Teoría clásica-liberal de la explotación

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    [La versión original de este artículo fue presentada en la Segunda Conferencia Anual de Académicos Libertarios, en la ciudad de New York, el 26 de Octubre de 1974, como respuesta a un artículo de Leonard Liggio].

    En la mentalidad académica popular, la doctrina del conflicto de clases parece estar inextricablemente vinculada con la particular versión marxista de la idea. A menudo se alude de palabra −especialmente por parte de quienes se empeñan en restar importancia a las pretensiones de originalidad de Marx y Engels− al hecho de que estos escritores tuvieron precursores en este enfoque de la realidad social.

    Con frecuencia se alude a una cierta “escuela francesa” que precedió a Marx y Engels e influyó en sus puntos de vista; a veces se menciona a Guizot, Thierry, Saint-Simon y algunos otros en relación con ésto. Pero rara vez se menciona en qué consistía esa perspectiva anterior, y en qué podría diferir del modelo marxista más conocido. Y, sin embargo, esta visión anterior no sólo es más correcta y fiel a la realidad socioeconómica que la versión marxista (un punto que debe ser asumido aquí, ya que no hay espacio para demostrarlo), sino que bien puede explicar una discrepancia y contradicción dentro del marxismo que ha sido notada y comentada, pero nunca explicada.

    Cuando Marx dice que la burguesía es la principal clase explotadora y parasitaria en la sociedad moderna, “burguesía” puede ser entendida de dos maneras diferentes. En Inglaterra y los Estados Unidos, ha tendido a sugerir la clase de capitalistas y empresarios que se gana la vida comprando y vendiendo en el mercado (más o menos) libre. El mecanismo de esta explotación involucraría el aparato conceptual marxista clásico de la teoría del valor-trabajo, la apropiación del plusvalor por el empleador, etc.

    En el continente, sin embargo, el término “burguesía” no tiene una conexión tan necesaria con el mercado. Puede referirse con la misma facilidad a la clase de los “funcionarios públicos” y a los rentistas de la deuda pública, que a la clase de los empresarios que participan en el proceso de producción social.[i] El hecho de que estas primeras clases y sus aliados se dedicaran a la explotación sistemática de la sociedad, era un lugar común del pensamiento social del siglo XIX, que de algún modo se perdió de vista misteriosamente a medida que estas mismas clases fueron adquiriendo mayor prominencia en las naciones de habla inglesa.

    Tocqueville, por ejemplo, en sus Recuerdos, afirma lo siguiente sobre “la clase media”, que según los historiadores llegó al poder en 1830 bajo la “monarquía burguesa” de Louis Philippe I de Francia: “Se atrincheró en todos los puestos vacantes, aumentó prodigiosamente el número de puestos, y se acostumbró a vivir casi tanto del Tesoro como de su propia industria”.[ii] Pueden encontrarse afirmaciones similares en muchos escritores posteriores, como Gustave Le Bon e Hippolyte Taine.

    Ahora bien, el lector está invitado a considerar la siguiente cita bastante larga (la descripción se refiere a Francia en el tercer cuarto del siglo XIX):

    Este poder ejecutivo, con su enorme burocracia y organización militar, con su ingeniosa maquinaria estatal, que abarca amplias capas, con una multitud de funcionarios que suman medio millón, además de un ejército de otro medio millón, este espantoso cuerpo parasitario, que enreda el cuerpo de la sociedad francesa como una red y obstruye todos sus poros, surgió en los días de la monarquía absoluta. La monarquía legitimista y la monarquía de Julio no añadieron nada más que una mayor división del trabajo, que creció en la misma medida en que la división del trabajo dentro de la sociedad burguesa creó nuevos grupos de intereses y, por tanto, nuevo material para la administración del estado. Todo interés común fue inmediatamente separado de la sociedad, contrapuesto a ella como un interés general superior, arrebatado a la actividad de los mismos miembros de la sociedad, y convertido en objeto de la actividad gubernamental, desde un puente, una escuela y la propiedad comunal de una comunidad aldeana, hasta los ferrocarriles, la riqueza nacional y la universidad nacional de Francia … Todas las revoluciones perfeccionaron esta máquina en lugar de destruirla. Los partidos que luchaban por el dominio, uno tras otro, consideraban la posesión de este enorme edificio estatal como el principal botín del vencedor … bajo el segundo Bonaparte [Napoleón III] … el Estado [parece] haberse hecho completamente independiente. Frente a la sociedad civil, la máquina estatal ha consolidado su posición … completamente.[iii]

    Esta larga cita es del panfleto de Marx, El dieciocho brumario de Luis Bonaparte, que trata del golpe de estado de Luis Napoleón en Diciembre de 1851. Creo que el contraste entre el punto de vista presentado aquí y la visión marxista más habitual del estado como arma para imponer la explotación económica extrapolítica −del estado como meramente “el comité ejecutivo de la clase dominante” − es evidente. Y esta afirmación de ninguna manera es única en el corpus del marxismo: en La guerra civil en Francia, Marx toca la misma perspectiva, cuando habla, por ejemplo, del objetivo de la Comuna de París de restaurar “al cuerpo social todas las fuerzas hasta entonces absorbidas por el parásito del estado, que se alimenta y obstruye el libre movimiento de la sociedad”.[iv] Y Engels, en su prefacio de 1891 a La guerra civil en Francia, se expresa en términos absolutamente inequívocos:

    La sociedad había creado sus propios órganos para velar por sus intereses comunes … Pero estos órganos, a cuya cabeza se encontraba el poder estatal, con el tiempo, en pos de sus propios intereses especiales, se transformaron de servidores de la sociedad a amos de la sociedad … En ningún otro lugar los “políticos” forman una sección más separada y poderosa de la nación que precisamente en América del Norte [es decir, los Estados Unidos]. Allí, cada uno de los dos partidos principales que se suceden alternativamente en el poder está a su vez controlado por personas que hacen de la política un negocio … En Estados Unidos es donde mejor vemos cómo se desarrolla este proceso de independencia del poder estatal en relación con la sociedad … encontramos dos grandes bandas de especuladores políticos que alternativamente se apoderan del poder estatal, y lo explotan por los medios más corruptos y con los fines más corruptos; la nación es impotente frente a estos dos grandes carteles de políticos que, en apariencia, son sus sirvientes, pero que en realidad la dominan y la saquean.[v]

    De paso, podemos tomar nota de la hermosa ironía del hecho de que, a diferencia de un análisis libertario del período de la historia estadounidense que estamos analizando, el análisis de Engels aquí ignora por completo el uso masivo del poder estatal por parte de segmentos de la clase capitalista, y se limita a las actividades explotadoras de quienes controlan directamente el aparato estatal. No puedo decir por qué Engels se preocuparía de blanquear a los capitalistas de esta manera.

    Parece, por tanto, que hay dos teorías del estado (así como, en consecuencia, dos teorías de la explotación) dentro del marxismo. Existe la teoría, que suele ser discutida y es muy conocida, del estado como instrumento de la clase dominante (y la teoría concomitante, que ubica la explotación dentro del proceso de producción). Y existe la teoría del estado que lo enfrenta a la “sociedad” y la “nación” (dos términos sorprendentes y significativos que se encuentran en este contexto en escritores que eran sumamente conscientes de las divisiones de clase dentro de la sociedad y la nación). Además, parecería sugerente que sea la segunda teoría la que predomina en aquellos escritos de Marx que, debido a su tratamiento matizado y sofisticado de la realidad política concreta e inmediata, muchos comentaristas han considerado las mejores exposiciones del análisis histórico marxista.

    Ahora bien, aunque sería difícil demostrarlo, parece muy probable que la segunda teoría del estado (la que lo vincula con el parasitismo y la explotación) seguramente haya estado influida por los escritores liberales clásicos. La opinión de que la explotación y el parasitismo de la sociedad eran atributos de las clases no de mercado, de las clases que se encontraban fuera del proceso de producción, estaba muy extendida a principios y mediados del siglo XIX. Es la base de la famosa parábola de Saint-Simon (que es en sí misma un residuo de las influencias liberales anteriores sobre ese escritor). Es el verdadero significado, me parece, de la célebre tipología de sociedades “militares” versus “industriales”, una tipología fundada en la distinción entre fuerzas de mercado y fuerzas no de mercado (esta dicotomía fue empleada tanto por Auguste Comte como por Herbert Spencer, considerados a menudo los fundadores de la sociología; y en términos diferentes, y antes, por Benjamin Constant)[vi].

    Una vez que se los busca, es sorprendente el grado en que se encuentran los conceptos de clases y conflicto de clases utilizados en este sentido en el liberalismo de los siglos XVIII y XIX. Por poner dos ejemplos: ésto es de lo que habla claramente Tom Paine en Los derechos del hombre, cuando habla de gobiernos que hacen la guerra para aumentar los gastos; y a lo que apunta William Cobbett cuando llama al oro el dinero de los pobres, ya que la inflación es un recurso utilizado por ciertos círculos financieros conocedores e influyentes.

    Estos conceptos, en particular, permean los escritos de Richard Cobden y John Bright, quienes se consideraban a sí mismos como que libraban una lucha en nombre de las clases productoras de Gran Bretaña contra la aristocracia, la que apoyaba un gobierno expansivo. Sobre la agitación contra la Ley de Granos, Bright dijo: “Dudo que pueda tener otro carácter [que el de] … una guerra de clases. Creo que se trata de un movimiento de las clases comerciales e industriales contra los lores y los grandes propietarios de la tierra”.[vii] Bright era especialmente aficionado a utilizar el contraste entre la clase “devoradora de impuestos” y la “pagadora de impuestos”. Ambos hombres veían conflictos de clases en todas partes en Gran Bretaña −y en Irlanda− de su tiempo: en el proteccionismo y la monopolización de la tierra, por supuesto; pero también en políticas como los fuertes impuestos al papel de periódico, los diezmos de la Iglesia y la limitación del sufragio; y muy particularmente, en los gastos para la preparación de la guerra, en una política exterior beligerante, y en el imperialismo. Como lo expresó Bright:

    Cuanto más se examine el asunto, más se llegará a la conclusión a la que he llegado yo, de que esta política exterior, este respeto por “las libertades de Europa”, este cuidado en un tiempo de “los intereses protestantes”, este amor excesivo por el “equilibrio de poder”, no es ni más ni menos que un gigantesco sistema de ayuda exterior para la aristocracia de Gran Bretaña”.[viii]

    Más adelante en el siglo, Bright identificó a otras clases como promotoras del imperialismo. En el caso de la ocupación británica de Egipto en 1882, Bright (que renunció al gabinete a causa de aquélla) creía que la City de Londres (es decir, los intereses financieros) estaba en el juego y, según su biógrafo, “no creía que debiéramos involucrarnos en una serie de guerras para cobrar las deudas de los tenedores de bonos, o encontrar nuevas tierras para la explotación comercial”.[ix] Estaba de acuerdo con su amigo Goldwin Smith, el historiador liberal clásico y antiimperialista, quien le escribió que se trataba simplemente de una “guerra de corredores de bolsa”.[x] Esto fue mucho después de que Cobden hubiera muerto, pero este último sin duda habría estado de acuerdo. Una vez escribió: “No ofreceremos excusas por resolver con tanta frecuencia las cuestiones de política estatal en cuestiones de cálculo pecuniario. Casi todas las revoluciones y grandes cambios en el mundo moderno tienen un origen financiero”.[xi]

    Al leer pasajes como éstos, uno se pregunta cómo el científico social contemporáneo –desprovisto de la teoría libertaria del conflicto de clases– tendría que interpretar tales puntos de vista. El análisis debería ser que hay “elementos marxistas inesperados” presentes incluso en el pensamiento de los principales liberales. O, más probablemente, en vista de que los habitantes de Manchester habían mirado con recelo la influencia del interés financiero en la política gubernamental, habría que hacer un análisis en la línea del “protofascismo pequeñoburgués temprano”.

    En relación con ésto, deberíamos considerar el cambio de ciertos liberales franceses –como Charles Dunoyer– de la anglomanía a la anglofobia. Esta transformación, mencionada por el profesor Liggio, es muy interesante cuando se la contrapone con la percepción que tenía la Escuela de Manchester de la sociedad británica, la política exterior y el imperialismo. Cobden y Bright eran críticos acérrimos del statu quo en Gran Bretaña e Irlanda; regañaban constantemente, especialmente a quienes dirigían los asuntos exteriores del país (Bright tiene la gran frase: “¿Qué podemos decir de una nación que vive bajo la ilusión perpetua de que está a punto de ser atacada?”[xii])

    Los impostores conservadores contemporáneos sin duda estarían de acuerdo con el fundador de su raza, Benjamin Disraeli, en que los hombres de Manchester simplemente no eran gente divertida. Más bien, eran quejumbrosos incesantes que se sentían incapaces de simplemente sentarse y disfrutar de las fantasías y los símbolos de oropel del poder mundial británico (la capacidad de disfrutar de la sociedad tal como es, nos informa un conocido publicista conservador estadounidense, es un sello distintivo de la mente conservadora). Cobden, Bright y sus aliados, por el contrario, estaban comprometidos en una crítica mortalmente seria, continua y profundamente radical de la sociedad británica y del papel mundial de Gran Bretaña. El siguiente, por ejemplo, es un ejemplo típico de la actitud de Cobden hacia ese papel:

    El partido de la paz … nunca despertará la conciencia del pueblo mientras le tolere permitirse la ilusión reconfortante de que ha sido un pueblo amante de la paz. Hemos sido la comunidad más combativa y agresiva que ha existido desde los días del dominio romano. Desde la Revolución de 1688 hemos gastado más de U$S 1.500 millones en guerras, ninguna de las cuales ha sido en nuestras propias costas, o en defensa de nuestros círculos y hogares.[xiii]

    Cobden habla de “nuestro insaciable amor por la expansión territorial”, del hecho de que “en la insolencia de nuestro poderío, y sin esperar los asaltos de enemigos envidiosos, hemos salido en busca de conquistas o rapiñas, y hemos llevado el derramamiento de sangre a todos los rincones del globo”.[xiv] En un panfleto con el título realmente hermoso “Cómo se originan las guerras en la India” (como dijo Paul Goodman de La función del orgasmo de Wilhelm Reich, es un clásico incluso en virtud de su título solamente), Cobden advierte que Inglaterra debe hacer “expiación y reparación oportunas”, y “poner fin a los actos de violencia e injusticia que han marcado cada paso de nuestro progreso en la India”; o de lo contrario, enfrentar el inevitable y providencial “castigo por los crímenes imperiales”.[xv]

    Supongo que habría quienes querrían hablar de un cierto “masoquismo” y “autoflagelación” en estas descripciones de las políticas seguidas por la clase dominante de su propio país. Pero eso estaría particularmente fuera de lugar en una personalidad tan vigorosa y enormemente vital como Richard Cobden.

    Por cierto, hay una línea directa de análisis de los males y del carácter de clase del imperialismo que va desde Cobden y Bright, pasando por J. A. Hobson −quien escribió una interesante exposición de las opiniones de Cobden sobre política exterior, Richard Cobden: International Man− hasta Lenin quien, como es bien sabido, estuvo muy influido por Hobson; y esta genealogía de ideas ciertamente merece ser examinada de cerca por algún erudito libertario.

    “¿Qué podemos decir de una nación que vive bajo la ilusión perpetua de que está a punto de ser atacada?” –John Bright

    Ahora bien, Hayek dice en alguna parte que la actitud de un escritor hacia Inglaterra puede ser tomada como altamente indicativa de su liberalismo: si era pro-inglés, es probable que fuera amigable con el liberalismo y la sociedad abierta; si era anti-inglés, entonces lo contrario. Pero a la luz de la actitud “anti-inglesa” de los habitantes de Manchester, habría que matizarla en un aspecto importante: habría una base para la “anglofobia”, fundada no en la oposición al liberalismo relativo de Inglaterra, sino en su persistente gobierno aristocrático e imperialista a lo largo del siglo XIX.

    Por lo tanto, creo que el profesor Liggio ha realizado un servicio muy valioso al dirigir la atención hacia un lugar y período formativo de la teoría de la explotación liberal clásica: Francia durante la Restauración y la Monarquía de Julio, y en particular hacia el pensamiento de Charles Comte y Dunoyer (de Charles Comte, un escritor tan conocedor de la historia de la sociología como Stanislav Andreski, ha dicho que es “uno de los grandes fundadores de la sociología, injustamente eclipsado por su homónimo Auguste”.[xvi])

    El período fue de gran riqueza de especulación política y sociológica, bien reflejada en el artículo que acabamos de ver. Las tres grandes corrientes del pensamiento político moderno −los colores primarios de los que puede estar compuesta prácticamente toda posición política posterior− ya están claramente delineadas: el conservadurismo y las diversas escuelas del socialismo, con sus críticas frecuentemente superpuestas del orden capitalista emergente, y el liberalismo individualista, equidistante de las dos primeras (la influencia de los conservadores teocráticos como De Maistre en el pensamiento de Saint-Simon, y de los saintsimonianos y Auguste Comte, es bien conocida.)

    Varios de los puntos de vista del profesor Liggio sobre las interconexiones entre estas tres corrientes son muy esclarecedores y estimulantes: por ejemplo, en relación con el significado político interno de la ley de los mercados de Say, y la importancia de los hechos de que el “papa” saintsimoniano, Enfantin, apoyara a Ricardo en contra de Say sobre este tema; o el ataque de Dunoyer al autoritarismo intelectual de Saint-Simon sobre bases que suelen ser asociadas con Sobre la libertad de Mill que, por supuesto, llegó sustancialmente después. Conviene hacer algunas observaciones sobre otro tema; a saber, la discusión de Dunoyer con Benjamin Constant sobre los efectos “enervantes” de una civilización en desarrollo y cada vez más sofisticada.

    Lo que está en juego en el pensamiento de Constant es una confrontación entre las ideas del liberalismo, el romanticismo y el utilitarismo. En resumen, la opinión de Constant (no exclusivamente, pero la mayor parte del tiempo) es ésta: el predominio del espíritu comercial o industrial sobre el espíritu militar o el espíritu de conquista, implica un estado de sociedad relativamente próspero; es decir, un estado en el que el placer y las comodidades aumentarán y se distribuirán más ampliamente que nunca.

    De hecho, se trata presumiblemente del ideal utilitarista. Ahora bien, un estado de ese tipo tenderá a largo plazo a militar en contra de la sociedad libre, porque la defensa de la libertad exigirá con frecuencia sacrificios por parte del individuo, a veces incluso el riesgo de perder la vida contra un tirano armado. Pero la voluntad de sacrificar los propios placeres o de arriesgar la propia vida por una causa supraindividual, es un rasgo asociado con formas de sociedad anteriores y más primitivas. Así pues, existe una cierta contradicción interna en la sociedad libre, que sólo puede ser compensada poniendo en juego fuerzas antiutilitaristas, como la fe religiosa (este fue prácticamente un estudio de toda la vida de Constant).[xvii]

    La “crítica” de Constant a la civilización también tiene un aspecto apolítico: tendía a identificar la civilización con la intelectualidad sofisticada, con el espíritu del siglo XVIII y la Ilustración. Éste era el ambiente en el que se había criado y, como muchos intelectuales, especialmente los que habían sido tocados por el Romanticismo de Rousseau, estaba harto de él y de la parte de sí mismo que reflejaba ese espíritu. Pensaba que tenía el efecto de excluir los sentimientos espontáneos, el verdadero calor del afecto y la cercanía humana, sustituyéndolos por una brillantez superficial y la perfección de las gracias sociales externas y artificiales. Creía que el heroísmo y la poesía habían sido aniquilados por la ironía y el escepticismo voltairianos, y era más probable encontrarlos en sociedades anteriores y más primitivas (era un gran amante de la Grecia antigua) que en otras más complejas.

    Tocqueville, por cierto, se basó en estas dos nociones de Constant (el problema de la compatibilidad del utilitarismo y la sociedad libre, y la mediocridad de la vida moderna), y ayudó a difundirlas.[xviii] La segunda idea, en particular, ha llegado a ser muy compartida; es, por ejemplo, el núcleo del concepto de Max Weber sobre la creciente rutinización y burocratización del mundo moderno; Irving Kristol parece estar labrándose una reputación al actualizar algunas de las ideas de Constant y Tocqueville, y presentarlas a quienes nunca han leído La democracia en América.

    Por último, el profesor Liggio presta un gran servicio académico al seguir explotando la rica veta de la teoría social liberal clásica, en tantos aspectos tan vergonzosamente descuidada por los académicos del establishment. Nosotros mismos, habiendo presenciado el pésimo tratamiento dispensado al gran von Mises −basado en la suposición casi universal de que un Galbraith, un Harold Laski, o incluso un Walter Lippmann era un filósofo social más importante−, tenemos alguna idea de por qué el establishment debería actuar como si Saint-Simon o Auguste Comte tuvieran infinitamente más que decirnos sobre cómo funciona la sociedad, que Charles Comte, Benjamin Constant o Jean-Baptiste Say. El tipo de trabajo que representa el artículo del profesor Liggio ayudará a restablecer el equilibrio.

     

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    [i] Cf. Raymond Ruyer, Eloge de la société de consommation (Paris: Calmann-Levy, 1969), pp. 144–145.

    [ii] Alexis de Tocqueville, Recollections, trad. Alexander Teixeira de Mattos (New York: Meridian, 1959), pp. 2–3.

    [iii] Karl Marx and Frederick Engels. Selected Works (Moscow: Progress, 1968), pp. 170–171.

    [iv] Ibid, p. 293. Éste agrega: “La Comuna [de París de 1871] hizo realidad ese lema de las revoluciones burguesas, el gobierno barato, al destruir las dos mayores fuentes de gasto: el ejército permanente y el funcionalismo estatal”.

    [v] Ibid., p. 261.

    [vi] Cf. su De l’esprit de conquête et de l’usurpation, en Oeuvres, Alfred Roulin, ed. (Paris: Pleiade, 1957).

    [vii] George Macaulay Trevelyan. The Life of John Bright (London: Constable, 1913), p. 141.

    [viii] “Speech at Birmingham, 29 October 1858,” en Alan Bullock and Maurice Shock, eds., The Liberal Tradition: From Fox to Keynes (Oxford: Oxford University Press, 1967), pp. 88–89.

    [ix] Trevelyan, op. cit., pp. 433–434.

    [x] Ibid., p. 434.

    [xi] The Political Writings of Richard Cobden (New York: Garland, 1973) I, p. 238.

    [xii] Loc. cit., p. 89.

    [xiii] Op. cit., II, p. 376.

    [xiv] Ibid, p. 455.

    [xv] Ibid., p. 458.

    [xvi] Stanislav Andreski, Parasitism and Subversion: The Case of Latin America (New York: Schocken, 1969), pp. 12–13.

    [xvii] Cf. Ralph Raico, The Place of Religion in the Liberal Philosophy of Constant, Tocqueville and Lord Acton (tesis doctoral no publicada, Committee on Social Thought, University of Chicago), pp. 1–68.

    [xviii] Ibid., pp. 69–128, 178–183.

     

     

     

    Traducción: Ms. Lic. Cristian Vasylenko

     

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