No vivimos en una sociedad de personas desafiantes y cuestionadoras, que razonan, investigan, analizan hechos y piensan por sí mismas. No, ni mucho menos. Vivimos en una sociedad de seguidores de érdenes, con multitudes que no dudan en seguir las opiniones establecidas como de consenso por los grandes medios corporativos. La dictadura del covid-19 de hace cinco años mostró cómo las masas tienen una enorme propensión a seguir órdenes sin efectuar ningún tipo de objeción o cuestionamiento. Ven en la televisión a periodistas que cobran grandes salarios por leer textos de un teleprompter, y aceptan de buen grado todo el mensaje transmitido como verdad absoluta. Cualquiera que se atreva a pensar incluso un poco más allá del eje convencional establecido del embrutecimiento institucionalizado, es rápidamente clasificado como “teórico de la conspiración” o “negacionista”.
De hecho, la sociedad se ha acostumbrado al consenso, y lo sigue irreflexiva y obstinadamente tal como si hubiera sido efectivamente condicionada para hacerlo. Pensar y razonar por cuenta propia es prácticamente un crimen, un delito, una grave e insidiosa contravención, una transgresión abominable y verdaderamente escandalosa, sobre todo si la conclusión a la que llega el libre pensador se aparta drásticamente del consenso establecido.
Es difícil decir exactamente en qué momento la sociedad comenzó a ser tan fácilmente controlada por los medios de comunicación. Sin embargo, antes de la invención de la televisión y de la radio, habría sido imposible consolidar una sociedad con pensamiento homogéneo. La dictadura del covid, a su vez, nos proporcionó las circunstancias adecuadas para comprobar in situ cuán descaradamente manipulada está gran parte de la sociedad. Las masas realmente toman muy en serio lo que ven en televisión ‒especialmente cuando argumentan una amenaza aparente a sus vidas.
Lo que la dictadura del covid hizo fue institucionalizar efectivamente un estado de miedo basado en mantener un ciclo ferviente e imparable de pánico permanente, difundiendo incesantemente datos sobre cifras de muertos de una decretada pandemia y el virus que supuestamente amenazaba a la humanidad. El sensacionalismo de los medios fue sencillamente asombroso.
Numerosos canales de televisión comenzaron a dedicarse casi exclusivamente a ésto. Sin embargo, todos recurrieron a estrategias muy similares de manipulación sistemática de los datos, con un claro sesgo de confirmación. Explotaron de forma contumaz el miedo al contagio y a la muerte, mostraron datos de la creciente tasa de mortalidad [sin analizar causas] para justificar el pánico, y llevaron a cabo una astuta operación psicológica mediante la manipulación emocional.
Los hechos duros, los datos científicos y los estudios analíticos efectuados de manera independiente, revisados por pares y sin sesgo de confirmación, fueron ignorados sumariamente ‒aunque fueron producidos en abundancia, las estaciones de televisión prefirieron hacer de cuenta como si no existieran. Durante la primera etapa de la decretada pandemia, hubo una caída de aproximadamente 90% en los diagnósticos de gripe. El hecho de que la temporada de gripe estacional fuera simplemente ignorada, como si ni siquiera existiera, fue alarmante por decir lo menos. Algo que, por sí solo, bastaría para despertar la curiosidad de cualquier buen periodista, y las sospechas de cualquier científico con el menor de los escrúpulos.
Sin embargo, en el apogeo de la decretada pandemia, las personas inteligentes y con gran capacidad analítica, inclinadas a investigar el asunto por su cuenta, se dividieron en dos grupos: los que se unieron a las masas de usuarios de mascarillas y fanáticos del alcohol en gel, simplemente porque no querían ser molestados y pretendían intentar llevar una vida más o menos normal; y los que abiertamente impugnaron la dictadura sanitaria en sus más variadas vertientes. Sin duda, la gente del segundo grupo estaba mucho más preocupada.
Las personas inteligentes que decidieron hacerse invisibles, mezclarse con la multitud, simular unirse a la histeria, usar mascarillas en público pero quitárselas tan pronto como estaban solos, y simular vacunarse y comprar pasaportes vacunales falsos, lo hicieron principalmente porque sabían que era un ejercicio inútil tratar de convencer del engaño a amigos, conocidos, compañeros de trabajo y familiares cercanos. Las personas inteligentes son plenamente conscientes de que son raras. La mayoría de la gente es fácilmente manipulada por los medios masivos de comunicación, y es muy difícil persuadir a la manada de seguidores de érdenes para que desarrolle sus facultades de razonamiento.
Durante la decretada pandemia, las personas infectadas por la histeria de los principales medios corporativos se convertieron en esclavas del miedo y del pánico, siendo completamente incapaces de razonar. Definitivamente las masas no se guiaron por el ejercicio del razonamiento lógico, la lectura de artículos científicos, o una meticulosa investigación basada en la ciencia verdadera. No, ni mucho menos. La mayoría de las personas tuvo sus creencias y comportamientos completamente moldeados por la histeria mediática, provocada por la supuesta pandemia.
Así que en muchas circunstancias ‒incluso con información creíble sobre lo que estaba sucediendo‒, hablar con la gente sobre ciencia real era de hecho una tarea completamente inútil. ¿Es posible dialogar e intentar convencer a personas cuyo comportamiento se basa enteramente en la histeria emocional? No, en la gran mayoría de los casos no lo es.
Las personas que se unieron a la histeria eran, en términos prácticos, personas emocionales, y ésta fue la razón principal por la que cedieron tan fácilmente a la propaganda que utilizaba en gran medida el miedo, el pavor y el pánico para persuadir a las masas. Intentar atraer a estas personas utilizando la racionalidad es, lamentablemente, un ejercicio inútil.
Por tanto, las personas inteligentes que se unieron a la multitud durante la dictadura del covid, lo hicieron para protegerse de discusiones inútiles. Hablar con personas cuya capacidad analítica es inferior a la de un protozoo, no lleva a una persona inteligente a ninguna parte. Las masas creen en casi absolutamente todo lo que ven en televisión, y no cuestionan ningún dato que ésta les presente.
Por otro lado, personas inteligentes que cuestionaron y desafiaron todos los aspectos de la dictadura sanitaria, padecieron represalias, desde las más graves hasta las más circunstanciales, variando de un caso a otro. Sabemos que los científicos honrados y los médicos valientes fueron censurados; la gente corriente perdió sus empleos; y la restricción de la libertad de movimiento ‒incluidos toques de queda en algunas partes del mundo, con intervención directa de la policía en muchos casos‒ requirió un enorme coraje por parte de innumerables personas que se levantaron con determinación contra la dictadura sanitaria. Ya sea porque querían hacer una vida normal, en la medida de lo posible, o porque estaban agotados y personalmente indignados por la difusión y aceptación masiva de un embuste tan siniestro y absurdo.
Entonces resulta que si hay algo que nos ha demostrado la dictadura del covid es que la mayoría de la gente está muy influenciada por los principales medios corporativos. Influye prácticamente en todos los aspectos de la vida de la gente corriente, que siempre está llena de opiniones sobre todo, a pesar de no haber leído un solo libro y, a menudo, ni siquiera haber mirado un artículo sobre un asunto determinado.
Lamentablemente, es un hecho indiscutible que las masas atribuyen a la televisión una condición casi divina, como si lo que dicen los periodistas lectores de teleprompter fuera la verdad absoluta, que no puede ser contestada ni cuestionada de ninguna manera, forma o circunstancia. Al contrario, se convierte en un acto de blasfemia, de sacrilegio, impugnar o cuestionar lo que dijo anoche el periodista lector de teleprompter, en cierto canal de televisión. Hay que creer todo lo que dijo sin cuestionarlo, tal como lo hacen las masas obedientes que se especializan en el servilismo.
Evidentemente, no sólo en relación con la dictadura del covid una persona inteligente puede suscitar polémicas o controversias, si –respecto de determinados asuntos– expresa opiniones divergentes respecto del consenso establecido. Y no importa cuán basadas en información científica relevante, principios éticos o hechos históricos estén estas opiniones. El cambio climático y el calentamiento global, el colonialismo europeo, la igualdad, el feminismo y los supuestos derechos de las mujeres, el armamento civil, la inmoralidad inherente del estado, la equivalencia entre impuestos y extorsión, los derechos de propiedad y los derechos inalienables del individuo, son excelentes ejemplos de asuntos cuyas verdades fundamentales son ciertamente consideradas demasiado desagradables y poco ortodoxas para el establishment predominante.
Sin embargo, el consenso de las masas nos muestra cuán pocas personas son inteligentes, cuán pocas personas están dispuestas a pensar, y cuán pocas personas están dispuestas a investigar ciertos asuntos fundamentales por sí mismas. La mayoría de la gente simplemente acepta lo que se transmite por televisión como una verdad absoluta, sin cuestionar nada en absoluto. Y todavía tienen la audacia de considerarse bien informados.
Muchos consideran justificable esa actitud, porque la mayoría de la gente hace exactamente lo mismo, como si el hecho de que la mayoría crea en una determinada opinión, automáticamente convirtiese en correcta esa opinión. Y entonces esas mismas personas se sienten escandalizadas ‒ incluso ofendidas‒ cuando alguien que piensa, razona y ejercita su capacidad analítica individual, emite una opinión completamente diferente, después de haber investigado minuciosamente un determinado asunto.
Es un hecho indiscutible que la mayoría de las personas no saben pensar, sólo saben obedecer. Siguen órdenes y continuarán siguiendo órdenes sin cuestionar nada, dominados y condicionados como están por la televisión y los principales medios corporativos. Cuando el pánico y el miedo ante una supuesta amenaza son insertados en el contexto social, la tendencia de las masas hacia la obediencia ciega e irracional se ve sumariamente amplificada.
La sociedad en la que vivimos definitivamente no fomenta el pensamiento crítico ni el razonamiento lógico independiente. Las masas están condicionadas a seguir órdenes ‒como autómatas programados‒ y deben resignarse a obedecer sin cuestionar ni disputar nada. Si los “expertos” hablaran por televisión, entonces las masas deberían limitarse a obedecer todo lo que se les ordene.
Desgraciadamente pocas personas podrán escapar de esta programación institucionalizada de subordinación, para desarrollar su razonamiento independiente, aprendiendo a ejercitar todo el potencial de sus facultades cognitivas más elevadas. La mayoría de las personas seguirán actuando como esclavas del sistema, sin darse cuenta jamás.
Traducción: Ms. Lic. Cristian Vasylenko