Como libertario acérrimo durante muchos años, he tenido muchas oportunidades de presenciar diálogos sobre la libertad, como participante o como observador. He notado un asunto recurrente en estas conversaciones: casi inevitablemente los no libertarios califican las ideas libertarias como infantiles, y nos tratan con condescendencia. En una palabra, se vuelven condescendientes.
Es como si existiera una ley de Godwin para los libertarios. Para quienes no la conozcan, la ley de Godwin es un adagio de Internet que reza: “A medida que una discusión en línea se alarga, la probabilidad de una comparación que involucre a nazis o Hitler se aproxima a uno”. La versión no libertaria parece ser: “A medida que una discusión sobre el libertarismo se alarga, la probabilidad de que el no libertario haga un comentario condescendiente se aproxima a uno”. Si Ud. Es libertario, quizás se sienta identificado.
Después de ser objeto de estas burlas por enésima vez, finalmente me picó la curiosidad. ¿Qué tiene el libertarismo que hace que la gente lo considere infantil? ¿Por qué se nos trata con tanta condescendencia?
Al leer y escuchar con más atención los comentarios condescendientes, me he dado cuenta de que hay dos cualidades del libertarismo que parecen ser responsables de la mayor parte de la retórica condescendiente que recibimos: para quienes no son libertarios, el libertarismo resulta ingenuo y egocéntrico.
Dado que la ingenuidad y el egocentrismo son atributos que a menudo son asociados con los niños, se deduce que cualquier cosa que exhiba –o parezca exhibir– esos atributos, será considerada infantil –y en este contexto, infantil–, y será tratada como tal. De ahí los comentarios condescendientes.
Sin embargo, en su prisa por descargar su munición, quienes no son libertarios –o son estatistas, por así decirlo– han olvidado una lección importante: las cosas no siempre son lo que parecen.
Cuando los libertarios dicen cosas como “Debiéramos confiar en el libre mercado”, los estatistas suelen concluir que debemos ignorar cómo funciona el mundo real. “Oh, qué dulce niño de verano”, podrían decir. “Admiro tu idealismo. Pero un día crecerás y te darás cuenta de que el mundo no es tan simple, que las cosas no funcionan en la práctica como crees que funcionan en teoría. Entiendo que hoy estés cegado por la ideología. Pero ojalá algún día lo entiendas, superes esos sentimientos juveniles, y llegues a comprender que estas ideas son simplemente producto de la ingenuidad”.
En el mundo real, las fuerzas del mercado no funcionan por arte de magia como imaginan los libertarios. Si fuera mayor, si tuviera experiencia, lo sabría. El hecho de que esté recomendando la libertad, significa que debe carecer de esta experiencia.
La tragedia de la talidomida es un ejemplo común que ilustra bien este punto. En la mentalidad estatista, la narrativa es muy simple: hubo un tiempo en que buscamos la libertad para los fabricantes de medicamentos, confiando en que el libre mercado haría lo suyo y garantizaría la seguridad. Luego, ocurrieron tragedias como la de la talidomida, y aprendimos que, en un mercado libre, las compañías farmacéuticas no realizarían suficientes pruebas a menos que se les obligara. Por lo tanto, promulgamos regulaciones para obligarlas a hacerlo, por el bien de la sociedad. Si alguna vez revertiéramos estas regulaciones, estas tragedias volverían a ser algo habitual, porque los capitalistas codiciosos siempre intentan recortar gastos (sé que ésto no es históricamente exacto; la cuestión es que ésta es la narrativa general que circula en la mente de la gente).
Esta teoría del libertarismo inducido por la ingenuidad empieza a desmoronarse cuando los estatistas se dan cuenta de que la mayoría de los libertarios ha oído hablar de la talidomida. “Bueno, entonces debes ser algún tipo de ideólogo”, responden. O reconoce que la desregulación total conducirá a la tragedia, pero está tan obsesionado con la libertad que le parece bien ese resultado; o se niega a admitir que la tragedia es inevitable porque Ud. es un “fundamentalista del mercado” que no permitirá que ni siquiera la evidencia contraria más flagrante le haga dudar de su dogma del libre mercado. O quizás sabemos algo que Ud. desconoce.
En el caso de las pruebas de drogas, como en muchos otros asuntos, el libertario ha sido entrenado por los economistas Henry Hazlitt y Frédéric Bastiat para ver más allá de los efectos inmediatos previstos de cualquier ley, y ver los efectos secundarios invisibles. Un efecto invisible de las estrictas regulaciones de medicamentos, por ejemplo, es que muchos medicamentos potencialmente eficaces son retrasados o nunca son desarrollados. Como señaló Milton Friedman: “La FDA ha causado un enorme daño a la salud pública estadounidense, al aumentar considerablemente los costos de la investigación farmacéutica, reduciendo así el suministro de medicamentos nuevos y efectivos, y al retrasar la aprobación de los medicamentos que superan el tortuoso proceso de la FDA”.
Se podría suponer que los reguladores tienen ésto en cuenta e intentan mantener los requisitos de prueba al mínimo necesario, pero no es así. Ésto nos lleva a otro aspecto que sólo los libertarios y los economistas parecen comprender: los incentivos inherentes al gobierno.
Como el profesor Howard Baetjer Jr. señala, los reguladores podrían perder sus empleos si un medicamento que aprueban resulta ser peligroso, pero no enfrentarán consecuencias si un medicamento que habría sido seguro y eficaz, se retrasa o nunca es creado debido a regulaciones estrictas, aunque ésto también es un problema importante. Por lo tanto, tienen un incentivo para ser extremadamente cautelosos, y las rigurosas pruebas a las que deben ser sometidos los medicamentos modernos son una buena prueba de que este incentivo es real y poderoso.
En un mercado libre, las agencias de certificación privadas y voluntarias ofrecerían garantías de calidad y seguridad –como ya lo hacen en muchas otras industrias–, pero a diferencia de los reguladores gubernamentales, su incentivo impulsado por el afán de lucro, sería encontrar el equilibrio entre seguridad y costo que mejor se adapte a los consumidores.
Se podría decir mucho más para explicar el caso, pero la cuestión es que, contrariamente a la intuición, eliminar las regulaciones sobre medicamentos posiblemente tendría como resultado neto una mejora en los resultados de salud, una vez considerados todos los factores relevantes. Es cierto que tragedias como la de la talidomida podrían volverse más comunes, pero la contraparte es que serían desarrollados muchos más medicamentos eficaces –y estarían disponibles mucho más rápido– y parece posible que las ventajas de ese equilibrio superen ampliamente las desventajas.
Así, donde el estatista pinta un panorama blanco o negro de seguridad con gobierno, versus peligro con libertad, el libertario reconoce que el mundo no es tan simple, que las compensaciones son inevitables, y que dejar las decisiones en manos del gobierno a menudo conduce a peores resultados en general que los, sin duda, imperfectos resultados del libre mercado. El estatista recurre al “experto” para resolver sus problemas y protegerlos, mientras que el libertario sugiere que asumamos la responsabilidad personal de nuestras propias vidas y decisiones, como adultos.
Me atrevo a decir que una de estas perspectivas parece mucho más madura que la otra. En resumen, existe una perspectiva ingenua que sugiere la libertad porque las fuerzas del mercado evitarán que ocurran tragedias. Existe una perspectiva ligeramente menos ingenua, que sostiene que las tragedias seguirán ocurriendo, pero que la regulación gubernamental puede resolver el problema. Y luego está la perspectiva libertaria, que recomienda la libertad, no por ignorancia, sino porque reconoce que la libertad es la forma más sabia de abordar un mundo inherentemente arriesgado y complejo, lleno de individuos racionalmente interesados. Podríamos considerarlos como Nivel 1, Nivel 2 y Nivel 3, respectivamente.
Un razonamiento similar se aplica a muchos otros temas. La postura libertaria parece ingenua porque su argumento más conocido lo es, pero en realidad está más informada que la postura estatista –el estatista, ajeno a lo que sabe el libertario, simplemente no lo ve, e irónicamente procede a hablarle como si éste fuera el ingenuo y miope. En esencia, ésta es la la curva de la campana del CI.
La otra característica principal que parece estar detrás de la retórica condescendiente dirigida a los libertarios, es que el libertarismo da la impresión de ser egocéntrico y, por lo tanto, inmaduro. Al igual que un niño no tiene consideración por nadie más que por sí mismo, existe la idea de que los libertarios sólo se preocupan por sus propias prioridades, y no creen tener ninguna responsabilidad con la comunidad.
“No todo gira en torno de ti, ¿sabes?”, podría decir un estatista condescendiente. “Parte de crecer consiste en aprender a pensar en las necesidades de los demás, y no sólo en las propias. Es evidente que cierta libertad es importante, pero parte de la madurez consiste en reconocer que a veces hay que priorizar otras cosas. A veces es necesario sacrificar parte de la libertad para que la sociedad siga funcionando y para garantizar que todos, no sólo los privilegiados, tengan la oportunidad de una buena vida. Esta actitud egoísta que dice: ‘Debería poder hacer lo que quiera’ es exactamente como piensan los niños. Madura”.
Aunque acusaciones como éstas son fáciles de ser formuladas y bastante comunes, a los libertarios les parecen extrañas.
Imaginen que hay una mafia en la ciudad que extorsiona a los establecimientos locales por “dinero de protección”. El dueño de un negocio en particular no acepta nada. “No pueden simplemente quedarse con mi dinero”, dice. “¡Trabajé duro para conseguirlo!” Pero el dueño del negocio vecino, que también está siendo extorsionado, tiene palabras duras para su compañero víctima. “¿Por qué esa actitud egocéntrica?”, pregunta. Si fueras más maduro, verías que la protección de la comunidad es importante y que tu libertad para hacer lo que quieras con tu dinero no es lo único que importa. ¡Qué verdadera estupidez!
Para un libertario, sin embargo, esto es tan absurdo como aplicar el mismo razonamiento al gobierno, porque reconocemos que, moralmente hablando, el gobierno es equivalente a una mafia. Querer conservar el dinero ganado con tanto esfuerzo y gastarlo como mejor le parezca, o querer tomar sus propias decisiones sobre su vida y sus bienes, en lugar de que otros las tomen por usted, no es una exigencia egocéntrica irrazonable, ni una renuncia a la responsabilidad. Es simplemente pedir, con toda razón, que su prójimo respete su derecho a vivir su vida como mejor le parezca, en lugar de como le parezca a él.
De hecho, si alguien está siendo infantilmente egocéntrico, son quienes exigen el control sobre la vida y las finanzas de los demás. “Olvídense de sus prioridades y valores personales”, les dicen a quienes son gobernados por ellos. “De ahora en adelante, vivirán según mis prioridades y valores, les guste o no”. “¡Soy el rey del castillo, y Ud es el granuja!”
¡Y luego tienen el descaro de llamarnos egocéntricos porque nos negamos a convertirnos en su servideumbre!
El economista Thomas Sowell lo expresó bien: “Nunca he entendido por qué es ‘codicia’ querer quedarse con el dinero que uno ha ganado, pero no lo es querer quitarle el dinero a otro”. Lo mismo podría decirse del egoísmo, el egocentrismo, la presunción de privilegio, etc., y no sólo en lo que respecta al dinero, sino también a las regulaciones. Nunca he entendido, por ejemplo, por qué es “egoísta” querer que te dejen en paz, pero no lo es querer imponer sus valores a los demás.
Uno se pregunta: ¿cómo hemos llegado a un mundo donde quienes saquean y coaccionan sermonean con condescendencia a sus víctimas sobre el egoísmo que supone resentir el saqueo y la coacción?
¿Cómo es posible que el estatista ingenuo y egocéntrico pueda proyectar su infantilismo con tanta impunidad en los únicos adultos presentes?
Traducción: Ms. Lic. Cristian Vasylenko








