El título de este ensayo es demasiado pretencioso para su sencilla y modesta intención: mostrar en pocas palabras en qué consiste el estado, y por qué no se puede esperar nada bueno de éste. La idea surgió de haber visto a tantos convertirse al libertarismo –o de haber empezado a coquetear con el mismo–, después de los últimos y trágicos éxitos: las inundaciones en Rio Grande do Sul y el concierto de Madonna. Lo interesante es el contraste que formaron estos dos eventos: mientras una ciudad era tragada por el agua, el gobierno patrocinaba un espectáculo de satanismo y orgía en vivo. Utilizo aquí las palabras “gobierno” y “estado” como sinónimos. También sé que los gobiernos de las unidades federativas tienen administraciones diferentes, pero recuerden que son parte del mismo sistema, y así los considero.
Cuando, por un lado, la población veía un estado devastado por un desastre natural, y el gobierno no sólo no hacía nada para impedirlo –a pesar de haber sido advertido–, sino que también trabajaba para impedir la ayuda que llegaba; y por otro lado veía que el mismo estado, en otra unidad de la federación, ayudaba a auspiciar una muestra de satanismo explícito, algunos comenzaron a darse cuenta de que había algo malo en esta institución.
La malignidad del estado es tan obvia, que se necesitan años de adoctrinamiento y lavado de cerebro en escuelas y universidades para que el individuo no lo note, y crea que el problema no es la institución en sí, sino los líderes del momento. Y esta creencia es tan fuerte, que no basta con que la situación continúe e incluso empeore con el cambio de líderes, que el ciudadano siga creyendo que basta con cambiarlos por otros mejores o menos peores en las próximas elecciones. Y la ignorancia es tan ciega, que el ciudadano permanece en ésto hasta que muere, y también sus hijos y nietos y bisnietos.
La definición habitual de estado es el de un monopolio territorial con uso de la fuerza; es decir, el estado es una institución que tiene derecho a crear y aplicar normas. En cualquier situación de conflicto, aquél es quien dice quién tiene razón, incluso en los conflictos que lo involucran. ¿Quién en su sano juicio cree que ésto podría funcionar? Es obvio que creará conflictos y decidirá a su favor. Y eso es lo que ha ocurrido siempre, con el consiguientN. e aumento del estado.
El sociólogo alemán Franz Oppenheimer decía que existen dos tipos de formas de obtener riqueza: la económica y la política. El entorno económico se basa en la producción y el intercambio. El político, en el fraude y el robo. Y luego definió al estado como “la organización de los medios políticos”[1]. En palabras de Murray Rothbard, el estado:
[…] es la sistematización del proceso depredador sobre un territorio determinado. Porque el crimen es, en el mejor de los casos, esporádico e incierto; el parasitismo, por otro lado, es efímero, y la conexión parasitaria coercitiva puede romperse en cualquier momento mediante la resistencia de las víctimas. El estado, en cambio, proporciona un medio legal, ordenado y sistemático para la depredación de la propiedad privada; hace que la vida de la casta parásita sea segura en la sociedad; segura y relativamente “pacífica”[2].
El estado es, por tanto, una banda de criminales altamente organizados. Esta conclusión no surge de una visión circunstancial: se trata de la naturaleza misma de la institución. Incluso si el gobierno estuviera encabezado por ángeles y arcángeles, y por seres de los círculos celestiales más elevados, no sería más que “una banda de ladrones a gran escala”. El problema no es quién está en el poder: el problema es que el poder está centralizado y monopolizado. Desde esta perspectiva, queda claro por qué las cosas son como son, y finalmente podemos entender por qué nada funciona, y por qué el estado siempre crece y la población se queda comiendo barro y siendo asesinada y asaltada.
Ahora bien, al estado no le interesa el bien, la justicia o la verdad, sino todo lo contrario. El estado quiere aumentar los impuestos y reducir las libertades, hasta el colmo del despotismo, hasta el día en que los ciudadanos caminen en cuatro patas y coman hierba. Este es el fin del estado.
La solución no es otorgar autoridad a nadie, sino restablecer el principio de propiedad privada. La propiedad privada es el único derecho posible y legítimo. Todo lo que contradiga este derecho es robo, agresión, usurpación, fraude y violencia. Éste es el único principio digno de un ser humano y de una sociedad humana. La restitución de este principio nos conduce al Orden Natural.
Sin embargo, al mismo tiempo –y lo que es aún más importante– se debe delinear y comprender una alternativa positiva a la monarquía y la democracia –la idea de un orden natural. Por un lado, ésto implica el reconocimiento de que la verdadera fuente de la civilización humana no se encuentra en la explotación (tanto la del gobierno monárquico como la del gobierno republicano-democrático), sino en la propiedad privada, la producción y los intercambios voluntarios. Por otro lado, ésto implica el reconocimiento de una idea sociológica fundamental (que, dicho sea de paso, también ayuda a identificar con precisión dónde falló la oposición histórica a la monarquía): el mantenimiento y la preservación de una economía basada en la propiedad privada y los intercambios voluntarios requieren, como supuesto sociológico, la existencia de una élite natural reconocida voluntariamente –una nobilitas naturalis.[3]
Un orden natural es un sistema de organización social basado en la propiedad privada. Las alternativas a ésto son sociedades basadas en la esclavitud. No hay término medio. O cada uno está a cargo de sí mismo, o alguien (o algunos) está a cargo de todos. “Cedo y transfiero mi derecho a gobernarme a este hombre, o asamblea de hombres.”[4] Esta es la locura que se buscó justificar con la ficción delirante llamada “contrato social”, que es una tesis absurda, demoníaca y autocontradictoria. ¿Quién en su sano juicio se entrega como esclavo a otro por su propia voluntad? ¿Dónde alguien ha hecho ésto sin estar loco o bajo muy seria amenaza? Pero los juristas enseñan esta tesis haciendo pleno uso de sus facultades mentales: lo que revela su imbecilidad fundamental. No digo que sean deshonestos, pues eso sería admitir que son conscientes del mal que propugnan y que, por tanto, tienen la inteligencia suficiente como para hacerlo, lo que sería una suposición ridícula. Tampoco poseen el conocimiento de la verdadera doctrina ético-jurídica, ni la sofisticación intelectual para comprenderla, ni siquiera la capacidad moral para, al reconocerla, asumirla. Por tanto, no son más que loros caros y soberbios.
La solución al problema del orden social no es conceder a “un hombre o una asamblea de hombres” el poder de legislar y gravar. La solución es consagrar la institución de la propiedad privada como principio universal. Es eso, o vivir como esclavo. No importa si el estado utiliza el dinero robado (“recaudado”, le dicen) para construir escuelas, renovar hospitales o patrocinar un espectáculo de meretrices. El problema no está en cómo es gastado el dinero, sino en cómo es obtenido. Si el dinero es obtenido mediante el robo (por medios políticos), entonces ya está contaminado, y el daño ya está hecho. La estructura de demanda de la sociedad ha sido distorsionada. La consecuencia necesaria será una menor utilidad social.
Por lo tanto, concluimos que ninguna interferencia del gobierno en el intercambio podrá jamás aumentar la utilidad social. Pero podemos decir más que eso. La esencia del gobierno es que sólo éste obtiene sus ingresos mediante la recaudación obligatoria de impuestos. Todos sus gastos y actos posteriores, cualquiera que sea su naturaleza, se basan en la potestad de imposición. Acabamos de ver que siempre que el gobierno obliga a alguien a realizar un intercambio que de otro modo no haría, esa persona pierde utilidad como resultado de la coerción. Pero el impuesto es exactamente un intercambio coercitivo. Si todos pagaran exactamente lo mismo al gobierno bajo un sistema de pago voluntario, entonces no habría necesidad de obligar impuestos. Debido al hecho de que la coerción es utilizada en la tributación, y dado que todas las acciones gubernamentales se basan en el poder tributario, en consecuencia deducimos que: absolutamente ningún acto de gobierno puede aumentar la utilidad social.[5]
Para algunos, hace falta un desastre, una calamidad de proporciones sin precedentes, para que se aprenda esta lección obvia: que a “un hombre o una asamblea de hombres” no se le debe dar el poder de gobernar. Pero una sola ley moral y una sola ley económica bastarían para concluir ésto. La ley económica es la superioridad del sistema de libre competencia sobre el sistema monopólico. Y la ley moral: “No robarás”. Oponerse moralmente al robo, y apoyar la existencia del estado, es una disonancia cognitiva insoluble.
Por tanto, es necesario acabar hoy con el estado, y defender ésto con el mismo radicalismo con el que los abolicionistas del siglo XIX querían acabar con la esclavitud no en un mes, ni siquiera al día siguiente, sino inmediatamente. Si esta idea es demasiado grandiosa para quienes no saben cómo existir sin ser gobernados por un individuo inmoral y pervertido, la solución es la secesión. ¿No es en cualquier caso el divorcio una institución defendida hoy? Ahora bien, la secesión es el divorcio de los pueblos. Si no sabéis vivir sin ser esclavos y sin que nadie os ordene y domine, esa es vuestra elección. Pero no nos lleve consigo en esta locura. ¡Nosotros, hombres libres, exigimos la secesión!
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Referencias:
[1] Murray N. Rothbard, La anatomía del estado.
[2] Idem.
[3] Hans-Hermann Hoppe, La democracia, el dios que falló.
[4] Thomas Hobbes, Leviathan.
[5] Murray N. Rothbard, Reconstrucción de la economía de bienestar y servicios públicos.
Traducción: Ms. Lic. Cristian Vasylenko