Sobre el orden natural y su destrucción

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    [Discurso pronunciado en la Reunión Anual de la Sociedad de Propiedad y Libertad, 22 de Septiembre de 2024]

    He abordado muchos asuntos diferentes en mi trabajo intelectual, pero el asunto central en torno del cual ha girado todo mi trabajo, ha sido el de la propiedad privada.

    Mi objetivo ha sido demostrar –no sólo afirmar, proponer o sugerir–, sino probar estricta y lógicamente, que la institución de la propiedad privada es (y siempre y en todas partes ha sido) la base o factor imprescindible para la paz (relaciones pacíficas) entre los hombres (incluidas las mujeres, por supuesto, y todos los que se encuentren en el medio). Y, junto con la paz, para la prosperidad y, en una palabra, de la civilización humana.

    Puesto que cada acción requiere del empleo de medios físicos específicos –un cuerpo, un espacio en el que pararse, objetos externos–, siempre que dos actores intenten utilizar los mismos medios físicos para alcanzar diferentes fines, debe surgir un conflicto entre los diferentes actores. La fuente de los conflictos es siempre e invariablemente la misma: la escasez o rivalidad de los medios físicos. Dos actores no pueden utilizar al mismo tiempo los mismos medios físicos –los mismos cuerpos, espacios y objetos– para fines alternativos. Si intentan hacerlo, deben entrar en conflicto. Por lo tanto, para evitar conflictos –o resolverlos, si se presentan–, se requiere un principio y criterio de justicia o ley que sea accionable, es decir, un principio que regule el uso y el control (propiedad) justo, legal o “adecuado” versus el injusto, ilegal o “indebido” de los escasos medios físicos.

    Lógicamente, lo que se requiere para evitar todo conflicto es claro: sólo es necesario que cada bien sea siempre y en todo momento de propiedad privada; es decir, controlado exclusivamente por algún individuo específico (o sociedad individual o asociación), y que siempre sea reconocible qué bien es propiedad de quién, y cuál no. Las opiniones, planes y propósitos de varios actores-empresarios con fines de lucro pueden entonces ser tan diferentes como sea posible, y sin embargo no surgirá ningún conflicto mientras sus respectivas acciones involucren sólo y exclusivamente el uso de su propia propiedad privada.

    Sin embargo, ¿cómo puede lograrse en la práctica este estado de cosas: la privatización completa e inequívocamente clara de todos los bienes? ¿Cómo pueden las cosas físicas convertirse en propiedad privada en primer lugar? ¿Y cómo se pueden evitar los conflictos desde el comienzo de la humanidad?

    Existe una única solución para este problema y es praxeológica, la que la humanidad conoce en esencia desde sus comienzos –aún si ha sido elaborada y reconstruida de manera lenta y gradual. Para evitar los conflictos desde el principio, es necesario que la propiedad privada se fundamente en actos de apropiación originaria. La propiedad debe ser establecida mediante actos (en lugar de meras palabras, decretos o declaraciones), porque sólo mediante acciones, que tienen lugar en el tiempo y en el espacio, puede ser establecido un vínculo objetivo –intersubjetivamente determinable– entre una persona determinada y una cosa determinada. Y sólo el primer apropiador de una cosa previamente no apropiada, puede adquirir esta cosa como suya sin conflicto. Pues, por definición, como primer apropiador, no puede haber entrado en conflicto con nadie al apropiarse del bien en cuestión, ya que todos los demás que aparecieron en escena, lo hicieron después.

    Ésto implica de manera importante que, si bien cada persona es propietaria exclusiva de su propio cuerpo físico como su principal medio de acción, ninguna persona puede ser jamás propietaria del cuerpo de otra persona, ya que sólo podemos utilizar el cuerpo de otra persona indirectamente; es decir, utilizando nuestro propio cuerpo, del que nos hemos apropiado y controlado directamente primero. Así, la apropiación directa precede temporal y lógicamente a la apropiación indirecta; y, en consecuencia, cualquier uso no consentido del cuerpo de otra persona, es una apropiación indebida e injusta de algo de lo que ya se ha apropiado directamente otra persona.

    Toda propiedad justa (lícita), entonces, se remonta directa o indirectamente, a través de una cadena de transferencias mutuamente beneficiosas de títulos de propiedad –y, por lo tanto, también libres de conflictos–, a apropiadores y actos de apropiación anteriores y, en última instancia, originales. Mutatis mutandis, todas las reclamaciones y usos que efectúa una persona que no se ha apropiado, ni producido, previamente esas cosas, ni las ha adquirido mediante un intercambio libre de conflictos con algún propietario anterior, son injustas (ilegales).

    Permítanme enfatizar que considero que estas ideas elementales son argumentativamente irrefutables y, por lo tanto, verdaderas a priori [verdad sintética y apriorística]. Si uno quiere vivir en paz con otras personas –¡y Ud. demuestra que lo desea, al entablar una discusión con ellas!–, entonces sólo existe una solución: debe tener propiedad privada (exclusiva) sobre todas las cosas escasas y adecuadas como medios (o bienes) para la consecución de fines (metas) humanos; y la propiedad privada sobre tales cosas debe estar fundada en actos de apropiación original –la delimitación o cercamiento reconocible de recursos escasos–, o bien en la transferencia voluntaria de dicha propiedad desde un propietario anterior hacia uno posterior.

    Podemos decir, entonces, que estas reglas expresan y explican la “ley natural”. “Natural”, dada la meta exclusivamente humana de la interacción pacífica; y “natural”, porque estas leyes son “dadas” y meramente descubiertas como tales por el hombre. Es decir, enfáticamente no son leyes inventadas, ideadas o decretadas. De hecho, toda ley hecha por el hombre (en lugar de descubierta o encontrada); es decir, toda legislación, no es ley en absoluto, sino una perversión de la ley: órdenes, mandatos o prescripciones que no conducen a la paz sino al conflicto y, por lo tanto, son disfuncionales para el propósito mismo de las leyes.

    Ésto no significa que con el descubrimiento de los principios de la ley natural se resuelvan todos los problemas de orden social, y desaparezcan todas las fricciones. Los conflictos pueden ocurrir –y ocurren– incluso si todos supieran cómo evitarlos. Y en cada caso de conflicto entre dos o más partes contendientes, entonces, la ley debe ser aplicada –y para ésto se requiere juris-prudencia, juicio y arbitraje (en contraste con la juris-dicción). Puede haber disputas sobre si usted o yo hemos aplicado incorrectamente los principios en casos específicos en relación con medios particulares. Puede haber desacuerdos sobre los hechos “verdaderos” de un caso: ¿quién estaba dónde y cuándo, y quién había tomado posesión de ésto o aquello en tales momentos y lugares? Y puede ser tedioso, y llevar mucho tiempo, establecer y ordenar estos hechos. Deben ser investigadas diversas disputas previas y posteriores. Puede que haya que examinar contratos. Pueden surgir dificultades en la aplicación de los principios a los recursos subterráneos, al agua y al aire –especialmente a los flujos de agua y aire. Además, siempre está la cuestión de “adaptar” un castigo a un delito determinado; es decir, de encontrar la medida apropiada de restitución o retribución que un victimario debe a su víctima, y luego hacer cumplir las sentencias de la ley.

    Sin embargo, por difíciles que puedan ser en ocasiones estos problemas, los principios rectores que deben ser seguidos en la búsqueda de una solución, son siempre claros e indiscutibles.

    En todos los casos de conflicto llevados a juicio en busca de una sentencia, la presunción siempre es a favor del actual propietario del recurso en cuestión y, mutatis mutandis, la carga de una “prueba en contrario” recae siempre sobre el oponente de algún estado de cosas actual y posesiones actuales. El oponente debe demostrar que, contrariamente a la apariencia prima facie, tiene un derecho sobre algún bien específico que es más antiguo que el derecho del actual propietario. Si, y sólo si, un oponente puede demostrar ésto con éxito, la posesión cuestionada debe ser restituida como propiedad a su favor. Por otro lado, si el oponente no logra demostrar su caso, entonces no sólo la posesión permanece como propiedad de su actual propietario, sino que el actual propietario a su vez ha adquirido un derecho legítimo contra su oponente, ya que el cuerpo y el tiempo del actual propietario fueron apropiados indebidamente por el oponente durante su argumento fallido y rechazado. Podría haber hecho otras cosas, preferidas, con su cuerpo y tiempo, en lugar de defenderse contra su oponente.

    Y, lo que es más importante: el procedimiento que ha de ser seleccionado para impartir justicia en los términos que acabamos de indicar, es claro y está implícito en el objetivo mismo de la resolución pacífica y argumentativa de conflictos. Puesto que en cualquier disputa de propiedad, ambos contendientes –John y Jim– efectúan o mantienen afirmaciones opuestas de verdad –yo, John, soy el legítimo propietario de tal recurso; frente a no, yo, Jim, soy el legítimo propietario de este mismo recurso– y, por tanto, puesto que ambos, John y Jim, están interesados, son parciales a favor de un resultado particular del juicio, la tarea de impartir justicia sólo puede ser confiada a un tercero desinteresado o neutral. Este procedimiento no garantiza que siempre sea hecha justicia, por supuesto, pero asegura que se minimice la probabilidad de veredictos injustos, y que los errores de juicio sean corregidos con mayor probabilidad y facilidad. En resumen, pues, para todas y cada una de las disputas de propiedad entre dos (o más) partes contendientes, debe cumplirse lo siguiente: ninguna de las partes puede jamás sentarse a juzgar y actuar como juez final en ninguna disputa que la involucre a sí misma. Más bien, toda apelación a la justicia debe siempre ser efectuada a “personas ajenas”; es decir, a terceros jueces imparciales.

    Al orden social que surge de la aplicación de estos principios y procedimientos podemos llamarlo “orden natural”, “sistema de justicia natural”, “sociedad de derecho privado”, o “constitución de la libertad”.

    Curiosamente, aunque las prescripciones y requisitos de un orden natural parecen intuitivamente plausibles y razonablemente poco exigentes para sus partes constituyentes –es decir, para nosotros como actores individuales–, en realidad vivimos en un mundo que se desvía significativamente de ese orden. Es cierto que en todas partes y en todo momento quedan algunos rastros de la ley y de la justicia naturales, que pueden ser encontrados en la vida civil y en el manejo de las disputas civiles. Ninguna sociedad que rechazara la ley natural en su totalidad podría sobrevivir jamás. Pero el grado en que se preserva la ley natural –o el grado de desviación de la misma– es y ha sido significativamente diferente de un lugar y de un momento a otro; y, en consecuencia, algunas sociedades son o han sido más exitosas: más civilizadas, más pacíficas y más prósperas que otras.

    Ésto plantea la cuestión de la causa o causas de tales distorsiones o desviaciones de la ley natural –o, como podríamos decir: de la des-civilización.

    El error o equivocación fundamental responsable de tales desviaciones –el “pecado original”, si se prefiere– es la instauración del monopolio en el uso de la fuerza o de la violencia. Contrariamente, lo que se nos inculca típicamente en la escuela y en la universidad –lo que de hecho y habitualmente cree la mayoría de la gente–, es que sin monopolio de ese tipo, sin “estado” como da convencionalmente en llamarse a ese monopolio, no habría ni podría haber cooperación social pacífica entre los hombres, sino que estallaría la “anarquía”; es decir, una guerra interminable de todos contra todos.

    Pero esta creencia no sólo es empíricamente errónea; basta con mirar a nuestro alrededor: es una gigantesa mentira. Es decir, la creencia no es sólo un inocente error, sino un engaño deliberadamente difundido para promover propósitos ilícitos (con malas intenciones).

    La instauración del monopolio en el uso de la violencia implica el abandono del procedimiento de derecho natural y del método de resolución de conflictos mediante arbitraje independiente de terceros anteriormente mencionados –es decir, que ninguna de las partes puede jamás juzgar y actuar como juez final en ninguna disputa que la involucre. Un monopolista de la toma de decisiones definitivas –más allá de las cuales no se permite ninguna apelación posterior– es precisamente eso: un juez que juzga los conflictos (disputas) que lo involucran.

    Sin embargo, una institución de este tipo no puede ayudar –ni ayuda– a eliminar o minimizar los conflictos –tal como es el propósito y el objetivo de la ley natural–, sino que, por el contrario, aumentará y ampliará el alcance de los conflictos. Cualquiera que sea la institución que tenga un monopolio territorial sobre el uso de la violencia puede –y previsiblemente estará– no sólo sesgado a su propio favor en cualquier disputa real con alguna otra parte privada, sino que un agente o agencia monopólica también puede –y lo hará– provocar, iniciar y ocasionar conflictos con otras personas y por sus propiedades o posesiones –y luego declarar que tales interferencias e imposiciones sobre otras personas y sus posesiones son justificadas y legales.

    Es fácil de ver, entonces, por qué el papel o la función de un monopolista de la violencia puede ser atractivo para algunas personas. Permite a un actor o agencia vivir y enriquecerse a expensas de otros. Le permite mejorar su propio bienestar y posición social, no por tener que pasar por la molestia de producir o vender algo, o de adquirir algo de otros a través de un intercambio mutuamente aceptable sino, aparentemente sin esfuerzo, por mero decreto, veredicto o declaración unilateral.

    Y a la luz de esto, es también fácil entender por qué todo futuro fundador de un estado, y todo actual (principal) agente estatal, querría promover la creencia misma en la necesidad del estado para el establecimiento y el mantenimiento de la paz y de la civilización, incluso si reconocieran que esta creencia es falsa. Porque esta creencia es un embuste necesario, si el objetivo es vivir a costa de otras personas y gobernarlas; es decir, ejercer el poder.

    El método principal para el ejercicio del poder es entonces la legislación; es decir, la invención y promulgación de leyes, en lugar de su descubrimiento. La ley “natural” es reemplazada por la ley “positiva” fabricada por el hombre; es decir, por “leyes” creadas para modificar, torcer, eludir, pervertir o reemplazar las disposiciones de la ley “natural” en beneficio y favor del estado –es decir, en su propio beneficio y favor.

    Es característico, entonces, que para otorgar la afirmación especial a su condición de juez último, exista legislación en el sentido de que los agentes del estado, en su calidad de tales, están exentos de toda responsabilidad. De hecho, al declararse –a sí mismo y a sus agentes– exentos de responsabilidad personal por cualquier daño o deuda ocasionado o contraída por ellos en el ejercicio del gobierno, se alivia cualquier inhibición restante contra el ejercicio del poder frente a otros. Cada vez más, y sin demasiada vacilación, se irán incorporando a la legislación imposiciones cada vez más costosas, frívolas y arriesgadas, en detrimento de otros y de sus propiedades –pero en beneficio propio del monopolista en términos de sus propias posesiones (o propiedades), y del alcance de su control sobre las propiedades de otros.

    En principio, como juez supremo exento de toda responsabilidad, puede decretar que todo y todos en un territorio determinado estén sujetos a la legislación. Por decreto podría imponer impuestos, gravar, prohibir o castigar a quien y lo que quiera. Toda actividad puede ser regulada –castigada o recompensada– por la ley promulgada. Literalmente, nada queda fuera del ámbito y alcance de la legislación.

    Nosotros, aquí y ahora, en el llamado mundo occidental, aún no hemos llegado a ese punto de control estatal total. Pero al legislar hoy en día en todas partes, incluso el lenguaje y las palabras mediante códigos de expresión y controles del pensamiento sancionados oficialmente, obviamente hemos recorrido un largo camino hacia el régimen totalitario.

     

     

    El estado occidental ha tardado mucho en llegar a este punto en su búsqueda del poder –control sobre los demás y sobre sus propiedades y posesiones. Y permítanme señalar aquí, sólo de paso, el papel instrumental que ha desempeñado en particular la institución de la democracia (elecciones populares, gobierno de la mayoría, libre entrada en el gobierno estatal) en el crecimiento del poder estatal. He escrito un libro sobre este asunto. Baste decir aquí que la expansión del poder estatal ha procedido de manera incremental, un paso tras otro, y durante mucho tiempo. Cada paso en este camino, desde el establecimiento inicial de un monopolio territorial de la violencia hasta el presente, ha encontrado cierto grado de oposición o resistencia. Porque, por definición, toda expansión del poder estatal implica mayor alcance del control sobre otras personas y sus posesiones y, a la inversa, un alcance correspondientemente reducido del control de los demás sobre sus posesiones actuales. Cada decreto estatal, cada nueva pieza de legislación genera, pues, algunas víctimas, algunas personas cuyo control sobre algo se reduce o se elimina como consecuencia de ello, y que, en consecuencia, se oponen a esa legislación.

    El estado, entonces, para expandirse y crecer, debe aprender a superar –a romper, a reducir, a silenciar o a eliminar– cualquier oposición y resistencia de ese tipo.

    Como demuestra ampliamente una mirada al mundo actual, los estados occidentales han hecho enormes avances en este esfuerzo por sofocar cualquier oposición. Todas las personas que viven actualmente han sido criadas y socializadas en el entorno de un estado “maduro”, y han aprendido a vivir con él y a soportarlo. Los derechos de propiedad privada han sido erosionados y reducidos a su mínima expresión. Los decretos regulan hasta el más mínimo detalle lo que puede o no puede ser hecho con la propiedad privada: qué y cómo producir, qué y cómo consumir, qué vender y comprar (o no); cómo construir, equipar, amueblar, calentar o enfriar la propia casa o fábrica; cómo transportarse –en bicicleta, automóvil, tren y avión–; qué comer y beber, cómo regular los asuntos familiares y comerciales, y cómo criar a los propios hijos; qué decir y qué no, cómo dirigirse a otra persona y, por último, pero no por ello menos importante, qué conservar de la propia propiedad y qué entregar al monopolista; y, sin embargo, hay poca o ninguna oposición o resistencia a estos regímenes cada vez más invasivos.

    Y la poca oposición que hay, es mayoritariamente de tipo verbal, y sólo rara vez (si es que hay alguna) llega al nivel de resistencia activa. La mayoría de la gente ha llegado a un acuerdo con el estado. Algunos trabajan como empleados estatales, y otros son beneficiarios de favoritismos, fondos y dinero del estado. Suelen no hacer mucho ruido para conservar sus favores, empleos o subsidios. Otros simplemente se han rendido (han dimitido) y, por costumbre, se someten más o menos silenciosamente a las órdenes del estado para no meterse en problemas. Y en cuanto a la oposición verbal, que sin duda existe, casi invariablemente está dirigida al objetivo equivocado y, por lo tanto, en última instancia es ineficaz e “inofensiva” desde el punto de vista del estado como monopolista de la violencia.

    Todas las críticas se dirigen a personas específicas o al funcionamiento de algún departamento específico dentro de la administración y el aparato estatal más amplios, y la solución sugerida es siempre la misma: cambio de personal o cambio en la estructura organizativa del gobierno estatal. Parece impensable que ciertas funciones –o la propia institución del estado– puedan ser la fuente de un problema y, en consecuencia, deban ser abolidas (eliminadas), en lugar de “reformadas”. Así pues, incluso los críticos aparentemente más feroces del gobierno estatal resultan, en última instancia, apologistas del estado. De hecho, se parecen a esos críticos del socialismo (del viejo estilo soviético) que explicaban –y excusaban– los aparentes fracasos del régimen socialista, señalando al personal “equivocado” a cargo. Con Trotsky, Bujarin o X, Y o Z a cargo, en lugar de Stalin, el socialismo habría resultado color de rosa.

    En la misma línea, pues, los críticos del actual modelo occidental del estado de bienestar, siempre señalan a alguna persona específica o a alguna organización interna como la razón de cualquier aparente problema y fracaso. Y, en efecto, la camarilla de políticos que controla el aparato estatal –la clase dirigente– ofrece abundantes motivos para la crítica. Dondequiera que se mire, desde los Estados Unidos como el prototipo o modelo más poderoso y principal de estado occidental (democrático), hasta Gran Bretaña, la Europa continental y, en particular, Alemania, así como las antiguas colonias europeas de Canadá, Australia y Nueva Zelanda, en todas partes surge un cuadro similar de tremenda y generalizada incompetencia. En todas partes la masa de personas, millones y millones, está gobernada por un pequeño grupo de sólo unos pocos cientos o miles de fracasados ​​y perdedores, trajes vacíos, megalómanos, narcisistas, propagandistas, aduladores, mentirosos, delincuentes, payasos, saqueadores y asesinos. No es extraño, entonces, que haya un escándalo tras otro, día tras día y, por lo tanto, siempre haya un montón de “cosas” locas sobre las que informar, quejarse y criticar. Y no es extraño que la clase dirigente sea ampliamente despreciada por un número considerable y creciente de personas. Es difícil aceptar que un grupo de “ignorantes” e “incapaces para hacer nada” nos gobierne y nos mande. Muchas personas se sienten sencillamente molestas e insultadas por la incompetencia, ignorancia y arrogancia que encuentran en su trato con el poder estatal.

    Pero creer, como lo hacen prácticamente todos los críticos actuales del sistema occidental (democrático), consciente o inconscientemente, que estos interminables escándalos y molestias podrían ser evitados si la actual camarilla de políticos a cargo del aparato estatal fuera reemplazada por políticos “mejores”, es ingenuo y fundamentalmente equivocado.

    La institución del estado atrae, genera y promueve ciertos caracteres y rasgos de carácter. Desde el principio atrae a los ávidos de poder, a aquéllos que pretenden gobernar a otras personas y dominar su conducta y, por otro lado, como su complemento psicológico, atrae a los serviles, a aquellos que desean aferrarse, servir y someterse a los poderosos, a cambio de seguridad personal, protección y privilegios. Y estos rasgos de carácter (menos que deseables) de sed de poder y servilismo, entonces, son sistemáticamente engendrados, fortalecidos, promovidos, estimulados, cultivados, refinados y diversificados al ingresar al aparato estatal y trabajar dentro y como parte del estado. Ésto es lo que realmente significa aquello de “el poder corrompe”. Hace que los ávidos de poder sean aún más ávidos y, a la par que crece el poder estatal, también se abre cada vez más espacio para el crecimiento y desarrollo de parásitos serviles. El resultado de ésto es la mencionada incompetencia generalizada en todos sus aspectos y variaciones desagradables.

    Creer, entonces, que la sustitución de una persona o de un grupo de personas exentas de responsabilidad, por otra persona o grupo de personas, puede ser una solución a cualquier “problema social”, es simplemente una ilusión. El poder corrompe, y corrompe a todos en todas partes. Y mientras los críticos del actual estado occidental limiten sus críticas a los fallos de agentes o agencias estatales específicos, y simplemente exijan su sustitución o reorganización por otros agentes o agencias similares, estaremos condenados y la marcha hacia el control totalitario continuará.

    Que estemos gobernados por incompetentes, ignorantes, tontos, imbéciles y escoria, y que este escandaloso y deplorable estado de cosas no haya mejorado, sino que haya empeorado con el tiempo, no es casualidad. Es la consecuencia lógica y previsible de aceptar el mito original sobre la necesidad del estado –de un monopolista de la violencia, un juez final y definitivo que, a diferencia de todos los demás, no puede ser convocado por nadie para ser juzgado por sus acciones– para el mantenimiento de la paz.

    De hecho, y por el contrario, es escandaloso y constituye un ultraje moral que alguien pueda gobernar (dominar) a otro; que una persona pueda tomar la “propiedad natural” de otra persona (propiedad adquirida legalmente, según la “ley natural”), y darle órdenes sin requerir su consentimiento, e incluso en contra de su protesta abierta; y que esa persona sea inmune a toda acusación externa, contrademanda o desafío “legal”.

    Ésto es una flagrante violación y perversión de la ley natural: y cualquier persona así no es un actor respetuoso de la ley, sino un criminal, un proscrito.

    Aún más alucinante y escandaloso es, entonces, que un hombre o un pequeño grupo de personas (por “buenas” o bien intencionadas que sean) puedan gobernar a cientos, miles o incluso millones de personas junto con sus propiedades y posesiones, a ninguna de las cuales los gobernantes conocen personalmente o han conocido jamás, y ninguna de las cuales ha consentido jamás un trato de ese tipo. Estos gobernantes no son simplemente proscritos: son bandas de proscritos, de mentirosos habituales, artistas del timo, tramposos y estafadores, criminales empedernidos y reincidentes. Convocados ante un tribunal de derecho natural, todos ellos serían confrontados con innumerables acusaciones y serían sentenciados a restitución, compensación y castigo, llevándolos a la bancarrota personal y la ruina económica.

    La actual marcha aparentemente interminable hacia un gobierno cada vez más totalitario por parte de una pequeña clase dirigente que se puede observar en todo el mundo occidental sólo, puede ser detenida y revertida, entonces, si la institución del estado en sí misma es criticada y se la reconoce como una poderosa empresa criminal, sin legitimidad alguna y dirigida por personas que son todo menos “honorables” (como a ellos mismos les gusta ser considerados), si no directamente despreciables.

    Si se utiliza el famoso principio 20-80 de Pareto como guía, entonces uno puede predecir (especular) cuándo –si alguna vez ocurre– este fantasma llegará a su fin, y el estado comenzará a desmoronarse. De todos los actuales y futuros críticos públicos del estado, es decir, de los intelectuales, periodistas, comentaristas, etc., alrededor de 20% debe llegar a reconocerlo y estar dispuesto a decirlo, y exponer al estado como empresa depredadora y una monstruosidad moral. Para ello sería útil, por ejemplo, que de la considerable cantidad de críticos actuales del estado, tanto constitucionalistas como “estatistas mínimos”, una parte sustancial finalmente se atreviera a admitir la inconsistencia lógica y la bancarrota intelectual de su propia doctrina y, en consecuencia, se convirtieran abiertamente al anarquismo de la propiedad privada y al derecho natural. En la actualidad, por radical que parezca su crítica del estado, al final resultan ser apologistas inofensivos del estado. Luego (después), como exponentes de una sociedad de derecho privado sin estado, exponen y deslegitiman al estado como institución ilegítima y su “enemigo”, lo que, sin embargo, requiere no solo perspicacia sino también coraje, porque tal postura es vista por el estado como “peligrosa”, y puede desencadenar repercusión o represalia.

    Y esta minoría considerable de intelectuales públicos (en el sentido más amplio del término), entonces, debe a su vez lograr que alrededor de 20% del público en general de un territorio (estatal) dado, vea de manera similar al estado como una poderosa empresa criminal, a la que temer, pero también a la que exponer, ridiculizar, burlarse y reírse, debido a la incompetencia, arrogancia y pretenciosidad omnipresentes de su liderazgo, demostradas en todo lo que hace y dice.

    Una vez que se logre ésto –pero sólo entonces, si hemos de creer en el principio de Pareto– la deslegitimación del estado habrá avanzado lo suficiente y habrá alcanzado la profundidad necesaria como para que comience a desmoronarse, o a marchitarse en la terminología marxista, y a desintegrarse o descomponerse en sus partes o componentes locales más pequeños.

    Huelga decir que todavía estamos muy lejos de esa meta, y que todavía nos queda mucho trabajo por delante.

     

     

     

    Traducción: Ms. Lic. Cristian Vasylenko

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