Rothbard y el compromiso político libertario: una lección del pasado

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    Dentro de la vasta obra producida por Murray Newton Rothbard, el padre del anarcocapitalismo y del libertarismo moderno, un libro destaca como una especie de autobiografía político-intelectual del economista, historiador y filósofo neoyorquino. Este libro es La traición de la derecha estadounidense, escrito a principios de la década de 1970, revisado en 1973 y publicado por primera vez en 1991, con una nueva edición en 2007 con un reflexivo prólogo de Tom Woods.

    El libro narra el viaje de Rothbard hacia los ideales liberales y su conversión a una filosofía política anarquista radical desde sus primeros años como estudiante universitario y joven profesor. A partir de su experiencia personal, el gran economista traza la historia de la derrota y desaparición de la vieja derecha aislacionista de la escena política estadounidense. Esta tradición de derecha estuvo representada por figuras como Randolph Bourne, Henry Louis Mencken, Albert Jay Nock, Frank Chodorov, Garet Garrett y muchos otros, a quienes Rothbard recuerda y analiza meticulosamente, rastreando su desarrollo intelectual y político con notable precisión.

    La tesis central del libro ‒enteramente encarnada en una visión revisionista de la historia, y desarrollada por Rothbard junto con su amigo y aliado político Leonard Liggio‒ es que el viejo liberalismo ha sido fundamentalmente distorsionado. Según Rothbard, los liberales de las revoluciones de los siglos XVIII y XIX eran los verdaderos radicales, los extremistas de la libertad individual. Fueron ellos quienes propugnaron la destrucción completa del antiguo régimen, un sistema político basado en el mercantilismo, el corporativismo y el intervencionismo estatal, que se oponía firmemente a los ideales de libertad.

    Estos ideales, originados con los últimos escolásticos españoles de la Escuela de Salamanca, pasando por John Locke y los revolucionarios estadounidenses, y que culminaron en Lysander Spooner y los anarquistas individualistas estadounidenses del siglo XIX, llevaron al rechazo del estado por ser una institución destructiva y fundamentalmente no diferente de cualquier organización criminal. Esta perspectiva es ilustrada en el pasaje de Spooner sobre el salteador de caminos de SIN TRAICIÓN: La Constitución No Tiene Autoridad, el que se hace eco de la historia del pirata y Alejandro Magno contada por Cicerón y Agustín de Hipona.

    El hecho es que el gobierno, como un ladrón, le dice a un hombre: “Tu dinero o tu vida”. Y muchos, si no la mayoría, de los impuestos son pagados bajo la presión de esta amenaza.

    De hecho, el gobierno no ataca a un hombre en un lugar solitario, salta sobre él desde el costado del camino y, apuntándole con una pistola a la cabeza, procede a registrarle los bolsillos. Mas no por ello el robo deja de ser robo; y es un robo mucho más cobarde y vergonzoso.

    El salteador de caminos asume toda la responsabilidad, el peligro y el delito de sus propios actos. No pretende tener ningún derecho legítimo sobre su dinero, o que tenga intención de utilizarlo para su propio beneficio. No pretende ser nada más que un ladrón. No tuvo tanta desfachatez como para profesar ser sólo un “protector” y aceptar el dinero de los hombres contra su voluntad, simplemente para poder “proteger” a aquellos viajeros excitados, que se sentían perfectamente capaces de protegerse a sí mismos, o no apreciaban su peculiar sistema de protección. Es un hombre demasiado sensato para efectuar tales afirmaciones. Además, después de haber tomado su dinero, le deja solo, tal como desea que lo haga. No persiste en seguirlo por el camino, contra su voluntad; asumiendo ser su legítimo “soberano”, por la “protección” que le otorga. No continúa “protegiéndolo”, ordenándole que se incline y le sirva; exigiéndole que haga ésto y prohibiéndole que haga aquéllo; robarle más dinero cada vez que piensa que está en su interés o en su deseo hacerlo; y tildándolo de rebelde, traidor y enemigo de su país, y disparándole sin piedad si desafía su autoridad o se resiste a sus demandas. Es demasiado caballero para ser culpable de imposturas, insultos y villanías como éstas. En resumen, no intenta, más allá de robarlo, hacerlo suyo o esclavizarlo.

    De hecho, Rothbard afirma al principio del libro:

    La Revolución de los tiempos modernos fue originalmente, y continuó siendo durante mucho tiempo, una revolución individualista y de laissez-faire. Su objetivo era liberar al individuo de restricciones y ataduras, de los privilegios de casta arraigados y de las guerras de explotación, de los sistemas feudales y mercantilistas, del antiguo régimen conservador. Luchó por la libertad y contra toda forma de privilegio estatal. Y lo mismo ocurrió con los revolucionarios franceses: no sólo los girondinos, sino incluso los tan difamados jacobinos, quienes se vieron obligados a defender la revolución contra las cabezas coronadas de Europa. Todos estaban más o menos del mismo bando.

    Con la intervención estadounidense en la Primera Guerra Mundial y, más aún, con el New Deal de F. D. Roosevelt y la entrada en la Segunda Guerra Mundial, los radicales estadounidenses perdieron gradualmente su voz pública y su acceso a los medios de comunicación. Se vieron obligados a aliarse con la vieja derecha, que al menos compartía su postura aislacionista y su oposición a la participación en guerras europeas, característica de la actitud política de los Padres Fundadores estadounidenses.

    Rothbard sostiene que esta desafortunada alianza con cierta facción de conservadores, resultó desastrosa para los liberales –particularmente los radicales y anarquistas–, porque en última instancia condujo a su asimilación a una orientación política –la derecha–, la que estaba fundamentalmente en desacuerdo con sus propios puntos de vista. Por ejemplo, citando a Robert M. Crunden, biógrafo de Albert J. Nock, Rothbard recuerda: “En diciembre de 1933, Nock escribió enojado al canónigo Bernard Iddings Bell: Veo que ahora estoy clasificado como conservador. Así que usted es … ¿no es así? ¡Qué bocazas tan ignorante debe ser FDR! Nos han llamado de muchas malas maneras, a usted y a mi, pero ésta se lleva el premio”. El biógrafo de Nock añade: “Nock pensó que era extraño que un declarado radical, anarquista, individualista, defensor del impuesto fijo y apóstol de Spencer, fuera llamado conservador”.

    Sin embargo, la etiqueta de conservadores de derecha siguió ligada a una orientación política –el libertarismo– que no podría estar más lejos de lo que representan hoy los llamados neoconservadores. Estos partidarios de un estado todopoderoso y autoritario, aunque enfatizan la guerra y el dominio geopolítico más que sus oponentes de izquierda, encubren sus políticas con declaraciones ocasionales –estrictamente teóricas, por supuesto– a favor de la libertad económica e individual. Sin embargo, estas declaraciones no encuentran confirmación en la realidad, como es trágicamente evidente en el mundo en el que vivimos a diario, que no es muy diferente del clima político que experimentó el joven Rothbard.

    En ese momento, los apremiantes asuntos eran la Guerra Fría, el rearme nuclear, las aventuras militares estadounidenses en Corea y Vietnam, y la construcción de un estado con poderes ilimitados para alimentar el colosal complejo militar-industrial. Hoy tenemos Ucrania, Israel, el control digital sobre las personas y la llamada dictadura sanitaria. En esencia, la cuestión sigue siendo la misma: el estado versus el individuo.

    Rothbard y los anarquistas libertarios respondieron intentando una alianza con la izquierda, al menos en cuestiones como la oposición a la guerra de Vietnam y el servicio militar obligatorio. Sin embargo, esta experiencia ‒al igual que la alianza anterior con la derecha y los conservadores en torno de William Buckley‒ también resultó desastrosa. Stalinistas, trotskistas y maoístas de diversas tendencias, ni siquiera estaban dispuestos a conceder a los anarquistas el derecho a hablar, a pesar de su inquebrantable oposición a la guerra como máxima expresión de la coerción estatal.

    Así, si Rothbard ve a William Buckley y su revista National Review como una posible operación de la CIA diseñada para devolver a la vieja derecha aislacionista al redil del estado corporativo estadounidense –utilizando la amenaza comunista para justificar el aplazamiento de la abolición de impuestos y la construcción de un orden basado en la libertad individual hasta “tiempos mejores” después de la derrota del comunismo–, la nueva izquierda de los años 1960 y 1970 ciertamente no fue un movimiento político en el que los ideales y asuntos libertarios pudieran echar raíces.

    Tres pasajes del libro de Rothbard son cruciales y extraordinariamente relevantes para la era en la que vivimos hoy.

    En primer lugar, Rothbard comparte el escepticismo de los libertarios radicales sobre la idea de que las empresas puedan ser un aliado en la lucha por la libertad. Los empresarios no son John Galt, y la representación randiana es utópica y ajena a la realidad. El mundo empresarial está completamente satisfecho con la existencia de un aparato estatal que garantiza ganancias y regulaciones. O, como resumió Nock:

    La verdad es que nuestros empresarios no quieren un gobierno que deje en paz a las empresas. Quieren un gobierno al que puedan recurrir. Si les dan un gobierno al estilo Spencer, verán cómo el país explota antes de aceptarlo.

    En segundo lugar, Rothbard destaca cuán fundamental es la cuestión de la guerra. La guerra es inaceptable, y justifica alianzas incluso con movimientos políticos alejados de la perspectiva libertaria y anarquista. Cualquier cosa es preferible si eso significa poner fin a la esclavitud por servicio militar obligatorio y a las matanzas militares. La derrota de los comunistas, objetivo central de la política neoconservadora estadounidense, no puede ser razón suficiente para ir a la guerra y para la expansión del poder estatal que inevitablemente acompaña a un estado de guerra.

    Ésto, y sólo ésto, es el oportunismo político de Rothbard: no hay lugar para concesiones o desviaciones del ideal anarquista en su visión política. Las únicas alianzas políticas que estaba dispuesto a considerar eran aquéllas con propósito extremadamente limitado: poner fin a la guerra de Vietnam y abolir el servicio militar obligatorio.

    Políticamente, había dejado de ser derechista. Había decidido que la cuestión crucial era la paz o la guerra; y que, en ese sentido, el único movimiento político viable era el ala izquierda del Partido Demócrata. Al seguir constantemente a una figura pacifista y aislacionista, había pasado o mejor dicho, fui cambiado de republicano de derecha a demócrata de izquierda.

    Por último, cabe destacar el pasaje en el que Rothbard resume la interpretación, desarrollada por él y Leonard Liggio, de la evolución histórica del liberalismo clásico.

    Además de nuestra reevaluación de los orígenes y la naturaleza de la Guerra Fría, emprendimos una reevaluación completa de todo el espectro ideológico de izquierda y de derecha desde una perspectiva histórica. Porque teníamos claro que el conservadurismo europeo de trono y altar que había conquistado a la derecha, era estatismo en su forma virulenta y despótica; y, sin embargo, sólo un imbécil podría llamar a estas personas “izquierdistas”. Pero eso significaba que nuestro viejo y simple paradigma de “izquierdista comunista/gobierno total” ya no era válido … La idea de que la división entre “derecha/no gobierno”, con los progresistas a la izquierda y los conservadores a la derecha, era completamente errónea. Por lo tanto, nos hemos equivocado en nuestra visión básica del espectro y en nuestra concepción de nosotros mismos como la “extrema derecha” natural. Debe haber habido una falla catastrófica en el análisis. Indagando en la historia, nos centramos en la realidad de que en los siglos XVIII y XIX los liberales, los radicales y los revolucionarios progresistas constituían la “extrema izquierda”, mientras que nuestros antiguos enemigos, los conservadores, los adoradores del trono y el altar, constituían el enemigo de la derecha.

    A continuación, Leonard Liggio presentó el siguiente análisis en profundidad del proceso histórico, que adopté.

    En primer lugar, y dominante en la historia, estuvo el Viejo Orden, el antiguo régimen, el régimen de castas y status congelado, de explotación por una clase dirigente guerrera, feudal o despótica, que utilizaba la Iglesia y el sacerdocio para engañar a las masas y lograr que aceptaran su gobierno. Ésto era puro estatismo; y ésta era la “derecha”. Luego, en los siglos XVII y XVIII surgió en Europa occidental un movimiento de oposición liberal y radical, nuestros viejos héroes, que abogaban por un movimiento revolucionario popular en nombre del racionalismo, la libertad individual, el gobierno mínimo, el libre mercado y el libre comercio, la paz internacional y la separación de la Iglesia y el Estado, y en oposición al trono y el altar, la monarquía, la clase dominante, la teocracia y la guerra. Éstos –“nuestra gente”– eran la izquierda, y cuanto más pura era su visión libertaria, más “extrema” era la izquierda.

    Hasta ahora todo bien, y nuestro análisis todavía no ha sido tan diferente al anterior. ¿Pero qué pasa con el socialismo, ese movimiento nacido en el siglo XIX al que siempre insultamos llamándolo “extrema izquierda”?

    ¿Dónde encaja ésto? Liggio analizó el socialismo como un movimiento centrista confuso, influenciado históricamente tanto por la izquierda libertaria e individualista, como por la derecha conservadora-estatista. De la izquierda individualista, los socialistas tomaron los objetivos de la libertad: la desaparición del estado, la sustitución del gobierno de los hombres por la administración de las cosas (un concepto acuñado por los libertarios franceses del laissez-faire de principios del siglo XIX Charles Comte y Charles Dunoyer), la oposición a la clase dominante y la búsqueda de su derrocamiento, el deseo de establecer la paz internacional, una economía industrial avanzada y un alto nivel de vida para las masas del pueblo. Desde la derecha conservadora, los socialistas adoptaron los medios para intentar alcanzar estos objetivos: el colectivismo, la planificación estatal, el control comunitario del individuo. Pero ésto colocó al socialismo en el medio del espectro ideológico. Ésto también significaba que el socialismo era una doctrina inestable y contradictoria, destinada a desmoronarse rápidamente en la contradicción interna entre sus medios y sus fines. Y esta creencia fue reforzada por la demostración, durante mucho tiempo efectuada por mi mentor Ludwig von Mises, de que la planificación central socialista simplemente no puede hacer funcionar una economía industrial avanzada.

    El movimiento socialista también ha sufrido histórica, ideológica y organizativamente una contradicción interna similar: los socialdemócratas, desde Engels hasta Kautsky y Sidney Hook, se movieron inexorablemente hacia la derecha, al aceptar y fortalecer el aparato estatal y convertirse en apologistas “de izquierda” del estado corporativo, mientras que otros socialistas, como Bakunin y Kropotkin se movieron hacia la izquierda, hacia el polo libertario individualista. También estaba claro que el Partido Comunista de Estados Unidos había tomado, en asuntos internos, el mismo camino “hacia la derecha”; de ahí la similitud que los “extremos” anticomunistas habían discernido durante mucho tiempo entre comunistas y progresistas. De hecho, el paso de tantos ex comunistas de la izquierda a la derecha conservadora no parece un gran cambio en absoluto; porque habían sido partidarios del Gran Gobierno en la década de 1930, y patriotas “estadounidenses del siglo XX” en la década de 1940, y ahora seguían siendo patriotas y estatistas.

    Esta interpretación de Liggio y Rothbard sigue siendo central en las estrategias de acción política de los libertarios. Las cuestiones que fueron cruciales en la década de 1970 son aún más relevantes hoy. Desde esta perspectiva, para nosotros, herederos de Rothbard, es aún más importante recuperar ciertas reflexiones fundamentales que el estudioso norteamericano destaca.

    En primer lugar, las alianzas con los conservadores o la izquierda sólo pueden servir a los libertarios como un medio puramente temporal –dictado por una especie de “maquiavelismo benevolente”– para avanzar una agenda que apunta, aquí y ahora, al desmantelamiento del estado, de cualquier y de todo estado. Cuanto antes, mejor. En este contexto, la guerra es la cuestión central, la prueba definitiva de cualquier potencial alianza libertaria. Cualquiera que apoye la militarización y las intervenciones militares, por mucho que afirme ser amigo de la libre empresa y de la libertad individual, no es un aliado viable para los anarquistas libertarios. Si la guerra es la salud del estado, nuestro objetivo es que el estado sufra una enfermedad mortal y, ojalá, perezca. Lo mismo es aplicable a diversos programas diseñados para hacer más eficiente al estado. Un estado eficiente es un desastre para la libertad individual: un estado corrupto y arruinado, incapaz de hacer cumplir sus leyes, es preferible a una organización ágil y eficaz, capaz de hacer cumplir sus reglas.

    En segundo lugar, es fundamental el abandono para siempre de la fantasía randiana de La rebelión de Atlas. Los empresarios –especialmente las grandes corporaciones y las multinacionales financieras– son los mejores aliados, o quizás incluso los dueños, de los estados socialistas y corporativistas modernos. No tienen ningún interés en desmantelar el sistema de privilegios y regulaciones que les permite prosperar. Su visión es una reinvención tecnológica del feudalismo, como sostiene Yannis Varoufakis (a veces incluso los comunistas tienen ideas valiosas). La libre empresa –lo poco que queda de ella– está representada por pequeños empresarios individuales y comerciantes, cada vez más ignorados y sofocados por los impuestos, las regulaciones y la inflación. Equipararlos con el mundo de las grandes empresas, es un grave error analítico.

    En este contexto, también es esencial evitar otra interpretación errónea recurrente del pensamiento de Rothbard: la defensa del monopolio. Rothbard se opuso a las leyes antimonopolio porque son otra manifestación del todopoderoso estado, no porque creyera que los monopolios u oligopolios favorecidos por el estado deberían sobrevivir. En un sistema de libre mercado hipotético y utópico, un monopolista sólo podría existir como un fenómeno temporal, siempre vulnerable a la competencia de un empresario más capaz. Pero el capitalismo no existe. El mundo está compuesto por distintos grados de socialismo, dirigismo y corporativismo. Y para Rothbard, no hay nada en este sistema que valga la pena salvar.

    Rothbard concluye su libro con una perspectiva esperanzadora.

    Las dificultades son grandes, pero hay excelentes indicios de que pueda surgir una coalición antisistema y antiestatista como ésta. El gran gobierno y el liberalismo corporativo se muestran cada vez más incapaces de abordar los problemas que han creado. Por lo tanto, la realidad objetiva está de nuestro lado. Pero más que eso: la pasión por la justicia y los principios morales que infunde a cada vez más personas, sólo puede impulsarlas en la misma dirección; la moral y la utilidad práctica se fusionan cada vez más claramente para un mayor número de personas en una gran vocación: la libertad de las personas, de los individuos y de los grupos voluntarios, para forjar su propio destino y tomar las riendas de sus vidas. Tenemos el poder de recuperar el sueño americano.

    Es significativo que en los mismos años en que Rothbard escribió su libro, Samuel Konkin III estaba esbozando el modelo del agorismo: la visión de una revolución descentralizada, la construcción desde abajo de una sociedad libre. Más de cincuenta años después, un poco de cautela y un sano pesimismo tal vez no sean injustificados, pero los mismos ideales y el mismo impulso moral que sostuvieron a una figura extraordinaria como Murray Newton Rothbard a lo largo de su vida, pueden y deben seguir inspirándonos a los libertarios.

    Como sostiene Hans-Hermann Hoppe, debemos defender un radicalismo intelectual inflexible: a favor de la propiedad privada justamente adquirida, la libertad de contrato, la libertad de asociación, y el libre comercio sin restricciones; contra el imperialismo y el militarismo, contra el positivismo, el relativismo y el igualitarismo. Despreciamos la política, a los políticos y a todos aquéllos que apoyan el intervencionismo.

    Sic semper tyrannis.

     

     

     

    Traducción: Ms. Lic. Cristian Vasylenko

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