Por qué las “soluciones” políticas no solucionan las crisis: las empeoran

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    El sistema ha llegado al límite de su adaptabilidad. Todo lo demás es entretenimiento.

    Mucha gente tiene una fe inmensa en las soluciones políticas a las crisis que se avecinan: si elegimos nuevos líderes, si reemplazamos las políticas actuales por otras nuevas, todo se arreglará y las crisis se disiparán.

    Hay razones poderosas para esta fe, y razones igualmente poderosas para explicar por qué las soluciones políticas fracasan en tiempos de crisis. Nuestra fe en la política se nutre del sesgo de actualidad en épocas de volatilidad relativamente baja: cuando el sistema funciona a pleno rendimiento, década tras década, las adaptaciones incrementales de la política son suficientes para resolver cualquier punto problemático que surja.

    Hay tres puntos clave aquí. Uno es que, por naturaleza, la política es incremental, y hay razones profundas para esta aversión a las reformas radicales. Todos los organismos se benefician del conservadurismo innato de la selección natural: si no está roto, no lo arregles. Si el conjunto actual de instrucciones (genéticas, epigenéticas, sociales, culturales, económicas y políticas) funciona, entonces tiene sentido conservar lo que funciona, y ser cauteloso a la hora de adoptar nuevas instrucciones.

    La selección natural modifica los experimentos cuando se aplica presión selectiva a una especie, y se trata de un proceso incremental: si las mutaciones aleatorias en un individuo ofrecen alguna ventaja significativa en condiciones cambiantes, con el tiempo esa mejora se propaga a través de la especie.

    Los experimentos que no ofrecen ventajas, son eliminados con la muerte. No es exactamente algo cálido y agradable, pero cuando llega el momento decisivo, la naturaleza no se anda con rodeos.

    Por eso los humanos experimentamos pérdidas financieras tan marcadamente y olvidamos la euforia de ganar. En el panorama general, las ganancias son agradables y disfrutamos de la dosis de dopamina, pero las pérdidas pueden ser catastróficas, por lo que estamos programados para ser reacios al riesgo como rasgo clave de supervivencia.

    En el ámbito político, ésto se manifiesta en favor de ajustes de políticas incrementales, en lugar de cambios de rumbo radicales y, por lo tanto, difíciles de evaluar en términos de riesgo. El entusiasmo por afrontar la crisis de frente se ve atenuado por el temor a que pueda surgir alguna consecuencia imprevista de una política no probada, que provoque pérdidas o inestabilidad que no puedan ser revertidas.

    El segundo punto clave es que todos los que ocupan una posición de poder o influencia están comprometidos a preservar el statu quo que les ha dado tan buenos resultados. Los de afuera, sin poder ni influencia, pueden estar ansiosos por derrocar el rancio, esclerótico e inactivo statu quo, pero los de adentro son defensores autoseleccionados del statu quo, ya que ha servido tan bien a sus intereses: ascendieron a la riqueza y al poder dentro de este sistema, y ​​no importa cuán grande sea la crisis, todas sus energías están dedicadas a preservar el sistema que los ha servido tan espléndidamente.

    El autoservicio está perfectamente camuflado por la creencia de que, puesto que el sistema me ha servido tan bien, sirve igualmente bien a todo el mundo, y por eso los defensores de ajustes modestos e incrementales en la política creen naturalmente que el sistema es el mejor posible, y que merece ser protegido a pesar de sus defectos.

    Una tercera fuente de incrementalismo es la falta de consenso y las divisiones egoístas en la élite del poder. Hay diferencias ideológicas que conducen a desacuerdos sobre políticas, y está la subasta de favores en la que, para conseguir el voto o la aprobación de un político poderoso, hay que lanzarle alguna baratija completamente absurda e innecesariamente costosa –por ejemplo, hay que fabricar un motor cohete obsoleto en su distrito, aunque el costo sea mayor, y el daño al proyecto sea irreversible.

    Ésta es la infame “fabricación de salchichas” de los tejemanejes políticos. El cambio gradual es todo lo que es posible cuando pocos de los participantes sienten un dolor real que exija adaptaciones radicales, y la mayoría siente que no está obteniendo nada por apoyar un cambio radical. Más bien, están arriesgando su carrera en una apuesta arriesgada, que podría terminar perjudicando a su electorado y su posición en el partido/estructura de poder.

    Es por eso que vemos ajustes de política tibios, pasitos de bebé y, en última instancia, ineficaces a medida que los imperios se desmoronan en crisis. Los de adentro son reacios a renunciar al poder o admitir que el statu quo es incapaz de lidiar con las crisis que amenazan con abrumar al imperio, y por eso aceptan hacer más de lo mismo que ha fallado, porque es 1) la apuesta segura, y 2) lo que todos los actores del poder en disputa pueden acordar.

    En una crisis, la apuesta segura es la apuesta perdedora, pero los que están dentro del sistema son ciegos a esta realidad, porque en su visión estrecha y egoísta, basada en el sesgo de la actualidad, el sistema no podría estar en riesgo, por lo que su única preocupación es preservar su porción del pastel y hacer la menor cantidad posible de cambios arriesgados.

    Dado que las reformas radicales inevitablemente reducen la porción del pastel de alguien, son políticamente imposibles. Sin importar el riesgo de colapso, una reducción en mi porción del pastel es completamente inaceptable. Como resultado, el colapso es la opción políticamente aceptable por defecto.

    La fe en que “todo se solucionará si lo dejamos en paz”, es persuasiva después de décadas de estabilidad. Que esta fe está catastróficamente equivocada, sólo se hará evidente cuando sea demasiado tarde.

    A menudo hago referencia a estos extractos, ya que captan de manera sucinta la dinámica clave de esta deriva delirante hacia el desastre. El primero es de Michael Grant, autor de La caída del Imperio romano, que describe la mentalidad despistada de la élite gobernante ante crisis novedosas que están más allá del alcance de la habitual bolsa de políticas “seguras” (y egoístas):

    No había lugar en absoluto, en estas formas de pensar, para la situación nueva y apocalíptica que había surgido, una situación que necesitaba soluciones tan radicales como ella misma. Toda su actitud es una aceptación complaciente de las cosas como son, sin una sola idea nueva.

    Esta aceptación estaba acompañada de un optimismo enormemente excesivo sobre el presente y el futuro. Incluso cuando el fin estaba a sólo sesenta años de distancia, y el Imperio ya se estaba desmoronando rápidamente, Rutilio continuó dirigiéndose al espíritu de Roma con la misma seguridad suprema.

    Esta adhesión ciega a las ideas del pasado ocupa un lugar destacado entre las principales causas de la caída de Roma. Si uno se dejaba llevar lo suficiente por estas ficciones tradicionales, no había necesidad de tomar ninguna medida práctica de primeros auxilios.

    El segundo extracto es de 1587, A Year of No Significance: The Ming Dynasty in Decline, de Ray Huang, que describe cómo el statu quo, casado con el éxito pasado, guiado por el interés propio y la aversión al riesgo, inmune a cualquier cambio real en su estructura de poder, está más allá del alcance de cualquier líder o reforma, porque ha alcanzado los límites de su adaptabilidad y, por lo tanto, de su capacidad para lidiar con las crisis:

    El año 1587 puede parecer insignificante; sin embargo, es evidente que en ese momento ya se había alcanzado el límite para la dinastía Ming. Ya no importaba si el gobernante era consciente o irresponsable, si su consejero principal era emprendedor o conformista, si los generales eran ingeniosos o incompetentes, si los funcionarios civiles eran honestos o corruptos, o si los pensadores principales eran radicales o conservadores: al final, todos fracasaron en alcanzar su plenitud.

    En la última etapa de las crisis, a las que sólo se ha respondido con conjuros mágicos (ejemplo, la Reserva Federal) y con la confianza puesta en glorias pasadas, la evaluación que el público hace de las crisis se aleja de la arrogancia complaciente de la élite gobernante, como lo demuestra esta encuesta, que encontró que el 1% más rico –como era de esperar, dada su elevada opinión de sus habilidades divinas– tiene una confianza suprema en su liderazgo y sabiduría incomparables, mientras que el público en general ha perdido la fe en toda la élite gobernante.

    Quienes crean que un nuevo liderazgo y nuevas políticas evitarán las crisis que se avecinan, se sentirán decepcionados. El timón del barco está fuertemente atado por todos los factores enumerados anteriormente: aversión al riesgo, confianza suprema en no hacer nada o en hacer ajustes incrementales, ceguera ante la novedad de las crisis, confianza en soluciones pasadas, es decir, hacer más de lo mismo que ha fracasado, la mano muerta de ideologías momificadas, las ataduras del interés propio y, por último, pero no por ello menos importante, una confianza arrogante en el statu quo y en sus propias capacidades para salir victoriosos sin importar cuál sea la crisis, incluso cuando el statu quo ha llegado a los límites de su adaptabilidad.

    Todo lo cual significa: estamos por las nuestras. Uno podría confiar tanto en la magia de agitar pollos muertos mientras hace humba-humba alrededor de la fogata de medianoche, como confiar en la magia de la Reserva Federal, o en alguna mezcla de políticas que, ante todo y sobre todo, satisfacen los deseos y delirios de los actores del poder.

    El sistema ha llegado a los límites de su adaptabilidad. Todo lo demás es entretenimiento. Roma era eterna, y también lo fueron el Imperio Ming y la Unión Soviética. Todo es para siempre, hasta que las adaptaciones radicales se vuelven demasiado difíciles y dolorosas de soportar.

     

     

     

    Traducción: Ms. Lic. Cristian Vasylenko

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