Cómo se transformó el capitalismo estadounidense en corporativismo estadounidense

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    En la década de 1990 y durante años de nuestro siglo, era común ridiculizar al gobierno por estar tecnológicamente atrasado. Todos estábamos obteniendo acceso a cosas fabulosas, incluidas páginas web, aplicaciones, herramientas de búsqueda y redes sociales. Pero los gobiernos de todos los niveles estaban estancados en el pasado, utilizando mainframes IBM y grandes disquetes. Nos lo pasamos genial burlándonos de ellos.

    Recuerdo los días en que se pensaba que el gobierno nunca alcanzaría la gloria y el poder del mercado mismo. Escribí varios libros sobre ello, plenos de tecno-optimismo.

    El nuevo sector tecnológico tenía un espíritu libertario. No les importaba el gobierno y sus burócratas. No tenían cabilderos en Washington. Eran las nuevas tecnologías de la libertad, y no les importaba mucho el viejo mundo analógico de mando y control. Marcarían el comienzo de una nueva era de poder popular.

    Aquí nos encontramos, un cuarto de siglo después, con pruebas documentadas de que ocurrió lo contrario. El sector privado recopila los datos que el gobierno compra y utiliza como herramienta de control. Lo que se comparte y cuántas personas lo ven, es una cuestión de algoritmos acordados por una combinación de agencias gubernamentales, centros universitarios, diversas organizaciones sin fines de lucro, y las propias empresas. Todo el asunto se ha convertido en una masa opresiva.

    Todas las empresas importantes que alguna vez permanecieron lejos de Washington, ahora poseen un palacio gigante similar en D.C. o sus alrededores, y recaudan decenas de miles de millones en ingresos gubernamentales. El gobierno se ha convertido ahora en un cliente importante -si no el principal- de los servicios prestados por las grandes empresas tecnológicas y de social media. Son anunciantes pero también compradores masivos del producto principal.

    Amazon, Microsoft y Google son los mayores ganadores de contratos gubernamentales, según un informe de Tussel. Amazon aloja los datos de la NSA [Agencia Nacional de Seguridad] con un contrato de U$S 10.000 millones, y obtiene cientos de millones de otros gobiernos. No sabemos cuánto ha recibido Google del gobierno estadounidense, pero seguramente es una parte sustancial de los casi U$S 700.000 millones que el gobierno federal entrega en contratos.

    Microsoft también tiene una gran parte de los contratos gubernamentales. En 2023, el Departamento de Defensa de EE.UU. adjudicó el contrato Joint Warfighter Cloud Capability a Microsoft, Amazon, Google y Oracle. El contrato tiene un valor de hasta U$S 9.000 millones, y proporciona servicios en la nube al Departamento de Defensa. Es sólo el comienzo. El Pentágono está buscando un plan sucesor que sea más grande.

    En realidad, ni siquiera sabemos el alcance total de ésto, pero es gigantesco. Sí, estas empresas prestan los servicios habituales al consumidor, pero el principal cliente -e incluso decisivo- es el propio gobierno. Como resultado, la vieja frase del hazmerreír sobre la tecnología atrasada en las agencias gubernamentales, ya no existe. Hoy en día, el gobierno es el principal comprador de servicios tecnológicos, y también es uno de los principales impulsores del auge de la IA.

    Es uno de los secretos mejor guardados de la vida pública estadounidense, del que apenas se habla en los principales medios de comunicación. La mayoría de la gente todavía piensa que las empresas tecnológicas son rebeldes de la libre empresa. No es verdad.

    Por supuesto, la misma situación existe para las empresas farmacéuticas. Esta relación se remonta aún más atrás en el tiempo y es aún más estrecha, hasta el punto de que no existe una distinción real entre los intereses de la FDA/CDC y los de las grandes compañías farmacéuticas. Son uno y lo mismo.

    En este marco, también podríamos etiquetar al sector agrícola, que está dominado por carteles que han expulsado a las granjas familiares. Es un plan gubernamental con masivos subsidios los que determinan qué se produce y en qué cantidad. No es por culpa de los consumidores que su Coca-Cola esté llena de un producto aterrador llamado “jarabe de maíz con alto contenido de fructosa”, ni por qué su barra de chocolate tiene lo mismo, ni por qué hay maíz en su tanque de gasolina. Ésto es enteramente producto de las agencias y presupuestos gubernamentales.

    En la libre empresa, la vieja regla es que el cliente siempre tiene la razón. Se trata de un sistema maravilloso, que a veces se llama soberanía del consumidor. Su aparición en la historia, que data quizás del siglo XVI, representó un tremendo avance respecto del antiguo sistema gremial del feudalismo, y ciertamente un paso importante respecto de los antiguos despotismos. Desde entonces, ha sido el grito de guerra de la economía basada en el mercado.

    ¿Qué sucede, sin embargo, cuando el propio gobierno se convierte en un cliente principal e incluso dominante? De este modo se cambia el espíritu de la empresa privada. Ya no interesadas principalmente en servir al público en general, las empresas centran su atención en servir a sus poderosos amos en los pasillos del estado, tejiendo gradualmente relaciones estrechas y formando una clase dominante que se convierte en una conspiración contra el público.

    Esto solía recibir el nombre de “capitalismo de cómplices”, que tal vez describe algunos de los problemas a pequeña escala. Éste es otro nivel de realidad, que necesita un nombre completamente diferente. Ese nombre es corporativismo, una acuñación de la década de 1930, sinónimo de fascismo antes de que se convirtiera en una mala palabra debido a las alianzas en tiempos de guerra. El corporativismo es algo específico -no así el capitalismo ni el socialismo-, sino un sistema de propiedad privada con una industria cartelizada que sirve principalmente al estado.

    El antiguo binarismo sector público y sector privado –ampliamente asumidos por todos los principales sistemas ideológicos– se han vuelto tan confusos, que ya no tienen mucho sentido. Y, sin embargo, no estamos preparados ideológica ni filosóficamente para afrontar este nuevo mundo con algo parecido a una percepción intelectual. No sólo eso: puede ser extremadamente difícil incluso distinguir a los buenos de los malos en las noticias. Ya casi no sabemos a quién animar o abuchear en las grandes luchas de nuestro tiempo.

    Así de confuso se ha vuelto todo. ¡Claramente hemos recorrido un largo camino desde la década de 1990!

    Algunos podrían observar que éste ha sido un problema desde hace mucho tiempo. A partir de la guerra hispanoamericana, hemos visto una fusión de lo público y con lo privado, que involucra a la industria de municiones.

    Ésto es cierto. Muchas fortunas de la Edad Dorada eran empresas totalmente legítimas y basadas en el mercado, pero otras fueron logradas del naciente complejo militar-industrial que comenzó a madurar en la Gran Guerra, e involucró a una amplia gama de industrias -desde la industria hasta el transporte y las comunicaciones.

    Por supuesto, en 1913 asistimos al advenimiento de una asociación público-privada particularmente atroz con la Reserva Federal, en la que los bancos privados se fusionaron en un frente unificado, y acordaron pagar las obligaciones de la deuda del gobierno estadounidense a cambio de garantías de rescate. Este corporativismo monetario continúa perjudicándonos hasta el día de hoy, al igual que el complejo militar- industrial.

    ¿En qué se diferencia del pasado? Es diferente en grado y alcance. La maquinaria corporativista gestiona ahora los principales productos y servicios de nuestra vida civil, incluida toda la forma en que obtenemos información, cómo trabajamos, cómo realizamos operaciones bancarias, cómo contactamos a nuestros amigos y cómo compramos. Es el administrador de todas nuestras vidas en todos los aspectos, y se ha convertido en la fuerza impulsora de la innovación y el diseño de productos. Se ha convertido en una herramienta de vigilancia en los aspectos más íntimos de nuestras vidas, incluida la información financiera y los dispositivos de escucha que hemos instalado voluntariamente en nuestros propios hogares.

    En otras palabras, ya no se trata sólo de que las empresas privadas proporcionen municiones y explosivos a ambos bandos en una guerra extranjera, y obtengan los contratos de reconstrucción después. El complejo militar-industrial ha vuelto a casa, se ha expandido a todo, y ha invadido todos los aspectos de nuestras vidas.

    Se ha convertido en el principal curador y censor de nuestras noticias, presencia y publicaciones en las redes sociales. Está en condiciones de decir qué empresas y productos tienen éxito y cuáles fracasan. Puede matar aplicaciones en un instante, si a la persona bien ubicada no le gusta lo que está haciendo. Puede ordenar a otras aplicaciones que se agreguen o eliminen de una lista negra, en función de opiniones políticas. Puede decirle incluso a la empresa más pequeña que cumpla o se enfrente a la muerte por ley. Puede apoderarse de cualquier individuo y convertirlo en un enemigo público, basándose enteramente en una opinión o acción contraria a las prioridades del régimen.

    En resumen, este corporativismo –en todas sus iteraciones, incluido el estado regulador y el fondo de guerra de patentes que mantiene y hace cumplir el monopolio– es la fuente central de todo el despotismo actual.

    Obtuvo su primera prueba completa con los cierres de 2020, cuando las empresas de tecnología y los medios de comunicación se unieron a las ensordecedoras campañas de propaganda para el confinamiento, cancelar las vacaciones, y no visitar a la abuela en el hospital ó en el asilo de ancianos. Se alegró cuando millones de pequeñas empresas fueron destruidas y las grandes tiendas prosperaron como distribuidoras de productos aprobados, mientras que vastas franjas de la fuerza laboral fueron consideradas no esenciales y sometidas a asistencia social.

    Éste era el estado corporativista en acción, con un gran sector corporativo totalmente conforme con la prioridad del régimen, y un gobierno completamente dedicado a recompensar a sus socios industriales en cada sector que estuviera de acuerdo con la prioridad política en ese momento. El detonante de la construcción de la vasta maquinaria que rige nuestras vidas se remonta a mucho tiempo atrás, y siempre comienza de la misma manera: con un contrato gubernamental aparentemente desfavorable.

    Recuerdo muy bien aquellos días de la década de 1990, cuando las escuelas públicas comenzaron a comprar computadoras a Microsoft. ¿Sonaron las alarmas? No para mí. Tenía una actitud típica de cualquier libertario proempresarial: cualquier cosa que las empresas quieran hacer, deberían hacerlo. Sin duda, corresponde a la empresa vender a todos los compradores dispuestos, incluso si eso incluye a los gobiernos. En cualquier caso, ¿cómo podría evitarse ésto? La contratación gubernamental con empresas privadas ha sido la norma desde tiempos inmemoriales. Ningún daño hecho.

    Y, sin embargo, resulta que causó un daño enorme. Ésto fue sólo el comienzo de lo que se convirtió en una de las industrias más grandes del mundo, mucho más poderosa y decisiva en cuanto a la organización industrial que los anticuados mercados de productor a consumidor. El “carnicero, el panadero y la cervecería” de Adam Smith han sido desplazados por las mismas conspiraciones comerciales contra las cuales advirtió gravemente. Estas gigantescas corporaciones comerciales públicas y con fines de lucro, se convirtieron en la base operativa del complejo corporativista impulsado por la vigilancia.

    No estamos ni cerca de aceptar las implicaciones de ésto. Va mucho más allá, y trasciende completamente los viejos debates entre capitalismo y socialismo. De hecho, no se trata de eso. Centrarse en ésto podría ser interesante desde el punto de vista teórico, pero tiene poca o ninguna relevancia para la realidad actual en la que lo público y lo privado se han fusionado, y han invadido por completo todos los aspectos de nuestras vidas, con resultados totalmente predecibles: declive económico para la mayoría, y riqueza para unos pocos.

    Esta es también la razón por la que ni la izquierda ni la derecha, ni los demócratas ni los republicanos, ni los capitalistas ni los socialistas, parecen hablar claramente del momento en que vivimos. La fuerza dominante hoy en día -tanto en la escena nacional como en la global- es el tecnocorporativismo, que se entromete en nuestros alimentos, nuestros medicamentos “obligatorios”, nuestros medios de comunicación, nuestros flujos de información, nuestros hogares, y hasta en los cientos de herramientas de vigilancia que llevamos en nuestros bolsillos.

    Realmente desearía que estas empresas fueran genuinamente privadas, pero no lo son. Son actores estatales de facto. Más precisamente, todos trabajan mano a mano, y ya no está claro cuál es la mano y cuál es el guante.

    Aceptar ésto intelectualmente es el mayor desafío de nuestros tiempos. Abordarlo jurídica y políticamente parece una tarea mucho más desalentadora, por decir lo menos. El problema se complica por el impulso para purgar la disidencia mayor en todos los niveles de la sociedad. ¿Cómo se convirtió el capitalismo estadounidense en corporativismo estadounidense? Poco a poco, y luego todos a la vez.

     

     

     

    Traducción: Ms. Lic. Cristian Vasylenko

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