He sido calificado como “activista antivacunas” en un artículo Olavo Amaral, médico, escritor y profesor de la UFRJ (Universidad Federal de Río de Janeiro), publicado en Nexo Jornal, importante medio de comunicación brasileño. El artículo, titulado La venganza silenciosa de la hidroxicloroquina, reconoce finalmente la innegable eficacia de la hidroxicloroquina contra el covid-19.
Ya no era posible ignorar los 418 estudios clínicos sobre la hidroxicloroquina, ni seguir repitiendo frases prefabricadas como “demostrada ineficacia”, como los medios de comunicación guiados por comunicadores científicos pro-Big Pharma pagos o seguidores ingenuos, habían insistido en hacer desde el comienzo de la pandemia.
Después de todo, se trataba de un estudio de la Universidad de Oxford, una de las instituciones más prestigiosas del mundo. Se trataba de un estudio doble ciego controlado con placebo, que confirmaba los hallazgos de otros estudios “standard de oro” de universidades respetadas como Harvard. En otras palabras, la eficacia de la HCQ contra el covid-19 alcanzó el nivel de evidencia más alto posible, algo que –por ejemplo– 89% de los tratamientos standard en cardiología no logra. Ignorar este avance ya no era una opción.
Pero no estoy aquí para hablar de la hidroxicloroquina ni de ningún otro tratamiento contra el covid-19. Ya lo hice durante el pico de la pandemia, explicando en detalle que, según el análisis de riesgo-beneficio, siempre valió la pena y demostró ser más que eficaz. Tampoco estoy aquí para analizar en detalle el artículo de Amaral ni la reacción histérica que provocó. Quiero centrarme únicamente en la etiqueta despectiva. Así que volvamos a la paradoja.
Cuando en el artículo Amaral me llama “activista antivacunas”, enlaza a una charla que di recientemente en el congreso de MPV (Doctors for Life y FLCCC) Frontline Covid-19 Critical Care Alliance.
Pasé a utilizar el humor como herramienta para amplificar el mensaje, basándome en estudios oficiales de las vacunas Pfizer y Moderna, junto con otros efectuados e investigaciones sólidas. Al final, se convirtió en una rutina de monólogos sobre las vacunas contra el covid. El tema que elegí fue “la indecisión ante las vacunas”, explicando que yo experimenté ésto cuando se trata de estas vacunas. Curiosamente, compartí que al ver los resultados de la antigua vacuna BCG contra el covid, fui a un centro de salud a pedirla, pero se negaron a dármela. Finalmente, expliqué que estaba absolutamente abierto a escuchar contraargumentos de cualquiera que intentara convencerme de que vale la pena ponerse estas vacunas.
El video de la charla fue publicado en mi Instagram y en mi X (antes Twitter). En Instagram, obtuvo 7.000 visitas. En X, tuvo más de 160 compartidos. ¿El resultado? Ni una sola persona apareció con un comentario que intentara explicar por qué, basándose en un análisis de riesgo-beneficio, valdría la pena ponerse las vacunas.
Nota: Para aquellos que prefieren el texto o enfrentan una barrera del idioma, muchos de los datos que utilicé en la charla también estaban incluidos en un artículo anterior mío: Crónicas de un izquierdista no vacunado.
El poder de las grandes farmacéuticas
He escrito mucho sobre el poder de las grandes farmacéuticas, pero nunca deja de sorprenderme. Si hay algo que he aprendido en los últimos cuatro años, es la enorme influencia que ejerce esta industria. Para que se hagan una idea, aquí van algunos datos: las grandes farmacéuticas cuentan con la mayor maquinaria de lobby del mundo. Recientemente, el BMJ (British Medical Journal) publicó un artículo en el que se afirmaba sin ambages que la “medicina basada en la evidencia” no es más que una ilusión. En el artículo, los autores explican cómo, en pos de las ganancias, la industria farmacéutica corrompe a los gobiernos, a gran parte del mundo académico, a las revistas científicas y a la investigación, al tiempo que persigue a sus críticos.
En su vida diaria, una persona normal podría querer saber si un producto farmacéutico –como una vacuna o un medicamento– es bueno, eficaz y seguro. Naturalmente, se fijaría por ejemplo en lo que recomiendan las agencias reguladoras. Pero miren ésto: la EMA (Agencia Europea de Medicamentos) recibe 89% de su financiamiento directamente de la industria farmacéutica. ¿La FDA en Estados Unidos? 65%. La OMS (Organización Mundial de la Salud) también está financiada por las grandes farmacéuticas. En esencia, las agencias reguladoras no son más que oficinas de marketing para la industria farmacéutica.
¿Y las revistas científicas? También son herramientas de marketing, como explicó Richard Smith, quien fuera editor del BMJ durante 25 años.
Y la industria domina fácilmente a la prensa. Mire estos números: 70% de todos los ingresos publicitarios de la televisión abierta estadounidense proviene de las grandes farmacéuticas. Déjeme explicarlo de otra manera: los anunciantes de bienes raíces, bancos, McDonald’s, líneas aéreas, automotrices, cervecerías, electrodomésticos, supermercados, todos combinados, representan sólo 30% del total. El otro 70% proviene de las grandes farmacéuticas. Ahora bien, ¿cree que eso podría influir en las líneas editoriales?
Las grandes farmacéuticas también tienen un don histórico para controlar a los periodistas especializados. ¿Sepultar escándalos? Eso es rutina.
Las grandes farmacéuticas incluso patrocinan sociedades médicas y una institución recientemente establecida: los verificadores de hechos. ¿Cursos de periodismo científico? Las grandes farmacéuticas también los imparten.
Pero no acaba ahí. El dominio de la industria es tan amplio, que las grandes farmacéuticas obligaron al gobierno de Estados Unidos, a través de la Casa Blanca, a censurar a los críticos de las grandes corporaciones imperialistas. Las plataformas de las grandes tecnológicas como Facebook, Twitter, Instagram, etc., obedecieron y prohibieron a los denunciantes.
En Estados Unidos nunca han experimentado una dictadura. La libertad de expresión siempre ha representado, tal vez incluso definido, su valor democrático fundamental. Y, sin embargo, la Casa Blanca censuró a los críticos de las empresas farmacéuticas estadounidenses.
¿Todavía no entiende la gravedad de ésto? Déjeme ponerlo en perspectiva. En Estados Unidos, la libertad de expresión es tomada tan en serio, que hasta es tolerado que la gente marche por las calles con banderas nazis. Pero decidieron censurar a los críticos de los productos de las grandes farmacéuticas.
Para ilustrar aún más el dominio absoluto de las grandes farmacéuticas, recientemente la JAMA desmanteló otro mito en torno de la institución llamada “ciencia”. Un estudio reveló que la industria farmacéutica pagó más de U$S 1.000 millones entre 2020 y 2022 a los revisores de las revistas científicas más influyentes. En otras palabras, el tan cacareado proceso de “revisión por pares” no es más que un mecanismo para promover productos patentados y suprimir los resultados de alternativas no lucrativas. “Afecta a lo que se publica”, dijo la Dra. Adriane Fugh-Berman de la Universidad de Georgetown. ¿Y usted cree que U$S 1.000 millones son insignificantes, incapaces de influir en los resultados?
Históricamente, las grandes farmacéuticas siempre se han salido con la suya, y nadie ha sido encarcelado. ¿Por qué actuarían de repente de manera ética y honesta durante el covid-19, especialmente cuando la víctima es usted? ¿Necesita ejemplos y números para respaldar ésto?
Cuando no eran rentables, las grandes farmacéuticas han enterrado sistemáticamente tratamientos efectivos. Para promocionar el AZT, ocurrió con los tratamientos contra el sida, con los medicamentos contra el Alzheimer, y con la crisis de los opiáceos, que dejó 500.000 muertos porque era lucrativa. Ocurrió con Vioxx, que mató a 27.000 personas. Y no lo olvidemos: las grandes farmacéuticas vendieron a sabiendas productos contaminados con el virus del sida porque estaban en stock y eran rentables. Sí, ha oído bien: el fabricante lo sabía, las autoridades lo sabían, y todos decidieron encubrirlo.
¿Y qué hay de los escándalos con consecuencias legales en Estados Unidos? ¿Sabe Ud. qué empresa pagó la mayor multa corporativa de la historia? ¿Cree que fue Enron? ¿El esquema piramidal de Bernie Madoff? ¿La crisis financiera mundial provocada por Lehman Brothers? ¿Quizás Boeing, con esos dos aviones 737 MAX que cayeron y otro que perdió una puerta en pleno vuelo? Ninguna de las anteriores. Son un juego de niños comparado con el poseedor del record: Pfizer. Según el Departamento de Justicia de Estados Unidos, Pfizer fue multada con U$S 2.300 millones por marketing fraudulento. Pero, por supuesto, ésto apenas hizo mella en sus ganancias, dados sus U$S 100.000 millones en ingresos sólo en 2022.
Y Ud., que estuvo distraído durante la pandemia, podría asumir que estoy sacando esta información de oscuros sitios de conspiración, ¿verdad? Consulte mis fuentes. La primera hace referencia a una película biográfica que ganó tres Oscar. La segunda envía a los lectores al Huffington Post. La tercera, al Washington Post. La cuarta, a una serie biográfica en Netflix. La quinta, a la revista Istoé. El sexto, a The New York Times. ¿Y el séptimo? Directamente al sitio web del Departamento de Justicia de Estados Unidos, todos ellos medios de comunicación respetados o de gran difusión. Nada de esto proviene del canal de Telegram de Carlos Bolsonaro, ni de un programa de Alex Jones.
Entonces, vayamos a la paradoja
Con control absoluto sobre absolutamente todas las instituciones y narrativas, ¿cómo han resultado las cosas para aquellos que decidieron no vacunarse contra el covid-19? Según un estudio reciente publicado en Nature, titulado “Actitudes discriminatorias contra las personas no vacunadas durante la pandemia”, la población en general considera a los no vacunados como “poco inteligentes e incompetentes”. Ésto ha alimentado el prejuicio contra ellos; prejuicio que, curiosamente, ha superado el estigma que enfrentan las personas que han cumplido condena en prisión.
En otras palabras: idiotas. Creen que somos terraplanistas, que el alunizaje nunca ocurrió, o que criaturas reptiles disfrazadas de humanos caminan entre nosotros.
Esta percepción ha sido diseñada por expertos, de manera muy similar a lo que hace el médico más famoso de Brasil, Drauzio Varella, con su destacada plataforma en las cadenas de televisión más importantes del país. Desestima con indiferencia a quienes rechazaron las vacunas, como “ignorantes”.
Ahora, pónganse en el lugar de la persona promedio. Enciende la televisión y los expertos, contratados por las grandes farmacéuticas, elogian las vacunas como fantásticas. Abre el periódico y explican que son seguras y eficaces. Visita los sitios web de la OMS, la FDA o la EMA, y ven entusiastas recomendaciones. Revisan la página de una asociación médica y está todo ahí, expuesto: las vacunas son maravillosas. No se le pasa por la cabeza ni una sola duda, porque todo lo crítico ha sido censurado en YouTube, Instagram y los medios tradicionales.
Entonces para esta persona, ¿rechaza semejante maravilla de la que todos hablan tan bien? Esa persona debe ser un idiota. No hay otra explicación. Con un dominio absoluto, los funcionarios públicos, los jueces y las autoridades electas, imponen mandatos que exigen que todos se vacunen.
Es justo. Ahora, pónganse en mi lugar. Etiquetado como idiota, ¿qué me queda? Defenderme. Y para defenderme, doy una charla repleta de datos de los estudios oficiales sobre las vacunas publicados en The New England Journal of Medicine (la revista científica de mayor impacto mundial), hechos reportados por Reuters, números de la página web de la FDA, de los principales periódicos, y estudios como el de la Clínica Cleveland, el segundo hospital más prestigioso del mundo.
Este estudio demuestra claramente que las vacunas contra el covid-19 nunca fueron un “contrato social”, porque no previenen la infección ni reducen la transmisión. De hecho, los datos apuntan cada vez más a lo contrario: cuantas más dosis de la vacuna haya recibido, mayores serán sus posibilidades de contraer y propagar la enfermedad, incluso a la abuela.
Todo ésto con una dosis de humor. Armado con datos y hechos, lo dejé claro: los verdaderos tontos son los otros.
Sigan la lógica conmigo. Todos quieren llamarme estúpido y restringir mis derechos. Sin embargo, cuando se enfrentan con los datos y con los hechos que presenté, nadie puede reunir los argumentos necesarios para intentar siquiera convencerme de que la relación riesgo-beneficio hace que las vacunas valgan la pena. Además, quieren que me quede callado mientras me llaman ignorante, y que acepte la imposición sin quejarme. ¿Y si me atrevo a defender mi posición de una manera sólida y basada en evidencias? De repente, me etiquetan como “activista antivacunas”. ¿Refutar mis argumentos? Nunca sucede. Pero lo entiendo. No pueden.
Es una paradoja interesante. Me río de eso en estos días, pero para aquellos que no siguen la discusión, esta etiqueta es un insulto grave. El poder de las grandes farmacéuticas es tan inmenso que ha logrado pintar a sus críticos como lunáticos. Después de todo, en la mente del público, “antivacunas” y “terraplanista” son esencialmente el mismo tipo de persona. El problema sólo surge cuando la gente busca nuestros nombres en Google.
¿La parte más fascinante? La misma multitud a la que le resulta fácil insultarme o asumir que soy tonto, me aplaudiría con entusiasmo si estuviera dando una conferencia sobre la corrupción y la mala calidad de los agroquímicos (popularmente llamados pesticidas). Los dueños de esas compañías son los mismos que los de las grandes farmacéuticas; las mismas agencias aprueban ambas, y los mismos tipos de expertos (interesados únicamente en las ventas) las recomiendan, con el mismo objetivo de lucro y de salud. ¿Se imaginan que exista un término como “antipesticidas”, donde alguien que presenta datos deficientes sobre esos productos sea descartado universalmente como loco, que ni siquiera vale la pena escucharlo o responderle?
Entonces, ¿cuál es la diferencia entre pesticidas malos y vacunas malas? Mientras que un veneno es rociado sobre los cultivos, luego se efectúa la cosecha, es transportada en camión al supermercado, es llevada a casa, es sazonada con aceite de oliva y sal, es colocada en la mesa, es comida con cubiertos, y finalmente aterriza en el estómago, el otro se salta todo eso: va directamente al cuerpo a través de una aguja. El beneficio es el mismo.
Para ser claros: no todos los pesticidas son malos, así como no todas las vacunas son malas. Por ejemplo, la BCG y la vacuna contra la rabia son excelentes. Y me pregunto seriamente si algunos de los ataques contra el glifosato se deben simplemente a que la patente del producto expiró.[[1]]
Pero no se preocupen. Claro, a muchas personas las despidieron por no vacunarse, les prohibieron entrar a restaurantes, o les impidieron viajar. A mí no me pasó nada de eso. Estoy aquí para defender a los oprimidos. De cualquier manera, seguiré haciendo algo que me encanta: dar estas charlas. Me encanta dejarlos a todos sin palabras, sintiéndose tontos y sin saber por dónde empezar a refutar. ¡Acéptenlo!
Traducción: Ms. Lic. Cristian Vasylenko
[[1]] Nota del traductor: La absurda batalla contra el glifosato. Para más inri –al decir de los españoles–, averigüe el lector si ésto pudiera tener su origen en el combate aéreo contra las plantaciones de coca en Colombia.