Este 6 de Agosto se conmemora el 80º aniversario del acto más catastrófico e ignominioso de la humanidad: el primer uso de una bomba atómica como arma. Aproximadamente a las 8:15 de la mañana, la bomba “Little Boy” detonó sobre la ciudad de Hiroshima, Japón. Si bien las estimaciones oscilan entre 70.000 y 140.000 muertos, la magnitud de la devastación ocasionada a una población mayoritariamente civil no puede ser subestimada. A día de hoy persiste un intenso debate sobre la supuesta necesidad de tales armas en el capítulo final de la Segunda Guerra Mundial.
Sin embargo, la ortodoxia actual de la historia militar estadounidense mantiene firmemente arraigada la idea de que el uso de esta bomba (y de otra en Nagasaki tres días después) fue crucial para finalizar la guerra rápidamente y salvar las vidas de innumerables estadounidenses, e incluso de civiles japoneses que seguramente habrían muerto en la operación subsiguiente para el apoderamiento de todo el territorio continental de Japón. Pero ¿cuán vital fue realmente el bombardeo atómico para poner fin a la guerra? Un análisis más profundo de las fuentes contemporáneas revela que el bombardeo fue innecesario, increíblemente cruel, y sentó un precedente abominable para una nueva potencia mundial.
Operación Caída
Los historiadores militares modernos se aferran con desesperación a la idea del ex secretario de Guerra Henry Stimson, expresada en el número de Febrero de 1947 de Harper’s Magazine, de que, de verse obligado a llevar a cabo una invasión terrestre de Japón, ésta “costaría más de un millón de bajas, sólo a las fuerzas estadounidenses”. Stimson estimó que esta invasión, denominada “Operación Caída”, duraría hasta bien entrado 1946; “cabe esperar pérdidas adicionales entre nuestros aliados”, y “las bajas enemigas serían mucho mayores que las nuestras”.
Y aunque gran parte de la investigación sobre el asunto busca confirmar estas afirmaciones, ya era una métrica cuestionable incluso en aquel momento. Como escribió Barton J. Bernstein en un número de 1999 del Journal of Strategic Studies, no se ha encontrado literatura previa a Hiroshima que respalde estas afirmaciones. Parece ser una invención de posguerra de Stimson, Truman y otros, para justificar tal decisión. Ésta es una distinción importante, ya que la mayoría de los defensores del uso de armas atómicas se basan en gran medida en esta afirmación. Sin embargo y para sorpresa de algunos, la decisión fue cuestionada por muchos altos mandos militares de Estados Unidos incluso en aquel momento.
Disidencia contemporánea
La lista de altos mandos militares contemporáneos que, ya sea discretamente o en confianza con el presidente, cuestionaron la necesidad, es extensa e inspiradora. Estos hombres fueron responsables de la conducción de la guerra, o estaban en posición de asesorar directamente al presidente. A continuación, se presentan algunos extractos clave que ayudan a cuestionar la supuesta necesidad del uso de un arma tan abominable en el caso de Agosto de 1945.
Almirante William D. Leahy (Jefe de Estado Mayor del Comandante en Jefe, 1942-1949)
“En mi opinión, el uso de esta arma bárbara en Hiroshima y Nagasaki no fue de ninguna ayuda material en nuestra guerra contra Japón. Los japoneses ya estaban derrotados y listos para rendirse, debido al efectivo bloqueo marítimo y al exitoso bombardeo con armas convencionales.
Reaccioné diciendo que los científicos y otros querían realizar esta prueba debido a las enormes sumas que habían sido invertidas en el proyecto.
‘Bomba’ no es la denominación adecuada para esta nueva arma. No es una bomba. No es un explosivo. Es un arma venenosa que mata a la gente por su reacción radiactiva mortal, más que por la fuerza explosiva que desarrolla.
Las posibilidades letales de una guerra atómica en el futuro son aterradoras. Mi propia sensación fue que, al ser los primeros en usarla, habíamos adoptado una norma ética común a de los bárbaros de las Edades Oscuras”.
Este texto fue escrito por el almirante Leahy en sus memorias de 1950 “Estuve allí: La historia personal del jefe de Estado Mayor de los presidentes Roosevelt y Truman”.
Aunque el General Dwight D. Einsenhower no sirvió en el Teatro del Pacífico, fue general de cinco estrellas (y posteriormente el 34º presidente de los Estados Unidos) y, como tal, su opinión tiene gran peso en la historia. En sus memorias de 1963, Mandate for Change, relató su descontento con la bomba:
“Durante su relato de los hechos relevantes, experimenté una profunda depresión, por lo que le expresé al Secretario de Guerra Stimson mis profundas dudas, primero porque creía que Japón ya estaba derrotado y que el lanzamiento de la bomba era completamente innecesario, y segundo porque pensaba que nuestro país debía evitar escandalizar a la opinión pública mundial con el uso de un arma cuyo uso, a mi juicio, ya no era obligatorio para salvar vidas estadounidenses. Creía que Japón, en ese preciso momento, buscaba la manera de rendirse con el mínimo desprestigio. El Secretario, profundamente perturbado por mi actitud, refutó casi con enojo las razones que di para mis ‘precipitadas’ conclusiones”.
Almirante Chester W. Nimitz (Comandante en Jefe de la Flota del Pacífico)
Según se informa, el comandante del mismo teatro de operaciones en el que fue lanzada la bomba, también consideró que esas armas no eran necesarias para poner fin a la guerra. En una declaración de 1946, declaró ante un grupo de científicos que los militares no fueron responsables: “Se me ha informado de que la decisión de lanzar la bomba atómica sobre ciudades japonesas fue tomada a un nivel superior al del Estado Mayor Conjunto”, según el Museo Nacional de la Segunda Guerra Mundial. Esta declaración fue efectuada en respuesta a la afirmación del almirante Halsey (comandante de la Tercera Flota durante la Segunda Guerra Mundial) de que “la primera bomba atómica fue un experimento innecesario. Fue un error lanzarla”.
General Douglas MacArthur (Comandante de las Fuerzas Aliadas del Pacífico Suroeste)
Quizás la más sorprendente (dada su posterior propensión a defender la guerra atómica en la Guerra de Corea) fue la declaración del general MacArthur quien, en una confesión con su piloto personal, se sintió “horrorizado y deprimido por este monstruo de Frankenstein”. También aparece como disidente del uso de la bomba en años posteriores.
John J. McCloy (Subsecretario de Guerra)
El propio asistente de Stimson, John J. McCloy, fue otro asesor clave que se opuso al uso de bombas en ciudades. McCloy, veterano de guerra, comprendía el costo personal de la guerra, y durante una reunión en Junio de 1945 con el presidente (y otros asesores de alto rango), declaró: “Si no buscamos un fin político a la guerra antes que una invasión, debiéramos efectuar un profundo examen de conciencia … Tenemos dos instrumentos a nuestra disposición: primero, podríamos asegurar a los japoneses que podrían conservar a su emperador. Segundo, podríamos advertirles de la existencia de la bomba atómica.”.
Su súplica por una solución política, especialmente una solución que pudiera salvar las apariencias de los japoneses, es vital para comprender la naturaleza del fin de la guerra con Japón. Resulta que la misma condición formulada antes de Hiroshima, fue finalmente aceptada después de Nagasaki.
Si bien estas citas constituyen ahora la columna vertebral de lo que muchos podrían considerar como una visión “revisionista” de la historia, fueron éstos los hombres que más tuvieron interés en la Segunda Guerra Mundial. Hombres que conocen la esencia de una guerra total. Sus reflexiones al respecto no constituyen meros argumentos revisionistas, sino que refutan por completo la concepción ortodoxa de la guerra atómica de 1945.
Cuestionando la narrativa de “Hasta el último hombre”
Uno de los aspectos más importantes de este debate gira en torno de la idea de que Japón debía capitular totalmente para que ganáramos la guerra. Basándose en la perspectiva de Stimson, los defensores de la bomba argumentan que Japón estaba dispuesto a luchar hasta el último hombre. Sin embargo, como hemos establecido, los líderes de alto rango de la época no creían ésto de forma unánime. Ésto es aún más cuestionado al reconocer que las condiciones definitivas de la rendición, es decir, que el emperador de Japón permaneciera en su puesto, eran una opción viable antes del bombardeo de Hiroshima.
Fuentes japonesas de la época, aunque fragmentadas y caóticas debido a los profundos desacuerdos entre varios líderes de alto rango, indican en gran medida que se entendía que la guerra estaba perdida, y que Japón debía pedir la paz. Sin la armada ni la fuerza aérea viables a su disposición, y con el ejército diezmado por una guerra en múltiples frentes, el ministro de Asuntos Exteriores, Shigenori Togo, comenzó a planificar la rendición. En un cable interceptado el 12 de Julio de 1945, Togo escribió al embajador japonés en la Unión Soviética para “sondear las posibilidades de utilizar a la Unión Soviética en relación con el fin de la guerra”. Si bien la opinión japonesa sobre su ocupación de Asia Oriental era un “aspecto del mantenimiento de la paz mundial”, Togo también señala que “Inglaterra y Estados Unidos planean arrebatarle a Japón el derecho de mantener la paz en Asia Oriental, y la situación actual es tal que el propio territorio continental de Japón está en peligro. Japón ya no está en condiciones de ser responsable del mantenimiento de la paz en toda Asia Oriental, se mire como se mire”.
La guerra había terminado, y Japón lo sabía, un mes antes de Hiroshima. Togo consideró que la medida más prudente para poner fin a la guerra, manteniendo al menos su patria, era solicitar la intervención soviética en las conversaciones de paz con las fuerzas aliadas. Reconoció que muy poco se interponía entre Japón y la “rendición incondicional”, y que cualquier medida posible debía ser tomada de inmediato. Advirtió contra las “ideas imprecisas que se alejan de la realidad”. Lamentablemente, el propio gobierno estadounidense cedería a las mismas ideas imprecisas que ya habían provocado tanta muerte y destrucción injustificadas durante la guerra.
Conclusión
Es difícil poner en palabras el peso que la guerra atómica significó para la conclusión de la Segunda Guerra Mundial. Sirvió como un horrible e innecesario broche de oro al peor crimen perpetrado en la historia de la humanidad. Los altos líderes de la época reconocieron que, en los últimos rescoldos de la Segunda Guerra Mundial, dicho armamento era imprudente e innecesario para asegurar la victoria. Japón ya no contaba con armada ni fuerza aérea funcionales. Su ejército estaba mermado y desmoralizado tras más de una década de guerra. Muchos de sus altos líderes políticos estaban dispuestos a poner fin a la guerra, y sólo buscaron medidas mínimas para salvar las apariencias. Visto a través de la lente de casi un siglo de claridad, es difícil llegar a otra conclusión que no sea que los bombardeos de Hiroshima y Nagasaki fueron crueles herramientas de señalización, con cientos de miles de almas inocentes en la mira experimental.
Ahora, 80 años después, aún es necesario reflexionar sobre la decisión de utilizar estas armas contra poblaciones mayoritariamente civiles. De hecho, es imperativo ahora, más que nunca, cuestionar la ortodoxia que se ha apoderado de gran parte de la historia militar aceptada. Los inventarios de armas nucleares han crecido a cotas increíbles en las décadas posteriores, tanto en cantidad como en potencia. No reconocer las vías de escape históricas a tal calamidad, sólo servirá para fomentar su uso de nuevo en el futuro.
Traducción: Ms. Lic. Cristian Vasylenko








