¿Ignorancia, estupidez o malicia?

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    El principal tema de conversación en el reciente retiro del Brownstone Institute fue si las personas que nos encerraron y luego ordenaron una terapia genética experimental, junto con sus partidarios y facilitadores, estaban motivados principalmente por la estupidez o por la malicia. Me gustaría proponer una tercera opción: la ignorancia. En mi opinión, las tres desempeñaron un papel en la debacle del covid.

    Creo –elijo creer– que muchas de las personas que son hasta cierto punto responsables de la devastación de los últimos cuatro años –en particular los millones de estadounidenses que permitieron que ocurriera, porque dócilmente la aceptaron– eran simplemente ignorantes. Aceptaron lo que les dijeron en Marzo de 2020 sobre la virulencia y letalidad del virus. Se enamoraron de los videos falsos de ciudadanos chinos desplomándose en las calles. Observaron con horror cómo lo que parecían ser camiones frigoríficos estaban estacionados afuera de los hospitales de New York. Supusieron que el gobierno no hubiese enviado barcos hospitales militares a New York ni Los Ángeles si la enfermedad no estuviera asolando esas ciudades. Y abrazaron con entusiasmo la idea de que, si todos nos quedáramos en casa durante dos semanas, en realidad podríamos “aplanar la curva”.

    Lo confieso: inicialmente caí en esta categoría, durante aproximadamente esas dos primeras semanas. Estoy bendecido (o tal vez maldecido) con un escepticismo natural y afortunado de haber encontrado, desde el principio, fuentes de noticias alternativas que informaban la verdad, o al menos intentaban llegar a ella. Entonces comencé a sospechar –mientras “dos semanas” se alargaban hasta el infinito– que nos estaban engañando. Pero la mayoría de los occidentales han sido condicionados a creer todo lo que les dicen el gobierno y los medios de comunicación, sin cuestionarlo. Esas personas aceptaron el aislamiento forzado indefinido, el distanciamiento social, la escuela por Zoom y el delivery de compras a domicilio, porque eran ignorantes. Realmente no entendían lo que estaba pasando.

    Eso incluye, por cierto, a muchos en puestos de autoridad y responsabilidad, como médicos y enfermeras, maestros y administradores, líderes religiosos y funcionarios electos locales. Quizás incluso algunos funcionarios electos a nivel nacional. También se tragaron la narrativa oficial. Estoy convencido de que la mayoría de estas personas creían honestamente que estaban haciendo lo correcto, salvando vidas, cuando en realidad no estaban haciendo nada por el estilo porque, como ahora sabemos, ninguna de esas “estrategias de mitigación” tuvo ningún efecto sobre el virus. Pero para ser completamente justos con ellos (y creo que es importante ser justos, por muy enojados que estemos por las consecuencias de su comportamiento), actuaban por ignorancia.

    Por supuesto, en algún momento, la ignorancia comienza a convertirse en estupidez, tal vez en el punto en que la gente podría haberlo sabido mejor, y tal vez incluso debería haberlo sabido mejor. Entonces su ignorancia, que es una excusa legítima para el mal comportamiento, se vuelve voluntaria. Y la ignorancia deliberada es una forma de estupidez, que no es una excusa, especialmente para aquellos a quienes confiamos decisiones importantes que afectan toda nuestra vida.

    La definición de estupidez propuesta por Carlo Cipolla, economista de la Universidad de California en Berkeley en 1976, parece relevante en este contexto: “Una persona estúpida es aquella que causa pérdidas a otra persona o grupo sin obtener ninguna ganancia, e incluso incurriendo posiblemente en pérdidas” (puede encontrar un buen resumen de la teoría de Cipolla aquí). En otras palabras, las personas estúpidas hacen cosas estúpidas sin motivo alguno. Dañan a otras personas y ni siquiera obtienen nada de ello. Incluso podrían hacerse daño en el proceso: “pegarse un tiro en el pie”, como decimos a veces, o “cortarse la nariz para fastidiar su rostro”. Ése es, en efecto, el colmo de la estupidez.

    Esta definición ciertamente se aplica a muchos, muchos de los covidianos, incluidos unos cuantos que (si queremos ser generosos) comenzaron siendo simplemente ignorantes. Con el tiempo, su tal vez comprensible ignorancia se transformó en estupidez mientras se aferraban obstinadamente al enmascaramiento, el distanciamiento y el cierre de escuelas, a pesar de montañas literales de evidencia de que nada de eso tenía ningún efecto saludable. Y la mayoría de ellos ni siquiera se benefició con su obstinada y estúpida negativa a reconocer la realidad. Sí, algunos lo hicieron, y llegaremos a ellos en un momento. Pero la mayoría no lo hizo. En muchos casos, se avergonzaron, dañaron sus carreras, perdieron negocios y relaciones personales, ¿y para qué? ¿Para que pudieran gritarnos al resto de nosotros sobre las máscaras? Eso es bastante estúpido.

    También es instructiva aquí la Segunda Ley de la Estupidez de Cipolla: “La probabilidad de que una determinada persona sea estúpida es independiente de cualquier otra característica de esa persona”. En otras palabras, la estupidez, como él la define, está distribuida más o menos uniformemente entre toda la población. No tiene nada que ver con la inteligencia, la educación o el nivel de ingresos. Hay médicos, abogados y profesores universitarios estúpidos, del mismo modo que hay fontaneros y excavadores de zanjas estúpidos. En todo caso, es más probable que los primeros grupos contengan gente estúpida. Todo se reduce a la voluntad de una persona de hacer cosas que no tienen sentido, cosas que dañan a otros (es decir, cosas estúpidas), a pesar de no obtener nada de ello y tal vez incluso perder en el trato.

    Y luego están las personas que realmente SÍ se benefician con el daño que causan a los demás. Exhiben muchos de los mismos comportamientos que las personas estúpidas, excepto que en realidad obtienen algo de ello: dinero, fama, poder. Cipolla se refiere a estas personas –aquellas que dañan a otros para su propio beneficio– como “bandidos”. La mayoría de los covidianos más conocidos, los nombres más importantes de los medios de comunicación, el gobierno, la “salud pública” y la industria farmacéutica, entran en esta categoría. Iniciaron, aplicaron y apoyaron políticas que aparentemente no tenían sentido, y terminaron oliendo a rosas. Se convirtieron en protagonistas del circuito mediático, ganaron cómodas prebendas y ampliaron sus cuentas bancarias en millones.

    La principal diferencia entre los estúpidos y los bandidos, según Cipolla, es que las acciones de éstos últimos realmente tienen sentido, una vez que se comprende lo que están tratando de lograr. Si una persona le derriba sin motivo alguno … bueno, eso es simplemente una estupidez. Pero si le derriban y luego le quitan la billetera, eso tiene sentido. Ud. entiende por qué le derribaron, aunque no por eso le guste más. Además, hasta cierto punto puede adaptarse a las acciones de los “bandidos”; por ejemplo, manteniéndose fuera de la parte mala de la ciudad, donde alguien podría derribarle y quitarle la billetera. Pero si está en un centro comercial en un lindo suburbio, y la gente simplemente le golpea sin razón aparente, no hay manera de planificar eso.

    El problema de la estupidez, dice Cipolla, es doble. En primer lugar, constantemente “subestimamos el número de personas estúpidas en circulación”. Suponemos que la gran mayoría de la gente actuará racionalmente en la mayoría de las circunstancias, pero (como hemos visto claramente en los últimos cuatro años) eso resulta no ser cierto. Muchos se comportan de manera irracional la mayor parte del tiempo, y parece que la mayoría lo hará en tiempos de crisis.

    En segundo lugar, como señala Cipolla, las personas estúpidas son, en todo caso, más peligrosas que los bandidos, principalmente por las razones citadas anteriormente: hay muchos más y es casi imposible dar cuenta de ellos. Ud. puede tener un plan perfectamente bueno para abordar alguna emergencia (como, por ejemplo, una pandemia), y la gente estúpida lo arruinará sin una buena razón. Claro, los malos actores maliciosos se llevarán el tesoro, si pueden, pero ese siempre ha sido el caso. Quiero decir, ¿alguien está realmente sorprendido de que Albert Bourla haya añadido millones a su patrimonio neto? ¿O que Anthony Fauci ahora tiene un cómodo trabajo enseñando en Georgetown? Sí, es frustrante y repugnante. No hay duda de que estuvieron entre los principales artífices de este desastre, así como entre sus principales beneficiarios. Pero nada de eso es, ni fue, completamente inesperado. Los bandidos serán siempre bandidos.

    Lo que me ha resultado más frustrante en los últimos años ha sido la forma en que millones de personas, por lo demás normales, incluidos amigos, parientes y colegas, así como dependientes de tiendas, azafatas y gente cualquiera en la calle, se han comportado de manera tan estúpida. Un número sorprendente continúa haciéndolo, avergonzándose al arengar al resto de nosotros sobre máscaras y “vacunas”, alienando a todos los que están a la vista, haciéndoles la vida más difícil a ellos y a los demás, aunque no ganen nada con ello.

    Así que sí, la debacle de cuatro años –que es nuestra respuesta colectiva al covid– es atribuible en parte a la ignorancia y en parte a la malicia. Pero peor que cualquiera de esas dos cosas, y mucho más dañina para la sociedad a largo plazo, ha sido la pura estupidez: capacidad de la humanidad que nunca más subestimaré.

     

     

     

    Traducción: Ms. Lic. Cristian Vasylenko

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