Desenmascarando los principales argumentos a favor de las leyes antimonopolio

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Las leyes antimonopolio se basan únicamente en razonamientos deficientes y aprensiones equivocadas.

No hace falta mucho para comprender la causa del rechazo de la administración Biden a la fusión JetBlue-Spirit Airlines. Ésta última está al borde de la quiebra. Tiene una deuda de U$S 1.100 millones. Se enfrenta a los obstáculos de un nuevo acuerdo laboral que aumenta el salario de los pilotos en 34%, y tiene problemas con sus motores Pratt & Whitney. JetBlue ofreció a Spirit una compra por U$S 3.800 millones. Juntos, ambos supondrían una cuota de mercado de 10,5%, la quinta en esta industria.

Es extremadamente difícil ver la lógica detrás de esta negativa antimonopolio, a menos que sea para proteger la cuota de mercado de los “cuatro grandes”: Delta (17,7%), American (17,2%), Southwest (16,9%) y United (16,1%).

Ésta tampoco fue la única interferencia reciente con la libre empresa por parte de la administración Biden. Otra tuvo lugar con su rechazo a la readquisición de Grail por parte del gigante biotecnológico Illumina, por U$S 7.100 millones. Estos burócratas también han echado por tierra los acuerdos entre las compañías aéreas Alaska y Hawaiian, entre las cadenas de supermercados Kroger y Albertsons, y entre los gigantes de los parques de diversiones Six Flags y Cedar Fair. Han sido pequeñas abejas laboriosas, ocupadas arruinando la economía estadounidense.

Más importante aún es preguntarse por qué necesitamos una ley antimonopolio en primer lugar. Después de todo, el espíritu de la competencia es superar a los rivales en términos de ofrecer a los consumidores un producto mejor y más confiable a un precio más bajo. Cuanto mejor realice esa tarea, más grande será su base de operaciones … y más probabilidades tendrá de infringir la ley antimonopolio. He aquí una política pública que de manera explícita, consciente y decidida, reprime el espíritu empresarial, los beneficios, las ganancias y la satisfacción del cliente, los ideales mismos del sistema de libre empresa.

Las podridas raíces de la ley antimonopolio

Las justificaciones para este conjunto de leyes son varias. Desde un punto de vista académico, surge de un diagrama de microeconomía que se ha impuesto a los aspirantes a estudiantes de economía durante muchas décadas. A partir de ello surgieron cuatro acusaciones del llamado “monopolio”.

En primer lugar, el precio cobrado por el monopolista será mayor que el exigido por la industria en competencia perfecta. Pero, ¿qué tiene de malo, necesariamente, un precio más alto? Pagas más por un Maserati que por goma de mascar. ¿Deberíamos penalizar legalmente a los proveedores de los primeros? Por supuesto que no. La eficiencia económica (y también la justicia) requiere precios de libre mercado, que reflejen escasez y utilidad. No debemos aspirar únicamente a minimizar los precios a cualquier precio.

En segundo lugar, el monopolista producirá una cantidad menor que la industria en competencia perfecta. Pero hay muchos menos de estos automóviles de lujo que pedazos de estos masticables. ¿Deberíamos enfadarnos por ésto? ¿Deberíamos rectificar este “problema”? No seamos tontos. No hay nada de malo en producir menos de algo, si eso es lo que se decide hacer.

En tercer lugar, el monopolista obtendrá beneficios en equilibrio, mientras que las empresas de la industria en competencia perfecta no los obtendrán. Pero las ganancias son parte integral del sistema de libre empresa. Hacen girar la economía. Indican a los empresarios que inviertan en los rincones de la economía donde más se los necesita. Las ganancias son la llamada de ayuda del mercado. Silenciarlos es como imponer un control de nivel de ruido a los excursionistas perdidos en la naturaleza. Además, si el monopolio es vendido a un precio que refleje plenamente el valor presente descontado de este flujo futuro de ingresos por beneficios, los nuevos propietarios no obtendrán ningún beneficio.

El cuarto, último y más importante caso contra el monopolio, es la pérdida de eficiencia [deadweight loss, DWL]. Se afirma que el área bajo la curva de demanda, entre la cantidad ofrecida por las dos formas organizativas, es mayor que la que se encuentra debajo de la curva de costo marginal. La diferencia es el DWL. Los consumidores valoran la cantidad adicional más que lo que les cuesta producir a los fabricantes. Ésto constituye –horror– una presunta mala asignación de recursos.

Pero ésta es una manera totalmente falaz de ver el asunto. Se comete la falacia de hacer comparaciones interpersonales de utilidad, un gran no-no en cualquier buena economía. Intenta comparar las utilidades de compradores y vendedores, y no puede dar cuenta del excedente de los productores o de los consumidores, que son meramente psicológicos y, por tanto, no pueden ser medidos.

He estado llamando monopolista al actor económico que arruina las cosas en este ejemplo. Más correctamente, es simplemente el único vendedor. La palabra “monopolista” debería ser reservada para empresas que pueden utilizar la violencia contra sus competidores, como la Oficina de Correos de Estados Unidos para la entrega de correo de primera clase, o el Cuerpo de Ingenieros del Ejército, que no tiene que pujar por trabajo contra competidores, y accede a fondos a través de impuestos, no de un proceso voluntario. Lo mismo ocurre con los sindicatos, que pueden despedir a los competidores mediante la violencia legal.

¿Qué pasa con los precios predatorios?

Ya basta de economistas que engañan al público sobre estos asuntos mediante prestidigitaciones académicas. El temor evidente para el hombre de la calle es que si estas unificaciones de aviones y otras fuesen aprobadas, y si las empresas se convierten en los únicos proveedores en sus respectivas industrias, elevarán los precios hasta las nubes, y dejarán de promover la satisfacción del cliente que les trajo el éxito que las hizo crecer en primer lugar.

Esta aprensión generalizada se debe a una mala interpretación del caso legal de Standard Oil de New Jersey de 1911. John D. Rockefeller es utilzado como un garrote con el que golpear el caso para eliminar de raíz la ley antimonopolio. No es muy diferente a sostener una cruz para protegerse de un vampiro. Se dice que John D. Rockefeller ha reducido sus precios a nivel local muy por debajo de los costos; podía permitirse el lujo de hacerlo, ya que podía financiar estas pérdidas con las ganancias de sus refinerías en todo el país [subsidio cruzado de negocios]. La competencia local quedó así en quiebra; no podían competir con sus precios artificialmente bajos, y no tenían fuentes externas para financiarse en esta injusta reducción de precios que les impuso. Entonces JDR podría subir los precios hasta la estratosfera, y pasaría a la siguiente víctima. Con el tiempo, llegó a ser propietario de casi todo el negocio de refinerías de petróleo del país. Gracias a Dios por la ley antimonopolio; de lo contrario, los malvados monopolistas se apoderarían de toda la economía. O al menos eso dice la habitual historia de terror.

En un brillante análisis, John McGee afirma que la verdadera fuente del éxito de Standard Oil no tuvo nada que ver con esas maquinaciones injustas, inventadas y de reducción de precios locales. Más bien, el gran éxito fue el resultado del hecho de que Rockefeller podía refinar el petróleo de manera mucho más efectiva y barata que sus competidores. Como resultado, pudo bajar los precios y beneficiar a los consumidores.

¿No se haría cargo una gran empresa?

En segundo lugar, la acusación de que sin regulación gubernamental, una gran empresa pisotearía a toda una industria (tal vez a un país entero, no sólo en el petróleo, sino también en la comida rápida, los comestibles, los automóviles, los aviones, etc.) es simplemente una tontería. La acusación es que tales empresas aplastarían a todos los competidores más pequeños. Si no se trabajaba o patrocinaba a uno de estos gigantes, no se trabajaba en absoluto y no se podía comprar nada.

No. La única forma en que las empresas pueden tener éxito bajo las reglas de la libre empresa es haciendo mejores y no peores ofertas, a empleados, clientes y proveedores. En el momento en que se vuelven “engreídos” –si es que alguna vez lo hacen–, y dejan de proporcionar mejores bienes y servicios a precios más bajos, son aplastados por la lógica del sistema de libre empresa: las supuestas “víctimas” se van a otra parte; surgen nuevos empresarios.

Si The One Big Firm se hiciera cargo de toda la economía, enfrentaría los mismos desafíos que la economía socialista. Es cierto que el primero habría llegado a su [hipotético] status actual a través de un proceso voluntario –se le está permitiendo, pero sólo argumentando–; mientras que el segundo asumió el control mediante la coerción, una gran diferencia moral. Pero económicamente serían indistinguibles. Sin mercados –y no los habría en ninguno de los dos casos– el cálculo económico sería imposible.

Los líderes de ninguno de los dos sabrían –ni podrían saber– si construir rieles de acero o de platino; ésto último, estipulemos, sería preferible, pero sin precios impulsados por el mercado, ninguno de los dos sabría que el platino debería ser reservado para fines más importantes. Además, sin un tipo de interés de mercado, no tendrían forma de saber si construir un túnel a través de la montaña, o establecer una carretera a su alrededor. Lo primero costaría más ahora, pero ahorraría dinero en el futuro. Ésto último, lo contrario.

No, The One Big Firm sería un “gigante lamentable e indefenso”, sujeto a una competencia abrumadora por parte de un grupo de liliputienses. Este proceso se produciría mucho antes de que una empresa se volviera demasiado grande, obviando todo este escenario (para más información sobre este punto, consulte el análisis de Murray Rothbard “La integración vertical y el tamaño de la empresa” en Man, Economy, and State).

Es hora de poner fin a la era antimonopolio

Para concluir: permitamos por todos los medios que se produzcan todas estas fusiones. Si consiguen un producto mejor y más fiable a un precio más bajo, todo irá bien. De lo contrario, estas empresas perderán beneficios y se declararán en quiebra.

Pero también profundicemos más allá de estos casos particulares, y reformemos el sistema que permite a los burócratas de planificación central determinar qué fusiones recibirán el visto bueno y cuáles su negativa.

 

 

 

 

Traducción: Ms. Lic. Cristian Vasylenko

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