La civilización perdida de Hoppe

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    [Reseña de “Breve historia del hombre: progreso y decadencia”, de Hans-Hermann Hoppe, Instituto Rothbard, 2020]

    Hans-Hermann Hoppe es un pensador divisivo, aunque no del modo que cabría esperar. No grita ni sermonea. Razona. Y en Breve historia del hombre: Progreso y decadencia, publicado por el Instituto Rothbard, ofrece un relato sereno pero devastador sobre cómo fue construida la civilización, y cómo está siendo ahora desmantelada, en gran medida con el consentimiento democrático. No es un libro alegre. Pero, claro, la historia tampoco lo es.

    Con 104 páginas, no se trata de una crónica extensa. Es un tríptico de ensayos con una sólida argumentación: “Sobre el origen de la propiedad privada y la familia”, “De la trampa malthusiana a la Revolución Industrial”, y “De la aristocracia a la monarquía y a la democracia”. Cada uno se desprende lógicamente del anterior, y cada uno ataca un preciado mito de la modernidad. El progreso, nos recuerda Hoppe, es real. Pero también es reversible.

    Hoppe comienza con un ataque directo contra los supuestos metodológicos de las ciencias sociales convencionales. Mis estudios son y hacen todo lo que un ‘buen empirista’ no debería ser ni hacer, escribe. Pues considero errónea y acientífica la filosofía positivista del empirismo, y considero desastrosa su influencia, especialmente en las ciencias sociales (p. 15). En lugar de la moda de la manipulación de datos, Hoppe ofrece praxeología –la lógica de la acción humana. Ese enfoque, insiste, no implica especulación. Significa reconocer que los hechos “no contienen su propia explicación o interpretación” (p. 17).

    Por eso, Hoppe no se limita a resumir lo sucedido en la historia de la humanidad. Explica por qué tuvo que suceder como sucedió, y por qué las desviaciones del camino correcto conducen a la ruina. Esa claridad es una característica, no un defecto.

    Hoppe comienza con la revolución agrícola. Donde otros sólo ven arados y aldeas, él ve cognición. “La invención de la agricultura y la ganadería fue en sí misma un logro cognitivo excepcional” (p. 89), que requirió “un horizonte de planificación más amplio”, y una nueva capacidad para rastrear causas y efectos. Este salto cognitivo, no solo la suerte, subyace a lo que él llama “un gran paso progresista” (p. 18).

    Lo vincula con la propiedad privada, argumentando que el avance clave no fue la agricultura en sí, sino el marco institucional que posibilitó. Aquí, cita a von Mises: familias, herencia, disciplina. “La propiedad privada de los medios de producción es el principio regulador que, dentro de la sociedad, equilibra los limitados medios de subsistencia” (p. 69). Estos principios permitieron escapar del constante salvajismo de suma cero de las incursiones tribales. La propiedad se estabilizó, la familia se organizó y la violencia retrocedió, no por arte de magia, sino mediante incentivos. “Quien no trabajaba ya no podía esperar comer” (p. 65).

    Hoppe no tiene tiempo para el “buen salvaje” de Rousseau. La idea de que la guerra comenzó con la civilización es, argumenta, precisamente retrógrada. En el mundo prepropiedad, “la agresión y la guerra … eran el resultado de una civilización construida sobre la institución de la propiedad privada” (p. 28). Pero el salvajismo era peor antes. La propiedad no creaba conflictos, los controlaba.

    En su segundo ensayo, Hoppe aborda el enigma del estancamiento de largo plazo. Durante miles de años, el crecimiento poblacional absorbió todas las ganancias de productividad, y el nivel de vida apenas mejoró. Hoppe reconoce el lado material de la historia –mejores herramientas, rutas comerciales–, pero insiste en que la teoría económica por sí sola no puede explicar la huida. ¿Qué lo explica? La inteligencia.

    En concreto, la evolución de la inteligencia en entornos más fríos y hostiles. “El crecimiento de la inteligencia humana sería más pronunciado en las regiones habitadas por humanos más hostiles (históricamente, generalmente septentrionales)” (p. 91). Estas presiones seleccionaron individuos capaces de planificar con antelación, pensar de forma abstracta y cooperar a mayor escala. Ésto no es adulación por adulación; es un argumento biológico que explica por qué ciertas regiones –Europa, en especial– se liberaron de Malthus, mientras que otras no.

    El avance no fue sólo tecnológico. Fue demográfico. “El crecimiento de la población, combinado con el aumento de la renta per capita” (p. 14), fue posible por primera vez. Las implicancias son profundas. La civilización no es un hecho; es el resultado de una selección de largo plazo en condiciones difíciles.

    El último ensayo de Hoppe es el más provocador. En el mismo afirma sin rodeos lo que la mayoría de los economistas son demasiado educados para admitir: la democracia es un error. No es una etapa de progreso, sino una etapa de decadencia. “El mejor gobierno es la ausencia total de gobierno. Sin embargo, en un mundo de estados, surge la pregunta: ¿qué tipo de gobierno es el menos malo? Casi todo el mundo dice ‘democracia’. Desafortunadamente, muchos libertarios coinciden” (pp. 10-11).

    Según Hoppe, la democracia es un mecanismo para el saqueo inmerecido. Los monarcas pueden ser autócratas, pero piensan en dinastías. En cambio, los gobernantes elegidos democráticamente operan con un horizonte temporal de cuatro años y su incentivo es el saqueo. En la democracia, “todos son libres de expresar cualquier demanda de confiscación. Nada. Ninguna demanda está prohibida” (p. 121). El resultado es una carrera a la baja en la que el gobierno “limitado” se convierte en una guerra total.

    Peor aún, la democracia debilita los derechos de propiedad. Bajo la monarquía, “sin consentimiento, los impuestos eran considerados secuestro, es decir, expropiación ilegal” (p. 111). Pero la democracia convierte al ciudadano en soberano, al menos en teoría, lo que convierte toda la propiedad en un bien colectivo. La tesis de Hoppe es sencilla: una vez que el gobierno se convierte en una sociedad anónima de saqueadores, el colapso es solo cuestión de tiempo.

    La mente moderna tiene dificultades para comprender las conclusiones de Hoppe, no porque sean lógicamente erróneas, sino porque contradicen todo lo que se le ha enseñado a pensar. La idea de que la democracia es inferior a la monarquía, es considerada ahora una blasfemia, a pesar de que “Hans demostró en su clásico ‘Democracia: el dios que falló’, que la democracia es la que prima en los privilegios” (p. 11).

    Hoppe no es nostálgico. No aboga por reyes. Lo que defiende es una descentralización radical: “hasta el nivel de las comunidades individuales, hasta las ciudades y pueblos libres tal como existían antaño en toda Europa” (p. 132). Ésto no es utopía. Es supervivencia. Sólo cuando el poder es atomizado se le puede restringir.

    Uno de los puntos fuertes del libro es su negativa a la adulación. No se deja arrogar por la moda académica, ni intenta parecer equilibrado cuando los hechos no lo justifican. Como escribe Llewellyn H. Rockwell, Jr. en el prólogo, Hoppe “no renunciaría a lo que había llegado a comprender como la verdad, sin importar el costo para su propia carrera” (p. 10).

    Eso es inusual. Y es valioso. Vivimos en una era en la que la democracia es sagrada, la inmigración es sacrosanta, y la inteligencia es tratada como un constructo social. Hoppe no sólo rechaza estas suposiciones. Las incinera. Y lo hace no con ira, sino con lógica serena. Es el tipo de pensador que causa verdadera incomodidad no gritando, sino razonando desde los principios básicos y negándose a pestañear.

    Hoppe concluye con una nota sombría. La civilización, nos recuerda, es frágil. Fue construida sobre la propiedad, la familia, la jerarquía y la inteligencia. Puede perderse. “Así como la Revolución Industrial y la consiguiente huida de la trampa malthusiana no fueron en absoluto un desarrollo necesario en la historia de la humanidad, su éxito y sus logros tampoco son irreversibles” (p. 102).

    Esa es la verdadera advertencia de este libro. No es que la democracia sea ineficiente. Sino que estamos deshaciendo, con votos y consignas, lo que milenios de ardua evolución hicieron posible. Si Hoppe tiene razón –y creo que la tiene–, entonces la elección es clara. Podemos descentralizar, privatizar y reconstruir desde abajo. O podemos seguir fingiendo que todos son iguales, que cada voto es sagrado, y que cada fracaso es una coincidencia.

    Pero la lógica de la historia, como la lógica de la acción humana, no espera el consenso. Castiga el error. Y en este mundo de mitos y declive controlado, el libro de Hoppe es un raro atisbo de verdad.

     

     

     

    Traducción: Ms. Lic. Cristian Vasylenko

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