
[Capítulo 13 del libro “Teoría del dinero y del crédito”, de Ludwig von Mises].
- Definición de política monetaria[[1]]
Las consecuencias económicas de las fluctuaciones en el valor objetivo de cambio del dinero ejercen una influencia tan significativa en la vida de las comunidades y los individuos que, tan pronto como el estado abandonó el intento de explotar su autoridad monetaria con fines fiscales –y tan pronto como el desarrollo a gran escala de la comunidad económica moderna le permitió ejercer una influencia decisiva sobre el tipo de moneda elegido por el mercado–, pareció obvio considerar la posibilidad de alcanzar ciertos objetivos sociopolíticos influyendo sistemáticamente en estas consecuencias. La política monetaria moderna es esencialmente nueva; difiere fundamentalmente de la actividad estatal previa en el ámbito monetario. En el pasado, una buena gestión monetaria –desde la perspectiva ciudadana– consistía en llevar a cabo la acuñación de monedas para abastecer al comercio con monedas físicas que pudieran ser aceptadas por todos a su valor nominal; y una mala gestión monetaria –también desde la perspectiva ciudadana– equivalía a que el estado traicionara la confianza general que le hubiere sido depositada. Sin embargo, cuando los estados depreciaban su moneda, siempre lo hacían por razones puramente fiscales. El gobierno necesitaba asistencia financiera, eso era todo; no le preocupaban las cuestiones de política monetaria. Las cuestiones de política monetaria se relacionan con el valor objetivo de cambio del dinero. La naturaleza del sistema monetario sólo afecta a la política monetaria en la medida en que involucra cuestiones específicas del valor del dinero; sólo cuando son abordadas estas cuestiones, las características jurídicas y técnicas del dinero cobran relevancia. Las decisiones de política monetaria sólo son comprensibles a la luz de su influencia prevista en el valor objetivo de cambio del dinero. Por lo tanto, constituyen la antítesis de las medidas de política económica que buscan modificar los precios monetarios de productos individuales o grupos de productos.
No todas las cuestiones de valor relacionadas con el valor objetivo de cambio del dinero constituyen una cuestión de política monetaria. Los conflictos de política monetaria también involucran intereses que no se centran principalmente en la modificación del valor del dinero en sí. En la gran lucha en torno de la desmonetización de la plata y la consiguiente variación del tipo de cambio relativo de los dos metales preciosos, el oro y la plata, los propietarios de las minas de plata y los demás protagonistas del patrón dual o patrón plata, no estaban impulsados por los mismos motivos. Mientras que éstos últimos deseaban un cambio en el valor de la moneda para que se produjera un aumento general en los precios de las materias primas, los primeros simplemente buscaban aumentar el precio de la plata como materia prima asegurando –o, más correctamente, recuperando– un amplio mercado para la misma. Sus intereses no eran en absoluto diferentes de los de los productores de hierro o petróleo que buscaban expandir el mercado de hierro o petróleo para aumentar la rentabilidad de sus negocios. Es cierto que se trata de un problema de valor; pero es un problema del valor de las materias primas –el problema de aumentar el valor de cambio de la plata–, no un problema del valor de la moneda.[[2]]
Sin embargo, si bien este motivo ha influido en la controversia cambiaria, ha sido muy secundario. Incluso en Estados Unidos, la región productora de plata más importante, ha resultado importante sólo en la medida en que el generoso estímulo práctico de los magnates de la plata fue uno de los pilares más fuertes de la agitación bimetalista. Sin embargo, la mayoría de los reclutas del bando de la plata no se sentían atraídos por la perspectiva de un aumento del valor de las minas –que les era indiferente–, sino por la esperanza de la disminución del poder adquisitivo de la moneda, de la que se prometían resultados milagrosos. Si el aumento del precio de la plata hubiera podido ser logrado de otra manera que no fuera la extensión de su uso como dinero –por ejemplo, mediante la creación de una nueva demanda industrial–, los mineros habrían estado igualmente satisfechos; pero los agricultores e industriales que abogaban por una moneda de plata no se habrían beneficiado en absoluto. Y entonces, sin duda, habrían transferido su lealtad a otras políticas monetarias. Así, en muchos estados, fue defendida la inflación del papel, en parte como precursor del bimetalismo, en parte en conjunción con el mismo.
Sin embargo, aunque las cuestiones de política monetaria nunca son más que simples cuestiones relativas al valor de la moneda, a veces son disfrazadas, ocultando su verdadera naturaleza a los no iniciados. La opinión pública está dominada por ideas erróneas sobre la naturaleza de la moneda y su valor; los slogans malinterpretados deben sustituir a las ideas claras y precisas. El delicado y complejo mecanismo del sistema monetario y crediticio está envuelto en la oscuridad; los procedimientos de la bolsa son un misterio; la función e importancia de los bancos escapan a la interpretación. Por lo tanto, no es sorprendente que los argumentos presentados en el conflicto de intereses a menudo hayan perdido por completo el hilo. Los consejos se veían oscurecidos por frases enigmáticas, cuyo significado era oculto posiblemente incluso para quienes los pronunciaban. Los estadounidenses hablaban del “dólar de nuestros padres”, y los austriacos, de “nuestro querido y antiguo billete de florines”; la plata, el dinero del hombre común, se enfrentaba al oro, el dinero de la aristocracia. En diversos arrebatos apasionados, muchos tribunos del pueblo prorrumpieron en elogios hacia la plata la que, oculta en profundas minas, aguardaba el momento de salir a la luz para rescatar a la humanidad desdichada que languidecía en su miseria. Y mientras algunos consideraban al oro nada menos que la encarnación misma del principio del mal, otros ensalzaban con más entusiasmo al brillante metal amarillo el que, en sí mismo, merecía ser la moneda de las naciones ricas y poderosas. No parecía que la gente se disputara la distribución de los bienes económicos; al contrario, era como si los metales preciosos compitieran entre sí y contra el papel, por el dominio del mercado. Aun así, sería difícil argumentar que tales luchas de proporciones olímpicas tuvieran su origen en algo más que la cuestión de cambiar el poder adquisitivo de la moneda.
- Instrumentos de política monetaria
El principal instrumento de política monetaria del que dispone el estado es la explotación de su influencia en la elección de la moneda. Ha sido previamente demostrado que la posición del estado como controlador de la actividad de acuñación y emisor de sustitutos monetarios, le ha permitido en la época moderna ejercer decisiva influencia sobre los individuos en la elección del medio de intercambio común. Si el estado utiliza sistemáticamente este poder para obligar a la comunidad a aceptar un tipo específico de moneda, cuyo uso desea por razones de política monetaria, entonces de hecho está llevando a cabo una medida de política monetaria. Los estados que, hace una generación, completaron la transición al patrón oro, lo hicieron por razones de política monetaria. Abandonaron el patrón plata o el patrón dinero-crédito porque reconocieron que el comportamiento del valor de la plata o del dinero-crédito era inadecuado para la política económica que perseguían. Adoptaron el patrón oro porque consideraron que el comportamiento del valor del oro era relativamente el más apropiado para implementar sus políticas monetarias.
Si un país tiene un patrón metálico, la única medida de política monetaria que puede implementar por sí solo es cambiar a otro tipo de moneda. Lo contrario ocurre con el dinero de crédito y el dinero fiduciario. En estos casos, el estado demuestra su capacidad para influir en la fluctuación del valor objetivo de cambio de la moneda, aumentando o disminuyendo su cantidad. Si bien el método es extremadamente rudimentario y es imposible predecir el alcance de sus consecuencias, es fácil de implementar y popular debido a sus drásticos efectos.
- Política inflacionaria
Inflación es la política monetaria que busca aumentar la cantidad de dinero.
La política inflacionaria ingenua exige un aumento de la cantidad de dinero, sin sospechar que ésto disminuirá su poder adquisitivo. Quiere más dinero porque, a su juicio, la mera abundancia de dinero constituye riqueza. ¡Que sea el dinero![[3]] ¡Que el estado “cree” dinero; que enriquezca a los pobres; que los libere de las ataduras de los capitalistas! ¡Qué insensato es abstenerse de aprovechar la oportunidad de hacer ricos y, en consecuencia, felices a todos, una oportunidad que brinda el derecho del estado a crear dinero! ¡Qué erróneo es desaprovechar tal oportunidad simplemente porque sería contrario a los intereses de los ricos! ¡Qué maldad de los economistas afirmar que no está dentro del poder del estado crear riqueza mediante la imprenta! ¿Ustedes, los estadistas, quieren construir ferrocarriles, y se quejan del mal estado del erario público? Pues bien, no rueguen a los capitalistas por préstamos, ni calculen con ansiedad si sus ferrocarriles les generarán lo suficiente como para pagar los intereses y la amortización de sus deudas. Creen dinero y ayúdense.[[4]]
Otros inflacionarios comprenden perfectamente que un aumento en la cantidad de dinero reduce el poder adquisitivo de la unidad monetaria. Pero a pesar de ello se esfuerzan por asegurar la inflación, debido a su efecto sobre el valor de la moneda; desean la depreciación porque quieren favorecer a los deudores frente a los acreedores, y porque quieren fomentar las exportaciones y obstaculizar las importaciones. Otros, por su parte, recomiendan la depreciación por su supuesta capacidad para estimular la producción y fomentar el emprendimiento.
La depreciación de la moneda sólo puede beneficiar a los deudores cuando es imprevista. Si se prevén medidas inflacionarias y una reducción del valor de la moneda, quienes prestan dinero exigirán tipos de interés mayores para compensar su posible pérdida de capital, y quienes solicitan préstamos estarán dispuestos a pagar los tipos de interés más altos porque tienen la perspectiva de una ganancia en su saldo de capital. Dado que, como hemos demostrado, nunca es posible predecir el alcance de la depreciación monetaria, los acreedores, en casos individuales, pueden sufrir pérdidas y los deudores obtener ganancias, a pesar de los mayores tipos de interés exigidos. Sin embargo, en general, a menos que surta efecto de forma repentina e inesperada, ninguna política inflacionaria podrá modificar las relaciones entre acreedor y deudor a favor de este último aumentando la cantidad de dinero.[[5]] Para evitar pérdidas, quienes prestan dinero se verán obligados a otorgar sus préstamos en una moneda de valor más estable que la de su país y, además de la compensación que consideran por la posible depreciación de la moneda y la pérdida esperada por ésta, a incluir en el tipo de interés que cobran una prima adicional por el riesgo de una depreciación adicional menos probable. Y si quienes solicitan crédito se inclinaran a negarse a pagar esta compensación adicional, la reducida oferta en el mercado crediticio los obligaría a hacerlo. Durante la inflación de posguerra, se observó una disminución de los depósitos de ahorro debido a la renuencia de las cajas de ahorro a ajustar los tipos de interés a las fluctuaciones del poder adquisitivo de la moneda.
Ya ha sido demostrado en el capítulo anterior que es un error pensar que la depreciación de la moneda estimula la producción. Si las condiciones específicas de una depreciación dada son tales que la riqueza es transferida de los pobres a los ricos, entonces es seguro que será fomentado el ahorro (y, en consecuencia, la acumulación de capital); que, en consecuencia, se estimulará la producción; y, por lo tanto, que aumentará el bienestar de la posteridad. En períodos anteriores de la historia económica, una inflación moderada pudo haber tenido este efecto en ocasiones. Sin embargo, a medida que el desarrollo del capitalismo convirtió los préstamos monetarios (depósitos bancarios y de ahorro, y valores, especialmente bonos al portador y cédulas hipotecarias) en los instrumentos más importantes del ahorro, la depreciación necesariamente puso en mayor peligro la acumulación de capital, disminuyendo la motivación para ahorrar. En términos similares, el capítulo anterior explicó cómo la depreciación de la moneda promueve el consumo de capital al falsear el cálculo económico; cómo el surgimiento de una bonanza creada por esta depreciación es una ilusión; y cómo la depreciación monetaria afecta realmente al comercio exterior.
Un tercer grupo de inflacionarios no niega que la inflación implique serias desventajas. Sin embargo, consideran que existen objetivos de política económica más elevados e importantes que un sistema monetario sólido. Sostienen que, si bien la inflación puede ser un gran mal, no es el mayor; y que el estado puede, en determinadas circunstancias, encontrarse en una posición en la que convendría oponer el menor mal de la inflación a males mayores. Cuando está en juego la defensa de la patria contra los enemigos –o el rescate de los hambrientos de la hambruna–, se dice que hay que dejar que la moneda se arruine a toda costa.
En ocasiones, este tipo de inflación condicional es sustentada en el argumento de que la inflación constituye una forma de tributación aconsejable en determinadas circunstancias. En ciertas condiciones, según este argumento, es mejor cubrir el gasto público mediante una nueva emisión de billetes, que aumentando la carga fiscal o endeudándose. Éste fue el argumento esgrimido durante la guerra, cuando había que cubrir los gastos del ejército y la marina. Y éste fue el argumento esgrimido en Alemania y Austria después de la guerra, cuando era necesario abastecer a una parte de la población con alimentos baratos, así como afrontar las pérdidas en el funcionamiento de los ferrocarriles y otras empresas públicas, y realizar reparaciones. Siempre es invocada la ayuda contra la inflación cuando un gobierno no está dispuesto a aumentar los impuestos o no puede obtener un préstamo; esa es la verdad. El siguiente paso es preguntarse por qué no pueden o no quieren emplear los dos métodos habituales de recaudación de fondos para fines públicos.
Sólo es posible recaudar impuestos altos cuando quienes soportan la carga tributaria están de acuerdo en el propósito para el que deben ser gastados los fondos así recaudados. Cabe señalar aquí que cuanto mayor sea la carga tributaria total, más difícil será engañar a la opinión pública sobre la imposibilidad de recaer toda la carga tributaria sobre la pequeña clase más adinerada de la comunidad. La imposición de impuestos a los ricos o a la propiedad afecta a toda la comunidad, y sus consecuencias finales para las clases más pobres suelen ser más graves que los efectos de la imposición de impuestos a toda la comunidad. Estas implicancias pueden ser más difíciles de ser comprendidas cuando la tributación es baja; pero cuando es alta, es difícil que pasen desapercibidas. Además, es indudable que es prácticamente imposible extender el sistema de “impuestos sobre la propiedad” más allá del implementado por los países inflacionarios, y que la imposición de impuestos más altos no podría haber sido ocultada lo suficiente como para asegurar el apoyo popular continuo.
¿Quién duda de que los pueblos beligerantes de Europa se habrían cansado de la guerra mucho más rápidamente si sus gobiernos hubieran presentado, en ese momento, con claridad y franqueza, la contabilidad de sus gastos bélicos? En ningún país europeo el bando beligerante se atrevió a imponer impuestos a las masas de forma considerable para cubrir los costos de la guerra. Incluso en Inglaterra, el clásico país de la “moneda sólida”, fue puesta en marcha la imprenta. La inflación tenía la gran ventaja de evocar una apariencia de prosperidad económica y aumento de la riqueza, de falsear los cálculos realizados en términos monetarios y, por lo tanto, de ocultar el consumo de capital. La inflación generó falsas ganancias para empresarios y capitalistas, ganancias que podían ser consideradas como ingresos y estar sujetas a impuestos particularmente altos sin que el público en general –o, a menudo, incluso los propios contribuyentes– se dieran cuenta de que parte de su capital estaba siendo gravado. La inflación desvió la furia popular hacia los “especuladores” y los “aprovechadores”. Así, resultó ser un excelente recurso psicológico para la política destructiva y aniquiladora de la guerra.
Lo que fue iniciado por la guerra, fue continuado por la revolución. El estado socialista o semisocialista necesita dinero para llevar a cabo empresas no remuneradas, dar sustento a los desempleados y proporcionar alimentos baratos al pueblo. Este estado tampoco puede obtener los recursos necesarios mediante impuestos. No se atreve a decirle la verdad al pueblo. El principio estatal-socialista de administrar los ferrocarriles como una institución estatal, perdería rápidamente su popularidad si, por ejemplo, se propusiera un impuesto especial para cubrir sus pérdidas operativas. Y los pueblos alemán y austriaco habrían comprendido más rápidamente de dónde provenían los recursos que abarataban el pan, si ellos mismos hubieran tenido que proporcionarlos en forma de un impuesto al pan. Del mismo modo, el gobierno alemán –que optó por la “política de obediencia” en contra de la mayoría del pueblo alemán– no pudo proveerse de los medios necesarios, salvo mediante la impresión de billetes. Y cuando la resistencia pasiva en la cuenca del Ruhr generó la necesidad de enormes sumas de dinero, dichas sumas, también por razones políticas, sólo pudieron ser obtenidas con la ayuda de la prensa.
Un gobierno siempre se ve obligado a recurrir a medidas inflacionarias cuando no puede negociar préstamos ni se atreve a recaudar impuestos, pues teme que su política pierda la aprobación si revela prematuramente las consecuencias financieras y económicas generales. Así, la inflación se convierte en el recurso psicológico más importante de cualquier política económica, cuyas consecuencias deben ser ocultadas; y, en este sentido, puede ser considerada un instrumento impopular de política; es decir, antidemocrática, pues, al engañar a la opinión pública, posibilita la persistencia de un sistema de gobierno que no tendría ninguna esperanza de obtener el consentimiento del pueblo si le fueran presentadas a éste las circunstancias con claridad. Esta es la función política de la inflación. Esta función explica por qué la inflación siempre ha sido un recurso importante en las políticas de guerra y revolución, y también explica por qué la encontramos al servicio del socialismo. Cuando los gobiernos no consideran necesario ajustar sus gastos a sus ingresos, y se arrogan el derecho de compensar los deficits mediante la emisión de billetes, su ideología es simplemente absolutismo disfrazado. Los diversos objetivos que persiguen los inflacionarios exigen que las medidas inflacionarias sean implementadas de diversas maneras. Si se desea que la depreciación favorezca al deudor frente al acreedor, el problema radica en atacar inesperadamente los intereses del acreedor. Como hemos demostrado, en la medida en que sea previsible, una depreciación esperada sería incapaz de cambiar la relación entre acreedores y deudores. Una política orientada a una devaluación progresiva de la moneda no beneficia a los deudores.
Si, por el contrario, se desea que la depreciación “estimule la producción” y facilite las exportaciones y dificulte las importaciones en relación con otros países, debe tenerse presente que el nivel absoluto del valor de la moneda –su poder adquisitivo en términos de bienes y servicios, y su tipo de cambio frente a otras monedas– es irrelevante para el comercio exterior (así como para el comercio interior); el valor de cambio objetivo de la moneda influye en las actividades comerciales sólo mientras éstas estén en curso. Los “efectos beneficiosos” de la depreciación de la moneda sobre el comercio sólo duran mientras la depreciación no haya afectado a todos los bienes y servicios. Una vez completado el ajuste, estos “efectos beneficiosos” desaparecen. Si se desea mantener dichos efectos de forma permanente, es necesario recurrir continuamente a nuevas reducciones del poder adquisitivo de la moneda. No basta con reducir el poder adquisitivo de la moneda mediante un conjunto de medidas, como erróneamente suponen numerosos autores inflacionarios; sólo una disminución progresiva del valor de la moneda podría lograr sus objetivos de forma duradera.[[6]] Pero un sistema monetario que cumpla estos requisitos nunca podrá ser concretado.
Claramente, la verdadera dificultad no reside en que una disminución progresiva del valor del dinero deba alcanzar pronto cantidades tan pequeñas que ya no satisfagan las necesidades del comercio. Dado que el sistema de cálculo decimal es habitual en la mayoría de los sistemas monetarios actuales, incluso los segmentos más ingenuos del público no tendrían dificultad con el nuevo cálculo al adoptarse un sistema de unidades mayores. Podríamos imaginar fácilmente un sistema monetario en el que el valor del dinero disminuyera constantemente a la misma tasa proporcional. Supongamos que el poder adquisitivo de este dinero, debido a variaciones en sus determinantes, disminuye a lo largo de un año en una centésima parte de su valor inicial. Los niveles del valor del dinero en cada nuevo año constituyen, por lo tanto, una serie geométrica decreciente. Si fijamos el valor del dinero al comienzo del primer año en 100, la tasa de disminución equivale a 0,99, y el valor del dinero al final del enésimo (n) año equivale a “100 × 0,99n–1”. Tal progresión geométrica convergente produce una serie infinita, cuyos miembros siempre están relacionados con el siguiente en una proporción de 100:99. Podríamos imaginar fácilmente un sistema monetario basado en este principio; quizás incluso con mayor facilidad si aumentáramos la proporción, por ejemplo, a 0,995 o incluso a 0,9975.
Sin embargo, por muy capaces que seamos de imaginar tal sistema monetario, ciertamente no está en nuestras manos crearlo. Conocemos los determinantes del valor del dinero, o creemos conocerlos. Pero no estamos en condiciones de someterlos a nuestra voluntad. Porque carecemos del requisito más importante para ello: simplemente desconocemos la importancia cuantitativa de las variaciones en la cantidad de dinero. No podemos calcular la intensidad con la que variaciones cuantitativas concretas en la proporción entre la oferta y la demanda de dinero influyen en las valoraciones subjetivas de los individuos y, a través de estas valoraciones, indirectamente en el mercado. Ésto sigue siendo un asunto de gran incertidumbre. Al emplear cualquier medio para influir en el valor de una moneda, corremos el riesgo de aplicar la dosis equivocada. Ésto es aún más importante porque, en realidad, ni siquiera es posible medir los cambios en el poder adquisitivo de una moneda. Por lo tanto, incluso si pudiéramos indicar aproximadamente la dirección en la que deberíamos trabajar para obtener el cambio deseado, aún no tenemos nada que nos diga hasta dónde debemos llegar; y nunca podremos descubrir dónde nos encontramos ya, qué efectos ha generado nuestra intervención, ni cómo esos efectos son proporcionales a los efectos que deseamos.
En este punto, no debe subestimarse en absoluto el peligro que supone exagerar una influencia arbitraria –una influencia política, es decir, aquella resultante de la intervención consciente de organizaciones humanas– sobre el valor de una moneda, especialmente en el caso de una disminución de su valor. Grandes cambios en el valor de una moneda dan lugar al peligro de que el comercio se emancipe de la moneda sujeta a la influencia estatal, y elija una moneda propia. Sin embargo, sin llegar tan lejos, aún es posible eliminar todas las consecuencias de las fluctuaciones en el valor del dinero si las personas involucradas en la actividad económica reconocen claramente que el poder adquisitivo del dinero disminuye constantemente y actúan en consecuencia. Si, en todas las transacciones comerciales, consideran lo que posiblemente será el valor de cambio objetivo del dinero en el futuro, serían eliminados todos los efectos sobre el crédito y el comercio. A medida que los alemanes comenzaron a calcular en términos de oro, también una mayor depreciación se volvió incapaz de alterar la relación entre acreedor y deudor, o incluso de influir en las transacciones comerciales. Al pasar al cálculo en términos de oro, la comunidad se liberó de la política inflacionaria; y, finalmente, incluso el gobierno se vio obligado a reconocer el oro como base de cálculo.
Un peligro inherente a todo intento de implementar una política inflacionaria es el riesgo de exceso. Una vez aceptado el principio de que es posible, admisible y deseable tomar medidas para “abaratar” la moneda, estallará de inmediato la más violenta y enconada controversia sobre hasta qué punto debe ser llevado a cabo este principio. Las partes interesadas discreparán no sólo sobre las medidas que aún quedan por tomar, sino también sobre los resultados de las que ya fueron adoptadas. Sería imposible adoptar medidas inflacionarias sin una violenta controversia. Sería prácticamente imposible considerar consejos de moderación. Y estas dificultades surgen incluso cuando se intenta garantizar lo que los inflacionarios llaman los efectos beneficiosos de una única depreciación aislada. Incluso en el caso, por ejemplo, de ayudar a la “producción” o a los deudores tras una crisis grave mediante una única depreciación del valor de la moneda, los mismos problemas siguen sin ser resueltos. Éstas son dificultades que deben ser tenidas en cuenta en todas las políticas destinadas a reducir el valor de la moneda.
La inflación continua, consistente e ininterrumpida, acabará conduciendo al colapso. El poder adquisitivo de la moneda disminuirá cada vez más, hasta la completa desaparición de la moneda. Es cierto que cabe imaginar un proceso interminable de depreciación. Podemos imaginar que el poder adquisitivo de la moneda disminuya cada vez más, sin desaparecer por completo, y que los precios suban continuamente sin que sea imposible obtener bienes a cambio de billetes. Ésto llevaría eventualmente a una situación en la que incluso las transacciones minoristas serían estimadas en millones y miles de millones, e incluso cifras mayores; pero el sistema monetario mismo seguiría existiendo.
Pero tal situación imaginaria es difícilmente posible. A largo plazo, una moneda que se depreciara continuamente no tendría utilidad comercial. No podría ser utilizada como patrón para pagos diferidos. Para todas las transacciones en las que no fuesen intercambiados bienes o servicios por dinero físico, habría que buscar otro medio. De hecho, una moneda que se deprecia continuamente se vuelve inútil incluso para las transacciones en efectivo. Todos intentan minimizar sus reservas de efectivo, que son una fuente de pérdidas continuas. El dinero recibido es gastado tan rápido como sea posible; y en las adquisiciones efectuadas para obtener bienes con valor estable en lugar de la moneda depreciada, serán acordados [convalidados] precios aún más altos que lo que serían de otro modo, según las condiciones actuales del mercado. Cuando son adquiridos bienes innecesarios –o al menos, no percibidos como tales– para evitar la tenencia de billetes, el proceso de expulsarlos de su uso como medio de intercambio general ya ha comenzado. Éste es el comienzo de la “desmonetización” de los billetes. El proceso se acelera por su naturaleza de pánico. Puede ser posible calmar los temores del público una, dos, quizás incluso tres o cuatro veces. Pero la situación debe seguir eventualmente su curso, y entonces no hay vuelta atrás. Una vez que la depreciación avanza tan rápidamente que los vendedores deben calcular pérdidas considerables incluso si reponen lo vendido lo antes posible, la situación de la moneda es desesperada.
En todos los países donde la inflación ha sido rápida, se ha observado que la caída del valor de la moneda ha ocurrido más rápidamente que el aumento de su cantidad. Si m representa la cantidad nominal de moneda presente en el país antes del inicio de la inflación; P, el valor de la unidad monetaria en términos de oro; M, la cantidad nominal de moneda en un momento dado durante la inflación; y p, el valor en oro de la unidad monetaria en ese momento; entonces, como ha sido a menudo demostrado mediante simples investigaciones estadísticas, mP > Mp. Ésto ha sido intentado para demostrar que la moneda se ha depreciado demasiado rápido, y que el nivel del tipo de cambio no está justificado. Varias personas han llegado a la conclusión de que la teoría cuantitativa es obviamente falsa, y que la depreciación de la moneda no puede ser el resultado de un aumento en su cantidad. Otros admitieron la veracidad de la teoría cuantitativa en su forma primitiva y argumentaron a favor de la permisibilidad, o incluso la necesidad de continuar aumentando la cantidad de dinero en el país, hasta que su valor total en oro se restablezca al nivel anterior al inicio de la inflación, es decir, hasta que Mp = mP.
No es difícil de descubrir el error oculto en todo ésto. Podemos ignorar por completo el hecho mencionado de que los tipos de cambio (incluido el tipo de cambio del oro en lingotes) se mueven antes que el poder adquisitivo de la unidad monetaria, expresado en precios de las materias primas. Por lo tanto, la media áurea no debe ser tomada como base de las operaciones, sino el poder adquisitivo en términos de materias primas el que, por regla general, no habrá disminuido en la misma medida que se ha reducido la media áurea. Incluso esta forma de cálculo, en la que P y p no representan el valor en términos de oro, sino el poder adquisitivo en términos de materias primas, daría por regla general el resultado mP > Mp. Sin embargo, cabe señalar que, a medida que continúa la depreciación de la moneda, la demanda de dinero (es decir, del tipo de moneda en cuestión) comienza a disminuir gradualmente. Cuando la pérdida de riqueza es sufrida en proporción con el tiempo en que es mantenido el dinero en mano, se intenta reducir las tenencias de efectivo tanto como sea posible. Ahora bien, si cada individuo, incluso si sus circunstancias permanecen inalteradas, ya no desea mantener sus reservas de efectivo al mismo nivel que antes de la inflación, la demanda de dinero en toda la comunidad –que sólo puede ser el agregado de las demandas individuales– también disminuye. Además, a medida que el comercio comienza gradualmente a utilizar moneda extranjera y oro real en lugar de billetes, las personas comienzan a mantener parte de sus reservas en moneda extranjera y oro, en lugar de billetes.
La especulación anticipa una caída prevista del valor de la moneda, de modo que ésta tiene un valor presente inferior al que correspondería a la relación entre su oferta y demanda inmediatas. Los precios solicitados y ofertados no están relacionados con la cantidad actual de moneda en circulación ni con la demanda actual de moneda, sino con las circunstancias futuras. El curso de los acontecimientos es anticipado por los precios de pánico que son pagados cuando las tiendas se llenan de compradores ansiosos por conseguir algo mientras puedan, así como por las tasas de pánico que son alcanzadas en el tipo de cambio cuando las divisas y los valores que no representan un derecho a cantidades fijas de dinero, suben bruscamente. Pero no hay suficiente dinero disponible para pagar los precios que corresponden a la presunta oferta y demanda futuras de dinero. Y así resulta que el comercio sufre escasez de billetes, porque no hay suficientes dinero disponible para cumplir con los compromisos adquiridos. El mecanismo del mercado que ajusta la demanda y la oferta totales entre sí modificando la tasa de cambio, ya no funciona respecto de la tasa de cambio entre el dinero y otros bienes económicos [poder adquisitivo]. Las empresas sufren significativamente por la escasez de billetes. Una vez que las cosas han llegado a este punto, esta grave situación no tiene solución. Aumentar aún más la emisión de billetes (como muchos recomiendan) sólo empeoraría la situación. Porque, así como ésto aceleraría el crecimiento del pánico, también acentuaría el desajuste entre la depredación y la circulación. La escasez de billetes para las transacciones comerciales es síntoma de una etapa avanzada de inflación; es lo opuesto a la compra y la fijación de precios por pánico, reflejo del optimismo público que, en última instancia, conducirá a la catástrofe.
La emancipación del comercio de una moneda que, por lo tanto, se está demostrando cada vez más inútil, comienza con la expulsión del efectivo de las reservas. La gente empieza, primero, a acumular otras divisas para disponer de bienes comerciables para necesidades futuras imprevistas: quizás dinero de metales preciosos y billetes extranjeros, y a veces también billetes nacionales de otros tipos que tienen mayor valor porque no pueden ser revalorizados por el estado (por ejemplo, el rublo Romanoff en Rusia, o la moneda “azul” de la Hungría comunista); luego, lingotes, piedras preciosas y perlas; incluso pinturas, otros objetos de arte y sellos postales. Un paso más allá es la adopción de moneda extranjera o dinero metálico (es decir, a efectos prácticos, oro) en las transacciones a plazos. Finalmente, cuando la moneda nacional deja de ser utilizada en el comercio minorista, los salarios también deben ser pagados de una forma distinta a la de los inservibles billetes.
El colapso de una política inflacionaria llevada al extremo –como en Estados Unidos en 1781, y en Francia en 1796– no destruye el sistema monetario, sino sólo el dinero de crédito o fiduciario del estado que sobreestimó la eficacia de su propia política. El colapso emancipa al comercio del estatismo, y restablece el dinero metálico.
No es función de la ciencia criticar los objetivos políticos inflacionarios. Si debe ser recomendado o no el favorecimiento del deudor frente al acreedor; la facilitación de las exportaciones y la obstaculización de las importaciones; o el estímulo de la producción mediante la transferencia de riqueza e ingresos a los empresarios; son preguntas que la economía no puede responder. Utilizando únicamente los instrumentos de la teoría monetaria, estas preguntas ni siquiera pueden ser dilucidadas en la medida de lo posible con otros componentes del aparato de la ciencia económica. Sin embargo, hay tres conclusiones que parecen surgir de nuestro examen crítico de las posibilidades de la política inflacionaria.
En primer lugar, todos los objetivos inflacionarios pueden ser logrados –y mejor– mediante otros tipos de intervención en los asuntos económicos, y sin indeseables efectos secundarios. Si se desea un alivio para los deudores, pueden ser declaradas moratorias, o eliminada por completo la obligación de reembolsar los préstamos; si se desean incentivos a la exportación, pueden ser otorgadas bonificaciones a la exportación; si se desea obstaculizar las importaciones, puede simplemente recurrirse a prohibirlas o a imponer gravámenes a la importación. Todas estas medidas permiten la discriminación entre clases sociales, sectores de producción y distritos. Ésto resulta imposible para la política inflacionaria. La inflación beneficia a todos los deudores, incluidos los ricos, y perjudica a todos los acreedores, incluidos los pobres; ajustar la carga de las deudas mediante una legislación especial permite la diferenciación. La inflación fomenta la exportación de todos los bienes, y obstaculiza todas las importaciones; pueden ser aplicadas primas, impuestos y prohibiciones de forma discrecional.
En segundo lugar, no existe ningún tipo de política inflacionaria cuyos efectos puedan ser predichos en cuanto a su alcance. Y, finalmente, la inflación continua debe conducir al colapso.
Por lo tanto, vemos que, considerada puramente como instrumento de política, la inflación es inadecuada. Técnicamente es una mala política, porque es incapaz de lograr plenamente su objetivo, y porque causa consecuencias que no forman parte –o al menos no siempre– de su propósito. El favor de la política inflacionaria se debe únicamente a que sus objetivos e intenciones pueden engañar a la opinión pública durante mucho tiempo. De hecho, su popularidad radica en la dificultad de comprender plenamente sus consecuencias.
- Política restrictiva o política deflacionaria
Debido a los medios más importantes a su disposición, la política que busca aumentar el valor objetivo de cambio del dinero es denominada restrictiva o deflacionaria. De hecho, esta nomenclatura no abarca todas las políticas destinadas a aumentar el valor del dinero. El objetivo de la restricción puede también ser logrado manteniendo fija la cantidad de dinero cuando crece la demanda, o no aumentando suficientemente dicha cantidad. Este método ha sido adoptado a menudo para aumentar el valor del dinero ante los problemas de un patrón de dinero-crédito depreciado; ha sido detenida la expansión de la cantidad de dinero, y la política ha consistido en esperar los efectos del aumento de la demanda sobre el valor del dinero. Siguiendo una práctica generalizada, en la siguiente discusión utilizaremos las expresiones política restrictiva y política deflacionaria para referirnos a todas las políticas destinadas a aumentar el valor del dinero.
La existencia y popularidad de la política inflacionaria se deben a que explota nuevas fuentes de ingresos públicos. Los gobiernos ya habían inflado por razones fiscales mucho antes de que se pensara en justificar su comportamiento desde la perspectiva de la política monetaria. Los argumentos inflacionarios siempre han contado con el sólido respaldo de que las medidas inflacionarias no sólo no suponen una carga para el erario público, sino que de hecho le aportan recursos. Desde una perspectiva fiscal, la política inflacionaria no es sólo la política económica más económica; también constituye, al mismo tiempo, un remedio especialmente eficaz para una situación financiera pública precaria. Sin embargo, el restriccionismo exige sacrificios positivos por parte del erario público cuando es implementado mediante el retiro de billetes de circulación (por ejemplo, mediante la emisión de bonos con interés, o impuestos) y cancelándolos; y, como mínimo, exige que el erario público renuncie a ingresos potenciales, al prohibir la emisión de billetes en un momento de aumento de la demanda de moneda. Ésto por sí sólo bastaría para explicar por qué el restriccionismo nunca ha podido competir con la política inflacionaria.
Sin embargo, la impopularidad del restriccionismo también tiene otras causas. Los intentos de aumentar el valor objetivo de cambio del dinero, en las circunstancias existentes, se limitaron necesariamente a estados individuales o a unos pocos estados. Y, en el mejor de los casos, tenía escasas posibilidades de materializarse simultáneamente a nivel mundial. Ahora bien, desde el momento en que uno o varios países adoptan una moneda con poder adquisitivo creciente, mientras que los demás mantienen una moneda con valor de cambio decreciente o estacionario; o una moneda que, si bien puede estar aumentando de valor, no lo hace en la misma medida, como ha sido anteriormente demostrado, las condiciones del comercio internacional se modifican. En el país cuya moneda se aprecia, exportar se vuelve más difícil e importar más fácil. Pero la mayor dificultad para exportar y la mayor facilidad para importar –en resumen, el deterioro de la balanza comercial– ha sido generalmente considerada como una situación desfavorable y, en consecuencia, ha sido evitada. Ésto por sí solo explicaría adecuadamente la impopularidad de las medidas diseñadas para aumentar el poder adquisitivo del dinero.
Pero más allá de ésto, independientemente de cualquier consideración sobre el comercio exterior, un aumento del valor del dinero no ha sido ventajoso para las clases dominantes. Quienes se benefician inmediatamente con este aumento son todos los individuos con derecho a recibir sumas fijas de dinero. Los acreedores ganan a expensas de los deudores. Es cierto que los impuestos se vuelven más onerosos a medida que aumenta el valor del dinero; pero la mayor parte de esta ventaja no la obtiene el estado, sino sus acreedores. Ahora bien, las políticas que favorecen a los acreedores a expensas de los deudores nunca han sido populares. Los prestamistas han sido objeto de odio en todas las épocas y entre todos los pueblos.[[7]]
En general, el grupo de personas que obtiene sus ingresos exclusiva o principalmente de los intereses del capital prestado a otros, no ha sido particularmente numeroso ni influyente en ningún momento ni en ningún país. Una parte significativa de los ingresos totales procedentes de préstamos de capital es recibida por personas cuyos ingresos provienen principalmente de otras fuentes, y cuyos presupuestos están subordinados a esta parte. Éste es el caso, por ejemplo, no sólo de los obreros, campesinos, pequeños industriales y funcionarios públicos que tienen ahorros invertidos en cuentas de ahorro o valores, sino también de los numerosos grandes industriales, mayoristas o accionistas, que también poseen grandes cantidades de valores. Los intereses de todos estos individuos como prestamistas están subordinados a sus intereses como terratenientes, comerciantes, fabricantes o empleados. Por lo tanto, no es sorprendente que no se muestren muy entusiastas ante los intentos de subir el tipo de interés.[[8]]
Las ideas restrictivas nunca han encontrado simpatía popular, salvo tras un período de depreciación monetaria, cuando era necesario decidir qué debía sustituir a la política inflacionaria abandonada. Tales ideas casi nunca han sido seriamente consideradas, salvo como parte de la alternativa: “estabilización de la moneda a su valor actual; o revaluación a su nivel preinflacionario”.
Cuando la cuestión es planteada de esta manera, las razones esgrimidas para restaurar la antigua paridad metálica se basan en el supuesto de que los billetes son, en esencia, promesas de pago de una cantidad específica de dinero metálico. El dinero fiat siempre ha sido originado a partir de la suspensión de la convertibilidad en efectivo de los billetes o letras del Tesoro (en ocasiones, la suspensión fue incluso extendida a monedas fraccionarias o depósitos bancarios), que previamente eran convertibles en cualquier momento a petición del portador y ya estaban en circulación. Ahora bien, independientemente de si la obligación original de conversión inmediata estaba expresamente prevista por la ley, o estaba basada meramente en la costumbre, la suspensión de la conversión siempre ha asumido la apariencia de una violación de la ley que quizá podría ser excusada, pero no justificada; pues las monedas o billetes físicos que fueron convertidos en dinero de crédito mediante la suspensión de pagos en efectivo, nunca podrían haber sido puestos en circulación salvo como sustitutos monetarios, como derechos garantizados sobre una cantidad de dinero mercancía pagadero a demanda –a la vista. En consecuencia, la suspensión de la convertibilidad inmediata fue siempre decretada como medida meramente temporal, persistiendo la perspectiva de su futura rescisión. Sin embargo, si el dinero de crédito es concebido simplemente como una promesa de pago, la “devaluación” no puede ser considerada como otra cosa que la violación de la ley, ni menos que una bancarrota nacional.
Sin embargo, el dinero de crédito no es simplemente un reconocimiento de deuda y una promesa de pago. Como moneda, como dinero, ocupa una posición diferenciada en las transacciones de mercado. Es cierto que no podría haber sido convertido en sustituto monetario si no hubiese un derecho constituido. Sin embargo, en el momento en que fue convertido en dinero real –moneda de crédito– (aunque mediante una violación de la legislación), dejó de ser valuada en relación con la perspectiva, más o menos incierta, de su futura conversión total, y comenzó a ser valuada con base en la función monetaria que desempeñaba. Su valor mucho menor como derecho incierto a un futuro pago en efectivo, es irrelevante si se tiene en cuenta su mayor valor como medio de intercambio común.
Por lo tanto, es completamente irracional interpretar la devaluación como una quiebra nacional. La estabilización del valor de la moneda en su nivel actual (más bajo) resulta algo diferente, incluso considerada únicamente a la luz de sus efectos sobre las relaciones de deuda existentes; es a la vez más y menos que una quiebra nacional. Es más, porque afecta no sólo a la deuda pública, sino también a todas las deudas privadas; es menos, por un lado, porque también afecta a las obligaciones del estado en dinero crédito, pero sin afectar sus obligaciones en moneda (dinero metálico) o moneda extranjera; y, por otro, porque no implica ninguna modificación de las relaciones de las partes en ningún contrato de deuda en dinero crédito celebrado en un período en que la moneda se encontraba en un nivel bajo, sin que las partes hubieran previsto un aumento en el valor de la moneda. Cuando el valor de la moneda aumenta, quienes actualmente poseen dinero crédito o tienen derechos sobre el mismo, se enriquecen. Su enriquecimiento debe ser pagado por sus deudores, incluido el estado (es decir, los los pagadores netos de impuestos). Sin embargo, quienes se enriquecen con el aumento del valor de la moneda no son los mismos perjudicados por su depreciación durante la inflación; y quienes deben asumir el costo de la política de aumento del valor de la moneda, no son los mismos que se beneficiaron con su depreciación. Implementar una política deflacionaria no elimina las consecuencias de la inflación. Una infracción pasada de la ley no puede ser reparada cometiendo una nueva y diferente infracción. Y, en lo que respecta a los deudores, la restricción constituye una infracción de la ley.
Si se desea reparar el daño sufrido por los acreedores durante la inflación, ésto ciertamente no puede ser hecho mediante restricciones. En las circunstancias más simples de un sistema crediticio subdesarrollado, se intentó encontrar una solución al problema convirtiendo las deudas contraídas antes y durante el período inflacionario, recalculando cada deuda en la moneda devaluada según el valor de la moneda de crédito en términos de dinero metálico en el momento de su origen. Suponiendo, por ejemplo, que el dinero metálico se hubiera depreciado a una quinta parte de su valor anterior, un prestatario de 100 florines antes de la inflación, tras la estabilización debería devolver 500 florines, junto con los intereses sobre los 500 florines.[[9]] Sin embargo, ésto sólo afecta a las obligaciones de deuda aún pendientes; las deudas ya liquidadas en la moneda depreciada no se ven afectadas. No se recibe ninguna notificación de compraventa de valores ni de otros derechos sobre cantidades fijas de dinero; y, en la era de los valores al portador, ésto constituye una deficiencia, una laguna particularmente grave. Por último, este tipo de regulación es inaplicable a las transacciones en cuenta corriente.
No nos corresponde discutir aquí si podría haber sido ideado algo mejor. De hecho, si es posible reparar de algún modo el daño sufrido por los acreedores, debería buscarse claramente mediante alguno de estos métodos de recálculo. Pero, en cualquier caso, aumentar el poder adquisitivo de la moneda no resulta ser un medio adecuado para este fin.
También son aducidas consideraciones de política crediticia a favor de elevar el valor de la moneda a la paridad metálica vigente antes del inicio del período inflacionario. Se argumenta que un país que ha perjudicado a sus acreedores mediante una depreciación inducida por la inflación, no puede restaurar la confianza quebrantada en su crédito, salvo mediante el retorno al nivel de precios anterior. Sólo así quienes soliciten nuevos préstamos podrán estar seguros de la seguridad futura de sus obligaciones; los tenedores de bonos podrán asumir que cualquier posible nueva inflación no reducirá en última instancia sus obligaciones, ya que, una vez finalizada la inflación, presumiblemente será restablecida la paridad metálica original. Este argumento tiene una importancia particular[[10]] para Inglaterra, entre cuyas fuentes de ingresos más importantes se encuentra la posición de la City de London como banquero mundial. Se argumenta que todos aquellos que han recurrido al sistema bancario inglés deben estar seguros de la seguridad futura de los depósitos ingleses, para que el sector bancario inglés no se vea afectado en el futuro por la desconfianza en la moneda inglesa. Como siempre ocurre con consideraciones de política crediticia como ésta, este argumento implica una gran dosis de psicología dudosa. Puede que existan maneras más efectivas de restaurar la confianza en el futuro que mediante medidas que no beneficien plenamente a algunos de los acreedores perjudicados (aquellos que ya han vendido sus créditos), y favorezcan a muchos acreedores que no han sufrido pérdidas (aquellos que adquirieron sus créditos tras el inicio de la depreciación).
Por lo tanto, en general es imposible considerar como decisivas las razones esgrimidas a favor de restaurar el valor de la moneda al nivel que tenía antes del inicio de la política inflacionaria, sobre todo porque la consideración de cómo el comercio se ve afectado por un aumento del valor de la moneda, sugiere la necesidad de cautela. Sólo cuando y en la medida en que los precios aún no se hayan ajustado completamente a la relación entre la masa monetaria y la demanda resultante del aumento de la cantidad de dinero, parece posible proceder a la restauración de la antigua paridad sin encontrar oposición muy violenta.
- Invariabilidad del valor objetivo de cambio del dinero como propósito de la política monetaria
Así, los esfuerzos por aumentar o disminuir el valor objetivo de cambio del dinero resultan imprácticos e inviables. Un aumento del valor del dinero conlleva consecuencias que, por regla general, parecen ser deseadas sólo por una pequeña parte de la comunidad; una política con este objetivo contradice intereses demasiado amplios como para ser sostenible a largo plazo. Las intervenciones destinadas a reducir el valor del dinero parecen más populares; pero por otros medios su objetivo puede ser logrado con mayor facilidad y satisfacción, mientras que su implementación tropieza con dificultades insalvables.
Por lo tanto, no queda más remedio que rechazar tanto el aumento como la disminución del valor objetivo de cambio del dinero. Ésto sugiere el ideal de dinero con valor de cambio invariable respecto de las influencias monetarias sobre su valor. Pero éste es el dinero ideal de los estadistas y economistas ilustrados, no el dinero ideal de la multitud. La multitud piensa de forma demasiado confusa como para comprender los problemas que ésto implica (cabe admitir que estos problemas son los más complejos en economía). Para la mayoría de las personas (siempre que no se inclinen por ideas inflacionarias), la mejor opción parece ser una moneda cuyo valor de cambio objetivo no esté sujeto a ninguna variación, ya sea monetaria o mercantil.
El ideal de una moneda con valor de cambio objetivo que no esté sujeto a variaciones debido a cambios en la relación entre la oferta y la demanda de dinero –es decir, una moneda con Tauschwert [valor de cambio] objetivo interno invariable[[11]]– requiere la intervención de una autoridad reguladora para determinar el valor de la moneda, así como su intervención continua. Pero aquí surgen de inmediato las dudas más serias debido a la circunstancia, ya mencionada, de que carecemos de un conocimiento útil sobre la importancia cuantitativa de las medidas destinadas a influir en el valor de la moneda. Aún más grave es la circunstancia de que no estamos en condiciones de determinar con precisión si los cambios en el valor de cambio del dinero se han producido por alguna causa y, de ser así, en qué medida, independientemente de si dichos cambios se debieron a influencias monetarias. Por lo tanto, los intentos de estabilizar el valor de cambio del dinero en este sentido deben verse frustrados desde el principio por el hecho de que tanto su objetivo como el camino hacia el mismo están oscurecidos por una tiniebla que el conocimiento humano jamás podrá penetrar. Pero la incertidumbre que existiría sobre la necesidad o no de alguna intervención para mantener la estabilidad del valor de cambio del dinero, así como sobre el alcance necesario de dicha intervención, inevitablemente volvería a dar plena cabida a los intereses contrapuestos de inflacionarios y restriccionistas. Una vez admitido el principio de que el estado puede y debe influir en el valor del dinero, aunque sólo sea para garantizar su estabilidad, surge de inmediato el peligro de errores y excesos. Estas posibilidades, así como el recuerdo de experiencias muy recientes en finanzas públicas e inflación, han subordinado el ideal irrealizable de una moneda con valor de cambio invariable, a la exigencia de que el estado al menos se abstenga de influir en su valor. Un dinero metálico, cuyo aumento o disminución de la cantidad de metal disponible sea independiente de la intervención humana deliberada, se está convirtiendo en el ideal monetario moderno.
La importancia de adherirse a un sistema monetario metálico reside en la independencia del valor de la moneda respecto de la influencia estatal que dicho sistema garantiza. Sin duda, existen considerables desventajas, ya que no sólo las fluctuaciones en la relación entre oferta y demanda de dinero, sino también las fluctuaciones en las condiciones de producción del metal y las variaciones en la demanda industrial, influyen en la determinación del valor de la moneda. Es cierto que estos efectos no son excesivamente grandes en el caso del oro (e incluso en el de la plata), y éstos son los únicos metales monetarios que deben ser considerados en la época contemporánea. Sin embargo, incluso si los efectos fueran mayores, este dinero metálico todavía merecería preferencia frente a una moneda sujeta a intervención estatal, dado que este último tipo de moneda estaría sujeto a fluctuaciones aún mayores.
- Límites de la política monetaria
Los resultados de nuestra investigación sobre el desarrollo y la importancia de la política monetaria no deberían sorprendernos. Que tras haber utilizado durante un tiempo su poder actual para influir en cierta medida en la determinación del valor objetivo de cambio del dinero, y afectar la distribución del ingreso, el estado tenga que abandonar su ejercicio posterior, no resultará extraño a quienes tengan una perspectiva adecuada de la función económica del estado en el orden social basado en la propiedad privada de los medios de producción. El estado no gobierna el mercado; en el mercado donde son intercambiados productos, es muy posible que sea un actor poderoso, pero a pesar de ello, constituye sólo un actor entre muchos, nada más. Todos sus intentos por transformar las proporciones de intercambio entre los bienes económicos que son determinadas en el mercado, sólo pueden ser llevados a cabo con instrumentos de mercado. El estado nunca puede predecir con precisión cuál será el resultado de una intervención específica. No puede producir un resultado deseado en la medida en que lo desea, porque los medios que la influencia de la demanda y la oferta pone a su disposición, sólo afectan el proceso de fijación de precios a través del sustrato de las valoraciones subjetivas de los individuos. Pero no se puede juzgar la intensidad de la transformación resultante de estas valoraciones, salvo cuando la intervención es pequeña, limitada a uno o unos pocos grupos de mercancías menores; e incluso entonces, sólo de forma aproximada. Todas las políticas monetarias se enfrentan con la dificultad de que los efectos de cualquier medida adoptada para influir en las fluctuaciones del valor objetivo de cambio del dinero, no pueden ser previstas con antelación, ni su naturaleza y magnitud pueden ser determinadas incluso después de que ya se hayan producido.
En este punto, no es completa la renuncia a la intervención por razones de política monetaria que implica la retención de una moneda metálica. En la regulación de la cuestión de los medios fiduciarios, existe aún otra posibilidad de influir en el valor objetivo de cambio del dinero. El problema que ésto plantea debe ser investigado (en la siguiente parte de este libro) antes de poder analizar ciertos planes anunciados recientemente para el establecimiento de un sistema monetario bajo el cual el valor del dinero sería más estable que el valor del dinero en oro.
- Conceptos de inflación y deflación
Los lectores más atentos y observadores podrían sorprenderse por el hecho de que este libro no ofrece una definición precisa de los términos inflación y deflación (restricción o contracción); por el hecho de que, de hecho, estos términos son rara vez utilizados y, cuando lo son, sólo es en contextos donde nada específico depende de su precisión. Sólo son mencionados inflación y deflación (o restricción), y es proporcionada una definición precisa de los conceptos que denotan.[[12]] Tal procedimiento, por supuesto, requiere una justificación especial.
No estoy de acuerdo, en absoluto, con las voces inusualmente influyentes que se han opuesto categóricamente al uso del término “inflación”.[[13]] Pero creo que es un término del que se puede prescindir; y creo que sería muy peligroso, debido a la grave diferencia entre su significado en la teoría económica pura del dinero y la banca, y su significado en las discusiones cotidianas sobre política monetaria, utilizarlo donde se desea una clara precisión científica de los términos empleados.
En la investigación teórica, sólo existe un significado racionalmente atribuible al término inflación: un aumento de la cantidad de dinero (en sentido amplio, incluyendo los medios fiduciarios) que no es compensado con un correspondiente aumento en la necesidad de dinero (también en sentido amplio), por lo que necesariamente se produce una caída en el valor objetivo de cambio del dinero. Asimismo, la deflación (restricción o contracción) implica una disminución de la cantidad de dinero (en sentido amplio), la que no es compensada con una correspondiente disminución en la demanda de dinero (también en sentido amplio), por lo que necesariamente se produce un aumento en el valor objetivo de cambio del dinero. Si definimos estos conceptos de esta manera, se deduce que la inflación o la deflación son constantes, ya que una situación en la que el valor objetivo de cambio del dinero no haya cambiado difícilmente podría persistir durante mucho tiempo. El valor teórico de nuestra definición no se ve disminuido en absoluto por el hecho de que no podamos medir las fluctuaciones en el valor objetivo de cambio del dinero, ni siquiera por el hecho de que no podamos discernirlas, excepto cuando son grandes. Si las variaciones en el valor objetivo de cambio del dinero resultantes de estas causas son tan grandes que ya no pueden pasar desapercibidas, es común en los debates de política económica hablar de inflación y deflación (restricción o contracción). Ahora bien: en estos debates, cuya importancia práctica resulta extraordinariamente sustancial, resultaría de poca utilidad utilizar conceptos precisos que, en sí mismos, alcanzan un standard estrictamente científico. Sería ridículamente pedante intentar aportar, con las siguientes palabras, la contribución de un economista a la controversia sobre si ha habido inflación en este o aquel país desde 1914: “Disculpe, posiblemente ha habido inflación en todo el mundo desde 1896, aunque a pequeña escala”. En política, la cuestión de grado a veces constituye el punto central, no como en teoría la cuestión de principio. Sin embargo, una vez que el economista reconoce que no es del todo absurdo usar los términos inflación y deflación para indicar variaciones en la cantidad de dinero que evocan grandes cambios en su valor objetivo de cambio, debe renunciar al uso de estas expresiones en teoría pura. El punto en el que una variación en la tasa de cambio empieza a ser considerada grande es una cuestión de juicio político, no de investigación científica.
Es indiscutible que las ideas vinculadas con el uso popular de los términos inflación y deflación deben ser combatidas por ser totalmente inadecuadas cuando se infiltran en la investigación económica. En el uso cotidiano, estos términos se basan en una idea completamente insostenible de la estabilidad del valor del dinero y, a menudo, también en concepciones que atribuyen la propiedad de mantener estable el valor del dinero a un sistema monetario en el que la cantidad de dinero aumenta y disminuye al ritmo del aumento y la disminución de la cantidad de bienes. Sin embargo, por muy digno de condenar que sea este error, es innegable que la principal preocupación de quienes desean combatir los errores populares sobre las causas de las recientes y tremendas fluctuaciones de precios, no debería ser tanto la difusión de perspectivas correctas sobre los problemas de la naturaleza del dinero en general, sino más bien la oposición a esos errores fundamentales que, de seguir creyéndose, deben tener consecuencias catastróficas. Quienes entre 1914 y 1924 cuestionaron la teoría de la balanza de pagos en Alemania para oponerse a la continuación de la política inflacionaria, pueden pedir clemencia a sus contemporáneos y sucesores si no fueron siempre estrictamente científicos en cuanto al uso del término “inflación”. De hecho, es precisamente esta clemencia la que nos vemos obligados a ejercer hacia los panfletos y artículos que tratan problemas monetarios, la que nos obliga a abstenernos de usar estos términos engañosos en las discusiones científicas.
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[[1]] El autor utiliza el término “Geldwertpolitik” en el sentido técnico definido en la sección anterior. He reservado el término “política monetaria” para este significado específico. “Política cambiaria” es la expresión que utilicé para traducir “Währungspolitik”. [Nota del traductor del alemán al inglés].
[[2]] Intereses similares, como los de impresores, litógrafos y similares, también pueden influir en la producción de papel moneda. Quizás estos motivos tuvieran algo que ver con la recomendación de Benjamin Franklin de aumentar el papel moneda en su primer escrito político, publicado (anónimamente) en Filadelfia en 1729: “A Modest Inquiry into the Nature and Need of a Paper Currency” (en The Works of Benjamin Franklin, ed. Sparks [Chicago, 1882], volumen 2, págs. 253-277). Poco antes –como relata en su autobiografía (ibid., volumen 1, pág. 73)– había impreso los billetes para New Jersey; y cuando su panfleto condujo a la decisión de emitir más billetes en Pennsylvania, a pesar de la oposición de los ricos, Franklin recibió la solicitud de imprimirlos. Comenta ésto en su autobiografía: “Un trabajo muy lucrativo, y una gran ayuda para mí. Ésta fue otra ventaja que obtuve al poder escribir” (ibid., p. 92).
[[3]] En el texto en inglés, dice: “¡Fiat money!” Ésto hace referencia a la expresión latina “fiat lux” (“¡hágase la luz!”).
[[4]] Sobre las ingenuas propuestas inflacionarias hechas en los últimos años por el fabricante de automóviles Henry Ford, el famoso inventor Thomas Alva Edison y el senador norteamericano Ladd, véase: Yves Guyot, Les Problèmes de la Déflation (París, 1923), páginas 281 y ss.
[[5]] Ésto había sido solicitado ya en 1740 por William Douglass en su escrito anónimo A Discourse Concerning the Currencies in the British Plantations in America (Boston, 1740). Ver también: Fisher, The Rate of Interest, p. 356.
[[6]] Conferencia: Hertzka, Währung und Handel (Viena, 1876), p. 42.
[[7]] Consultar: Bentham, Defense of Usury, 2ª ed. (London, 1790), página 102 y ss.
[[8]] Ver: Wright & Harlow, The Gemini Letters (London, 1844), página 51 y ss.
[[9]] Consultar: Hofmann, “Die Devalvierung des österreichischen Papiergeldes im Jahre 1811”, Schriften des Vereins für Sozialpolitik 165, Parte I.
[[10]] Cabe recordar que la edición alemana de la que se tradujo esta versión fue publicada en 1926. Sin embargo, véase el análisis de la política británica en la página (?) de este libro. [Nota del traductor del alemán al inglés].
[[11]] Consulta la página (?) de este libro. [Nota del traductor del alemán al inglés].
[[12]] Consulta las páginas (?) y (?) de este libro.
[[13]] En particular: Pigou, The Economics of Welfare (London, 1921), página 665 y ss.
Traducción: Ms. Lic. Cristian Vasylenko








