Vivo en un pequeño pueblo al borde de tierras rodeadas de una naturaleza muy agreste. Quienes ocuparon estos valles en épocas pasadas vivieron vidas impiadosamente peligrosas, donde el hambre era una preocupación constante, el mar alimentaba con tanta frecuencia como quitaba, y los inviernos eran largos y peligrosos. Hoy en día, mientras camino por las montañas desoladas o admiro las feroces tormentas desde el interior de mi existencia agradable y protegida, resuenan en mi cabeza las descripciones de Thomas Hobbes sobre la vida precivilizacional del hombre: “Solitario, pobre, desagradable, brutal y breve”.
En la década de 2020, mis compañeros del pueblo y yo vivimos vidas bastante cómodas. Nuestros hogares son cálidos y nuestro dominio sobre los bienes económicos es excelente. Vivimos vidas largas y seguras, donde nadie muere de hambre y donde casi nadie perece a causa de los estallidos de ira de la naturaleza. Utilizamos máquinas –construidas muy lejos, con materiales de los que carecemos, y que funcionan con combustibles fósiles que estas tierras no contienen– para quitar la nieve que frecuente y predeciblemente cae en nuestras puertas, y que de otro modo habría convertido en intransitables nuestras carreteras, y nuestras casas en cárceles. Utilizamos diferentes máquinas –construidas muy lejos, con materiales de los que carcemos, y que funcionan con combustibles fósiles que estas tierras no contienen– para salir de nuestro valle y transportar bienes y servicios de regreso, incluidas frutas y verduras exóticas. que nunca crecen aquí –¡ciertamente, no en invierno!
Es verdaderamente fascinante contemplar las cosas sorprendentes que el comercio globalizado y el capitalismo pueden lograr. Dar un paso atrás y pensar en los milagros del comercio moderno, la innovación y la división del trabajo, es muy humillante.
Sin embargo, los modernos adinerados nos preocupamos por nuestra existencia colectiva hasta el punto de que los niños tienen pesadillas, y los encuestados dicen abrumadoramente que el cambio climático acabará con la raza humana. Alrededor de un tercio de los jóvenes dice que no quiere tener hijos, por miedo a empeorar las condiciones climáticas o por cómo les irá en ese nuevo y desafiante mundo. “La ansiedad climática está muy extendida entre los jóvenes”, informa National Geographic. “¿Cómo podemos ayudar a los niños a afrontar la ‘ecoansiedad’?” pregunta la British Broadcasting Corporation. La gran mayoría de los encuestados en un estudio global sobre 10.000 personas publicado en The Lancet en 2021, admitió estar muy o extremadamente preocupada. Los redactores de Vox se preocupan por la ética de criar hijos. Un nuevo estudio, publicado por Phys.org, señaló cuántos jóvenes no tendrán hijos debido al cambio climático: sería injusto “traer al mundo un niño”, que tendría que vivir con una “constante sensación de inminente condena, todos los días, durante toda su vida”, dice un posible padre entrevistado.
Muchos de mis compañeros del pueblo albergan todas estas ideas globalistas –derretimiento de glaciares, números de partes por millón, inundaciones y dilemas éticos acerca de que nosotros, los humanos ordinarios, hacemos que la Tierra sea inhóspita o inhabitable.
Es extraño preocuparse obsesivamente por ello, mientras que la cruel tormenta que azota detrás de las ventanas de doble cristal con cámara de aire no afecta en nada nuestro suministro de alimentos, nuestro uso de electricidad, nuestra calefacción o nuestra capacidad para participar en la división global del trabajo –ya sea en nuestras oficinas o de forma remota a través de Internet de alta velocidad. De alguna manera, parece contradictorio manifestarse apasionadamente contra el capitalismo desde las comodidades de casas, hoteles y pubs construidos y mantenidos de manera muy capitalista; para arremeter contra la quema de combustibles fósiles, los que literalmente nos mantiene a uno con vida.
Me hace pensar en el axioma de la acción, el punto de partida de la praxeología de Ludwig von Mises, y el pilar sobre el que descansa la economía austriaca. La versión coloquial de esta máxima fundacional austriaca es “pon tu dinero donde está tu boca”, o “las acciones hablan más que las palabras”. Demostramos con nuestras acciones dónde residen nuestras preferencias y valores; los revelamos al mundo (los hacemos realidad) cuando hacemos una cosa en lugar de otra, cuando compramos un bien en lugar de otro, cuando trabajamos en lugar de relajarnos. Todo ésto está envuelto en incertidumbre, esperanzas y deseos humanos subjetivos, que se contraponen a otros deseos similares; en retrospectiva, podemos lamentar las decisiones que tomamos. Aun así, dice Murray N. Rothbard, las “preferencias de un hombre son deducibles de lo que ha elegido en acción”.
Quizás todas estas quejas climáticas sean simplemente señales de virtud, en un mundo donde los sentimientos importan más que los hechos. El desapego de los procesos físicos de la vida básica –energía, materiales, transporte y, en economías monetarias complejas, dinero– ha hecho que muchas personas sean ignorantes y den por sentados los estilos de vida que llevamos, y los niveles de vida que tenemos. Nos ha permitido empezar a pensar que los sistemas fundamentales y portadores de civilización, como el dinero, los combustibles fósiles o las instituciones comerciales, son opcionales –una mera cuestión de elección ideológica entre personas buenas y malas.
También recuerdo las creencias sobre el lujo, un concepto algo publicitado y acuñado por Rob Henderson, psicólogo de la Universidad de Cambridge y autor del reciente libro Troubled. Henderson transfiere el “consumo ostentoso” de Thorstein Veblen –la compra de bienes caros, a menudo aparentemente inútiles, con el propósito de hacer alarde de la propia riqueza– al ámbito moral y político. La creencia en el lujo, como un bien ostentoso, se adquiere para impresionar a los demás y está diseñada para “conferir status a la clase alta a un costo muy bajo, al tiempo que inflige costos a las clases bajas”.
Las creencias sobre el lujo no tienen mucho sentido y no tienen poder de permanencia en el mundo real de los átomos y la temperatura, de la naturaleza y el hambre. Pero estamos tan alejados del mundo que nos sustenta físicamente –tan ricos, tan acomodados, tan engañados– que estamos dispuestos a creer –y, por extensión, a experimentar con– los mismos sistemas que sustentan nuestra existencia.
Pauta sobre las preocupaciones ambientales y el anticapitalismo. Tomado literalmente, implementando políticas basadas en tales locuras, estamos en el camino hacia el horror y la pobreza, con vidas cortas y brutales por delante.
La buena noticia es que esos sistemas son notablemente resistentes y es posible que estas voces aún sean todas “tonterías”, como diría Nassim Taleb.
El popular periódico de finanzas energéticas Substack Doomberg hizo una observación similar en Febrero, enumerando en dos párrafos los principales acontecimientos ocurridos a partir de 1971: la crisis del petróleo, Irán-Irak, las guerras de Kuwait, los conflictos en Oriente Medio, los colapsos financieros asiáticos y del peso y el rublo, los ataques terroristas, Libia-Siria-Ucrania, la crisis financiera global y el covid. A través de todos ellos, por muy tumultuosos que parecieron en su momento y por relevantes que siguen siendo en la conciencia política, el consumo total de energía mundial es casi una línea recta ascendente, de pendiente constante. He aquí el gráfico:
Revisión estadística de BP sobre el consumo energético total mundial
Fuente: Doomberg[DB1]
Acontecimientos socioeconómicos tan radicales como los derechos de las mujeres o la igualdad racial; líderes de izquierda o de derecha; crisis y recesiones, inflaciones y años de auge; generaciones de académicos, científicos y movimientos políticos … y no hay ningún impacto en lo básico que impulsa nuestra civilización.
85% del consumo de energía primaria del mundo proviene directamente de combustibles fósiles –lo mismo que ocurría hace más de 30 años, cuando yo nací. Se puede hablar de creencias sobre el cambio climático, sobre objetivos políticos no creíbles de cero emisiones netas (siempre con años que terminan sospechosamente en cero o cinco), sobre la reducción de la dependencia de los combustibles fósiles, o sobre cuán “limpia” es la energía renovable. Se le puede echar dinero del gobierno, aprobar leyes o pontificar en los tribunales superiores, en los auditorios legislativos o en la plaza pública, pero eso no cambiará. No se puede cambiar eso.
Los Cypherpunks escriben código. La gente inteligente ignora la política. Ud. debería salir de casa, dejar de preocuparse demasiado por los locos que dirigen el manicomio y, en cambio, admirar la naturaleza. Eso es lo que estoy haciendo.
Traducción: Ms. Lic. Cristian Vasylenko