Dado que todos preferiríamos olvidar la crisis del covid y pasar la página, lo siguiente podría haberse desvanecido ya de nuestra memoria colectiva. Hace tan solo unos años, Australia detuvo a ciudadanos expuestos al covid, incluyendo personas asintomáticas, y los encerró en centros de detención contra su voluntad. Vídeos de centros de cuarentena australianos se filtraron en redes sociales antes de que, a instancias de los gobiernos, los censores tecnológicos los eliminaran diligentemente de Internet. Muchos gobernadores provinciales en Australia abusaron de sus poderes de emergencia: si bien no todos los estados australianos optaron por el autoritarismo a ultranza, varios sí lo hicieron. Canadá también construyó centros de detención para personas infectadas, y el estado de New York libró una batalla legal continua para lograrlo.
Las medidas autoritarias durante la crisis del covid fueron más allá de la detención forzada de casos sospechosos o reales. La Sociedad de Protección de Indemnización Médica (MIPS) de Australia, que ofrece seguro de mala praxis médica a todos los médicos del país, publicó doce mandatos en su sitio web para que los médicos eviten “notificaciones” disciplinarias –eufemismo orwelliano para referirse a las investigaciones supervisadas por la Agencia Australiana de Regulación de Profesionales de la Salud, la entidad rectora que supervisa a todos los médicos. El Mandato MIPS N° 9 instruía a los médicos australianos lo siguiente:
Tenga mucho cuidado al utilizar las redes sociales (incluso en su página personal), al escribir artículos o al aparecer en entrevistas. Los profesionales de la salud están obligados a garantizar que sus opiniones sean coherentes con los mensajes de salud pública. Ésto es especialmente relevante en la actualidad. Las opiniones expresadas que pueden ser coherentes con material basado en la evidencia, no necesariamente lo son.
Lea la última frase una vez más: “material basado en la evidencia” se refiere a artículos científicos revisados por pares u otras fuentes fiables de información médica. Por lo tanto, si los médicos australianos mencionan los hallazgos de un estudio publicado que no concuerdan con los “mensajes de salud pública” –es decir, las opiniones aprobadas por los burócratas de salud pública en el poder–, estos médicos podrían perder su derecho a ejercer la medicina. Cabe destacar que ésto también aplica a los médicos que escriben artículos, lo que significa que si un médico efectúa una investigación, y sus hallazgos contradicen los mensajes de salud pública, mejor que lo piense dos veces antes de publicarlos.
Asimismo, en EE.UU. la Federación de Juntas Médicas Estatales (FSMB), autoridad en materia de licencias médicas y disciplina médica, aprobó en Mayo de 2022 una política sobre mala información médica y desinformación, que guía a todas las juntas médicas estatales y a los médicos del país a los que otorgan licencias. Mi estado natal, California, aceptó la sugerencia de la FSMB de codificar estas recomendaciones en la ley mediante el Proyecto de Ley 2098 de la Asamblea. Viajé a Sacramento para declarar en contra de esta legislación cuando fue debatida en el Senado estatal.
La ley facultaría a la junta médica estatal para disciplinar a los médicos –incluyendo la revocación de sus licencias médicas– por difundir “desinformación”, definida en la ley como declaraciones que contradicen el consenso científico actual. Debilitando sus propias afirmaciones centrales, el texto de la AB 2098 incluía tres afirmaciones sobre el covid que ya estaban obsoletas cuando testifiqué, porque la ciencia evoluciona constantemente. La ciencia se basa en la evidencia, no en el consenso, por lo que argumenté en mi testimonio:
Un médico con una orden de censura no es un médico en el que se pueda confiar. Los avances en la ciencia y en la medicina, ocurren cuando médicos y científicos desafían el pensamiento convencional o la opinión establecida. La buena ciencia se caracteriza por la conjetura y la refutación, la deliberación activa, el debate intenso y la apertura a nuevos datos. Por lo tanto, fijar cualquier consenso como “irrebatible” frenará el progreso médico. Los médicos de primera línea que desafiaron el pensamiento convencional, desempeñaron un papel clave en el avance del conocimiento sobre los tratamientos contra el covid. En medicina, la opinión minoritaria de ayer, a menudo se convierte en el standard de atención de hoy.
Tras mi testimonio, el comité del Senado votó, siguiendo estrictamente las líneas del partido, para trasladar el proyecto de ley al pleno del Senado, que la promulgó. Junto con otros tres médicos, impugné esta ley ante el Tribunal Federal en el caso Hoeg vs Newsom. Después de que el juez de nuestro caso emitiera una orden preliminar contra la ley por violar derechos constitucionales, la legislatura estatal comprendió la situación y la derogó. Sin embargo, al aprobar esta legislación, los legisladores californianos demostraron hasta qué punto están dispuestos a ejercer poder absoluto sobre la autoridad del juicio clínico del médico.
¿Cómo llegamos a esta situación? El filósofo italiano Augusto Del Noce, quien alcanzó la mayoría de edad en la década de 1930 y observó con horror el surgimiento del régimen fascista de Mussolini en su país natal, advirtió que “la idea generalizada de que la era de los totalitarismos terminó con el hitlerismo y el stalinismo, es completamente errónea”. Tras presenciar la sangrienta contienda ideológica del siglo XX y el aparente triunfo del liberalismo al final de ese siglo, Del Noce observó con seriedad:
El elemento esencial del totalitarismo, reside en resumen en la negativa a reconocer la diferencia entre la “realidad bruta” y la “realidad humana”, de modo que sea posible describir al hombre, de forma no metafórica, como ”materia prima” o como una forma de “capital”. Hoy en día, esta visión, que solía ser típica del totalitarismo comunista, ha sido retomada por su alternativa occidental, la sociedad tecnológica.
Por sociedad tecnológica, Del Noce no se refería a una sociedad caracterizada por el progreso científico o tecnológico, sino a una sociedad caracterizada por una visión de la racionalidad como puramente instrumental. Desde esta perspectiva, la razón humana es incapaz de comprender ideas que vayan más allá de los hechos empíricos brutos: somos incapaces de descubrir verdades trascendentes. La razón es simplemente una herramienta pragmática, un instrumento útil para lograr nuestros propósitos voluntarios.
Las ideologías totalitarias niegan que todos los seres humanos participen de una racionalidad compartida. Por lo tanto, no podemos dialogar entre nosotros: es imposible deliberar o debatir civilizadamente en la búsqueda compartida de la verdad. La persuasión razonada no tiene cabida. Los regímenes totalitarios siempre monopolizan lo que es considerado “racional” y, por lo tanto, lo que que permiten decir públicamente.
Cuando la ciencia es convertida en una religión sucedánea –sistema de creencias cerrado y excluyente–, nos encontramos ante el cientificismo.
En tales regímenes, las autoridades asumen que las opiniones disidentes deben estar motivadas por intereses de clase, características raciales, género o lo que sea que los disidentes intenten defender. No se piensa tal o cual cosa porque se haya razonado lógicamente para llegar a esa conclusión. Uno piensa tal o cual cosa porque es un hombre estadounidense blanco, heterosexual y de clase media, etc. De esta manera, los totalitarios no persuaden ni refutan a sus interlocutores con argumentos razonados. Simplemente imputan mala fe a sus oponentes y se niegan a participar en un debate serio.
Los totalitarismos del siglo XX estuvieron basados en ideologías pseudocientíficas; por ejemplo, la pseudociencia marxista de la economía y la historia; o la pseudociencia nazi de la raza y la eugenesia. En nuestros días, la ideología pseudocientífica que impulsa a las sociedades en una dirección totalitaria es el cientificismo, que debe ser claramente distinguido de la ciencia.
La ciencia es un método, o más precisamente, un conjunto de diversos métodos, cuyo objetivo es investigar sistemáticamente los fenómenos observables en el mundo natural. La ciencia rigurosa se caracteriza por la hipótesis, la experimentación, la comprobación, la interpretación, y la deliberación y el debate continuos. Si un grupo de científicos de verdad se reúne en una sala, debatirán sin cesar sobre la relevancia, la importancia y la interpretación de los datos, sobre las limitaciones y fortalezas de diversas metodologías de investigación, y sobre las cuestiones generales. Ésto se debe a que, contrariamente a como suele ser presentado al público en general, la ciencia no es un cuerpo de conocimiento irrefutable. Siempre es provisional, siempre falible, siempre sujeta a revisión.
El cientificismo es la afirmación filosófica –no puede ser científicamente demostrada— de que la ciencia es la única forma válida de conocimiento. Cualquiera que comience una frase con la expresión “La ciencia dice …” esté posiblemente en las garras del cientificismo. Los científicos genuinos no hablan así; comienzan sus frases con frases como “Los hallazgos de este estudio sugieren …” o “Este metaanálisis concluyó …”. El cientificismo, en cambio, es una ideología política, e incluso religiosa. “Es evidente desde hace tiempo que la ciencia ha sido convertida en la religión de nuestro tiempo”, observó Georgio Agamben, “aquello en lo que la gente cree creer”. Cuando la ciencia se convierte en una religión sucedánea –sistema de creencias cerrado y excluyente–, nos encontramos ante el cientificismo.
El rasgo característico de la ciencia es la incertidumbre justificada, que conduce a la humildad intelectual.
El rasgo característico del cientificismo es la certeza injustificada, que conduce a la arrogancia intelectual.
Del Noce comprendió que el cientificismo es intrínsecamente totalitario, una profunda reflexión de enorme importancia para nuestro tiempo. Para entender por qué, consideremos que tanto el cientificismo como el totalitarismo reclaman el monopolio del conocimiento. Tanto el defensor del cientificismo como el verdadero creyente en un sistema totalitario, afirman que muchas nociones de sentido común son simplemente irracionales, inverificables, acientíficas y, por lo tanto, ajenas a lo que puede ser dicho públicamente. La afirmación de Antígona: “Tengo el deber, indeleblemente grabado en el corazón humano, de enterrar a mi hermano muerto”, no es una afirmación científica; por lo tanto, según la ideología del cientificismo, es simplemente un disparate sin sentido. Todas las afirmaciones morales o metafísicas quedan específicamente excluidas porque no pueden ser verificadas por los métodos de la ciencia, ni establecidas por la ideología totalitaria pseudocientífica imperante. En “Una guía para los perplejos”, E. F. Schumacher capta brillantemente esta idea, describiéndola como una “aversión metodológica a niveles superiores de significación”.
Por supuesto, la exclusión forzada de afirmaciones morales, metafísicas o religiosas no es una conclusión de la ciencia, sino una premisa filosófica indemostrable del cientificismo. La afirmación de que la ciencia es la única forma válida de conocimiento es en sí misma una afirmación metafísica, introducida discretamente por la puerta trasera. El cientificismo necesita ocultarse a sí mismo este hecho autorrefutable, por lo que es necesariamente mendaz: la deshonestidad está arraigada en el sistema, y de ella surgen diversas formas de irracionalismo. Dado que el cientificismo no puede ser establecido mediante argumentos racionales, se apoya en tres herramientas para avanzar: la fuerza bruta, la difamación de los críticos, y la promesa de felicidad futura. Dicho sea de paso, éstas son las mismas herramientas que emplean todos los sistemas totalitarios.
Para ocultar su propia contradicción interna, la premisa autorrefutable del cientificismo –que la ciencia es la única forma válida de conocimiento– rara vez es explícitamente enunciada. En cambio, se implícitamente asumida, y sus conclusiones son repetidamente afirmadas como propaganda, hasta que esta ideología simplemente se convierte en el aire que respiramos. La vigilancia cuidadosa del discurso público sólo admite evidencia supuestamente respaldada por la “ciencia”, y esta atmósfera es rigurosamente impuesta. Como experimentamos durante la crisis del covid, los bienes cualitativos (por ejemplo, familiares, espirituales) fueron repetidamente sacrificados en favor de los cuantitativos (por ejemplo, biológicos, médicos), incluso cuando los primeros eran reales y los segundos sólo teóricos. Este es el fruto del cientificismo, que subvierte nuestros principios y prioridades.
Sería difícil encontrar una herramienta ideológica más eficaz para imponer un sistema totalitario que apelar a la “ciencia” o a los “expertos”, reivindicando así el monopolio del conocimiento y de la racionalidad. Quienes ostentan el poder pueden elegir fácilmente a qué expertos científicos respaldan y a cuáles silencian. Ésto permite a los políticos delegar inevitablemente sus juicios políticos en los “expertos”, eludiendo así su propia responsabilidad. Los oponentes ideológicos se ven atados de pies y manos, sus opiniones excluidas por “no científicas”, y su voz pública silenciada –todo ello sin la dificultad de mantener un régimen de fuerza bruta y violencia física. La difamación y la exclusión del discurso público funcionan con la misma eficacia. Quienes ostentan el poder monopolizan lo que es considerado racionalidad (o ciencia); no se molestan en hablar ni debatir con los [rellene el espacio en blanco del grupo estigmatizado] “burgueses”, “judíos”, “no vacunados”, “desenmascarados”, “anticientíficos”, “negacionistas”, etc.
De este modo, se logra una conformidad social represiva sin recurrir a campos de concentración, gulags, Gestapo, KGB ni tiranos abiertamente despóticos. En cambio, los disidentes son confinados a un ghetto moral mediante la censura y la calumnia. Los individuos recalcitrantes son excluidos del ámbito de la sociedad educada y de la conversación ilustrada. El teórico político Eric Voegelin observó que la esencia del totalitarismo reside simplemente en la prohibición de ciertas preguntas. La prohibición de hacer preguntas es una obstrucción deliberada y hábilmente elaborada de la razón en un sistema totalitario. Si uno se plantea preguntas incómodas –”¿Realmente necesitamos seguir confinados?” o “¿Estamos seguros de que estas vacunas son seguras y eficaces?” o “¿Por qué no ha llegado aún la utopía prometida?”–, ésto no generará una discusión razonada ni un debate civil. En cambio, sencillamente será acusado como negacionista de la decretada pandemia, de querer matar a la abuela, de estar en contra de la ciencia, o de ponerse en el “lado equivocado de la historia”.
Ahora podemos comprender por qué Del Noce afirmó que una sociedad tecnocrática basada en el cientificismo es totalitaria, aunque no obviamente autoritaria en el sentido de formas de represión abiertamente violentas. En una sociedad tecnocrática, uno termina en un campo de concentración moral si no se suma a la pseudociencia del momento, la tendencia ideológica del momento. Cualquier pregunta, inquietud u objeción que uno pueda plantear –ya sea filosófica, religiosa, ética, o simplemente una interpretación diferente de la evidencia científica– no necesita ser considerada.
El cientificismo es un totalitarismo de desintegración antes que un totalitarismo de dominación. Recordemos que los confinamientos y el distanciamiento social con la excusa del covid, con su inevitable aislamiento social que condujo a una profunda soledad, precedieron necesariamente a las órdenes de vacunación y a los pasaportes sanitarios, momento en que el régimen represivo realmente mostró sus cartas. Cada una de estas medidas fue basada en datos excepcionalmente descuidados, presentados públicamente como la única interpretación autorizada de la ciencia. En la mayoría de los casos, ni siquiera se requirió la pretensión del rigor científico.
En un régimen cientificista-tecnócrata, el individuo desnudo –reducido a la mera vida biológica, aislado de otras personas y de todo lo trascendente– se vuelve completamente dependiente de la sociedad. El individuo, reducido a un átomo social libre, desvinculado y desarraigado, es más fácilmente manipulable que una persona con profundos lazos sociales y familiares. Del Noce hizo la sorprendente afirmación de que el cientificismo se opone aún más a la tradición que el comunismo, porque en la ideología marxista aún encontramos arquetipos mesiánicos y bíblicos vagamente representados en la promesa de una utopía futura. En cambio, “el antitradicionalismo cientificista sólo puede ser expresado disolviendo las patrias que lo vieron nacer”.
Este proceso deja todo el ámbito de la vida humana expuesto a la dominación de las corporaciones globales y sus cómplices agentes políticos sobornados. En esta no-sociedad global, los individuos se ven radicalmente desarraigados e instrumentalizados. El resultado final, en última instancia, es el nihilismo puro: “Tras la negación de toda posible autoridad de principios, sólo queda el negativismo absoluto y la voluntad de algo tan indeterminado que roza la nada”, según la sombría descripción de Del Noce. Esta es claramente una sociedad que no es apta para una vida humana plena ni para la armonía social.
La sociedad tecnocrática, con el cientificismo como su teología pública, no es la inevitable consecuencia del avance científico ni del progreso tecnológico. El problema no es la ciencia, sino la errónea caracterización de la ciencia como la única autoridad válida, su entronización como principio rector exclusivo de todo el conocimiento y de toda la sociedad. Esta ideología se basa en una interpretación particular de la historia contemporánea, implícita en el mito fundacional del cientificismo. No es la búsqueda de la ciencia o la tecnología como tales, sino un mito de progreso mediante la ruptura radical con el pasado, lo que yace en la raíz de nuestra sociedad tecnocrática y su amenaza totalitaria.
Del Noce describió este mito de la siguiente manera: “Lo que motiva la crítica de la tradición y todas sus consecuencias, es la idea de una ruptura radical en la historia que conduce a un tipo de civilización radicalmente nuevo”. El cientificismo se basa en un sueño utópico revolucionario que destruye todo lo anterior en preparación para un futuro totalmente diferente. Esta interpretación de la historia contemporánea comenzó a afianzarse en los países occidentales en las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial; pero, como he sugerido aquí, la idea se aceleró drásticamente durante la crisis del covid.
Una auténtica conciencia histórica nos permite cuestionar los ídolos de nuestra sociedad cientificista-tecnocrática. Esta no-sociedad se ha centrado exclusivamente en el bienestar puramente material, entendido como el aumento de la vitalidad y la preservación de la mera vida biológica. Sin embargo, no hay nada de “científico” en consagrar la vitalidad pura y la mera vida como nuestros bienes más elevados, a expensas de todos los demás bienes humanos y espirituales. Del mismo modo, no hay nada de “científico”, y mucho menos racional, en ignorar bienes humanos universales como la familia, la amistad, la comunidad, el conocimiento, la belleza, el culto, la devoción, la virtud y el mismo Dios.
Traducción: Ms. Lic. Cristian Vasylenko








