machiavelli (1469-1527), en particular en El Príncipe (1513): “Todos los estados, todos los dominios bajo cuya autoridad han vivido y viven los hombres en el pasado, han sido y son repúblicas o principados”. En este punto, el período medieval había terminado definitivamente.
Todos los escritores políticos de mediados del siglo XVI tuvieron que tomar nota de las nuevas situaciones institucionales y de las condiciones bajo las cuales se desarrollaba la vida política en la península itálica y en los estados católicos. Existían regímenes monárquicos de origen antiguo y principados consolidados, por lo que los escritores generalmente daban por sentado el modelo que habían adoptado los estados en la segunda mitad del siglo XVI, planteándose únicamente la cuestión de la mejor forma de gobierno. El hecho de que la Reforma, en su componente calvinista, eligiera formas republicanas de gobierno, como en Suiza y las Provincias Unidas de los Países Bajos, generó en el catolicismo secular un clima de prejuicio contra la república y una postura favorable hacia el gobierno principesco como régimen más adecuado para preservar la unidad religiosa y el respeto por las tradiciones. Estos escritores trabajaron, por lo tanto, para sus príncipes y para sus estados, principalmente con intenciones elogiosas, contribuyendo a consagrar el modelo del principado absoluto y a asegurar el papel profesional de los agentes y asesores del príncipe, los futuros burócratas. Una vez que el papado ocupó el centro de la escena política tras la caída del Imperio Romano de Oriente en 1453, la política católica de la Contrarreforma también se enfrentó al problema de elaborar una teoría del estado y una ética política coherente con el programa surgido del Concilio de Trento (1545-1563), que buscaba controlar la producción intelectual, adoctrinar a los gobernantes y guiar la moral práctica de las masas. La nueva era se caracterizó por la afirmación de los estados absolutos.
Las teorías políticas que habían comenzado a responder a la necesidad del pragmatismo político
‒principalmente el pensamiento de Machiavelli‒ comenzaron a separar la esfera política de la religiosa y eclesiástica. De hecho, la afirmación del principado y del estado moderno significó que las sociedades católicas de la Contrarreforma tuvieron que enfrentarse a la autonomía objetiva y la falta de escrúpulos de la política. Hubo escritores que evidenciaron pragmatismo político o, si se prefiere, ese maquiavelismo práctico que estuvo constantemente presente en la otra cara de la Contrarreforma. Los hombres de acción dieron sugerencias con las que demostraron su creencia en la verdad de la afirmación de Francesco Guicciardini de que “el poder político no puede ser ejercido según los dictados de la buena conciencia”, y de Cosme el Viejo de que “el poder de los estados no se mantiene con Padrenuestros”.
Entre los intelectuales católicos que lograron satisfacer la necesidad de pragmatismo en la gestión de los estados, encontramos a Giovanni Botero (1544-1617). Obligado a abandonar la Compañía de Jesús en 1580 debido a desacuerdos con sus superiores, entró al servicio del cardenal de Milán, Carlo Borromeo. Su obra principal, Della ragion di stato (Sobre la razón de estado), fue publicado en Venecia en 1589. La obra no se refería a un modelo principesco estrictamente italiano, sino a la forma de estado dominante en Europa a finales del siglo XVI: el estado monárquico absoluto. Botero mencionó en su tratado la literatura política del siglo XVI que había descrito y discutido de forma realista la política real de los estados desde el punto de vista del arte político puro, los intereses y el mantenimiento de los estados, es decir, de la “raison d’état”. Botero define la razón de estado como “el conocimiento de los medios adecuados para fundar, conservar y expandir el dominio”. Botero pretendía rescatar la razón de estado de su condición de praxis política inmoral e inescrupulosa, y elevarla a la esfera “objetiva”, otorgándole el carácter neutral de la ciencia política.
La razón de estado está vinculada con el nacimiento del estado moderno. En esta etapa, el objetivo de la razón de estado será la formación del estado. Una vez formado, su objetivo será su preservación. La estabilidad de los estados depende de la obediencia de los súbditos y, según Botero, ésta sería lograda mediante las virtudes del príncipe; es decir, mediante la prudencia y el valor políticos. La prudencia debería ser aplicada a la conducción de la guerra; al control del orden interno y la seguridad externa; y a la regulación de las economías monetaria, agrícola y comercial.
Botero ha expandido la razón de estado al terreno económico, abriéndose así a una realidad más avanzada que la de Machiavelli.
El propósito de Botero de considerar la realidad política, de no caer en la idealización vacía del príncipe justo y, por lo tanto, amado, se aprecia en La razón de estado, donde predomina una mentalidad pragmática y se tiene en cuenta el interés del estado. La doctrina de la razón de estado afirma que la seguridad del estado es un requisito de tal importancia que, para garantizarla, los gobernantes se ven obligados a violar las normas jurídicas, morales, políticas y económicas que consideran imperativas mientras la seguridad del estado no se ve amenazada. La razón de estado es la necesidad de seguridad estatal que impone cierta conducta a los gobernantes. Los pensadores del siglo XVI acabaron convenciéndose de que la política puede ser reducida al conjunto de métodos, medios y decisiones establecidos por los gobiernos, independientemente de las leyes morales y de los principios morales que las sustentan.
En los estados del siglo XVI, la norma que permitía excepciones a la ley y la moral durante un estado de excepción, parece haberse convertido en la práctica habitual de los gobiernos. En Francia, precisamente en el contexto de la afirmación del poder central del estado, con Enrique IV y posteriormente con el cardenal Richelieu, la literatura política se orientó hacia el pragmatismo político. Posteriormente, el cardenal Le Bret (1558-1655) argumentó en De la souveraineté du roi (Sobre la soberanía del rey) (1632) que la utilidad pública, entendida como el interés del estado, debía prevalecer sobre cualquier otra consideración.
La Europa absolutista del siglo XVII estaba a punto de dejar de lado el problema ético, sin resolverlo. La razón de estado italiana y maquiavélica que los escritores de la Contrarreforma habían intentado dominar y exorcizar, fue evocada en el siglo XVII por Gabriel Naudé (1600-1653) en una publicación clandestina titulada Considérations politiques sur les coups d’état (Consideraciones políticas sobre los golpes de estado) (1632). Fue una obra escrita en la Roma barberiniana, escenario de las maniobras de los embajadores de todos los estados católicos: un texto de franqueza provocadora al enumerar los crímenes cometidos por los gobiernos en nombre del interés del estado. Naudé ni siquiera intentó juzgar estos crímenes desde un punto de vista moral o religioso: la eficacia de la acción política era el único criterio para juzgar la política.
Así es como se ha establecido una doble moral, al juzgar las mismas acciones cuando son llevadas a cabo por el estado, y cuando son cometidas por ciudadanos particulares. Esta doble moral, condenada sin apelación por Murray Newton Rothbard, lleva a considerar como legítimos ciertos actos realizados por el estado y sus funcionarios, los que serían considerados delitos si fueran cometidos por ciudadanos particulares.
El estado, nacido en los albores de la era moderna para las necesidades de pacificación y protección del pueblo, se ha convertido, como escribe Rothbard en Por una nueva libertad, en “el agresor supremo, eterno y mejor organizado contra las personas y los bienes de la masa del público”.
Traducción: Ms. Lic. Cristian Vasylenko








