Lo único que debe albergarse hacia la política es desprecio

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    Si hay algo en lo que los políticos son excepcionalmente competentes, es en inducir a las masas a caer en la falsa creencia de un utópico orden colectivo. Con sus promesas, los candidatos hacen creer a la gente que mientras se vote por ellos, la sociedad será más próspera y desarrollada. Y entonces, todos los sueños personales del votante se harán realidad. El país se volverá más rico y más humano, con las mismas oportunidades para todos, y eventualmente la sociedad encontrará un nivel excepcionalmente virtuoso de progreso y evolución.

    De hecho, todo lo que un político necesita hacer para tener éxito en sus intenciones, es prometer un montón de cosas maravillosas a los votantes. Si domina el arte de la oratoria y sabe usar las palabras con competencia y maestría, haciendo llorar a su audiencia cautiva, lo más probable es que tenga una carrera larga y exitosa en política.

    Como el público en general no conoce la verdadera naturaleza y anatomía del estado (ni tiene conocimientos concretos sobre la economía), queda cautivo de las promesas populistas de demagogos ocasionales. Las masas se dejan llevar fácilmente por la falsa idea de que el gobierno produce progreso, desarrollo y prosperidad. Todo lo que la sociedad necesita hacer es poner a las personas adecuadas en los lugares correctos mediante el voto. Entonces sucederá la magia.

    Ésto ocurre, en gran parte, porque las masas fueron inducidas a creer en la fábula de la centralización, sin comprender que es precisamente su opuesto, la descentralización, lo que permite que una sociedad llegue a ser efectivamente próspera, dinámica y funcional. Y la descentralización, en la práctica, no es más que respetar las libertades individuales de las personas, permitiéndoles tomar sus propias decisiones, trabajar donde quieran, con quien quieran, y asignar sus recursos de la forma que consideren más adecuada. En definitiva, es permitir que cada individuo tenga el control de su propia vida.

    Como no entienden realmente el concepto de descentralización, las masas son incapaces de entender efectivamente qué produce progreso, desarrollo y prosperidad. Entonces, quienes comparan sus países pobres con naciones desarrolladas (como Estados Unidos, Nueva Zelanda, Australia, Suiza, Luxemburgo y Chile, entre otros) realmente creen que esos lugares se desarrollaron porque tuvieron la suerte de tener buenos gobiernos, que fueron administrados por buenos políticos. Y eso no podría estar más lejos de la verdad.

    Si los países desarrollados lograron algún grado de progreso y prosperidad, ésto ocurrió porque –en algún momento de su historia– dichas sociedades lograron disfrutar de un grado relativamente amplio de libertad (especialmente en el campo económico). Lo más probable es que ésto se deba al éxito de estas sociedades a la hora de contener las acciones depredadoras del estado, limitando la capacidad de acción, confiscación y regulación del Leviathan. En cualquier país del mundo, cualquier señal de progreso y prosperidad debe muy poco a las acciones de políticos y burócratas. Éstos casos son la excepción y no la regla.

    El problema es que la sociedad presta atención a los políticos. Las masas no prestan atención a los verdaderos engranajes que mueven la sociedad: empresarios, inversores y consumidores. Son los individuos pertenecientes a estos grupos quienes deberían tener poder real y hablar en plataformas frente a multitudes abarrotadas, y no los líderes gubernamentales o agentes políticos que no producen nada. Lamentablemente, la ingenuidad y la falta de conocimiento llevan a las masas a prestar atención y credibilidad a las palabras cautivadoras de populistas carismáticos, que tienen mucho que ganar cuando la sociedad tiene todo que perder.

    De hecho, los políticos no tienen formas o medios eficientes para maximizar el progreso, el desarrollo o la prosperidad (excepto aquellos raros que implementan políticas radicales de liberalización económica extrema). Del mismo modo, no tienen forma de maximizar las libertades individuales, especialmente en las democracias occidentales contemporáneas, que están descaradamente burocratizadas, gobernadas por gobiernos omnipotentes y discrecionales, y controladas por una tiranía cultural políticamente correcta, que se vuelve cada día más despiadada.

    De hecho, es imposible que –dada la estructura titánica del estado moderno– el gobierno haga algo muy diferente a lo que ha hecho durante mucho tiempo: ser una máquina de intercambio de favores entre los poderosos, donde hay mucha malversación, cohecho activo y pasivo, tráfico de influencias, exclusividad de contratos y licitaciones, y consolidación de monopolios y reservas de mercado para grandes corporaciones, entre otras actividades de carácter igualmente pernicioso.

    Sin embargo, es necesario enfatizar que dentro del estado nada de ésto será necesariamente un delito, especialmente cuando los bienes del estado son robados o confiscados por agentes del propio estado, para beneficio exclusivamente personal. Después de todo, cuanto mayor es la escala de corrupción en el estado, mayor es la libertad para actuar a favor de los individuos. Los activos estatales confiscados por sus integrantes –que, en cualquier caso, nunca volverán a sus dueños originales (los ciudadanos robados)– representan recursos que no serán utilizados en actos de censura o represión estatal.

    Además, es mucho mejor tener al estado en total agitación, demasiado ocupado tratando de “arreglarse a sí mismo”, que reprimiendo a la población. En cualquier circunstancia, es preferible que agentes de la policía federal arresten a políticos, que perseguir a ciudadanos comunes y corrientes, que serán detenidos porque han cometido el “delito” de publicar algo “polémico” en las redes sociales, o porque el gobierno cree que lo están haciendo forma parte de alguna conspiración imaginaria para derrocar al gobierno.

    Desafortunadamente, los ciudadanos comunes entienden tan poco sobre la naturaleza del estado y cómo funciona realmente la libertad, que a menudo ven la corrupción como algo negativo y un obstáculo para el progreso. Ésto deriva de la creencia errónea con que se adoctrinara a las masas, de que el gobierno es el agente responsable de producir el progreso. Cuando, en realidad, el estado es el principal obstáculo.

    Una persona ilustrada, por otro lado, por improbable que parezca, celebrará la corrupción y apoyará a los políticos para robar la mayor cantidad de dinero posible de las arcas públicas. Es mejor que los políticos pasen largas vacaciones con sus familias en las Maldivas que en sus oficinas, creando proyectos de ley que socavarán aún más la libertad de expresión o aumentarán aún más la carga fiscal sobre la sociedad productiva. Mucho mejor que el político eficiente es el político derrochador y vagabundo.

    Sin embargo, la creencia irracional y utópica en el estado, nunca lleva a los votantes a aceptar la realidad. La prosperidad y el progreso (en todos los sentidos) sólo son posibles cuando se logra sacar al estado y a los políticos del camino de los agentes productivos. El estado, el gobierno y la clase política, en la gran mayoría de los casos, serán obstáculos, no catalizadores del progreso. Y la propia naturaleza fisiológica del estado, de expandir continuamente su esfera de acción, invariablemente compromete la libertad en todos los niveles.

    Objetivamente hablando, la política nunca es un agente para la adquisición de prosperidad, progreso y desarrollo, sino casi siempre su principal obstáculo. La política es mucho más un teatro para entretener a las masas e incitar a los ciudadanos inflamados por sus pasiones ideológicas a luchar entre sí, que para conducir efectivamente a la sociedad hacia un proyecto concreto de evolución, con resultados prácticos –en cualquier caso, los proyectos colectivistas no tienen sentido, ya que es imposible obtener la adhesión y el consentimiento de toda la población.

    La política es una distracción, un circo, un escenario para charlatanes carismáticos y oportunistas, que logran hacer una carrera y una fortuna hablando ante multitudes de votantes analfabetos en los meetings del partido, que nunca entenderán de manera concreta cómo funciona realmente el mundo.

    En política, si no se es el líder, se es el seguidor. Sin embargo, sólo el líder tiene algo que ganar. Los seguidores pagarán altos impuestos para apoyar al líder, y exigirán que se obedezca un número aún mayor de reglas. El ciudadano común y corriente no tienen nada que ganar con la política.

    Tampoco se beneficiará en absolutamente nada con las políticas estatales. Tendrá que pagar nuevos aranceles, y alícuotas impositivas aún mayores; si no paga el impuesto sobre la renta, el gobierno encontrará una manera de obligarlo a pagar, y tendrá un nuevo conjunto de reglas que obedecer. De lo contrario, será arrestado o tendrá que pagar multas por las infracciones imaginarias cometidas.

    En política, los políticos ganan dinero, beneficios, bonificaciones y una cantidad excepcional de privilegios. Sin embargo, el votante –además de ser quien paga por todo– sólo obtiene a cambio un conjunto cada vez mayor de leyes y reglas que debe obedecer. No hay absolutamente nada en el gobierno que beneficie al ciudadano medio. Lo único que un ciudadano común debería tener por la política, es desprecio. Y eso es por una razón muy sencilla: no tiene ningún sentido entusiasmarse con algo que sólo le hará daño.

     

     

     

     

    Traducido por el Ms. Lic. Cristian Vasylenko

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