El estudio del hombre y el problema del libre albedrío

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    En nuestra adecuada condena del cientificismo en el estudio del hombre, no deberíamos cometer el error de desestimar también la ciencia, pues si lo hiciéramos, le daríamos demasiado crédito y aceptaríamos sin más su pretensión de ser el único método científico. Si el cientificismo es, como creemos, un método inadecuado, entonces no puede ser verdaderamente científico. Después de todo, ciencia significa scientia, conocimiento correcto; es más antigua y más sabia que el intento positivista-pragmático de monopolizar el término.

    El cientificismo es el intento profundamente acientífico de transferir acríticamente la metodología de las ciencias físicas al estudio de la acción humana. Es cierto que ambos campos de investigación deben ser estudiados mediante el uso de la razón –la identificación de la realidad por parte de la mente–, pero entonces se vuelve de crucial importancia no descuidar el atributo crítico de la acción humana: que en la naturaleza, sólo los seres humanos poseen conciencia racional. Las piedras, las moléculas y los planetas no pueden elegir su curso; su comportamiento está para ellos determinado estricta y mecánicamente. Sólo los seres humanos poseen libre albedrío y conciencia, pues son conscientes y pueden, y de hecho deben, elegir su curso de acción. Ignorar este hecho primordial sobre la naturaleza del hombre –ignorar su voluntad, su libre albedrío– es malinterpretar los hechos de la realidad y, por lo tanto, ser profunda y radicalmente anticientífico.

    La necesidad del hombre de elegir significa que, en un momento dado, está actuando para lograr algún fin en el futuro inmediato o lejano –es decir, que tiene propósitos. Los pasos que da para alcanzar sus fines, son sus medios. El hombre nace sin un conocimiento innato de qué fines elegir ni de cómo utilizar qué medios para alcanzarlos. Al no tener un conocimiento innato sobre cómo sobrevivir y prosperar, debe aprender qué fines y medios adoptar, y es propenso a cometer errores en el camino. Pero sólo su mente racional puede mostrarle sus metas y cómo alcanzarlas.

    Ya hemos empezado a construir los primeros bloques del edificio de muchos pisos de las verdaderas ciencias del hombre –y todas ellas se basan en el hecho de la voluntad del hombre. En el hecho formal de que el hombre utiliza medios para alcanzar fines, fundamos la ciencia de la praxeología o economía; la psicología es el estudio de cómo y por qué el hombre elige el contenido de sus fines; la tecnología dice qué medios concretos conducirán a diversos fines; y la ética emplea todos los datos de las diversas ciencias para guiar al hombre hacia los fines que debe tratar de alcanzar y, por lo tanto, por imputación, hacia sus medios adecuados. Ninguna de estas disciplinas puede tener sentido alguno sobre premisas cientificistas. Si los hombres son como piedras, si no son seres con fines, y no luchan por fines, entonces no hay economía, ni psicología, ni ética, ni tecnología, ni ciencia del hombre en absoluto.

    El problema del libre albedrío

    Antes de continuar, debemos detenernos a considerar la validez del libre albedrío, pues es curioso que el dogma determinista haya sido aceptado con tanta frecuencia como la posición exclusivamente científica. Y aunque muchos filósofos han demostrado la existencia del libre albedrío, rara vez el concepto ha sido aplicado a las “ciencias sociales”. En primer lugar, cada ser humano sabe universalmente, a partir de la introspección, que elige. Los positivistas y los conductistas pueden burlarse de la introspección todo lo que quieran, pero sigue siendo cierto que el conocimiento introspectivo de un hombre consciente de que es consciente y actúa, es un hecho de la realidad. ¿Qué tienen, en realidad, para ofrecer los deterministas contra el hecho introspectivo? Sólo una analogía pobre y engañosa de las ciencias físicas. Es cierto que toda materia sin mente está determinada y no tiene propósito, pero es sumamente inadecuado, y además una petición de principios, aplicar simple y acríticamente el modelo de la física al hombre.

    ¿Por qué, en realidad, deberíamos aceptar el determinismo en la naturaleza? La razón por la que decimos que las cosas están determinadas es que cada cosa existente debe tener una existencia específica. Al tener una existencia específica, debe tener ciertos atributos definidos, definibles y delimitables; es decir, cada cosa debe tener una naturaleza específica. Cada ser, entonces, puede actuar o comportarse sólo de acuerdo con su naturaleza, y dos seres cualesquiera pueden interactuar sólo de acuerdo con sus respectivas naturalezas. Por lo tanto, las acciones de cada ser son causadas y determinadas por su naturaleza.

    Pero mientras que la mayoría de las cosas no tiene conciencia y, por lo tanto, no persigue objetivos, es un atributo esencial de la naturaleza del hombre que tenga conciencia y, por lo tanto, que sus acciones sean autodeterminadas por las elecciones que efectúa su mente.

    En el mejor de los casos, la aplicación del determinismo al hombre es sólo una agenda para el futuro. Después de varios siglos de proclamaciones arrogantes, ningún determinista ha ideado nada parecido a una teoría que determine todas las acciones de los hombres. Seguramente la carga de la prueba debe recaer en quien propone una teoría, particularmente cuando la teoría contradice las impresiones primarias del hombre. Seguramente podemos, como mínimo, decirle a los deterministas que guarden silencio hasta que puedan ofrecer sus determinaciones –incluidas, por supuesto, sus determinaciones anticipadas de cada una de nuestras reacciones a su teoría determinante. Pero hay mucho más que puede ser dicho. Porque el determinismo, aplicado al hombre, es una tesis contradictoria, ya que el hombre que lo emplea confía implícitamente en la existencia del libre albedrío.

    Si estamos decididos en las ideas que aceptamos, entonces X el determinista, está decidido a creer en el determinismo, mientras que Y el creyente en el libre albedrío, también está decidido a creer en su propia doctrina. Dado que, según el determinismo, la mente del hombre no es libre de pensar y llegar a conclusiones sobre la realidad, es absurdo que X intente convencer a Y o a cualquier otra persona de la verdad del determinismo. En resumen, el determinista debe depender, para la difusión de sus ideas, de las elecciones no determinadas y del libre albedrío de los demás, de su libre albedrío para adoptar o rechazar ideas. De la misma manera, las diversas clases de deterministas –conductistas, positivistas, marxistas, etc.– reclaman implícitamente para sí una exención especial de sus propios sistemas determinados. Pero si un hombre no puede afirmar una proposición sin emplear su negación, no sólo está atrapado en una inextricable autocontradicción; concede a la negación el status de axioma.

    Una autocontradicción corolaria: los deterministas profesan ser capaces, algún día, de determinar cuáles serán las elecciones y acciones del hombre. Pero, por sus propios motivos, su propio conocimiento de esta teoría determinante está determinado. ¿Cómo pueden entonces aspirar a saberlo todo, si el alcance de su propio conocimiento está determinado y, por tanto, delimitado arbitrariamente? De hecho, si nuestras ideas están determinadas, entonces no tenemos forma de revisar libremente nuestros juicios y de conocer la verdad –ya sea la verdad del determinismo o de cualquier otra cosa.

    Así, para defender su doctrina el determinista debe situarse a sí mismo y a su teoría fuera del ámbito supuestamente universalmente determinado; es decir, debe emplear el libre albedrío. Esta confianza del determinismo en su negación es un ejemplo de una verdad más amplia: que es contradictorio utilizar la razón en cualquier intento de negar su validez como medio para alcanzar el conocimiento. Esta autocontradicción está implícita en sentimientos actualmente de moda como “la razón nos muestra que la razón es débil” o “cuanto más sabemos, más sabemos lo poco que sabemos”.

    Algunos pueden objetar que el hombre sea realmente libre, dado que debe obedecer las leyes naturales. Sin embargo, decir que el hombre no es libre porque no es capaz de hacer nada de lo que desea, confunde libertad y poder. Es claramente absurdo emplear como definición de “libertad” el poder de una entidad de realizar una acción imposible, de violar su naturaleza.

    A menudo los deterministas dan a entender que las ideas de un hombre están necesariamente determinadas por las ideas de los demás, de la “sociedad”. Sin embargo, A y B pueden escuchar la misma idea propuesta; A puede adoptarla como válida, mientras que B no lo hará. Cada hombre, por tanto, tiene la libre elección de adoptar o no una idea o un valor. Es cierto que muchos hombres pueden adoptar sin crítica las ideas de otros; sin embargo, este proceso no puede retroceder infinitamente. En algún momento la idea tuvo su origen; es decir, la idea no fue tomada de otros, sino que alguna mente llegó a ella de manera independiente y creativa. Ésto es lógicamente necesario para cualquier idea dada. Por lo tanto, la “sociedad” no puede dictar ideas. Si alguien crece en un mundo donde la gente generalmente cree que “todas las pelirrojas son demonios”, es libre –a medida que crece– de repensar el problema y llegar a una conclusión diferente. Si ésto no fuera cierto, una vez adoptadas, las ideas nunca podrían haber sido cambiadas.

    Concluimos, por tanto, que la verdadera ciencia decreta el determinismo para la naturaleza física, y el libre albedrío para el hombre, y por la misma razón: cada cosa debe actuar de acuerdo con su naturaleza específica. Y dado que los hombres son libres de adoptar ideas y actuar sobre ellas, nunca son eventos o estímulos externos a la mente los que causan sus ideas; más bien la mente adopta libremente ideas sobre eventos externos. Un salvaje, un niño y un hombre civilizado reaccionarán de maneras completamente diferentes ante la visión del mismo estímulo, ya sea una pluma estilográfica, un despertador o una ametralladora, porque cada mente tiene ideas diferentes sobre el significado del objeto y sobre sus cualidades. Por lo tanto, nunca más repitamos que la Gran Depresión de la década de 1930 hizo que los hombres adoptaran el socialismo o el intervencionismo –o que la pobreza hizo que la gente adoptara el comunismo. La depresión existía, y los hombres se sintieron impulsados ​​a pensar en este sorprendente acontecimiento; pero tal evento no determinó que adoptaran el socialismo o su equivalente; también podrían haber elegido el laissez-faire o el budismo o cualquier otro intento de solución. El factor decisivo fue la idea que la gente decidió adoptar.

    ¿Qué llevó a la gente a adoptar determinadas ideas? En este punto, el historiador puede enumerar y sopesar diversos factores, pero siempre debe detenerse en la libertad última de la voluntad. Así, en cualquier asunto, una persona puede decidir libremente si piensa en un problema de manera independiente, o si acepta acríticamente las ideas que ofrecen otros. Sin duda, la mayoría de la gente, especialmente en cuestiones abstractas, opta por seguir las ideas que ofrecen los intelectuales. En la época de la Gran Depresión, había una multitud de intelectuales que ofrecían la panacea del estatismo o el socialismo como cura para la depresión, mientras que muy pocos sugerían el laissez-faire o la monarquía absoluta.

    La comprensión de que las ideas libremente adoptadas determinan las instituciones sociales, y no al revés, ilumina muchas áreas críticas del estudio del hombre. Rousseau y su hueste de seguidores modernos, que sostienen que el hombre es bueno, pero está corrompido por sus instituciones, deben finalmente debilitarse ante la pregunta: ¿Y quiénes sino los hombres crearon estas instituciones? La tendencia de muchos intelectuales modernos a adorar lo primitivo (también lo infantil –especialmente el niño educado “progresistamente”– la vida “natural” del noble salvaje de los Mares del Sur, etc.) tiene quizás las mismas raíces. También se nos dice repetidamente que las diferencias entre tribus y grupos étnicos en gran medida aislados están “determinadas culturalmente”: la tribu X es inteligente o pacífica debido a su cultura X; la tribu Y, aburrida o guerrera debido a la cultura Y. Si somos plenamente conscientes de que los hombres de cada tribu crearon su propia cultura (a menos que asumamos su creación por algún místico deus ex machina), veremos que esta “explicación” popular no es mejor que explicar las propiedades del opio para inducir el sueño por su “poder dormitivo”. De hecho, es peor, porque añade el error del determinismo social.

    Sin duda, se acusará a este debate sobre el libre albedrío y el determinismo de ser “unilateral”, y de dejar de lado el supuesto hecho de que toda la vida es multicausal e interdependiente. No debemos olvidar, sin embargo, que el objetivo mismo de la ciencia son explicaciones más simples de fenómenos más amplios. En este caso, nos enfrentamos al hecho de que lógicamente sólo puede haber un soberano último sobre las acciones de un hombre: ya sea su propia voluntad, o alguna causa ajena a esa voluntad. No hay otra alternativa, no hay término medio y, por lo tanto, el eclecticismo de moda de la erudición moderna debe en este caso ceder ante las duras realidades de la Ley del Medio Excluido.

    Si se ha reivindicado el libre albedrío, ¿cómo podemos probar la existencia de la conciencia misma? La respuesta es sencilla: probar significa hacer evidente algo que aún no es evidente. Sin embargo, algunas proposiciones pueden ser ya evidentes para uno mismo; es decir, evidentes por sí mismas. Un axioma evidente por sí mismo, como hemos indicado, será una proposición que no puede contradecirse sin emplear el axioma mismo en el intento. Y la existencia de la conciencia no sólo es evidente para todos nosotros a través de la introspección directa, sino que también es un axioma fundamental, ya que el acto mismo de dudar de la conciencia debe ser realizado por una conciencia. Así, el conductista que desprecia la conciencia por datos de laboratorio “objetivos”, debe confiar en la conciencia de sus asociados de laboratorio para que le informen sobre los datos.

    La clave del cientificismo es su negación de la existencia de la conciencia y la voluntad individuales. Ésto adopta dos formas principales: aplica analogías mecánicas de las ciencias físicas a hombres individuales, y aplica analogías organísmicas a conjuntos colectivos ficticios, como la “sociedad”. Este último curso atribuye conciencia y voluntad, no a individuos, sino a un todo orgánico colectivo, del cual el individuo es simplemente una célula determinada. Ambos métodos son aspectos del rechazo de la conciencia individual.

     

     

     

    Traducción: Ms. Lic. Cristian Vasylenko

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