Dilema judío de los libertarios, genocidio y guerra nuclear

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    Introducción

    Desde una perspectiva libertaria, el mundo está dominado por estados que oprimen a sus poblaciones mediante la violación del principio de no agresión. Estos estados están dirigidos por una élite gobernante explotadora, la que privatiza para sí las ganancias mientras socializa las pérdidas, acumulando una riqueza cada vez mayor mediante carteles, y generando dinero de la nada con moneda fiduciaria. Para mantener su dominio político y el control de la maquinaria monetaria, esta élite explota a las personas políticamente (restringiendo la autopropiedad y los derechos de propiedad), económicamente (mediante impuestos y carteles) y culturalmente (mediante adoctrinamiento y censura), mientras salvaguarda sus intereses mediante guerras que ahora están a punto de conducir al conflicto nuclear y la aniquilación global.

    Existe una solución sencilla para detener la explotación y evitar la aniquilación nuclear: exponer a la élite gobernante y sus maquinaciones. Sus acciones son tan atroces, que exponerlas frenaría el belicismo. El poder de la élite depende del estado democrático y de su capacidad para engañar al público para que apoye sus políticas y guerras. Al exponer a la élite gobernante, la oposición pública podría detener, o al menos ralentizar, la expansión del estado hacia un estado global de guerra y policía.

    Las perspectivas de mejora podrían ser aún mayores: la tendencia inherente del estado a contraerse mediante la descentralización y la secesión se hace evidente cuando se detiene su expansión mediante guerras, y el consiguiente efecto de trinquete. En última instancia, la guerra es el alma del estado, mientras que la paz actúa como su veneno. En el escenario óptimo, revelar las guerras de la élite gobernante podría promover considerablemente la libertad; como mínimo, podría prevenir conflictos perpetuos y su escalada hacia una guerra nuclear.

    Élite gobernante

    Develar a la élite gobernante parece una tarea sencilla para los economistas e historiadores libertarios; sin embargo, dudan, intimidados por el espectro de la corrección política y los posibles reveses profesionales. Surge una notable excepción: el erudito libertario Murray Newton Rothbard, quien describió minuciosamente métodos para analizar a la élite gobernante. A menudo criticaba duramente a sus compañeros libertarios por su renuencia a investigar a este poderoso grupo.

    Cada vez que se presenta un análisis riguroso sobre quiénes son nuestros gobernantes y cómo se entrelazan sus intereses políticos y económicos, los liberales y conservadores del establishment (e incluso muchos libertarios) lo denuncian invariablemente como una “teoría conspirativa de la historia”, “paranoica”, “determinista económica” e incluso “marxista”.

    No es de extrañar que estos análisis realistas sean generalmente expuestos por diversos “extremistas” ajenos al consenso del establishment. Pues es vital para la continuidad del gobierno del aparato estatal que éste tenga legitimidad e incluso santidad ante la opinión pública, y es vital para dicha santidad que nuestros políticos y burócratas sean considerados espíritus incorpóreos dedicados exclusivamente al “bien público”. Una vez que se revela que con demasiada frecuencia estos espíritus se basan en la firme premisa de promover un conjunto de intereses económicos mediante el uso del estado, la mística fundamental del gobierno comienza a derrumbarse. …

    Lejos de ser paranoico o determinista, el analista de la conspiración es un praxeólogo; es decir, cree que las personas actúan con un propósito, que toman decisiones conscientes para emplear medios con el fin de alcanzar objetivos. Por lo tanto, si es aprobado un arancel sobre el acero, asume que la industria siderúrgica presionó a favor del mmismo; si es creado un proyecto de obras públicas, plantea la hipótesis de que fue promovido por una alianza de empresas constructoras y sindicatos que disfrutaron de contratos de obras públicas, y burócratas que ampliaron sus empleos e ingresos. Son quienes se oponen al análisis de la “conspiración” quienes afirman creer que todos los eventos, al menos en el gobierno, son aleatorios e imprevistos y que, por lo tanto, las personas no toman decisiones ni planifican con un propósito. …

    Por supuesto, existen buenos y malos analistas de la conspiración, al igual que hay buenos y malos historiadores o profesionales de cualquier disciplina. El mal analista de la conspiración tiende a cometer dos tipos de errore; lo que, de hecho, lo expone a la acusación de “paranoia” por parte del establishment. En primer lugar, se detiene en el cui bono; si la medida A beneficia a X e Y, simplemente concluye que, por lo tanto, X e Y fueron responsables. No se da cuenta de que ésto es sólo una hipótesis y debe ser verificada averiguando si X e Y realmente lo hicieron. …

    En segundo lugar, el mal analista de conspiraciones parece tener la compulsión de integrar todas las conspiraciones, todos los bloques de poder de los villanos, en una sola conspiración gigante. En lugar de ver que hay varios bloques de poder que intentan hacerse con el control del gobierno, a veces en conflicto entre sí y a veces en alianza, tiene que asumir de nuevo sin pruebas que un pequeño grupo de hombres los controla a todos, y sóo parece provocarlos en conflicto. (Murray Rothbard. The Conspiracy Theory of History Revisited. Abril de 1977, Reason).

    Cabe señalar que existe un tercer tipo de mal analista de conspiraciones: aquel que se centra casi exclusivamente en un solo bloque de poder dentro de la élite gobernante. Por ejemplo, Carroll Quigley se concentró únicamente en los WASP; Eustace Mullins, en la élite judía; y Gary Allen, en los Rockefeller. Sólo Murray N. Rothbard reconoció –o se atrevió a reconocer– la existencia de tres bloques de poder distintos y casi igualmente poderosos que ocasionalmente colaboraban, pero también chocaban entre sí. Sin embargo, como erudito judío Rothbard, al igual que muchos libertarios judíos prominentes, tendía a minimizar el componente judío dentro de la élite gobernante. Bajo intensa presión para minimizar aún más este aspecto, ideó un compromiso significativo: reveló su papel sin usar explícitamente la palabra “judío”, aunque su identidad judía era evidente mediante referencias a los Rothschild y al grupo Kuhn-Loeb. Así surgió su artículo fundamental Wall Street, Banks, and American Foreign Policy, que no incluía la palabra que empieza con “j”, pero que aun así logró dilucidar la evolución de la élite gobernante a lo largo del siglo XX hasta los años 1980.

    Rothbard definió tres bloques de poder étnico dentro de la élite gobernante:

    • La élite WASP, dividida en dos ramas distintas: la facción de la Commonwealth británica (en particular, Canadá, Australia y Nueva Zelanda), liderada por la realeza, la aristocracia, el movimiento de la Mesa Redonda y la City de Londres; y la facción estadounidense, guiada por los brahmanes de Boston y la Casa Morgan. La élite WASP mantiene una estrecha alianza con la realeza holandesa, bancos multinacionales (ABN Amro) y empresas (Shell), así como con la histórica élite de New Amsterdam.
    • La élite judía, liderada por los Rothschild, quienes han forjado una formidable red mediante matrimonios estratégicos con distinguidas dinastías judías, como los Barent-Cohen, los Montefiori y los Sassoon. Posteriormente, los Rothschild se aprovecharon de las dinastías judías estadounidenses, como los Belmont y los Kuhn-Loeb, quienes posteriormente se casaron con los Schiff y los Warburg.
    • La dinastía Rockefeller también forjó vínculos matrimoniales con los Aldrich (en política) y los Stillman (en banca). Además, los Rockefeller establecieron dinastías subsidiarias, incluyendo a los Harriman y los Walker (alineados con los demócratas), y a los Bush y los Trump (alineados con los republicanos).

    Cada bloque de poder es un conjunto disperso de dinastías, pero mantiene bases étnicas, culturales y económicas, así como redes bancarias distintas. La élite WASP, arraigada en la City de Londres, dominó históricamente el banco Barings en Gran Bretaña, y el banco J. P. Morgan en Estados Unidos. Las dos ramas de la dinastía Rockefeller controlaban Citibank y Chase Manhattan, mientras que las élites judías gestionaban los bancos Rothschild en Europa y los bancos Belmont, Kuhn-Loeb, Lehman y Goldman Sachs en Estados Unidos.

    Rothbard señala que, si bien los bancos y las industrias han evolucionado, e incluso algunos se han fusionado, estos tres bloques dinásticos de poder se han mantenido diferenciados, y han gobernado colectivamente Estados Unidos como un cartel de poder. Han colaborado para establecer la Reserva Federal y el sistema internacional del dólar, utilizando el complejo militar-industrial estadounidense para contrarrestar a las naciones que desafían su dominio. Al mismo tiempo, han competido entre sí por la primacía dentro de la élite gobernante, compitiendo por el dominio sobre la Reserva Federal, la presidencia de Estados Unidos y los dos principales partidos políticos.

    A principios de siglo, la economía política de Estados Unidos estaba dominada por dos grupos financieros generalmente enfrentados: el grupo Morgan, anteriormente dominante, que se había iniciado en la banca de inversión y se había expandido a la banca comercial, los ferrocarriles y las fusiones de empresas manufactureras; y las fuerzas de Rockefeller, que comenzaron en la refinación de petróleo y luego se introdujeron en la banca comercial, formando finalmente una alianza con Kuhn, Loeb Company en la banca de inversión y los intereses de Harriman en los ferrocarriles.

    Aunque estos dos bloques financieros solían chocar entre sí, coincidían en la necesidad de un banco central. Si bien el papel principal en la formación y el control del Sistema de la Reserva Federal lo desempeñaron los Morgan, los Rockefeller y Kuhn, las fuerzas de Loeb se mostraron igualmente entusiastas al impulsar y colaborar en lo que todos consideraban una reforma monetaria esencial.

    De hecho, gran parte de la historia política de Estados Unidos desde finales del siglo XIX hasta la Segunda Guerra Mundial puede interpretarse a partir de la cercanía de cada administración a uno de estos grupos financieros, a veces cooperativos, más a menudo conflictivos: Cleveland (Morgan), McKinley (Rockefeller), Theodore Roosevelt (Morgan), Taft (Rockefeller), Wilson (Morgan), Harding (Rockefeller), Coolidge (Morgan), Hoover (Morgan) y Franklin Roosevelt (Harriman-Kuhn, Loeb-Rockefeller). (Murray N. Rothbard. Historia del dinero y la banca en Estados Unidos: De la era colonial a la Segunda Guerra Mundial. Auburn, Ala.: Instituto Ludwig von Mises, 2005, págs. 185-188).

    Guerras de coalición

    En Wall Street, Banca y Política Exterior Estadounidense, Murray N. Rothbard expuso los conflictos del siglo XX entre los tres bloques de poder dinásticos gobernantes, en relación con las estrategias de guerra. Las tensiones alcanzaron su punto álgido durante la Primera Guerra Mundial, cuando los Morgan apoyaron la Entente de Gran Bretaña, Francia y el zar ruso, contra las Potencias Centrales, mientras que las élites judías y los Rockefeller se opusieron a alinearse con su adversario, el zar. Esta disputa fue resuelta derrocando al zar con la ayuda judía y comunista en la Revolución de Febrero, lo que permitió la entrada de Estados Unidos en la Primera Guerra Mundial una vez que las tres élites gobernantes coincidieron. Un problema similar surgió en la Segunda Guerra Mundial, cuando los judíos y las élites WASP buscaban el dominio europeo, y los Rockefeller se centraban en Asia. Una guerra en dos frentes contra Alemania y Japón resolvió el conflicto, fomentando una relativa armonía entre las dinastías gobernantes. Rothbard explica esta dinámica sucintamente, aunque olvida mencionar al grupo judío que, naturalmente, apoyaba firmemente a los WASP contra la Alemania nazi.

    Durante la década de 1930, los Rockefeller presionaron con fuerza a favor de la guerra contra Japón, al que consideraban una fuerte competencia por los recursos de petróleo y caucho en el Sudeste Asiático, y un peligro para sus preciados sueños de un mercado masivo en China para los productos petrolíferos. Por otro lado, los Rockefeller adoptaron una postura no intervencionista en Europa, donde mantenían estrechos vínculos financieros con empresas alemanas como I.G. Farben and Co., y muy pocas relaciones estrechas con Gran Bretaña y Francia. Los Morgan, en cambio, como de costumbre, profundamente comprometidos con sus vínculos financieros con Gran Bretaña y Francia, volvieron a apostar desde el principio por la guerra con Alemania, mientras que su interés en el Lejano Oriente se había vuelto mínimo. De hecho, el embajador de Estados Unidos en Japón, Joseph C. Grew, antiguo socio de Morgan, fue uno de los pocos funcionarios de la administración Roosevelt genuinamente interesados en la paz con Japón.

    Por lo tanto, desde cierto punto de vista la Segunda Guerra Mundial podría ser considerada como una guerra de coalición: los Morgan ganaron su guerra en Europa, los Rockefeller la suya en Asia. (Murray N. Rothbard. Wall Street, Banca y Política Exterior Estadounidense)

    Rothbard observa que, a pesar de una aparente paz entre la élite gobernante, los tres bloques de poder dinásticos continuaron compitiendo por el dominio, cada uno aspirando a reclamar el rol de socio principal. Tras la Segunda Guerra Mundial, esta posición fue asegurada por los Rockefeller, quienes establecieron lo que Murray N. Rothbard denominó el Imperio Mundial Rockefeller (RWE). Sin embargo, cabe destacar que Rothbard olvida nuevamente mencionar al sector judío de la élite gobernante, aunque parece referirse al mismo como “otros grupos financieros”.

    Tras la Segunda Guerra Mundial, la nueva relevancia del petróleo convirtió a los Rockefeller en la fuerza dominante del establishment político y financiero del Este. … Desde la Segunda Guerra Mundial, de hecho, los diversos intereses financieros han entrado en un reajuste permanente: los Morgan y los demás grupos financieros han asumido su lugar como socios menores obedientes en un poderoso “establishment del Este”, liderado sin oposición por los Rockefeller. (Murray N. Rothbard. Caso contra la Reserva Federal. Instituto LvM, 1994, pág. 133).

    Rothbard nunca afirmó que la élite gobernante posea poder absoluto. Al contrario, se enfrenta constantemente a nueva competencia, tanto de entidades extranjeras como nacionales. Cabe destacar también a continuación que Rothbard ahora agrupa explícitamente a la facción judía Kuhn-Loeb con los Rockefeller y los Morgan dentro del establishment del Este, aunque evita, una vez más, usar la palabra con j.

    Tras la Segunda Guerra Mundial, el establishment del Este, integrado por Rockefeller, Morgan, Kuhn y Loeb, no pudo disfrutar de su supremacía financiera y política sin oposición por mucho tiempo. Empresas del Cinturón del Sol, petroleros inconformistas y constructores de Texas, Florida y el sur de California, comenzaron a competir con los yanquis del establishment del Este por el poder político. (Murray N. Rothbard. Wall Street, Banca y Política Exterior Estadounidense).

    El poder de la élite gobernante se vio aún más limitado por el hecho de que, a menudo, controlar a los políticos mediante extorsión o sobornos resulta difícil. Rothbard señaló que cuando un político o una dinastía política se resiste o se independiza por completo, puede surgir un asesino solitario, pero sólo con la aquiescencia de otros bloques de poder de la élite gobernante.

    John F. Kennedy; Malcolm X; Martin Luther King; Robert F. Kennedy; y ahora George Corley Wallace: la letanía de asesinatos e intentos políticos de la última década continúa. Y podríamos añadir: el general Edwin Walker y George Lincoln Rockwell. En cada una de estas atrocidades, nos alimentan con una serie de palabrerías de los liberales y de los medios de comunicación del establishment. En primer lugar, se supone que cada uno de estos asesinatos fue perpetrado, debió haber sido perpetrado, por “un loco solitario”, a lo que podemos añadir el loco solitario que asesinó a Lee Harvey Oswald en el sótano de la prisión. Un solitario, un psicópata retorcido, cuyos motivos son, por supuesto, desconcertantes y oscuros, y que nunca, jamás, actuó en connivencia con nadie. …

    Sin entrar en los innumerables detalles del revisionismo de asesinatos, ¿acaso nadie ve un patrón en nuestra letanía de asesinados y heridos, un patrón que debería llamar la atención de cualquiera dispuesto a creer lo que ve? Porque todas las víctimas tenían algo en común: todas eran, en mayor o menor medida, importantes figuras antisistema y, lo que es más, hombres con la capacidad carismática de movilizar a grandes sectores de la población contra … nuestros gobernantes. Por lo tanto, todos ellos constituían amenazas “populistas” contra la élite gobernante, especialmente si nos centramos en el ala dominante de “centroderecha” de las clases dominantes. Incluso una figura tan influyente como John F. Kennedy, la primera de las víctimas, tuvo la capacidad de movilizar a grandes segmentos de la población contra el establishment de centroderecha.

    ¿Y entonces fueron eliminados? No podemos probarlo, pero las probabilidades de que este patrón sea una mera coincidencia, son ciertamente insignificantes. (Murray Rothbard. Another Lone Nut. The Libertarian Forum, Junio-Julio de 1972).

    La cuestión judaica

    Rothbard ha sido tildado como oportunista político, debido a las peculiares alianzas que forjó a lo largo de su carrera, abarcando desde la extrema izquierda hasta la extrema derecha. Sin embargo, tras este aparente caos se escondía un método deliberado: Rothbard sostenía que las guerras, tanto las calientes como las frías, son el alma del estado. Al detener tales conflictos, argumentaba, el poder social prevalecería sobre el poder estatal. Esta perspectiva explica su giro a la izquierda en la década de 1960, y su giro a la derecha a finales de la de 1980. También aclara por qué, en la década de 1990, Rothbard se volvió cada vez más desenfrenado, indignado por la creciente influencia de los judíos, y el incesante belicismo de los neoconservadores judíos, incluso después del colapso de la Unión Soviética. En esta coyuntura, Rothbard finalmente se volvió más directo:

    Sin embargo, la composición del establishment republicano del Este ha cambiado a lo largo de las décadas. Desde la Segunda Guerra Mundial hasta la década de 1970, estuvo compuesta por el Imperio Mundial Rockefeller; sin embargo, desde finales de esa década, al RWE se le han unido las fuerzas neoconservadoras de Wall Street. De hecho, los neoconservadores han logrado la primacía sobre sus aliados Rockefeller, dominando al Partido Republicano. (Murray N. Rothbard. 1996! Informe Rothbard-Rockwell, Febrero de 1995).

    Una vez más, Rothbard se abstuvo de usar la palabra que empieza con j, pero sutilmente destacó la dimensión étnica al señalar los orígenes judíos trotskistas de los neoconservadores, su profunda animosidad hacia la Rusia “antisemita”, y su enfoque singular en el estado judío de Israel como su principal, o única, preocupación. Incluso afirmó que fueron los neoconservadores quienes derrocaron al representante de Rockefeller, el presidente George H. W. Bush, junto con su aliado clave, James R. Baker.

    ¿Y qué hay de los Rockefeller? A diferencia de antaño, no hay secuaces de los Rockefeller en esta contienda [primarias presidenciales republicanas de 1996]; el olvidado George Bush fue uno de ellos, y su destino demuestra dónde están hoy los Rockefeller más serios: en ninguna parte. El único candidato posible es el otrora famoso James R. Baker, antiguo heredero aparente de Bush. Antaño el príncipe de los medios liberales, el fracaso total de Baker como supuesto salvador de la campaña de Bush lo ha dejado completamente fuera de juego. De hecho, antes de esa debacle, Baker, como Secretario de Estado, fue apuñalado por la espalda por su compañero de gabinete Jack Kemp y por los neoconservadores, por lo que consideraron una devoción insuficiente al estado de Israel, que fue la principal razón y no su subida de impuestos para el apuñalamiento neoconservador de Bush en 1992 y su apoyo, tanto abierto como encubierto, a Bill Clinton. (Murray N. Rothbard. 1996! Informe Rothbard-Rockwell, Febrero de 1995.)

    Rothbard se oponía tanto a la presión neoconservadora para impulsar guerras que expandieran Israel y combatieran el antisemitismo, que inició su drástico “giro a la derecha” paleolibertario, alineándose con los paleoconservadores, atacados por los neoconservadores liderados por judíos. Rothbard defendió a Patrick Buchanan contra las acusaciones de antisemitismo, e incluso habló favorablemente de críticos como David Duke, argumentando que el problema de Estados Unidos no era el antisemitismo, sino el antisemitismo excesivo. Su prematura muerte en Enero de 1995, a los 69 años, limitó una mayor exploración de la élite gobernante, en particular una secuela de Wall Street, Banks and American Foreign Policy.

    Desde la muerte de Rothbard, ningún académico, libertario o no, ha continuado su riguroso análisis sobre la élite gobernante, un descuido notable dada la creciente agresividad de la élite al instigar guerras mediante el engaño y las operaciones de bandera falsa. Un claro genocidio se está desatando en Gaza, mientras las guerras azotan Europa y Oriente Medio, con riesgo de una escalada nuclear. Muchos medios de comunicación, institutos y otras organizaciones libertarias afirman “luchar por la paz, la libertad y la verdad”, pero a pesar de reconocer la deriva hacia un estado de guerra policial, el genocidio y el peligro nuclear, inexplicablemente se abstienen de examinar en detalle a la élite gobernante y sus guerras.

    La razón detrás de este silencio es evidente: el miedo a reconocer la influencia judía. Ésto no sorprende, considerando que, junto con Rothbard, numerosos libertarios prominentes –Ludwig von Mises, David Gordon– son judíos, entre muchos otros. Además, también hay muchos de origen semijudío o criptojudío. Además, el predominio judío dentro de las instituciones libertarias y entre sus financiadores sofoca el discurso abierto. Todo ésto crea una curiosa paradoja: quienes mejor pueden estudiar y exponer a la élite gobernante, son los que más guardan silencio.

    PARTE II. Los orígenes y el desarrollo de la élite judaica

    Privilegio judío

    La élite judía es claramente el elefante en la habitación del libertario, la que no es mencionada al analizar a la élite gobernante. Para mantener la conciencia y la credibilidad, muchos libertarios recurren a un compromiso, atribuyendo los problemas al sionismo, en lugar de a la élite judía. Sin embargo, ¿puede el sionismo explicar la gran influencia que ejerce la élite judía en Estados Unidos? ¿Acaso aclara también el surgimiento histórico del estatismo y de la élite gobernante? Además, ¿ayuda a explicar cómo, durante los últimos 150 años, la élite gobernante ha transformado la política, los medios de comunicación, la ciencia y la cultura, en un reino de absurdo agresivo?

    No puede. Más bien, hay que buscar la explicación en la inteligencia y el etnocentrismo únicos de la élite judía las que, durante milenios, han disfrutado del extraordinario privilegio de cruzar fronteras y residir en diversas naciones con una asimilación mínima. Este fenómeno no tiene sus raíces en un engaño inherente, sino en la psicología evolutiva y en dinámicas institucionales impulsadas por el interés propio natural. Entre los grupos de la diáspora, sólo los judíos han mantenido su identidad distintiva durante miles de años sin asimilarse. Este extraordinario logro es derivado del feroz entorno competitivo de Oriente Medio, que fomentó el intenso etnocentrismo del pueblo judío, tanto positivo como negativo,  manifestándose en su forma extrema como una percepción de sí mismos casi divinos (una luz para las naciones), y de otros casi infrahumanos (goyim). En cambio, el mero etnocentrismo positivo, como lo demuestran los parsis, quienes se esfuerzan por beneficiar a sus poblaciones anfitrionas mediante la caridad, la diplomacia constructiva y negocios altamente ventajosos, resulta casi inevitablemente en la asimilación de largo plazo.

    Sin asimilarse durante miles de años, los judíos se mantienen distantes y hostiles dentro de las sociedades anfitrionas, socavando sutilmente las culturas locales como guiados por una mano invisible. Pensemos en un europeo en China o un chino en Europa que se niegan a asimilarse: naturalmente, buscarían debilitar la cultura dominante y manipular las estructuras políticas para su propia supervivencia. De manera similar, un adolescente desintegrado y conflictivo, adoptado en una familia, probablemente enfrentaría a sus miembros para ganar influencia.

    Históricamente, los grupos judíos de élite obtuvieron privilegios únicos para emigrar a cambio de servir como intermediarios explotadores entre las élites gobernantes y la población, desempeñando roles como traficantes de esclavos, recaudadores de impuestos, banqueros monopólicos, comerciantes monopólicos y asesores estatales. Es posible que hayan sido fundamentales en el surgimiento y la expansión del estatismo occidental tras la caída del Imperio Romano, contrarrestando las tendencias descentralizadoras de las sociedades germánicas y celtas mediante el apoyo financiero y administrativo a los estados medievales.

    Libertarios como Ralph Raico y Hans-Hermann Hoppe atribuyen el Milagro Europeo –marcado por una mayor libertad y por la Revolución Industrial– a la descentralización política, la que permitió la movilidad de personas y del capital. Destacan el orden natural y la descentralización de la Europa medieval, que en algunas zonas como Islandia e Irlanda incluso llevaron a la desaparición del estado. Sin embargo, pasan por alto por qué en última instancia el estatismo siempre prevaleció sobre las fuerzas naturales descentralistas y secesionistas. Las contribuciones financieras y administrativas de la élite judía podrían haber sido no sólo necesarias, sino suficientes para inclinar la balanza.

    Servicios de explotación

    En un orden natural de libertad y cooperación voluntaria, los productores pacíficos buscan el precio más alto, mientras que los consumidores pacíficos buscan el más bajo, lo que resulta en un comercio mutuamente beneficioso. Bajo el estatismo, los proveedores de servicios de explotación buscan el precio más alto, mientras que las víctimas influyen en los precios sólo mediante la resistencia activa o pasiva. Durante la Edad Media, la élite judía extranjera ofrecía servicios como la trata de esclavos, la recaudación de impuestos, la banca monopólica, el comercio monopólico, la recaudación de aranceles, la aplicación de regulaciones, el financiamiento de guerras y redes de inteligencia a las élites gobernantes. Aprovechando la descentralización europea, buscaron el precio más alto de la explotación. Cuando la resistencia de la población se volvió demasiado formidable, erosionando las ganancias, la élite judía pudo explorar persistentemente nuevas estrategias en diversas jurisdicciones, hasta perfeccionar la fórmula para la formación del estado. Finalmente, casi todos los gobernantes consideraron esencial tener su propio Hofjude (judío de la corte) para mantenerse competitivos con sus pares.

    En un orden natural caracterizado por la libertad y la cooperación voluntaria, a los grupos culturalmente hostiles e inasimilables no se les permite inmigrar. Hans-Hermann Hoppe explica:

    En el escenario de un orden natural, cabe esperar un abundante comercio y viajes interregionales. Sin embargo, debido a la discriminación natural contra personas de otras etnoculturas en el ámbito de la vivienda y el sector inmobiliario, habrá poca migración real, es decir, reasentamiento permanente. Y, aunque sea poca, será de personas que se han asimilado más o menos por completo a su nueva comunidad y a su etnocultura. (Hans-Hermann Hoppe. Orden Natural, el Estado y el Problema de la Inmigración. Revista de Estudios Libertarios. Volumen 16, n.º 1. Invierno de 2002).

    En un orden natural, a los grupos hostiles e inasimilables no se les permitiría ofrecer servicios de explotación, sobre todo porque la población rechazaría enérgicamente dicha conducta. De hecho, durante siglos, la Iglesia Católica se mantuvo frecuentemente del lado del pueblo contra gobernantes estatistas explotadores y sus agentes. Sin embargo, la élite judía extranjera logró desenvolverse en diversas regiones, perfeccionando el modelo para la formación del Estado utilizando países musulmanes como base de operaciones. De hecho, la élite judía proporcionó servicios de explotación similares a gobernantes árabes y turcos, quienes inicialmente gobernaron a súbditos cristianos y posteriormente a la población musulmana común. Así, los países cristianos se vieron amenazados por extranjeros, tanto internos como externos, que socavaron las fuerzas naturales de la descentralización y la secesión.

    De igual manera, al desarrollar el sistema de banca de reserva fraccionaria, que generó dinero ex nihilo –devaluando en la práctica la moneda existente–, la élite judía persistió hasta encontrar un modelo eficaz. Durante siglos, la Iglesia Católica restringió tales prácticas, pero después de que la élite judía apoyara a los protestantes en su intento por socavar la autoridad católica, intensificó sus esfuerzos. Sin embargo, el Banco de Venecia, Ámsterdam y Hamburgo, rechazaron firmemente la banca de reserva fraccionaria. Posteriormente, la élite judía financió la llamada Revolución Gloriosa en Inglaterra, contribuyendo al establecimiento del gobierno WASP y del Banco de Inglaterra, basado en la reserva fraccionaria. Desde entonces, la élite judía y la WASP han mantenido una alianza simbiótica dentro de la City de Londres, en gran medida autónoma.

    Abrazo fatal

    Apoyar el crecimiento de un estado depredador es muy rentable, pero peligroso. Quienes se suben al carro del tigre, tarde o temprano se enfrentarán con sus garras. En ocasiones, la élite judía perdió el control de un estado, enfrentándose a consecuencias catastróficas, aunque por lo general sólo los judíos comunes sufrieron, mientras que las élites rabínicas y financieras se trasladaron a estados vecinos.

    El estado empoderó a la élite judía la que, como sus aliados, históricamente dependió de aquél no sólo para obtener privilegios financieros y de otro tipo, sino también para obtener autoridad sobre los judíos comunes. En efecto, el estado ayudó a la élite judía a dirigir su propio mini-estado. El dominio de los gobernantes judíos –rabinos y comerciantes prominentes que controlaban el kahal [estructura organizativa de la comunidad]– era totalitario, ya que la naturaleza altamente ritualista de la ley judía imponía innumerables restricciones a la libertad individual, concentrando el poder y la riqueza en manos de la élite rabínica y financiera. Si bien la élite judía proporcionaba un sistema de bienestar rudimentario para los judíos comunes, exigía una estricta obediencia a su autoridad y leyes. El economista judío Walter Block subraya la naturaleza totalitaria de este modo de vida judío tradicional:

    El capitalismo … sólo tiene una “regulación”: la noción libertaria que prohíbe el inicio de la violencia contra otra persona o su propiedad. El judaísmo, en cambio, tiene nada menos que 613 normas y regulaciones diferentes, que abarcan prácticamente todos los aspectos imaginables de la vida. No hay dos sistemas más distintos en cuanto a su intromisión en la vida del individuo. (Walter Block. La Mishná y el dirigismo judío. Revista Internacional de Economía Social, vol. 23, n.º 2, 1996, págs. 35-44. MCB University Press).

    Atrapado entre esta élite dominante y una población cristiana hostil, el judío común tenía pocas opciones; si bien la conversión y la asimilación ofrecían una posible salida, la comunidad judía cortaba todo vínculo con el converso, dejando la obediencia a la élite como la única alternativa viable. En esencia, la élite judía privatizaba las ganancias mientras externalizaba los costos, obligando a los judíos comunes a actuar como peones en un juego estatista, soportando ocasionalmente ataques, pogromos y otras masacres, incitadas por la agraviada población anfitriona. El libro “Abrazo Fatal: Judíos y el Estado”, de Benjamin Ginsberg, ilustra vívidamente esta dinámica.

    Habiendo facilitado el estatismo y, en especial, el capitalismo de estado mediante el servicio estatal, las élites judías buscaron controlar al estado para evitar su traición, una respuesta natural a los riesgos históricos. En los países occidentales, y especialmente en Estados Unidos, utilizaron su poder económico para obtener poder mediático y emplear aún más la táctica del “divide y vencerás”, formando coaliciones de minorías para socavar los valores tradicionales y el liderazgo conservador blanco, como detalla Kevin MacDonald en su trilogía “Cultura de la crítica”. Esta cultura de la crítica cobró impulso gradualmente en Estados Unidos, pero alcanzó su máximo desarrollo en la Unión Soviética, como se detalla en Doscientos Años Juntos, de Alexander Solzhenitsyn.

    Las élites judías necesitaban extender su influencia, ya que dominar unos pocos estados era insuficiente cuando otros podían unirse contra ellas, como ocurrió en la década de 1930 durante la Gran Depresión, y de nuevo en la década de 1940 durante la fundación de Israel. Por lo tanto, buscaron el dominio geopolítico a través de intermediarios, influyendo especialmente en la política exterior estadounidense y británica, sin necesidad del control total. Los partidos políticos, centrados en el poder interno, delegaron fácilmente la política exterior en las élites judías a cambio de apoyo, como detallan John Mearsheimer y Stephen Walt en Israel Lobby and American Foreign Policy.

    Geopolítica judía

    Al integrar la teoría paleolibertaria de Murray N. Rothbard sobre la élite gobernante, similar a un cartel y compuesta por tres bloques de poder, con un análisis psicológico evolutivo de la adhesión de la élite judía al estado, y una perspectiva realista ofensiva sobre la geopolítica, se aclara la evolución moderna de la élite gobernante y su papel en la misma. El momento crucial parece ser el asesinato de JFK, que fortaleció significativamente la posición de la élite judía dentro de la élite gobernante.

    En su reseña posterior de la película JFK de Oliver Stone, Rothbard reiteró que el asesinato fue una clara operación de bandera falsa y un esfuerzo de coalición coordinado, ya que Kennedy se oponía a las guerras imperialistas de la élite gobernante. Sin embargo, Rothbard no reveló que el asesinato fue impulsado en gran medida por la indignación de la élite judía ante los esfuerzos de Kennedy por registrar el lobby judío y de bloquear el programa nuclear de Israel. Si bien toda la élite gobernante estuvo involucrada, los líderes judíos orquestaron la operación, planificándola y ensayándola meticulosamente en la seguridad de Israel. Este acuerdo benefició a los Rockefeller y a otras élites WASP, ya que los protegía de implicancias directas y, al mismo tiempo, les proporcionaba influencia sobre la élite judía. Como era de esperar, la presidencia de coalición de Lyndon B. Johnson desencadenó guerras respaldadas por los Rockefeller en Asia, y guerras apoyadas por los judíos en Oriente Medio. Incluso autorizó el asalto israelí al USS Liberty, lo que provocó pérdidas estadounidenses. Ésto, junto con otros ejemplos de la excesiva influencia judía, generó tensiones con los Rockefeller y su aliado, Richard Nixon.

    A finales de la década de 1960 y principios de la de 1970, la élite judía desafió a los Rockefeller, buscando asumir el papel de socio principal dentro de la élite gobernante, al iniciar la revolución cultural y oponerse a la guerra de Vietnam y al complejo militar-industrial, aunque su objetivo real era simplemente desviar su atención de Asia a Oriente Medio. Sin embargo, la estabilidad fue restablecida durante la Guerra de Yom Kipur, cuando los Rockefeller aprovecharon la fuerza del complejo militar-industrial estadounidense para salvar a Israel, negociaron un acuerdo de petrodólares con las élites judías, WASP y saudíes, y forjaron una alianza de facto con China. Posteriormente, para apaciguar aún más los intereses judíos, facilitaron la destitución del presidente Nixon, considerado “antisemita”.

    David Rockefeller, anhelando la unidad dentro de la élite gobernante, abrazó este nuevo equilibrio de poder, fomentando alianzas mediante fusiones bancarias y vínculos matrimoniales entre las dinastías de la élite. Sin embargo, las tres facciones dinásticas permanecieron distintas, lo que requirió su acuerdo colectivo para grandes guerras y maniobras geopolíticas. Sin embargo, surgió una brecha significativa. La élite judía se vio conmocionada por el casi colapso de Israel durante la Guerra de Yom Kipur, fortalecido por el respaldo soviético a los estados árabes. Ésto encendió su furia cuando los Rockefeller cultivaron relaciones pacíficas con la Unión Soviética, incorporándola al cartel petrolero y concediendo préstamos sustanciales para apuntalar su régimen. En represalia, la élite judía, liderada principalmente por los Rothschild, elaboró un plan para desmantelar la Unión Soviética: primero, se aliaron con la élite WASP para posicionar la City de Londres como el centro de una vasta red de lavado de dinero y exoneración de impuestos para la élite, explotando los vestigios del imperio colonial británico. Luego respaldaron la producción de petróleo del Mar del Norte, controlada por el WASP, y otras fuentes no pertenecientes a la OPEP para deprimir los precios del petróleo. En segundo lugar, aprovechando su influencia mediática, la élite judía apoyó a los neoconservadores y ayudó a Ronald Reagan y Margaret Thatcher a intensificar la carrera armamentística. En tercer lugar, subvirtieron la Unión Soviética desde dentro a través de redes judías, incluyendo las de Robert Maxwell y Jeffrey Epstein.

    El plan fue desarrollado con precisión. La caída en picado de los precios del petróleo y la intensificación de la carrera armamentística desencadenaron una inflación galopante dentro de la Unión Soviética, intensificando los llamados a la reforma que llevaron al poder al jefe criptojudío de la KGB, Yuri Andropov. Rápidamente, comenzó a transferir la autoridad a Gorbachov y su círculo de aliados judíos. Sin embargo, cuando los comunistas de la vieja guardia intentaron un contraataque, tanto los Rockefeller como la élite judía apoyaron el ascenso de Yeltsin. Ésto también fue un esfuerzo colaborativo: la élite judía se regocijó al crear varios oligarcas judíos que saquearon los recursos naturales de Rusia, sumiendo la economía en el caos, un escenario favorable para los Rockefeller, ya que paralizó la industria petrolera y redujo drásticamente la producción rusa.

    Esta misma táctica de coalición fue puesta en práctica durante la Primera Guerra del Golfo, donde la élite judía buscó neutralizar a su enemigo, Saddam Hussein, mientras que los Rockefeller buscaban limitar la producción petrolera iraquí. Este acuerdo explica por qué Saddam permaneció en el poder después de la guerra, ofreciendo una justificación para las sanciones que restringieron la producción petrolera iraquí. El saldo –medio millón de niños muertos– preservó la armonía entre la élite gobernante.

    En la década de 1990, los neoconservadores y neoliberales liderados por judíos ejercieron una influencia significativa dentro de la administración Clinton. Aprovechando las redes de inteligencia de la CIA, el Mossad y el MI6, expandieron su influencia en Rusia a través de los oligarcas judíos bajo el liderazgo de Yeltsin, y en China a través de Hong Kong y segmentos de la élite hakka [grupo étnico chino]. La élite gobernante finalmente se había asegurado la hegemonía, estableciendo un orden mundial unipolar, en el que David Rockefeller y Jacob Rothschild, junto con Wall Street y la City de Londres, funcionaban como sus garantes.

    Sin embargo, esta hegemonía era insuficiente para la élite judía, ya que buscaban erradicar el persistente espectro del antisemitismo, y perseguían una ambiciosa serie de cambios de régimen globales. Ésto requería un evento catalizador similar a Pearl Harbor. Empleando tácticas de coalición que recordaban al asesinato de JFK, el Mossad orquestó los atentados del 11-S con la ayuda de la CIA y el MI6, creando un pretexto para la Guerra contra el Terror. Esta campaña protegió el petrodólar, los intereses petroleros de Rockefeller y, especialmente, los objetivos geoestratégicos de Israel.

    Élite gobernante anglo-estadounidense-sionista

    La guerra contra el terrorismo es evidentemente un asunto tripartito mediante el cual la élite gobernante angloamericana-sionista fortalece aún más su hegemonía. Esta élite gobernante se mantiene evidentemente activa. La clasificación de Rothbard de la élite gobernante en tres bloques de poder sigue siendo válida. Por consiguiente, es relativamente sencillo analizar los últimos 150 años desde la perspectiva de la élite gobernante. La clave está en estudiar la interacción entre los tres bloques de poder.

    Imagen: Trabajo en progreso. Contribuya aportando ideas y fuentes.

    Mantener la hegemonía es tan difícil como alcanzarla, especialmente cuando se ve impulsada por la avaricia. Tras los atentados del 11-S, la élite gobernante comenzó a excederse. El ex general del Ejército de EE. UU., Wesley Clark, explicó estos objetivos estratégicos:

    Vamos a eliminar a 7 países en 5 años: Irak, Siria, Líbano, Libia, Somalia, Sudán, y terminaremos con Irán.

    Los tres principales bloques de poder –los Rockefeller, los WASP y la élite judía– acordaron unánimemente eliminar primero a Hussein de Irak en la Segunda Guerra del Golfo. Después, decidieron eliminar a Qaḏḏāfī de Libia, quien se había vuelto incontrolable. No sólo pretendía abandonar el petrodólar, sino que también comenzó a exponer las maquinaciones de la élite gobernante. Qaḏḏāfī afirmó repetidamente en discursos, incluido su discurso ante la ONU en 2009 mientras erigía una tienda de campaña estilo beduino en un terreno neoyorquino propiedad de Donald Trump, que Israel asesinó a JFK para impedir que bloqueara el desarrollo de armas nucleares israelíes.

    Los tres bloques de poder coincidieron en la eliminación de Hussein y Qaḏḏāfī. Sin embargo, mostraron menor alineamiento respecto de Assad de Siria. A pesar de las exigencias de Israel, y de varias operaciones de bandera falsa con armas químicas, Estados Unidos y Gran Bretaña se abstuvieron de atacar directamente a Siria para derrocar a Assad. Esta reticencia probablemente surgió de la renuencia compartida de los Rockefeller, los WASP, Rusia y China, de conceder a Israel dominio sin restricciones en Oriente Medio. En respuesta, a través de los neoconservadores Israel orquestó un golpe de estado en Ucrania con el apoyo de fascistas y nazis. Putin respondió con la intervención rusa en Siria, lo que enfureció a Israel, sobre todo porque David Rockefeller, priorizando el equilibrio geopolítico, parecía tolerar la intervención rusa.

    Los acuerdos de Minsk estabilizaron brevemente la situación, pero la muerte de David Rockefeller en 2017 animó a la élite judía a actuar con decisión. Junto con los neoconservadores, presionaron a Occidente para que violara flagrantemente los acuerdos de Minsk, y tomaron represalias contra China, orquestando las protestas de Hong Kong de 2019-2020, respaldadas por Occidente. Sin embargo, Xi Jinping mantuvo el control, y las críticas a la influencia de la élite judía se han intensificado bajo su liderazgo, como lo demuestra la creciente popularidad de la trilogía de las Guerras de Divisas. Más preocupante para la élite judía, es que Rusia y China forjaron una sólida alianza geopolítica, reforzada por aliados como Corea del Norte, con armas nucleares, y la red chiita de la Media Luna Roja de Irán, que abarca a Hezbollah en el Líbano, los alauitas en Siria, el Ejército Mahdi en Irak, y los Houthi en Yemen.

    La élite gobernante se mantiene firme en la protección de su sistema financiero (la “máquina monetaria global”), anclado en la Reserva Federal y el petrodólar. Esta cohesión impulsa el auge de un estado globalista de guerra policial. Sin embargo, Rusia y China no se oponen a este sistema ni buscan suplantar al petrodólar. Su único objetivo es asegurar una asociación igualitaria dentro de la élite gobernante y, por lo tanto, obtener garantías de seguridad. Si bien los Rockefeller y los WASP podrían considerar esta posibilidad, la élite judía se resiste firmemente. Así, el sionismo de la élite judía complica la geopolítica al buscar la supremacía, no sólo para establecer un Gran Israel en Oriente Medio mediante el genocidio, sino también para alentar a los judíos de la diáspora a resistirse a la asimilación, debilitando así la cohesión de las naciones anfitrionas. En consecuencia, dos fuerzas principales, originadas en la élite gobernante anglo-estadounidense-sionista, configuran el orden globalista estatista: el imperialismo del dólar (liderado por la élite blanca, concretamente los Rockefeller y los WASP), y el imperialismo sionista (impulsado por la élite judía).

    Imagen: En proceso. Contribuya aportando ideas y fuentes.

    El imperialismo sionista ocupa ahora una posición dominante en la geopolítica global, impulsado por la alineación de la política exterior británica y estadounidense, que funciona cada vez más como un agente de los intereses de Israel. La élite judía está incluso dispuesta a arriesgar el destino del petrodólar, provocando a otros países con sanciones masivas. Diversas actividades de inteligencia también se han intensificado ahora que el Mossad domina tanto a la CIA como al MI6. Los neoconservadores y neoliberales, liderados por judíos, han intensificado sus ataques contra el ruso Vladimir Putin y el chino Xi Jinping, quienes lideran abiertamente el Eje de la Resistencia y los países BRICS. Sin embargo, estos ataques han resultado infructuosos y sólo han servido para fortalecer tanto a Rusia como a China. Desesperada, la élite judía ha implementado peligrosas estrategias de cerco, desmembramiento, intentos de asesinato y otras estrategias de cambio de régimen, incluyendo intentos de revoluciones de color. Siguiendo el principio de que “el enemigo de mi enemigo es mi amigo”, incluso han formado alianzas con los nazis en Ucrania, con el ISIS en Asia, y con las tríadas en China. También podrían haber colocado estratégicamente a individuos susceptibles de extorsión –como Macron, Starmer y Carlos III, de quienes se rumorea desde hace tiempo que tienen inusuales inclinaciones sexuales y matrimonios simulados– para liderar las potencias nucleares de Francia y Gran Bretaña.

    Cuando los intentos de cambio de régimen resultaron infructuosos, la élite judía apoyó y armó a Ucrania contra Rusia, a Taiwán contra China, y lanzó un genocidio manifiesto en Gaza, mientras libraba una guerra contra la Media Luna Chiíta. El término tácito que vincula la guerra en tres frentes de la élite judía es la palabra “judío”, como es explorado en el artículo “¿Judío en la Guerra Mundial?”

    Regresión creciente

    Estos acontecimientos eran totalmente predecibles. Los grupos inteligentes, adversarios y no asimilados, no tienen otra opción que aumentar constantemente la apuesta. Ésto comienza con la formación de una alianza con el estado, progresa hacia una estrategia de divide y vencerás, luego se asegura el dominio primero sobre los sistemas monetarios, luego sobre los medios de comunicación, sobre la política exterior, y finalmente busca dominar la geopolítica a través de intermediarios. La faceta más peligrosa de esta creciente regresión, es que tanto las estrategias de divide y vencerás como el uso de intermediarios, permiten a la élite judía operar prácticamente desapercibida y persistir en sus esfuerzos repetidamente. Este patrón recurrente de escalada ha persistido a lo largo de milenios, pero resulta especialmente peligroso en geopolítica, en la que los estados intermediarios facilitan el inicio fácil e incluso rentable de guerras interminables.

    Ésto no implica que la élite judía desee la guerra. Más bien, refleja la inestabilidad inherente a todos los carteles, ya sean económicos o políticos, que los impulsa hacia el monopolio. Si no se compite por la supremacía dentro del cartel de poder, se corre el riesgo de un rápido declive, obligando a la élite judía a luchar por el dominio. Sin embargo, esta búsqueda es mucho más desafiante y peligrosa para la élite judía ya que, a diferencia de otros miembros de los carteles, carecen de una sólida base de poder. Como los judíos son una nación pequeña, la única manera de participar en el juego de poder de los carteles es a través de intermediarios, una estrategia llena de peligros, especialmente cuando estos intermediarios los superan en número por decenas o incluso por cientos. Parece solo cuestión de tiempo antes de que estos intermediarios se vuelvan contra los judíos, repitiendo el ciclo histórico del Abrazo Fatal.

    Las élites Rockefeller y WASP también buscan desmantelar a Rusia, China e Irán, fragmentándolas en entidades más pequeñas, asegurando así el dominio de la élite gobernante occidental. Sin embargo, al igual que sus homólogos rusos y chinos, los WASP y los Rockefeller controlan vastas bases de poder geográficas y demográficas de alto coeficiente intelectual, lo que les permite adoptar un enfoque paciente. Resienten las tácticas impulsivas, agresivas y genocidas de la élite judía. En particular, los Rockefeller y su intermediario, la dinastía Trump, son cautelosos a la hora de iniciar una guerra en tres frentes. Aunque se conforman con conquistar, sobre todo, los mercados energéticos europeos de Rusia e Irán, se esfuerzan por evitar la escalada de conflictos con las potencias nucleares. Los Rockefeller y los WASP también están dispuestos a esperar una década a que líderes como Putin, Xi y Khamenei se debiliten, o abandonen el poder debido a su edad.

    En cambio, la élite judía, impulsada por la urgente necesidad de capitalizar su influencia mientras perdure, carece de esa paciencia. Se sienten obligados a subir la apuesta rápidamente para derrotar a sus formidables adversarios, establecer el Gran Israel, y forjar un orden global que garantice su seguridad. Tienen que ganar el juego de los carteles, y pronto.

    Conclusión

    La élite judía ha intensificado sus acciones con su última escalada: la intensificación del genocidio en Gaza y la provocación de ataques nucleares limitados en Rusia e Irán. Sin embargo, los libertarios estadounidenses optan por guardar silencio sobre la élite gobernante y la creciente regresión hacia la guerra, limitados por la crucial ventana de Overton, moldeada por el dominio judío en los medios de comunicación e incluso en el mundo académico estadounidense. Si bien muchos países prohíben el discurso crítico sobre la élite judía, las protecciones de la libertad de expresión en Estados Unidos persisten. Pero los libertarios estadounidenses exhiben una pronunciada autocensura. Para evitar ofender la sensibilidad judía, los libertarios estadounidenses optan por guardar silencio, arriesgándose a un estado de guerra policial, genocidio, guerra nuclear y holocausto global.

     

     

     

    Traducción: Ms. Lic. Cristian Vasylenko

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