En un negocio en el mercado, los deseos y objetivos de los gerentes están vinculados con los objetivos de ganancias de los propietarios. Como dice von Mises, el gerente de una sucursal debe asegurarse de que su sucursal contribuya al beneficio de la empresa. Pero si no se rigen por las ganancias y las pérdidas, limitados sólo por las prescripciones y el presupuesto de la legislatura central o la junta de planificación, los deseos y objetivos de los administradores necesariamente prevalecen. Y este objetivo, guiado únicamente por la vaga rúbrica del “interés público”, equivale a aumentar los ingresos y el prestigio del directivo. En una burocracia regida por reglas, este ingreso y status dependen inevitablemente de cuántos subburócratas reportan a ese gerente. De esta manera, todas las agencias y departamentos gubernamentales se involucran en feroces guerras territoriales, cada uno intentando aumentar sus funciones y número de personal, y de quitarle funciones a otras agencias. Así, mientras que la tendencia natural de las empresas o instituciones en el libre mercado es ser lo más eficientes posible a la hora de satisfacer las demandas de los consumidores, la tendencia natural de la burocracia gubernamental es crecer y crecer y crecer, a expensas de los desposeídos e ignorantes pagadores de impuestos.
Si el lema de la economía de mercado es el beneficio, el lema de la burocracia es el crecimiento. ¿Cómo deberían lograrse estos respectivos objetivos? La forma de obtener ganancias en una economía de mercado es vencer a los competidores en el proceso dinámico y siempre cambiante de satisfacer las demandas de los consumidores de la mejor manera posible: creando un supermercado de autoservicio en lugar del antiguo supermercado (o incluso una cadena de tiendas), o creando un proceso Polaroid o Xerox. En otras palabras, producir bienes o servicios concretos que los consumidores estén dispuestos a pagar. Pero para lograr el crecimiento, el administrador burocrático debe convencer a la legislatura o a la junta de planificación de que su servicio, de alguna manera vaga, promoverá el “interés público” o el “bienestar general”. Como el pagador de impuestos está obligado a pagar, no sólo no hay incentivo ni razón para que el burócrata sea eficiente. No hay manera de que un burócrata, ni siquiera con la voluntad más ansiosa del mundo, pueda averiguar qué quieren los consumidores y cómo satisfacer sus demandas. Los usuarios pagan poco o nada por ese servicio, e incluso si lo hacen, los inversores no pueden obtener ganancias o pérdidas invirtiendo en la producción de ese servicio. Por lo tanto, los consumidores simplemente tendrán que permitir que los burócratas les proporcionen sus servicios, les guste o no. Al construir y operar una represa, por ejemplo, el gobierno seguramente será ineficiente, subsidiará a algunos ciudadanos a expensas de otros, asignará mal los recursos y, en general, no tendrá control en la prestación del servicio. Además, para algunos ciudadanos la presa puede no ser un servicio. En la jerga de los economistas, para algunas personas la presa puede ser un “mal” y no un “bien”. Así que para los ambientalistas que se oponen filosóficamente a las represas, o para los agricultores y propietarios de viviendas cuyas propiedades pueden ser confiscadas e inundadas por la Autoridad de Represas, este “servicio” es claramente negativo. ¿Qué pasará con sus derechos y propiedades? De este modo, la acción gubernamental no sólo está destinada a ser ineficiente y coercitiva contra los contribuyentes: también está destinada a ser redistributiva hacia algunos grupos a expensas de otros.
El principal grupo del que se benefician los burócratas son, por supuesto, ellos mismos. Todos sus ingresos son extraidos a expensas de los pagadores de impuestos. Como señaló John C. Calhoun en su brillante Disquisition on Government, los burócratas no pagan impuestos. Sus supuestos pagos de impuestos son una mera ficción contable. La existencia de la burocracia gubernamental, señaló Calhoun, crea dos grandes clases en conflicto en la sociedad: los pagadores netos y los consumidores netos de impuestos. Cuanto mayor sea el alcance de los impuestos y del gobierno, mayor será el inevitable conflicto de clases creado en la sociedad. Porque, como afirma Calhoun:
“El resultado necesario, entonces, de la acción fiscal desigual del gobierno, es dividir a la comunidad en dos grandes clases: una formada por aquellos que, en realidad, pagan los impuestos y soportan exclusivamente la carga de sostener al gobierno; y el otro, de aquéllos que son receptores de sus ingresos a través de desembolsos, y que, de hecho, son sostenidos por el gobierno; o, en pocas palabras, dividirla entre contribuyentes y consumidores de impuestos”.
Pero el efecto de ésto es colocarlos en relaciones antagónicas respecto de la acción fiscal del gobierno y todo el curso de la política relacionada con aquél. Porque cuanto mayores sean los impuestos y los desembolsos, mayor será la ganancia para uno y la pérdida para el otro, y viceversa. Y, en consecuencia, cuanto más calcule su política el gobierno para aumentar los impuestos y los gastos, más será favorecido por uno y rechazado por el otro.
El efecto, entonces, de cada aumento, es enriquecer y fortalecer a unos [los consumidores netos de impuestos] y empobrecer y debilitar a los otros [los pagadores netos de impuestos].[1]
¿Cómo pueden entonces los burócratas lograr su objetivo principal de aumentar el número de sus empleados y, por tanto, sus ingresos? Sólo persuadiendo a la legislatura o a la junta de planificación, o a la opinión pública en su conjunto, de que su agencia gubernamental particular merece un aumento en su presupuesto. Pero ¿cómo puede hacerlo, si no puede vender servicios en el mercado y, además, sus actividades son necesariamente redistributivas y perjudican a muchos consumidores en lugar de beneficiarlos? Lo que debe hacer es “generar el consentimiento”, es decir, debe persuadir falsamente al público o a la legislatura de que sus actividades son una gran bendición y no una maldición para los consumidores y los pagadores de impuestos. Para generar consentimiento, debe utilizar o emplear a los intelectuales, la clase formadora de opinión en la sociedad, para persuadir al público o a la legislatura de su función como fuente de bendición universal. Y cuando estos intelectuales o propagandistas son empleados por la propia agencia, la situación se agrava aún más para los pagadores de impuestos, pues éstos se ven obligados a pagar por su propio adoctrinamiento intencionado.
Es curioso que los progresistas de izquierda invariablemente critiquen la publicidad en el mercado por ser estridente, engañosa y “crear” artificialmente la demanda del consumidor. Y, sin embargo, la publicidad es el método indispensable mediante el que se transmite al consumidor información vital sobre la naturaleza y la calidad del producto, su precio y dónde es ofrecido. Curiosamente, los progresistas nunca dirigen sus críticas al único ámbito en el que éstas son perfectamente aplicables: la propaganda gubernamental, las relaciones públicas y la charla ociosa. La diferencia es que toda la publicidad en el mercado es inmediatamente puesta a prueba: ¿funciona esta radio o esta televisión? Pero con el gobierno, no existe una prueba directa del consumidor: no hay forma de que el ciudadano o el votante descubra rápidamente cómo funcionó una política particular. Además, en las elecciones al votante no se le da un programa específico para considerar: debe elegir entre un paquete de un legislador o un jefe del ejecutivo para X años, y queda comprometido por ese período de tiempo. Y como no hay una prueba política directa, llegamos al comúnmente lamentado fracaso del proceso democrático moderno a la hora de discutir cuestiones o políticas, y en cambio centrarse en la demagogia televisiva.[2]
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[1] John C. Calhoun, A Disquisition on Government (Nova York: The Liberal Arts Press, 1953), pp. 17-18. Véase también Murray N. Rothbard, “The Myth of Neutral Taxation”, Cato Journal, I (Otoño de 1981), pp. 555-58.
[2] Ver Murray N. Rothbard, Man, Economy and State: A Treatise on Economic Principles (Auburn, AL: Ludwig von Mises Institute, 1993), II, 774–76, 843–47.
Traducción: Ms. Lic. Cristian Vasylenko