En los pasos de L. von Mises y M. N. Rothbard: El estado ladrón

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Teoría Sociológica del Estado

Muchos investigadores han recurrido a la historia en busca de pruebas sobre el origen del estado, y han desarrollado lo que se denomina teoría sociológica del estado, lo que Frank Chodorov explicó de forma impecable.

Los registros muestran que todos los pueblos primitivos se ganaban la vida con la agricultura o con la ganadería. La caza y la pesca parecen haber estado inicialmente al margen en ambas economías. Los requisitos de estas dos ocupaciones desarrollaron hábitos y habilidades claramente definidos y diferenciados. La rutina de la agricultura requería bajo nivel de organización y de empresa. En cambio, el asunto de la búsqueda de pasturas apropiadas y agua, requería de una organización de emprendedores. La docilidad flemática de los agricultores dispersos los convirtió en presa fácil para los envalentonados pastores de las colinas. A la codicia sucedió el ataque.

Al principio, el objeto del robo eran las mujeres. Este fue naturalmente seguido por el robo de bienes muebles. Ambos fueron acompañados por la matanza de hombres y mujeres no deseados. Sin embargo, estos merodeadores cayeron en la cuenta del hecho económico de que los muertos no producen, y de esa observación surgió la institución de la esclavitud. Los pastores asaltantes mejoraron su negocio llevando cautivos y asignándoles tareas serviles. Esta economía amo-esclavo es la primera manifestación del Estado. Así, la premisa del Estado es la explotación de los productores mediante el uso de la violencia coactiva el poder»), de la que se reserva el monopolio.

Cuando la creciente cantidad de esclavos comenzó a plantear una amenaza para los asaltantes, comenzaron a otorgarles libertades restringidas y limitadas, a cambio de un impuesto proporcional a lo que cada uno producía. Pronto aprendieron los asaltantes que el botín es abundante cuando la producción es abundante; y para fomentar la producción, se comprometieron a mantener «la ley y el orden». Con lo que no sólo vigilaron al pueblo conquistado como siempre les había sido habitual, sino que ahora también lo protegieron de otras tribus merodeadoras. Ahora los esclavos pasaron a ser súbditos. No era raro entonces que una comunidad acosada invitara a una tribu belicosa a ingresar en su medio y hacer guardia por un precio, dando inicio al concepto de mercenario. Aquellos asaltantes venían no sólo de las colinas: también había «pastores del mar», tribus cuya peligrosa ocupación los hacía particularmente atrevidos y esforzados en el ataque.

Así, los conquistadores comenzaron a mantenerse alejados de sus conquistados, disfrutando de lo que más tarde se conoció como extraterritorialidad. Mantuvieron vínculos culturales y políticos con su patria, conservaron su propio idioma, religión y costumbres y, en la mayoría de los casos, no perturbaron las costumbres de sus súbditos mientras que se les pagaran los exigidos tributos. Con el tiempo, las barreras entre conquistados y conquistadores se desvanecieron, estableciéndose un proceso de amalgama -lo que muy correctamente, hoy sería denominado síndrome de Estocolmo. El proceso a veces se aceleraba con la ruptura de los lazos con la patria, como cuando el cacique local se sentía lo suficientemente fuerte en su nuevo entorno como para desafiar a su señor, y dejar de dividir el botín con él, o cuando una insurrección exitosa en casa lo apartaba del mismo. El contacto más estrecho entre conquistadores y conquistados resultó en una mezcla de idiomas, religiones y costumbres. Aunque el matrimonio mixto estaba mal visto por razones económicas y sociales, la atracción sexual no podía ser desanimada por la dictadura, y una nueva generación cerró la brecha con lazos de sangre. Las empresas militares, como la defensa de la patria ahora común, ayudaron a la amalgama.

La mezcla de las dos culturas dio lugar a una nueva, cuya característica más importante fue un conjunto de costumbres y leyes que regularizó el albergue de la clase que pagaba impuestos a sus amos. Necesariamente, estas convenciones fueron formuladas por los amos, con la intención de congelar su ventaja económica en un legado para su descendencia. El pueblo dominado, que al principio se había resistido a las exacciones, hacía tiempo que estaba agotado por la lucha desigual, y se había resignado a un sistema de impuestos, alquileres, peajes, y otras formas de exacción. Este ajuste fue facilitado por la inclusión de algunas de las «clases bajas» en el esquema, como capataces, alguaciles y sirvientes, y el servicio militar bajo el mando de los amos, que era una forma de admiración mutua, si no de respeto. Finalmente, la codificación de las exacciones acabó por borrar de la memoria la arbitrariedad con la que habían sido introducidas, y las cubrió con un aura de corrección. Las leyes fijaban límites a las exacciones, hacían que los excesos fueran irregulares y sancionables, y así establecían «derechos» para la clase explotada.

Defensivamente, los explotadores protegieron estos «derechos» contra la intrusión de sus propios miembros más avaros, mientras que los explotados, habiendo hecho un ajuste cómodo al sistema de exacciones -del que algunos de ellos mismos se beneficiaron con frecuencia-, lograron un sentido de seguridad y autoestima en esta doctrina de los «derechos». De modo que, mediante procesos psicológicos y legales, quedó definida la estratificación de la sociedad: el estado es la clase que goza de preferencia económica a través de su control de los mecanismos de ejecución.

La teoría sociológica del estado se basa no sólo en la evidencia de la historia, sino también en el hecho de que hay dos maneras en que los hombres pueden adquirir bienes económicos: la producción y la depredación. La primera implica la aplicación de trabajo a las materias primas; la otra, el uso de la fuerza. El saqueo, la esclavitud y la conquista son las formas primitivas de depredación. Pero el efecto económico es el mismo cuando se utiliza la coacción política para privar al productor de su producto, incluso cuando se le sustrae su propiedad como precio del permiso para vivir. Tampoco se cambia la depredación por otra cosa cuando se hace en nombre de la caridad: la fórmula de Robin Hood. En cualquier caso, el depredador disfruta de lo que otro ha producido. En la medida de la depredación, los derechos del productor deben quedar insatisfechos, y su trabajo, no correspondido.

En su aspecto moral, la teoría sociológica del estado se apoya en la doctrina de la propiedad privada, el derecho inalienable del individuo al producto de su trabajo, y sostiene que cualquier tipo de coerción, ejercida con cualquier fin, no enajena ese derecho, aunque lo conculca.

La teoría sociológica del estado -o la teoría de la conquista- sostiene que el estado -independientemente de su composición- es una institución explotadora y no puede ser otra cosa; ya sea que se apodere de la propiedad del salario o del capital, el principio ético es el mismo. Si el estado sustrae al capitalista para dar al obrero; o del mecánico para dar al campesino; o roba a todos para sí mismo; se ha utilizado la fuerza para privar a alguien de su legítima propiedad, con lo que acciona en el espíritu de la conquista original.

Por lo tanto, aunque la historia de un estado no comience con conquistadores que trajeron al estado depredador con ellos, sigue el mismo patrón, porque sus instituciones y prácticas continúan en la tradición de los estados que han pasado por aquel proceso histórico.

Así, toda elección de vida debe tener en cuenta la distinción entre ganarse la vida mediante la producción, o mediante la depredación. Es decir, en una actividad económica o con el componente disfuncional de la sociedad: la casta política.

Sobre las Características del Estado

Según Robert Higgs, el estado es la institución más destructiva que los seres humanos hayamos inventado. Cualquier cosa que promueva el crecimiento del estado, debilita la capacidad de los agentes del sector privado para defenderse de la depredación del estado. Nada promueve tanto el crecimiento del estado como una «emergencia nacional» y otras crisis comparables con una guerra, debido a la gravedad de las amenazas y conflictos que aparentemente se plantean.

Por su propia naturaleza, el estado está siempre en guerra contra sus propios súbditos es decir, el sector privado no clientelar ni lobbista, literalmente cautivo. El propósito fundamental del estado, la actividad sin la cual ni siquiera podría existir, es el robo. Vamos a dejarlo bien en claro y sin vueltas: el sustento del estado proviene exclusivamente del robo descarado, delito que aquél pretende encubrir y disimular bajo el eufemismo ideológico de «impuestos», pretendiendo además la santificación de su crimen intrínseco bajo el justificativo de «socialmente necesario». La propaganda del estado, las ideologías estatistas, y la rutina fiscal rigurosamente establecida durante milenios, se combinan para convencer a muchas de sus víctimas de que pesa sobre ellas una legítima obligación -incluso hasta el deber moral- de tolerar el estrago por parte del estado; víctimas a las que el estado disfraza y disimula bajo el eufemismo de «contribuyentes». Mal podría ser llamado «contribuyente» quien, lejos de entregar voluntariamente a ese estado gran parte de lo que legítimamente le pertenece, sólo se refrena de no hacerlo debido a la extorsión coactiva del «monopolio de la fuerza que el estado se reserva para sí».

La razón de aquel tan erróneo razonamiento moral, es que incesantemente se inculca a las víctimas vía su adoctrinamiento, que el robo que toleran es, en realidad, una especie de precio pagado por los esenciales bienes y servicios públicos no tarifados y recibidos, y que en el caso de ciertos servicios -como la protección frente a agresores extranjeros y nacionales contra sus derechos a la vida, la libertad y la propiedad-, sólo pueden ser prestados por el estado de manera eficaz. Sin embargo, el mismo estado no tolera la puesta a prueba de esta falaz afirmación, dado que el estado crea e impone sus monopolios sobre la producción y distribución de esos supuestos «servicios», y ejerce violencia contra sus posibles competidores. Al hacerlo, revela el fraude en el centro de sus descaradamente mendaces afirmaciones, y da sobradas pruebas de que no se trata de un auténtico protector, sino de una mera «venta de protección» al peor estilo de la mafia. De paso: ¿está Ud. protegido por su «servicio público» de Seguridad? ¿Le cobran «impuestos» y no lo protegen? Entonces, mientras que el estado constituye una estructura mafiosa, sus resultados en Seguridad son peores que los de cualquier mafia que efectúe venta extorsiva de protección.

En este punto, es pertinente tener una idea aunque sea aproximada de la proporción que, de lo saqueado, destinan los políticos a nuestra Seguridad, o a defender y preservar sus propios intereses ilegítimos. Lee Friday sostiene con razón que la violación y el asesinato son delitos violentos. Los ciudadanos comunes consideran que los delitos perpetrados contra las personas son mucho más graves que los delitos perpetrados contra la propiedad. Por consiguiente, y dado que se asignan recursos limitados para la resolución de todos los delitos, la expectativa de la gente normal es que la resolución de los delitos contra las personas tenga la máxima prioridad presupuestaria. «Resolución del delito» queda aquí definida como la captura y condena del perpetrador, independientemente de la sentencia impuesta.

Para el caso, los siguientes son datos reales sobre la ineficiencia burocrática de Canada, jurisdicción cuyos datos revisten cierta confiabilidad, y a la que Friday nos remite (seguramente muchos países exhibirían resultados bastante similares, y nada tenemos contra ese hermoso país; pero ocurre que no resulta fácil la compilación de este tipo de datos -particularmente en nuestro caso, Argentina-, por lo que hemos tomado lo que tenemos disponible): 79% de los homicidios NO son resueltos; 96% de los intentos de homicidio NO son resueltos; 91% de las agresiones sexuales NO son resueltas; 92% de otros delitos sexuales NO son resueltos; 84% de las agresiones contra personas mayores NO son resueltas; 90% de otras agresiones NO son resueltas; 93% de las amenazas NO son resueltas; 92% de los casos de acoso criminal NO son resueltos; 97% de los robos NO son resueltos; 97% de las irrupciones en propiedad privada NO son resueltos. Por otra parte, se sabe que sólo son denunciadas 5% de las agresiones sexuales y 26% de los delitos contra la propiedad. Tiene sentido. ¿Por qué gastar tiempo y esfuerzo denunciando delitos, ante semejante inutilidad de la burocracia gubernamental, la que rara vez imparte justicia?

En contraste, el gobierno canadiense incrementa año tras año su presupuesto destinado a la investigación, el procesamiento y la condena de evasores de impuestos, y para dificultar la evasión -considerada un «delito penal grave» por la legislación promulgada por los mismos políticos que se benefician con la coacción extractiva en contra del sector privado que no participa de su coalición de apoyo. Habiendo ya rapiñado el dinero, el estado tiene pocos incentivos para resolver crímenes violentos. Menos dinero asignado a esta obligación, significa más dinero disponible para la oligarquía política.

Pero esos malvados evasores de impuestos son diferentes. El estado aún no ha tenido éxito en rapiñar su dinero, por lo que los políticos separan más del dinero ya rapiñado para contratar a más gente para cazar a estos criminales. El estado considera a los evasores de impuestos como ladrones, porque no están cumpliendo con sus obligaciones fiscales: están robando al gobierno. En cuanto a impuestos, no caben dudas sobre quién es el verdadero ladrón aquí.

Sólo como un ejemplo reciente -el que no constituye una rareza en absoluto- de los crímenes que el estado acostumbra perpetrar contra su población cautiva, va este ejemplo de Argentina. Como aclaración, en Argentina la AFIP es el brazo estatal ejecutor de la exacción fiscal. La Nación: «Cuando la AFIP te “invita” a vivir en la calle».

Sin embargo y más allá de toda duda, el estado considera que la persecución de los evasores tiene mayor prioridad que administrar justicia a las víctimas de asesinos, violadores y ladrones. Es altamente despreciable que los sinvergüenzas políticos establezcan tales prioridades. No es posible saber con qué frecuencia la gente intenta evadir impuestos, o qué porcentaje de ellos es procesado por los gobiernos. Pero dado que los gobiernos incrementan permanentemente sus presupuestos, mientras que gran parte de la delincuencia real queda impune, ésto sugiere que los gobiernos tienen serios problemas para poner orden en sus prioridades, dado que la naturaleza coercitiva del estado crea incentivos perversos. Bruce L. Benson presenta un caso del que se concluye que sería mucho mejor dejar la redacción de las leyes y su aplicación en manos del libre mercado en el sector privado, donde el servicio está vinculado con el pago, creando así los incentivos necesarios para lograr un excelente desempeño y justicia para las víctimas.

Vayamos ahora a la estructura del estado. Todo estado es una oligarquía, en su sentido pleno: sólo un número relativamente pequeño de individuos tiene discrecionalidad efectiva como para tomar decisiones críticas sobre cómo se ejercerá el poder; no sobre cómo se ejercerá el poder del estado, sino desde el estado. Además de la misma oligarquía, y de las fuerzas policiales y militares que constituyen su guardia pretoriana, otros grupos algo mayores constituyen su coalición de apoyo. Estos grupos suministran importante apoyo financiero y de otro tipo a los oligarcas (el uso y goce de aviones, helicópteros, yates, lujosas propiedades y otros, todos privados), apoyos que esperan ver recompensados con contratos de obra pública, formas de contratación amañadas, subsidios, concesiones exclusivas y/o monopólicas, protección respecto de competidores locales y/o extranjeros, privilegios legales, etc.; todos canalizados hacia ellos a expensas del gran resto del sector privado en general. Así, la casta política -oligarcas, guardia pretoriana y coalición de apoyo- se vale de todo el poder del gobierno para explotar coactivamente a quienes no pertenecen a esta casta, amenazando con la aplicación de la violencia coactiva contra aquellos que no paguen el tributo que los oligarcas exigen mediante las reglas que ellos mismos dictan -el eufemísticamente denominado «cuerpo legal tributario».

Las formas y rituales políticos democráticos, como las elecciones y los procedimientos administrativos formales, disfrazan tal explotación de clase, y engañan a las masas con la falsa creencia de que la existencia del estado les rinde beneficios netos. En su forma más extrema, mediante este engaño la casta política convence a la clase explotada de que, debido a la democracia, ella misma es «el gobierno». Sin embargo, la limitada migración de individuos entre la casta política y la clase explotada, no hace más que confirmar la restricta «apertura» astutamente ideada por la casta política, a fin de crear el espejismo de que «cualquiera podría». Aunque el sistema es inherentemente explotador y no podría existir bajo ninguna otra forma, tolera cierto margen de maniobra en los márgenes, reservándose la exclusiva determinación de qué individuos específicos serán los «beneficiados», y cuáles serán los «benefactores». La restringida «circulación de élites» en la cúspide de la oligarquía, sirve también para enmascarar su carácter corporativista, esencial y característico del sistema político.

A pesar de todo, desde siempre se cuenta con la sólida norma interpretativa de que todo lo que no es posible lograr si no es mediante amenazas (coacción) y el efectivo ejercicio de la violencia en contra de individuos inofensivos, en el sentido de la fuerza de facto, de ninguna manera puede ser legítimamente beneficioso para nadie. La creencia de las masas en los beneficios generales de la democracia, representa una especie de síndrome de Estocolmo en gran escala. Sin embargo, por mucho que se extienda este síndrome, no puede alterar el hecho básico de que, debido al funcionamiento del gobierno tal como lo conocemos -sin consentimiento individual genuino y expreso-, una minoritaria casta vive en equilibrio a expensas del resto, lo que implica que provoca la pérdida del equilibrio de ese resto, mientras que los oligarcas (electos o no, apenas importa) presiden la gigantesca estructura de organizaciones criminales que conocemos como «estado».

A pesar del encantamiento ideológico con el que los sumo-sacerdotes oficiales y los intelectuales estatistas han seducido a la clase saqueada, muchos de los miembros de esta clase conservan la capacidad de reconocer algunas de sus pérdidas al menos, y a veces se resisten a nuevas o mayores incursiones contra sus derechos, expresando públicamente sus quejas, apoyando a contrincantes políticos que prometen aligerar sus cargas, huyendo del país, o evadiendo o eludiendo los impuestos, y violando las prohibiciones legales y las restricciones reguladoras de sus acciones; como es el caso de la llamada economía clandestina o «mercado negro», o recurriendo a los «Tax Haven» (Refugios Fiscales) cuando pueden (Haven no significa «paraíso», sino «refugio»).

El emergente sistémico de estas diversas formas de resistencia, es una fuerza que se opone a la presión constante del gobierno para expandir su dominio. Una en contra de la otra, ambas fuerzas establecen una zona «de equilibrio», una frontera entre el conjunto de derechos que el gobierno ha anulado o confiscado, y el conjunto de derechos que la clase saqueada ha logrado retener de alguna manera, ya sea por restricciones constitucionales formales, por la evasión fiscal, por las transacciones en el mercado informal, o por otras violaciones defensivas de las reglas depredatorias del estado. En su sentido más amplio, la política puede ser vista como la lucha para empujar esta frontera. Para los integrantes de la casta política, la pregunta crucial es siempre: «¿cómo podemos empujar la frontera, cómo podemos aumentar el dominio y el saqueo del gobierno, con un beneficio neto para nosotros mismos, los explotadores que vivimos no de la producción honesta y el intercambio voluntario, sino desplumando a aquellos que así lo hacen?» Las acciones de los políticos y burócratas reflejan a las claras su opinión de que el robo al estado es considerado un crimen más atroz que los delitos contra las personas y contra la propiedad.

Aquella crucial pregunta que se formula la casta política acerca de cómo puede aumentar el dominio y el saqueo por parte del gobierno, queda respondida de la manera más efectiva por las crisis, en particular las generadas por los políticos, del tipo «emergencia nacional» -serias crisis económicas, siempre inducidas por los fastuosos niveles del gasto de los políticos, y en paralelo la crónica depredación de riqueza contra el sector productivo de la economía; la amenaza real o imaginaria de una guerra; u otra igualmente amenazante. Porque tales crisis tienen la capacidad única y muy efectiva de disipar las resistencias del sector privado hacia el estado, ya que de otra manera la obstruiría o se opondría a la expansión de éste.

Cualquier guerra servirá, al menos por un tiempo, porque en los estados-nación modernos, el estallido de la guerra lleva invariablemente a las masas a «unirse en torno de la bandera y de la patria», independientemente de su postura ideológica anterior en relación con el estado. En la búsqueda de la causa de esta tremenda, injustificada y repentina cohesión, no queda mucho camino por investigar. Tales reacciones son siempre impulsadas por una combinación de miedo, ignorancia e incertidumbre, en un contexto de intenso patrioterismo nacionalista extremo, de cultura popular predispuesta a la violencia, e incapacidad de las masas para distinguir entre el estado y el pueblo en general.

De tal manera, nuestros gobernantes nos han llevado de una perfectamente evitable «emergencia nacional» a la siguiente -nuestras modernas «guerras internas»-; y, para empeorar las cosas, han aprovechado cada vez más estas ocasiones -por ellos mismos generadas- para apretarnos más la soga en nuestros cuellos. Nunca tendremos paz real y duradera -política y económica- mientras nos sintamos compelidos a obrar según la casta política nos adoctrina y nos impone. Es decir, según el conglomerado de explotadores institucionalizados que conocemos como «el estado».

Sobre el Milagro de los Estadistas

Por fuera de la oligarquía política han existido estadistas, verdaderos estadistas; muy pocos, pero muy valorados y recordados en la historia. Vayan aquí algunos ejemplos.

Al humilde y paciente patriarca Moisés (Siglo XIII antes de Cristo) le hablaba Dios mismo, en directo y sin intermediarios. Y Moisés hablaba con Dios de la misma forma. Por su instrucción le tocó liderar en condiciones muy adversas a su pueblo Israel, reiteradamente rebelde y contumaz ante la voz de Dios. Sin embargo, lo más importante para Moisés no fue su privilegiada posición como líder espiritual, juez, político y militar; lo más importante para Moisés fue el bienestar de su pueblo. «Y tras su muerte, resucitó Dios a Moisés; y caminó Moisés con Dios, porque le llevó Dios; porque fue Moisés un varón según el corazón de Dios». Claramente no se describe aquí a un político, sino a un magnífico líder el que, a su vez, tomó nada menos que a Dios mismo como su propio líder.

Otro caso es el los príncipes de seis estados alemanes, y catorce ciudades libres germanas, quienes el 19 de Abril de 1529 presentaron ante la Dieta (asamblea política y legislativa) del Sacro Imperio Romano Germánico celebrada en la ciudad de Speyer, una firme declaración contra del edicto de Carlos I de España y V del Sacro Imperio Romano Germánico -llamado «el César ausente», por estar representado por su hermano Fernando-, edicto por el que anulaba la tolerancia religiosa que les había sido legalmente concedida en 1526. Los príncipes y las ciudades libres germanas sentenciaron con firmeza: «En cuestiones de fe, el poder no tiene autoridad».

Más de un siglo y medio después, el Nuevo Parlamento Británico impuso en 1689 la Bill of Rights (Declaración de Derechos) para recuperar y fortalecer ciertas facultades parlamentarias restrictivas de la voluntad del rey, y declarando la libertad religiosa. Entre aquéllas: el rey no puede crear o eliminar leyes o impuestos, ni cobrar dinero para su uso personal, ni reclutar y mantener un ejército en tiempos de paz, todo ello sin la aprobación del Parlamento, la elección de cuyos miembros debe ser libre. Estos estatutos sostenían legalmente la prominencia del parlamento por sobre la corona por primera vez en la historia inglesa. William III de Orange y su esposa Mary Stuart fueron proclamados reyes en Febrero de 1689, a condición de su reconocimiento de la Bill Of Rights y de sus emergentes: la monarquía constitucional y la democracia de sufragio censitario (voto calificado). Estas ideas marcaron el inicio de la monarquía constitucional inglesa, y de su subordinación al parlamento, significando el fin de la monarquía absoluta y hereditaria de «derecho divino».

Tal fue el impacto de lo actuado por estos estadistas, que entre las décadas de 1750 y 1760, y como consecuencia directa de la Bill of Rights, surgió en las colonias británicas de Norteamérica el lema «No taxation without representation» («No hay impuestos sin representación»), recogiendo las quejas de los colonos de las Trece Colonias hacia las autoridades británicas ya que, careciendo de representación en el Parlamento Británico, cualquier ley que aprobara la creación de impuestos sobre los colonos (como la Ley del azúcar o la Ley del timbre) era ilegal según aquella Declaración de Derechos. Esta fue una de las principales causas de la Revolución Americana. La importancia de este principio ha sido clave en el desarrollo del Derecho constitucional.

Tales son las acciones ejemplares de los verdaderos estadistas, y por ello su relevancia y trascendencia.

Sobre el Mandato Fiduciario

En Argentina, el 29 de Agosto de 1810 fuimos bendecidos con el nacimiento de Juan Bautista Alberdi en San Miguel de Tucumán. Alberdi fue estadista, jurista, economista, diplomático, escritor y músico. Su sabiduría lo llevó a advertir: «Las sociedades que esperan su felicidad de la mano de sus gobiernos, esperan una cosa que es contraria a la naturaleza». Alberdi fue el autor intelectual de nuestra Constitución de 1853, cuyo preámbulo -parcialmente traducido del de la Constitución de los Estados Unidos de Norteamérica- entre otras cosas reza: «… con el objeto de constituir la unión nacional, afianzar la justicia, consolidar la paz interior, proveer a la defensa común, promover el bienestar general, y asegurar los beneficios de la libertad para nosotros, para nuestra posteridad y para todos los hombres del mundo que quieran habitar en el suelo argentino; invocando la protección de Dios, fuente de toda razón y justicia …». Y en su artículo primero se lee: «La Nación Argentina adopta para su gobierno la forma representativa republicana federal …».

En su ensayo La omnipotencia del estado es la negación de la libertad individual, Alberdi analiza las raíces de la tiranía, desde la noción greco-romana de estado, hasta el surgimiento del estado moderno, resaltando la necesidad imprescindible del gobierno limitado como requisito previo e indispensable para que el individuo pueda ser libre y para que la nación progrese. Por lo tanto, la ya citada falacia de que, gracias a la democracia, la clase explotada constituye en sí misma el gobierno, deriva de la completa subversión de aquellos valores alberdianos fundacionales:

  • El soberano es el pueblo que elige; los políticos electos (representantes) constituyen el gobierno.
  • La elección de los políticos por el pueblo, mediante el ejercicio democrático del voto, libre e independiente, significa la imposición del mandato del pueblo sobre los políticos.
  • De ésto se continúa que son los políticos electos quienes deben obligado respeto a su soberano el pueblo, y no a la inversa.
  • La característica republicana de nuestra forma de gobierno implica:
  • la división de poderes,
  • la periodicidad de las funciones, y
  • la responsabilidad de los funcionarios.
  • El mandato administrativo sobre bienes ajenos tipifica el carácter fiduciario de la administración pública, ya que:
  • El bien administrado es de legítima propiedad del soberano el pueblo, y no de la casta gobernante.
  • En tanto contrato, un mandato se caracteriza por la obligación del mandatario de cumplir con el objetivo que él ha aceptado sobre sí, y que en este caso le ha sido impuesto por el libre e independiente voto eleccionario, con obligatoria rendición de cuentas al cierre del mismo, sin que prima fascie ésto presuma incumplimiento del mandatario.

Y en ésto radica la evidencia de la subversión de valores: la casta gobernante maneja la cosa pública bajo su administración como si fuese de su propiedad y, que yo recuerde, jamás ha rendido ordinaria y detallada cuenta de su administración al momento de retirarse de la función pública. Lo establece nuestra moderna Constitución. Pero no seamos tan puntillosos: después de todo, entre los logros a su favor, al menos nuestra casta política ha logrado establecer que «los actos políticos de gobierno no son punibles». Es decir, no sólo que la casta política ha subvertido todos los valores esenciales de gobierno según la Constitución, sino que además ha declarado su propia impunidad universal, con lo que la rendición rutinaria de cuentas ante su soberano el pueblo ha sido tornada ociosa. Alucinante, propio de todo un brote psicótico.

Tan profundo ha calado esta ideología, que en un país como Argentina, que hoy se encuentra en un muy complicado tránsito hacia sus elecciones presidenciales, en lugar de haber dos políticos deliberando sobre las conveniencias para, y sus obligaciones hacia cuarenta y siete millones de personas, hay cuarenta y siete millones de personas deliberando sobre las conveniencias para que a alguno de los dos políticos «le vaya bien» (Jorge Giacobbe dixit). Tal es la confusión-enfermedad instalada por la subversión ideológica entre los integrantes de la clase esquilmada, la que necesariamente implica el ya citado de largo cultivo síndrome de Estocolmo.

En ese marco, desvergonzados integrantes de la coalición de apoyo ya están desfilando en lobby ante el personaje político que aparentemente tendría más probabilidades de resultar electo en las próximas elecciones presidenciales. Cada uno busca su propio quid pro quo con el candidato. Nadie está velando por los intereses del soberano -cuyos integrantes, va de suyo, no pertenecen a esa casta.

A su vez, los políticos que se disputan la llegada al sillón de Rivadavia (sillón presidencial en la casa de gobierno en Buenos Aires), debieran esperar en ayuno y oración la imposición del mandato que les imparte su soberano el pueblo, esperando con temor y temblor recibir de lo Alto la sabiduría para cumplir con el mismo para el bien de su soberano. Pero siglos de antecedentes muestran claramente que ni remotamente es éste el espíritu de la casta gobernante, ni están sus intereses alineados con los del productivo sector privado no clientelar ni lobbista.

En Argentina tenemos además el dudoso privilegio de haber tolerado en absoluta libertad, y de haber iniciado demasiado tardíamente el procesamiento judicial de quien, desempeñando la función presidencial, lideró y operó una asociación ilícita que ya había sido estructurada y organizada por su fallecido marido cuando previamente desempeñara igual función; asociación ilícita -integrada por la oligarquía política y su coalición de apoyo- con la que fue perpetrado el mayor estrago doloso que registre la historia mundial en cabeza de un gobernante democráticamente electo. Y fue perpetrado contra nosotros. Aquí en Argentina.

Pero espere, ahora viene lo mejor: con pasmosa tolerancia hacia semejante enormidad en contra nuestra, hemos aceptado graciosamente que esta misma delincuente presente a su propio candidato para las estas elecciones presidenciales; candidatura que como «plataforma electoral» incluye las amenazas del dictado de una nueva Constitución; de la erradicación del Poder Judicial tal como lo conocemos; y del enjuiciamiento de los «atrevidos» magistrados que se encuentran hoy procesando a gran parte de los cómplices integrantes de aquella asociación ilícita –amén del juicio político contra los jueces integrantes de la Corte Suprema de Justicia.

Formas Descaradas en que los Políticos nos Roban

Uno de los argumentos políticos preferidos del socialismo keynesiano es el de la «solidaria redistribución del ingreso». No sólo que la «solidaria» estrategia política de «robarle al que tiene, para darle al que no tiene» es bien cuestionable desde lo moral, es completamente falsa de toda falsedad en cuanto a su objetivo «solidario», y disfuncional y atentatorio contra los intereses de la sociedad como tal. De Margaret Thathcher es bien recordada su acertada frase: «El socialismo se acaba cuando se acaba la plata de los otros».

La caridad y solidaridad para con los necesitados se encuentra en los corazones de las personas que expresan su propia compasión, no en respuesta a órdenes políticas. Muy breve, Murray Rothbard expresó: «Ninguna acción puede ser virtuosa, a menos que se elija libremente».

Los humanos actúan de acuerdo con su propio juicio. Esto incluye el juicio sobre la ayuda a los necesitados, según lo determine la propia conciencia. Sin embargo, el gobierno interfiere con la conexión entre el juicio y la acción. A medida que el estado ejerce la «compasión moral» por la fuerza, la capacidad de las personas para hacerlo se atrofia.

Las amorales intervenciones del estado progresista para «la redistribución desinteresada para lograr la igualdad», no son más que el liso y llano robo contra el sector privado no clientelar, para «redistribuir» entre los «necesitados» clientelares -en Argentina, piqueteros, planes que incentivan el NO trabajo entre quienes NO trabajan, dobles y triples jubilaciones de privilegio, pensiones otorgadas bajo muy serias irregularidades, como por invalidez, por una cantidad que supera las que tendríamos si el país hubiese salido de una guerra. Y, desde luego, la parte del botín que se «redistribuyen» entre los integrantes de la casta política. De manera que el ruido generado por las reiterativas declamaciones de «equidad e igualdad para los que menos tienen», no es más que la cortina de humo diseñada para distraer la atención de una sociedad organizada en torno de la amenaza coactiva del estado contra el sector privado productivo y no clientelar ni lobbista.

Debe quedar bien claro que ésto sólo es posible mediante la delictual complicidad de quienes componen la oligarquía política: corporación política, sindicalistas, pseudo-empresarios prebendarios, y otros grupúsculos clientelares de interés. Ya son 80 años perfeccionándonos en lo que NO debe hacerse.

Un país en el que el trabajador medio se ve coaccionado por el Leviathan a trabajar entre 7 y 9 meses por año, para alimentar a los integrantes de la oligarquía políticos que componen este voraz monstruo, es un país con sus valores completamente subvertidos; país en el que, quien produce, debe soportar la violencia de los políticos que rapiñan lo que es de legítima propiedad de quien lo produce.

«La mayor necesidad del Mundo hoy, es la de hombres que no se vendan ni se compren; hombres que sean sinceros y honrados hasta lo más íntimo de sus entrañas; hombres que no teman llamar al delito por su nombre; hombres cuya conciencia sea tan leal al deber, como la brújula al polo; hombres que se mantengan de parte de la justicia aunque se caigan los cielos».

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