El surgimiento del estado tal como lo conocemos

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¿Qué es el estado? ¿Para que sirve? ¿Cómo se formó? ¿Cuál es su influencia real en el desarrollo de la humanidad? Aborrecida por muchos, defendida por otros y disfrutada al límite por unos pocos, esta entidad intangible e impersonal tiene una muy significativa participación en la vida de personas de todo el mundo. Sin embargo, es difícil encontrar a alguien que sepa definir efectivamente qué es el estado, cuál es su verdadero origen, y cuál es su grado de influencia en el crecimiento económico. Para conclusiones definitivas, es fundamental que conozcamos cómo fue establecido este sistema organizativo, y expliquemos su verdadera participación en la evolución social y económica de la humanidad.

Inicialmente es importante caracterizar el estado actual, para luego posicionarlo dentro de la evolución del hombre. El estado contemporáneo es, casi universalmente, considerado una institución que proporciona servicios sociales. Conceptualmente, el trabajo social se centra en promover la igualdad y la justicia social, política y económica. Según Hayek, no existe un ser supremo capaz de evaluar todas las posibilidades y sesgos, y definir así cómo “corregir” las “injusticias” identificadas. El juez estadounidense Wendel Holmes dijo: “Siempre habrá personas menos favorecidas en diversos aspectos, u otras que tendrán mayores dificultades, y su absolución debe ser efectuada por Dios y no por tribunales humanos, los que deben hacer cumplir la norma, y no tienen capacidad para determinar quiénes son los perjudicados”. La teórica búsqueda incesante de corregir las injusticias, conduce a pérdidas generalizadas y nos remonta a la famosa “Fábula del Can”. Un perro con un pequeño hueso en la boca ve su reflejo en una piscina. Entiende que otro perro tiene un hueso aún más grande que el suyo. Se imagina compartir el inmenso manjar con su prole, promoviendo una mayor igualdad. Cuando abre la boca para luchar por el hueso más grande, termina dejando caer su hueso a la piscina. Todo acaba perdiéndose. Se ve, entonces, que la definición del estado moderno explica de la manera más directa y cruel las artimañas del estado para insertarse de manera cancerosa en el corazón de la sociedad. O mejor dicho, en los bolsillos de los ciudadanos. De hecho, es una definición casi poética, e ir en contra de ella reflejaría la maldad del ser humano. Según Franz Oppenheimer, el estado es la sistematización del proceso depredador sobre un territorio determinado, absorbiendo vorazmente para sus propios intereses los recursos producidos por la población. Increíblemente, el problema de la humanidad es el hombre mismo. Por definición, el proceso depredador es el acto de causar y/o destruir algo. De esta manera, ¿cómo puede un pueblo aceptar de manera ordenada el continuo saqueo de sus sagrados recursos, bajo la pueril etiqueta de bienestar?

John Locke dijo que, al nacer, el hombre tiene derecho a la vida y a la libertad. Santo Tomás de Aquino continuó afirmando que estos derechos básicos, o derechos naturales, no requieren de un aprendizaje formal. Son inherentes al hombre per se. Y, según Locke, las leyes naturales determinan plenamente que las personas puedan (y deban) disfrutar de sus posesiones según lo deseen, respetando la propiedad privada de los demás y, así, se garantizaría la libertad y el orden individuales. Por tanto, violar la propiedad privada es un ataque contra las leyes naturales. Ésto generaría automáticamente descontento y posible violencia. ¿Cómo pudo el estado moderno superar semejante obstáculo? Santo Tomás de Aquino en Prima Secundae nos habla de leyes. Refleja que el conjunto de reglas que permite la convivencia de los seres humanos, se denominan Leyes Humanas Positivas. Se trata de leyes escritas y modificables, creadas por el propio hombre para facilitar las interacciones. El estado actual, como dueño de la razón, ha monopolizado la creación de Leyes Humanas Positivas, partiendo del supuesto de que esta entidad anónima es la única con capacidad para definir el rumbo de una sociedad, yendo frontalmente en contra de las tesis de Wendel. Holmes y Hayek. Se equivoca quien afirma que, a través de sus representantes, es el pueblo el que tiene el poder de influir en este sistema jurídico. El hombre actúa y ha actuado siempre de forma individualista. Y como decía Karl Popper, los seres humanos, incluso con las mejores intenciones (característica poco común dentro del organismo estatal) son falibles. En otras palabras, ni siquiera los representantes directos de una determinada porción de la población tienen moralmente la capacidad de representarla satisfactoriamente, a menos que los estímulos materiales se conviertan en moneda de cambio de esta relación. Y no hace falta decir que la mayoría de la gente no tiene suficientes recursos para estos incentivos poco ortodoxos. De este modo, es incluso pueril creer que, cuando una determinada casta de la población lo lleva a un cargo público, un hombre actuará por el bien común y no por el suyo propio. Por lo tanto, a través del monopolio de las Leyes Humanas Positivas, el estado adquirió la legalidad necesaria para violar cotidianamente las leyes naturales, y convivir de forma relativamente pacífica y segura siendo la casta parásita de la sociedad.

La humanidad alcanzó los niveles que alcanzó gracias al mercado. Los intercambios libres y consentidos forjaron expertos. Y los expertos permitieron una mayor optimización de la producción, capaz de atender a un mayor número de personas. Por tanto, si el mercado configura la acumulación con el posterior libre intercambio de excedentes, la depredación sólo se vuelve viable tras la concentración de los recursos. En otras palabras, el estado viene después del libre mercado. Los hombres iniciaron intercambios individuales sin participación estatal. Entendiendo esta línea evolutiva, podemos dar un paso más. Es un hecho que los intercambios consentidos son anteriores a cualquier organización estatal. Ahora bien, ¿la gran expansión del libre mercado fue consecuencia de la participación organizativa y garantía de estabilidad atribuida al estado?

Los tiempos de la revolución preindustrial fueron difíciles. Los sistemas sociales y productivos no tenían la elasticidad necesaria para satisfacer las demandas de una población en constante crecimiento. La agricultura limitada y los gremios no tenían la capacidad de absorber el excedente de mano de obra. La mecánica mercantil estaba llena de privilegios y monopolios, impidiendo la libre competencia. Y el estado de entonces (aún no configurado según las líneas actuales) mantuvo en cierta manera esta errática sistemática. Los beneficios, su propia supervivencia y el mantenimiento del statu quo, eran más valiosos que el intento de mejorar las condiciones de las personas que sufrían. Fue el sector privado en Gran Bretaña el que hacia 1760 empezó a buscar alternativas más efectivas y baratas para romper con este caos establecido. Y el sistema textil de reciente creación –caracterizado por las máquinas de hilado y de vapor, y el telar mecánico– encontró varias dificultades. Los prejuicios del pueblo y las castas dominantes, la mala voluntad del estado sustentada en sus retrógradas regulaciones actuales, la falta de capital y el desconocimiento sobre la reinversión de ganancias para futuras y mayores ganancias, fueron barreras que hicieron sucumbir a varios empresarios. Pero gracias a la insistencia de este sector privado, llegamos donde estamos. Por no hablar del hecho (quizás discutible) de que algunos historiadores, como Avner Greif, asocian el surgimiento de la Revolución Industrial inglesa como consecuencia del feudalismo; es decir, un período de la historia de la humanidad caracterizado por un gobierno central débil, y líderes regionales fuertes. Es decir, un momento histórico de descentralización, en el que el estado tuvo dificultades para insertarse en la vida de los ciudadanos comunes y, con ello, la individualidad del hombre pudo emerger y ser utilizada de la mejor manera posible. Evidentemente, el altruismo no es una característica básica del ser humano en tiempos difíciles, y los empresarios que lideraron la Revolución Industrial actuaron en función de sus propios intereses. Una conducta que muchos consideran implacable, pero que muchas veces podría significar la supervivencia de la fábrica y de sus empleados. Sin embargo, como ya se mencionó, las condiciones fuera de las industrias manufactureras eran tan precarias que la gente no tenía otra alternativa. Sus vidas dependían de sus trabajos que antes no existían. Y, quizás, si los empresarios tuvieran como standard la benevolencia, la Revolución Industrial no se habría consolidado. Los corazones más sensibles de hoy, que disfrutan de una cerveza belga fría, no entenderán esta postura. Pero al final, el hecho es que sin las innovaciones tecnológicas privadas de 1760, hoy todos estaríamos luchando por la comida. Por eso, resulta muy cómodo hacer este análisis retrospectivo, condenando a los codiciosos empresarios de aquella época, sentados en un cómodo sillón y disfrutando de todos los beneficios que nos ofrece el actual sistema capitalista resultante de la Revolución Industrial. El caso es que el estado, hasta entonces ausente y opositor, vio nuevas conquistas con el salto productivo. Es decir, el estado vigente en 1760 no aportó absolutamente ningún recurso ni voluntad para impulsar la Revolución Industrial. Como siempre, se centró en su propia supervivencia, parasitando al pueblo a través de sus reglas fallidas, y pegado como un gusano viscoso al obsoleto statu quo que lo mantenía. El salto en la producción de la humanidad fue un movimiento básicamente privado, con la posterior participación estatal sólo para cosechar los laureles. El estado parásito nunca nos decepciona.

Una de las grandes consideraciones en defensa del estado propagadas por incautos y poco estudiosos del tema, es que el aparato estatal es fundamental para brindar orden, estabilidad y seguridad. Y, sin estos atributos fundamentales, el libre mercado resultaría gravemente dañado, con una alta posibilidad de sucumbir. En otras palabras, el estado todopoderoso ayudaría a la población a mantener las condiciones sociales necesarias para el florecimiento económico de la civilización. Es un hecho primordial que el orden social y la estabilidad están garantizados por la defensa. La defensa está garantizada por las armas. Según Popper, el hombre falible sólo puede controlar sus instintos agresivos mediante la fuerza. En términos generales, como en cualquier especie, sólo el poder físico o militar es capaz de mantener las leyes naturales. Joyce Malcolm, conocida estudiosa de la historia de las armas civiles británicas, nos informa que entre 1700 y 1800 fue el periodo de mayor consolidación del derecho civil a portar armas. Los civiles incluso colaboraron con organismos oficiales en la captura de delincuentes. Nunca antes la población civil inglesa había estado tan bien armada. Coincidencias aparte, esta época está precisamente relacionada con la Revolución Industrial. Según la Ruta Europea del Patrimonio Industrial, la Revolución Industrial inglesa (un hito en la productividad global a gran escala) comenzó hacia 1760, siguió avanzando en otros países, y acabó consolidándose hacia 1820-1840. Por lo tanto, fue un período en el que la seguridad y el orden social fueron mantenidos principalmente por civiles, colaborando incluso con funcionarios estatales en esta tarea.

Es fácil ver que en momentos cruciales del salto económico civilizacional, el estado siempre estuvo posicionado lateralmente, sin aportar recursos, ideas, seguridad o, incluso, simplemente apoyo moral. Al contrario. El estado siempre ha estado en contra del desarrollo económico, pensando exclusivamente en su propia supervivencia. Francis Fukuyama afirma en “Los orígenes del orden político”, que el intento desenfrenado del estado por mantener el statu quo asociado con su propia continuidad, derivó en posturas despóticas que, además de no contribuir directamente, terminaron perjudicando indirectamente las iniciativas privadas en el desarrollo social. tecnológico y económico. En la historia de la humanidad, el estado no sólo no ayudó, sino que también hizo todo lo posible por obstaculizar. Pues bien. Hemos llegado a los tiempos actuales. Los tiempos en los que los profetas del pasado critican a las personas que les permitían pensar tonterías sentados en un balcón, en un sillón cómodo, contemplando una hermosa ciudad, y saboreando un famoso vino francés. ¿Cómo se formó el estado actual? ¿Y cuál es su postura ante la evolución económica?

Como se dijo anteriormente, cualquier estado no es más que un parásito hambriento, que reúne a su alrededor cada vez más incompetentes, y depende de patéticas reglas para intentar convivir con los pueblos que realmente producen y terminan siendo expoliados. Levanta la bandera del bienestar para conmover las mentes vulnerables, y defiende sistemas políticos fallidos para manipular a las masas a cambio de migajas. Las democracias actuales, sistema corrupto según Aristóteles, son fábricas de demagogos que mienten con naturalidad después de robar libremente. Murray N. Rothbard decía que sólo los peores llegan al poder. El estado actual ha monopolizado no sólo las leyes: monopolizó la defensa, la seguridad, la educación, las ideas y varios otros servicios públicos. El estado actual ha sofocado la iniciativa privada, que alguna vez fue un pilar fundamental del desarrollo económico y social global –verdaderos responsables del “bienestar social”. La población civil desarmada estaba a merced de demagogos y tiranos, sin potencial para defender siquiera las leyes naturales olvidadas. Como destaca John Lott Jr., las políticas públicas de desarme no pretenden promover la seguridad, sino el control social. Y ésto se ve fácilmente en diversos datos y estudios que demuestran la dramática escalada de violencia en regiones desarmadas. El parásito hambriento pretende, avanzar y para ello es fundamental abrir las defensas del rival. La educación escolar obligatoria en las escuelas estatales catequiza las mentes de los niños, buscando imprimir en el circuito neuronal en desarrollo, la maldad de condenar el bienestar social; en teoría, la gran función del estado. La manipulación de los recién llegados es una herramienta poderosa para evitar revoluciones contra el sistema. Por tanto, los estados actuales se forjan en el miedo. Crean reglas que generalmente apuntan sólo a su propio beneficio, y en momentos de necesidad ignoran a la población. No garantizan la seguridad, ya que las regiones más violentas son aquellas con restricciones drásticas a las armas civiles, siendo el poder militar responsabilidad del estado.

Por tanto, el estado actual, promotor del bienestar social, se mueve por la envidia, por la fuerza y ​​por satisfacer los deseos de unos pocos dirigentes y de sus seguidores. Galvaniza a un buen número de fracasados cognitivos que, para no sucumbir en el libre mercado, se adhieren a los tentáculos del gran parásito y comienzan a defender su existencia. No garantiza el orden ni la seguridad, hecho que lo demuestran los abrumadores índices de violencia en zonas donde la fuerza es exclusivamente de propiedad estatal. Utiliza el sistema legal como forma de legalizar el constante saqueo de la población. Obstruye el desarrollo social, tecnológico y económico como forma de mantener el statu quo, un hecho que está abundantemente documentado en la Revolución Industrial. Y, como resultado, acaba condenando a los más humildes al fracaso moral y económico. Precisamente esa casta que debería beneficiarse con el bienestar social. La paquidérmica estructura anónima, profana diariamente las leyes naturales. No hay estado actual que no viole, de alguna manera, principios de razón, moral y sentido común.

 

 

 

Traducción: Ms. Lic. Cristian Vasylenko

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