Libertarismo(s) vs posmodernismo e ideología de la “justicia social”

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Una peculiar expresión, introducida recientemente en el léxico político por conocedores de los medios, describe una nueva filosofía corporativa: “capitalismo “woke”. Acuñado por Ross Douthat de The New York Times (2018), el capitalismo “woke” se refiere a una ola floreciente de empresas que aparentemente se han convertido en defensoras de la justicia social. Algunas grandes corporaciones intervienen ahora en cuestiones y controversias sociales y políticas, participando en un nuevo activismo corporativo. Las recientes corporaciones “woke” apoyan a grupos activistas y movimientos sociales, al tiempo que suman sus voces a los debates políticos. El capitalismo “woke” ha respaldado a Black Lives Matter, el movimiento #MeToo, el feminismo contemporáneo, los grupos LGBTQ, y el activismo migratorio, entre otras causas de izquierda.

¿Cómo puede ser entendido el capitalismo “woke”? ¿Es eficaz y, de ser así, por qué? Mientras tanto, ¿qué se entiende ahora por “justicia social”? ¿Es algo bueno? Resulta que analizar el capitalismo “woke” dice mucho sobre el capitalismo corporativo contemporáneo, la izquierda política contemporánea, y sobre la relación entre ambos. También recuerda a un izquierdismo corporativo anterior, como analizaré más adelante.

En cuanto a la justicia social, algunos recordarán los movimientos por la justicia social del siglo XX. Me viene a la mente el movimiento por los derechos civiles. Pero debido a la influencia de las ideas teóricas posmodernas, y de las técnicas disciplinarias soviéticas y chinocomunistas, la justicia social ha adquirido características nuevas y distintas. Mientras que el movimiento universitario por la libertad de expresión fue un sello distintivo de la justicia social en la década de 1960, las violentas escaramuzas emprendidas contra la libertad de expresión y la libertad académica son ahora asociadas con esa expresión. Los acontecimientos que se han desarrollado en los campus universitarios, incluidos los de Yale, Universidad de New York, UC Berkeley, Middlebury College, Evergreen State College y muchos otros, llevan la insignia de la justicia social.

Entre otras nociones teóricas posmodernas, el credo contemporáneo de justicia social se basa en el “constructivismo social y lingüístico”, premisa epistemológica derivada de la teoría posmoderna que sostiene que el lenguaje construye la realidad social (y a menudo toda la realidad), en lugar de sencillamente intentar nombrarla y significarla. Bajo el constructivismo social y lingüístico, el lenguaje es considerado un agente material: sus usos equivalen a actos físicos. Esta creencia explica el término “violencia discursiva”. Para el creyente en la justicia social, el lenguaje puede representar violencia por sí solo, sin ninguna acción concomitante.

El credo actual de justicia social está marcado por preocupaciones con las nuevas identidades y sus políticas. Implica una amplia paleta de creencias y prácticas, representadas por nuevas preocupaciones y lemas, incluidos “privilegio”, “privilegio blanco”, “control de privilegios”, “autocrítica”, “apropiación cultural”, “interseccionalidad”, “violencia discursiva”, “cultura de la violación”, “microagresiones”, “mansplaining” [“condescendencia machista”], “manspreading” [“despatarre machista”], y muchos otros. Los términos proliferan casi tan rápidamente como las identidades de género.

La autocrítica y la revisión de privilegios son vestigios de la “autocrítica” y las “sesiones de lucha” (inquisisción y tortura), métodos de “purificación” de la Revolución Cultural China (1966-1976). A finales de la década de 1960, cuando la noticia del renacimiento comunista se extendió a Occidente a través de los movimientos estudiantiles y feministas de Europa –especialmente Francia, la cuna de la teoría posmoderna–, se convirtieron en parte del vocabulario y del conjunto de herramientas de la izquierda occidental. En las sesiones de lucha, la parte culpable –acusada de egoísmo, ignorancia y aceptación de la ideología burguesa– era ridiculizada con agresiones verbales, y a menudo azotada con agresiones físicas, por sus camaradas, hasta que se derrumbaba y confesaba sus defectos caracterológicos e ideológicos. Hoy en día, las confesiones implican privilegios o ventajas inmerecidas que disfrutan los miembros de un grupo dominante basándose en la apariencia. Generalmente a pedido, verificar el privilegio de uno significa reconocer una ventaja inmerecida y expiarla públicamente. Mientras tanto, en la Revolución Cultural China, la autocrítica comenzaba con el culpable, quien era sometido a una brutal autoinspección verbal y denigración ante el jurado de sus camaradas. Las sesiones de autocrítica y lucha podían conducir al encarcelamiento o a la muerte, ya que a menudo se consideraba que el camarada no era lo suficientemente puro. En algún momento después de 2009, en Internet se volvieron predominantes las rutinas de autocrítica y “llamada”, formas suaves de autocrítica y sesiones de lucha. Luego se infiltraron en universidades y otros espacios sociales.

La “interseccionalidad” es el marco axiomático de clasificación de la opresión, que establece una nueva jerarquía de justicia social basada en las multiplicidades de la opresión, ya que pueden cruzarse y afectar a sujetos en múltiples categorías sociales supuestamente subordinadas. Es nada menos que una balanza para pesar la opresión. Luego invierte la jerarquía supuestamente existente sobre la base de esta clasificación interseccional de opresión, moviendo a aqueéllos que están abajo hacia arriba, y viceversa. Ésta no es una característica temporal de la justicia social, sino que representa una inversión jerárquica que debe ser mantenida para generar la animadversión y el resentimiento necesarios para continuar alimentando el movimiento.

Este sistema de clasificación comenzó con el trabajo del crítico literario y filósofo marxista húngaro-soviético György Lukács. En su libro Historia y conciencia de clase ([1923] 1971), Lukács introdujo una forma de epistemología que ha tenido un enorme impacto desde entonces, sirviendo como fuente para la teoría posmoderna y la justicia social. La noción de justicia social de que cada persona tiene su propia verdad basada en su tipo particular de subordinación, se remonta a Lukács. Sostuvo que la posición única de la clase trabajadora dentro del orden social y las relaciones de producción, proporciona al proletariado un punto de vista privilegiado para discernir la verdad objetiva, y llamó a su teoría “epistemología del punto de vista proletario”. Lukács argumentó que la realidad bajo el capitalismo es una realidad objetiva única. Pero el proletario tiene una relación peculiar con la realidad objetiva. El mundo objetivo golpea al proletario de manera diferente que al capitalista. Como el capitalista, el proletario es un sujeto consciente de sí mismo. Sin embargo, a diferencia del capitalista, el proletario es también una mercancía, un objeto a la venta en el mercado. La conciencia del proletario sobre la mercantilización de su identidad, contradice su experiencia como sujeto vivo, una persona con una existencia subjetiva. La “autoconciencia de la mercancía” del proletariado (es decir, de sí mismo) explica el antagonismo de la clase trabajadora hacia el capitalismo tal como lo veía Lukács. Mientras que el proletariado comprende plenamente la contradicción de su mercantilización, esta clase sólo puede aceptar la contradicción modificando y aboliendo las condiciones existentes.

Posteriormente, las feministas y los teóricos posmodernos se apropiaron de la epistemología del punto de vista, y la desviaron a través de varios filtros de identidad. La conexión entre identidad y conocimiento, es la raíz de la creencia contemporánea en la justicia social. La justicia social sostiene que la pertenencia a un grupo de identidad subordinado, otorga a sus miembros acceso exclusivo a un conocimiento particular –su propio conocimiento. Los miembros de grupos de identidad dominantes no pueden acceder ni comprender el conocimiento de otros subordinados. Por ejemplo, un hombre blanco “cishetero” (un hombre blanco heterosexual que acepta el género que “le asignaron al nacer”) no puede tener la experiencia de una lesbiana negra y, por lo tanto, no puede acceder ni comprender su conocimiento. Los individuos dentro de grupos de identidad subordinados también tienen su propio conocimiento individual. Para los creyentes en la justicia social, el conocimiento es personal, individual e impenetrable para los demás. Es “muh knowledge” (¿?). A esta noción de conocimiento la llamo “solipsismo epistemológico” [conocimiento obtenible sólo desde la propiamente]. Bajo la visión del mundo de la justicia social, todos están encerrados en una crisálida de identidad impenetrable, con acceso a un conocimiento personal que nadie más puede alcanzar.

Por tanto, la ideología de la justicia social no fomenta el igualitarismo. El rango se mantiene, sólo que lo de abajo se convierte en lo más alto cuando el totem de la identidad es inevitablemente volteado y puesto cabeza abajo. ¿Es de extrañar entonces que los guerreros de la justicia social compitan valientemente por el status de “más subordinados” en los juegos a los que despectivamente se hace referencia como “las Olimpíadas de la Opresión”? La carrera hacia el fondo es en realidad una carrera hacia la cima, aunque la carrera va cuesta abajo.

Tanto su epistemología como su ontología (su supuestos sobre cómo se adquiere el conocimiento, quién puede saber, y la naturaleza de los objetos del conocimiento) son reforzadas con autoritarismo. Las afirmaciones hechas en nombre de creencias correctas, redacción correcta y denominación adecuada (es decir, el lenguaje mismo), superan la evidencia empírica y anulan de antemano los hallazgos y métodos científicos. Por tanto, la justicia social representa una comprensión completamente nueva, distinta de versiones anteriores. También implica prácticas y métodos completamente diferentes para su implementación. Las afirmaciones constructivistas sociales y lingüísticas de los ideólogos de la justicia social equivalen a una forma de idealismo filosófico y social impuesto con absolutismo moral. Una vez que las creencias no están limitadas por el mundo objetal, y que las personas pueden creer lo que quieran con impunidad, la posibilidad de asumir una pretensión de infalibilidad se vuelve casi irresistible, especialmente cuando se dispone del poder necesario para sostener tal pretensión. De hecho, dada su discrecional determinación de la verdad y de la realidad, basándose únicamente en creencias, el idealismo filosófico y social necesariamente se vuelve dogmático, autoritario, antirracional y efectivamente religioso. Dado que no sanciona ningún retroceso desde el mundo de los objetos, y que lo mira con indiferencia o desdén, necesariamente encuentra un rechazo del mundo de los objetos y debe redoblar sus esfuerzos. Debido a que normalmente contiene tantas tonterías, el idealismo social y filosófico del credo de justicia social debe establecerse por la fuerza, o mediante la amenaza de la fuerza.

Hoy discutiré algunas manifestaciones contemporáneas de “justicia social”, pero no como se lo desarrolla en la academia, tópico que ya he tratado en mi libro más reciente Springtime for Snowflakes: ‘Social Justice’ and Its Postmodern Parentage (2018). En cambio, mi tema aquí es la “justicia social” de las corporaciones estadounidenses con fines de lucro. Aunque lo considero nuevo, mostraré que el “capitalismo woke” no es más que un subconjunto y un tipo reciente de un ethos corporativo más amplio y de larga data, al que llamo “izquierdismo corporativo”. El capitalismo “woke” ayuda también a dar sentido al tema de mi próximo libro, Archipiélago Google, un estudio de lo Big Digital –servicios de megadatos; servicios de medios, cable e Internet (triple play); plataformas de redes sociales; agentes de IA; aplicaciones; y el desarrollo de Internet de las Cosas. El archipiélago Google no es simplemente una amalgama de intereses digitales comerciales. Opera y operará cada vez más como lo que el único teórico posmoderno redimible, Michel Foucault, llamó “gubernamentalidad”, un medio para gobernar la conducta de los pueblos, pero también las tecnologías de gobernanza y la racionalidad que sustenta las tecnologías.1

A pesar de la reacción inicial, la campaña publicitaria “Believe in Something” de Nike, en la que aparecía Colin Kaepernick, cuyos hincarse de rodillas ante el himno nacional provocaron la protesta #BlackLivesMatter en la NFL, impulsó drásticamente las ventas de Nike. El éxito del anuncio apoyó la teoría del columnista de Business Insider Josh Barro (2018) de que el capitalismo “woke” proporciona una forma de representación parapolítica para los consumidores corporativos. Dada su percepción de privación de derechos políticos en la esfera política, el capitalismo “woke” ofrece representación en la esfera pública.2

Con lo “woke”, sostiene Ross Douthat (2018) de The New York Times, las corporaciones ofrecen a los trabajadores y clientes placebos retóricos en lugar de concesiones económicas más costosas, como salarios más altos y mejores beneficios, o precios más bajos. A menos que se produzca una revolución socialista, parece poco probable que se materialice el Green New Deal de la representante en el Congreso por New York, Alexandria Ocasio-Cortez.3 Douthat sugiere que lo “woke” del capitalismo funciona sustituyendo el valor económico por valor simbólico. Los mismos gestos lo “woke” también pueden apaciguar a la élite política progresista, promoviendo sus agendas de políticas de identidad, pluralismo de género, transgenerismo, standards laxos de inmigración, ciudades santuario, etc. A cambio, las corporaciones “woke” esperan evitar mayores impuestos, mayores regulaciones y legislación antimonopolio.4

Mientras tanto, al menos una corporación “woke” parece decidida a regañar a sus clientes. Me refiero a Gillette (2019) y su anuncio “We Believe”. Al igual que Nike, Gillette es una filial de Procter & Gamble. Publicado por primera vez en sus cuentas de redes sociales a mediados de Enero de 2019, el anuncio sermonea condescendientemente a los hombres, presumiblemente hombres “cisheteros”, sobre la “masculinidad tóxica”. En el provocativo anuncio, tres hombres se miran en espejos separados, no para afeitarse sino para examinarse en busca de rastros de la temida afección. Las voces en off amonestan a los hombres a “decir lo correcto y actuar de la manera correcta”. Las dramatizaciones de intimidación, mansplaining, misoginia y depredación sexual avergüenzan a los hombres malos, y exigen a una minoría de hombres “woke” que “hagan responsables a otros hombres” o, de lo contrario, enfrentarán también la vergüenza.

Para Gillette, ahora “afeitarse” significa aparentemente eliminar las características asociadas con la virilidad que ahora la Asociación Estadounidense de Psicología considera patológicas.5 Para prevenir la aparición repentina o la recaída de enfermedades masculinas, los cuidadores deben ejercer vigilancia, un autoescrutinio mordaz, y determinación inquebrantable. Aunque su malignidad de género ha sido “socialmente construida”, los hombres son responsables de discernir y extirpar inmediatamente sus consecuencias. El anuncio de Gillette prescribe así una nueva higiene de género, mediante la que tales brutos pueden “moverse hacia arriba, ejercitando a la bestia”,6 convirtiéndose en “lo mejor que un hombre puede conseguir”, un animal recién esquilado, o más bien, un nuevo tipo de hombre “afeitado” de su animalidad.

Al igual que el anuncio de Nike con Kaepernick, el anuncio de Gillette “We Believe” provocó una significativa reacción negativa. Pero la respuesta ejecutiva de la empresa matriz Procter & Gamble al furor resultante sugirió que la corporación estaba dispuesta a renunciar a ganancias a cambio de puntos de virtud, al menos por ahora. Jon Moeller, director financiero de Procter & Gamble, dijo a los periodistas que las ventas posteriores a los anuncios estaban “en línea con los niveles previos a la campaña”. En otras palabras, el anuncio fue un fracaso en términos publicitarios. Sin embargo, Moeller consideró el gasto como una inversión en el futuro. “Es parte de nuestro esfuerzo por conectarnos de manera más significativa con los grupos de consumidores más jóvenes”,7 explicó, refiriéndose quizás a aquéllos que son demasiado jóvenes como para lucir una barba incipiente tóxica.

Insatisfecho con las explicaciones anteriores, todavía me preguntaba cómo y por qué las corporaciones asumieron el papel de árbitros de la justicia social, y cómo y por qué la justicia social llegó a ser la ideología de las principales corporaciones estadounidenses.8 Sin embargo, antes de aventurar mi propia teoría, me gustaría recorrer una historia del izquierdismo corporativo, la que arrojará luz sobre la relación entre izquierdismo y corporativismo.

El izquierdismo corporativo tiene una larga historia, que se remonta al menos a finales del siglo XIX y principios del XX. Reconocí por primera vez el izquierdismo corporativo a través de las historias que documentaban el financiamiento de la revolución rusa y otras revoluciones socialistas por parte de los líderes capitalistas y banqueros estadounidenses. Como declara audazmente Richard B. Spence (2017) en Wall Street and the Russian Revolution 1905-1925, el término “socialista-capitalista” no es un oxímoron.

Spence no se refería a las llamadas “economías mixtas”, sino más bien a una falsa dicotomía, una unión de dos supuestas antinomias económicas, el socialismo y el capitalismo. Comprender por qué el término no es un oxímoron no depende necesariamente del conocimiento histórico descubierto por Spence, y antes de él, por Antony C. Sutton (2016); aunque, dado que soy historiador, encontré revelador a este material. Pero la aparente contradicción en los términos se basa en una caracterización errónea de los opuestos económicos, y en la incapacidad de detectar en el nombre original del campo de la economía –a saber, “la economía política”– la posibilidad inherente de tal conjunción. Los verdaderos opuestos no son el capitalismo y el socialismo, sino la libertad individual versus el control político centralizado, ya sea estatista o corporativo.

Según Wall Street y FDR, de Sutton (1975), “el socialismo corporativo es un sistema en el que aquéllos pocos que poseen los monopolios legales del control financiero e industrial, se benefician a expensas de todos los demás integrantes de la sociedad”. Según Sutton, “la descripción más lúcida y franca del socialismo corporativo y de sus costumbres y objetivos, se encuentra en un folleto de 1906 de Frederick Clemson Howe, Confesiones de un monopolista”. Al intentar validar la referencia de Sutton a Howe como el prototipo de monopolista, o incluso de socialista corporativo, me decepcioné, pero al final encontré la excursión gratificante.

Comenzando con Wall Street y la Revolución Rusa 1905-1925 de Spence, que tenía el mismo título que uno de los libros más importantes de Sutton excepto por un rango de fechas añadido, busqué febrilmente “Howe” y “Confesiones de un monopolista” (en realidad, como es mi costumbre, busqué en textos electrónicos y en la versión Kindle de Spence, por lo que mi búsqueda no produjo nada parecido a una fiebre. Pero siento nostalgia de un pasado que nunca conocí, cuando en las novelas del siglo XIX las investigaciones de personajes ficticios, personajes como Victor Frankenstein, provocaron frenesíes que amenazaban la vida).

Mi problema era que quería introducir el izquierdismo corporativo y el socialismo corporativo refiriéndose a una comedia televisiva de la década de 1970; a saber, La isla de Gilligan. Algunos de ustedes tendrán edad suficiente y procederán de entornos tan plebeyos como el mío para recordar este programa. La situación de este “tonto programa de televisión” –como acertadamente lo expresó B. K Marcus, estudioso de Ludwig von Mises– es una pequeña comunidad de siete náufragos estadounidenses en una isla desierta. Desde que se emitió en los años ‘60, La isla de Gilligan es una historia colectivista de Robinson Crusoe con un pretexto socialista. Cada personaje representa una etapa de vida diferente en un mundo de individualismo que, de otro modo, estaría perdido, surgido de una división del trabajo que se vuelve absurda y mucho menos inaplicable debido a la vida social y económica de la deserción. Dado que el creador y productor del programa, Sherwood Schwartz, era al menos un marxista inconsciente, la comedia demostró episodio tras episodio que “en la sociedad comunista … nadie tiene una esfera exclusiva de actividad”. La actriz, la profesora, la esposa de un millonario y “todos los demás” deben “cazar por la mañana, pescar por la tarde, criar ganado por la noche, criticar después de cenar” (Marx [1845] 1968). Deben superar las especializaciones limitadas que les impone el orden capitalista. Ésto se aplica a todos en la isla, excepto al parecer al monopolista Thurston B. Howell III.

Aunque sus nombres no eran idénticos, eran casi homónimos y esperaba conectar a Frederic Howe y Thurston B. Howell. No había sido tan optimista como para esperar que Thurston Howell llevara el nombre directo de Frederic Howe. Después de todo, sus nombres se escribían de manera diferente. Sin embargo, todavía esperaba alguna referencia. Y ambos eran monopolistas, o eso pensaba.

Uf, Spence no mencionó a Howe como el modelo de monopolista o socialista corporativo. De hecho, curiosamente omitió cualquier referencia al nombre de Howe y a su “libro de reglas”. Al quedarme vacío en una publicación tan similar, comencé a sentirme sonrojado y algo asustado (como usted sabrá, los estudiosos de humanidades somos susceptibles a la hiperemocionalidad). Tampoco pude encontrar ninguna mención de Frederic Howe en relación con Thurston B. Howell. Y, aunque algunas de las primeras reseñas de Confesiones tomaron el libro al pie de la letra y llegaron a la misma conclusión que Sutton, que representaba la autobiografía de un verdadero monopolista que revelaba sus secretos, incluso la evaluación más superficial de la vida del Doctor Frederic Howe y otras obras habría disuadido rápidamente a cualquiera –excepto al polemista más tendencioso– de la idea de que Confesiones de Howe eran un libro de reglas o un manual de instrucciones para monopolistas. Howe no se parecía en nada al magnate corporativo o al megabanquero que Sutton sugirió que era, por lo que no podría haber ayudado a financiar la creación de “un mercado cautivo y una colonia técnica para ser explotada por unos pocos financieros estadounidenses de alto poder y las corporaciones bajo su control”; es decir, la unión Soviética. En primer lugar, Howe había obtenido un doctorado en la Universidad Johns Hopkins. Un verdadero monopolista esperaría un título honorífico. Además, Confesiones de un monopolista ni siquiera era una autobiografía; era una sátira mordaz, una crítica de los monopolios y de los monopolistas, escrita por un reformador progresista y más tarde político de F. D. Roosevelt. Al final resultó que, tanto Howe como Howell habían sido monopolistas ficticios.

Sin embargo, el Thurston Howell de la isla de Gilligan era ciertamente algo así como el monopolista estereotipado descrito en el libro de Frederic Howe. Al igual que el personaje de Confesiones, la regla número uno de Howell era “hacer que la sociedad trabaje para ti”. Thurston Howell ciertamente logró imponerse el trabajo y la deferencia de sus compañeros isleños. Como señala Marcus (2004) en “The Monetary Economics of Thurston Howell III”, Howell pudo apoderarse de mano de obra y bienes en virtud de su status fuera de la isla, para adquirir bienes y servicios mediante la emisión de cheques girados contra bancos estadounidenses. El hecho de que esta moneda fiduciaria funcionara en ausencia del gobierno que la respaldaba, sugiere que el dinero opera de acuerdo con un proceso evolutivo cultural, lamarckiano. La característica fiduciaria del dinero, impuesta por el gobierno, es una característica adquirida que se transmite a través de transacciones a generacionales futuras, y conserva estas características incluso después de que su base vigente desaparece, al menos hasta que es reemplazada, y a veces incluso después de eso. Como demostró Mises, el valor de una moneda es histórico, y el estudio de las monedas debe ser historicista.

Sin embargo, la expresión de Howell de desiderata monopolística se expresa mejor en el episodio 9, “The Big Gold Strike” (Warner Bros. Entertainment [1964] 2013), cuando Gilligan, actuando como caddie de golf de Howell, cae en un agujero gigante donde nota algo dorado incrustado en las paredes de la cueva. Naturalmente, Howell reconoce el oro y asume que es de su propiedad. Después de todo, Gilligan estaba a su servicio, aunque engañado por una moneda fiduciaria falsa. Howell le hace jurar a Gilligan que guardará el secreto para asegurar su propiedad contra el acuerdo de los isleños de que todas las propiedades en la isla serían comunales. Pero pronto la mina es descubierta por el resto de la comunidad. La falta de confiabilidad del estado parece explicar el problema de Howell para asegurar derechos exclusivos de extracción de oro. Gilligan es el presidente nominal e ineficaz de la isla, y un bufón que no tiene poder. Pero el fracaso de Howell como monopolista es más fundamental. Si bien es perfectamente capaz de “dejar que otros trabajen para uno”, no conoce el lenguaje ni las formas del socialismo corporativo, y no entiende cómo establecer un monopolio dentro de un estado así. En lugar de dar continuamente expresiones de flagrante interés propio, un socialista corporativo expresaría sus ambiciones monopolísticas en el lenguaje de la igualdad.

En lugar de Frederic Howe, King Camp Gillette habría proporcionado un modelo mucho mejor para Thurston Howell. Gillette, fundador de la American Safety Razor Company en 1901, que cambió su nombre por el de Gillette Safety Razor Company en 1902, publicó The Human Drift en 1894. Si bien reconoce que “ningún movimiento reformista puede tener éxito a menos que tome en cuenta el poder del capital, se basa en los métodos comerciales actuales y se ajusta a las mismas leyes” (4), Human Drift de Gillette arremetió contra la competencia, que él creía era “la fuente prolífica de la ignorancia y de toda forma de crimen, y eso aumenta la riqueza de unos pocos a expensas de los muchos … el actual sistema de competencia entre individuos resulta en fraude, engaño y adulteración de casi todos los artículos que comemos, bebemos o usamos”. La competencia resultó en “un desperdicio de material y mano de obra más allá de todo cálculo”. La competencia fue la fuente del “egoísmo, la guerra entre naciones e individuos, el asesinato, el robo, la mentira, la prostitución, la falsificación, el divorcio, el engaño, la brutalidad, la ignorancia, la injusticia, la embriaguez, la demencia, el suicidio y todos los demás delitos, los [que] tienen sus fundamentos en la competencia y en la ignorancia”. Ésto explica el reciente anuncio de Gillette; la empresa ha descubierto finalmente que la raíz de la competencia y, por tanto, de todos los males, es la masculinidad tóxica.

Pero el socialista corporativo King Camp Gillette también podría haber patentado la maquinilla de afeitar desechable para evitar que tanta gente desesperada se cortara el cuello, al menos hasta que se dieron cuenta de la respuesta a todos sus problemas, que había introducido en Human Drift: un singular monopolio, que controlaría “naturalmente” toda la producción y distribución, especializándose en todo, de modo que “cada artículo vendido al consumidor, desde el paquete hasta su contenido, será producto de la United Company”. Bajo la United Company, la producción de los bienes necesarios, y eventualmente de todo, se consolidaría y centralizaría, eliminando el desperdicio y los peligros de las muchas y ampliamente dispersas plantas y edificios de producción del actual desordenado y caótico sistema. La mayoría de las ciudades y pueblos serían “destruidos”, al igual que todos los competidores, mientras que la gran mayoría de la población se trasladaría a “La Metrópolis” donde, con la energía de las Cataratas del Niágara, se llevaría a cabo toda la producción, y la vida de todos se centraría en torno de la corporación, cuyo poder comercial y gubernamental sería total.

Para que nadie piense que The Human Drift representaba la diversión de un joven idealista antes de que recobrara el sentido común y fundara una empresa con un reconocimiento de marca casi incomparable, Gillette publicó en 1910 World Corporation, un prospecto para desarrollar un singular monopolio mundial. Pero, al fundar su empresa y patentar su afeitadora entre la escritura de estos dos tratados, el biógrafo de Gillette, Russel Adams, bromeó: “[e]ra casi como si Karl Marx hubiera hecho una pausa entre El Manifiesto Comunista y El Capital para desarrollar un cepillo de dientes que se disuelve o un peine plegable”. (Adams, 1978)

Unos pocos pasajes de World Corporation deberían ser suficientes para establecer a Gillette como el prototipo de socialista corporativo:

LAS CORPORACIONES CONTINUARÁN FORMÁNDOSE, ABSORBIENDO, EXPANDIENDO Y CRECIENDO, Y NINGÚN PODER DEL HOMBRE PUEDE IMPEDIRLO. Los promotores [de la Corporación Mundial] son los verdaderos socialistas de esta generación, los verdaderos constructores de un sistema cooperativo que está eliminando la competencia y alcanzando de manera práctica y empresarial resultados que los socialistas han intentado en vano lograr mediante la legislación y la agitación durante siglos ( Gillette 1910, 9).

La oposición a la “COPORACIÓN MUNDIAL” por parte de individuos, estados o gobiernos será inútil. En cualquier caso, la oposición sólo puede tener un efecto temporal; las barreras sólo centralizarán el poder y provocarán un mayor impulso cuando cedan (Gillette 1910, 62).

La corporación dominará no sólo la producción material, sino también la producción mental, tal como Gillette elogia la mente colmena:

La “CORPORACIÓN MUNDIAL” representa la inteligencia y la fuerza individuales combinadas, centralizadas e inteligentemente dirigidas. Los individuos son DE la mente corporativa, pero no son LA mente corporativa (Gillette 1910, 45).

Y, como si anticipara la declaración secreta de la misión de Google, Gillette escribió:

La “COPORACIÓN MUNDIAL” poseerá todo el conocimiento de todos los hombres, y cada mente individual encontrará expresión completa a través de la gran Mente Corporativa.

Finalmente, y poniéndose poético al modo de Ray Kurzweil, Gillette escribió:

La “CORPORACIÓN MUNDIAL” tendrá vida eterna. El hombre individual vivirá su vida y pasará al más allá; pero esta gran Mente Corporativa vivirá a través de los siglos, siempre absorbiendo y perfeccionando, para utilización y beneficio de todos los habitantes de la tierra.

Vale la pena señalar que las prácticas comerciales de Gillette no estaban del todo reñidas con las ideas de sus libros. Fiel a sus impulsos monopólicos, presentó patentes con regularidad y, en 1917, con el estallido de la Primera Guerra Mundial, la empresa proporcionó a cada soldado un kit de afeitado, pagado por el gobierno de los Estados Unidos. Pero, ¿las expresiones de socialismo corporativo de Gillette realmente ayudaron a sus esfuerzos comerciales, o simplemente aliviaron su conciencia culpable? No podemos estar seguros, pero especular sobre los objetivos de los izquierdistas corporativos de hoy puede ayudar a dar sentido a la retórica de esos izquierdistas corporativos del pasado.

El actual cambio de imagen de la justicia social corporativa representa al menos un derrocamiento retórico de la visión extremadamente estrecha de Milton Friedman sobre la responsabilidad corporativa. En Capitalismo y libertad ([1962] 2002), Friedman declaró que la “única ‘responsabilidad social’ de las empresas” es “aumentar las ganancias”.9 Friedman ganó el Premio Nobel de Economía en 1976 [de forma poco transparente, por decir lo menos], y a mediados de los años 1980 la noción de Friedman de “responsabilidad social” corporativa limitada había sido ampliamente aceptada.

Sin embargo, el capitalismo “woke” aún puede satisfacer la máxima de Friedman de sólo obtener ganancias. Si todo el mundo es un escenario, entonces la pronunciación corporativa de tonterías sobre la justicia social puede ser una actuación teatral y, por lo tanto, una parodia empalagosa. Ser realmente “woke” podría significar entonces estar alerta a las corporaciones que actúan como “woke”, a los creyentes consumidores “woke” y, tal vez, incluso a las demandas de lo “woke” en general. Esta explicación es consistente con el requisito de ganancias, y permite ignorar la recién descubierta virtud corporativa. Es una farsa cínica, y demuestra más que nunca que las artimañas de las corporaciones y de sus propietarios multimillonarios no conocen límites. Esta visión es similar a la de Anand Giridharadas (2019), crítico de los multimillonarios “woke” y autor de Winners Take All.10

Ahora bien, por muy tentador que pueda ser ese cinismo sobre la “posverdad”, no explica la promoción de opiniones “woke” o izquierdistas por parte de las corporaciones, y los efectos que tales promociones pueden tener al hacer que sus bases de consumidores sean más izquierdistas, circunstancia que deberán enfrentar en algún momento. Podría decirse que las corporaciones no adoptarían ni potencialmente difundirían opiniones políticas simplemente para apaciguar a un contingente de consumidores, a menos que en última instancia dichas opiniones se alinearan con sus propios intereses. Uno se pregunta qué política serviría mejor a los intereses de los izquierdistas corporativos, especialmente de los aspirantes a socialistas corporativos.

Para beneficiar a los izquierdistas corporativos, a los socialistas corporativos, o cualquier singular productor monolítico y a la “gubernamentalidad”, un credo político pondría gran énfasis posiblemente en la igualdad. Tal énfasis iría posiblemente acompañado de vergüenza para los privilegiados, junto con demandas de que renuncien a sus ventajas. Para enfatizar la igualdad, el credo que beneficia a la izquierda corporativa reconocería a los refugiados, a los privados de sus derechos, y al menos en teoría sería internacionalista en lugar de nacionalista o nativista. Si bien declara la igualdad, el credo político de la izquierda corporativa podría enfatizar las diferencias (entre grupos de identidad e incluso dentro de ellos), y podría beneficiarse de la creación de tipos de identidad completamente nuevos. Tal credo mantendría consistentemente a los grupos identitarios preocupados por si estaban perdiendo terreno o no frente a otros grupos identitarios, en lugar de preocuparse por el socialismo corporativo. Las palabras de vigilancia podrían incluir “equidad, inclusión y diversidad”. Siempre a la vanguardia, el izquierdista corporativo acogería con agrado la promoción de lo nuevo y la disrupción de lo viejo, pero siempre con la mejora en mente. Un credo político que apuntara a desmantelar el género tradicional, la familia, las costumbres locales, la tradición e incluso la memoria histórica, eliminaría los últimos bastiones contra el estado o el poder corporativo importante. En última instancia, el izquierdista corporativo o el socialista corporativo se beneficiarían de un monopolio gubernamental singular, con un conjunto de reglas. Como señaló Gillette, lo ideal sería que este gobierno global fuera la propia corporación.

Por lo tanto, el capitalismo “woke” o el izquierdismo corporativo no consisten simplemente en placebos retóricos, concesiones simbólicas sobre económicas, o incluso en el mero apaciguamiento de las elites políticas progresistas. El capitalismo “woke” o el izquierdismo corporativo representan en realidad los intereses corporativos del aspirante a monopolista, del socialista corporativo y del izquierdista corporativo en general.

 

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Notas

[1] Michel Foucault introdujo el término “gubernamentalidad” en una serie de conferencias entre 1977 y 1979. A través de la racionalidad que sustentan las tecnologías de gobernanza, Foucault entendió la forma en que el poder racionaliza las relaciones de poder consigo mismo y con los gobernados.

[2] Ver Martinez (2018).

[3] Ver Levitz (2018).

[4] Ver Douthat (2018).

[5] Ver Pappas (2019). Estos rasgos dañinos incluyen “estoicismo, competitividad, dominio y agresión”.

[6] Tennyson (1850, 183). Al “perfeccionar a la bestia”, Alfred Lord Tennyson pretendía erradicar la bajeza moral de la naturaleza animal, en lugar de establecer una utopía terrenal, como había sugerido su predecesor William Godwin, o eliminar rasgos asociados principalmente con los hombres debido a la selección evolutiva.

[7] Meyersohn (2019).

[8] Para un resumen de la relación entre el activismo social corporativo y los activistas políticos, ver Lin (2018).

[9] En 1962, Friedman argumentó en contra del valor de la “responsabilidad corporativa” que expresa el capitalismo “woke”. En una sección titulada “Responsabilidad social corporativa y laboral”, Friedman escribió: “Está ganando amplia aceptación la opinión de que los empleados corporativos y los líderes laborales tienen una ‘responsabilidad social’ que va más allá de servir los intereses de sus accionistas o sus miembros. Esta visión muestra un malentendido fundamental sobre el carácter y la naturaleza de una economía libre. En una economía así, existe una única responsabilidad social de las empresas: utilizar sus recursos y participar en actividades diseñadas para aumentar sus ganancias, siempre y cuando se mantengan dentro de las reglas del juego; es decir, participen en una competencia abierta y libre sin engaño o fraude”. Friedman ([1962] 2002).

[10] Ver Feloni (2019).

 

 

 

Traducción: Ms. Lic. Cristian Vasylenko

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