El individuo, la censura corporativa y el despotismo gubernamental

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    Vivimos en un mundo en el que somos censurados todo el tiempo. Ya no es una cuestión de cuándo o cómo seremos censurados: la censura está ahora completamente institucionalizada. Desgraciadamente, la situación actual es tan mala que hemos tenido que acostumbrarnos a ella. De hecho, el problema de la censura es una realidad tan grave, que ciertas redes sociales se han vuelto completamente irrelevantes y obsoletas para cualquiera que intente difundir algo de verdad en el vasto océano de mentiras en el que se ha convertido el mundo. En Facebook, Instagram y Youtube, los influencers evitan escribir o pronunciar determinadas palabras para que su contenido no sea censurardo o desmonetizado. Sin embargo, toda esta censura corporativa es relativamente leve. Cuando la censura proviene del gobierno y de las instituciones republicanas, la situación se vuelve mucho más insalubre.

    Desgraciadamente, este es un asunto sobre el que tengo plena experiencia y conocimiento de primera mano. Me eliminaron sumariamente tres perfiles de Facebook y, en innumerables ocasiones, me impidieron publicar durante un período de treinta días. Poco después, el Ministerio Público abrió un proceso en mi contra y censuró un artículo que escribí –publicado en este sitio web–, el que fue arbitrariamente eliminado por decreto judicial.

    Toda esta frívola censura arbitraria, sin embargo, revela la lucha que existe entre el individuo y las estructuras de poder que gobiernan la sociedad.

    De hecho, innumerables estructuras de poder gobiernan la sociedad. Y por diversas razones y motivos, estas estructuras de poder siempre intentarán subyugar a los individuos.

    En una generalización aproximada, podemos decir que la sociedad se compone de tres vectores principales: el gobierno, las grandes corporaciones y el individuo. Cuando ponemos ésto en perspectiva, en una pirámide jerárquica, al principio no es tan sencillo definir quién tiene más poder o quién está realmente a cargo. Sin duda, algunas personas pondrían a las grandes corporaciones por encima del gobierno, alegando que son sus intereses los que realmente gobiernan la sociedad. Adib Jatene –quien fuera Ministro de Salud durante los gobiernos de Fernando Collor de Mello y Fernando Henrique Cardoso– afirmó: “En Brasil, las empresas constructoras definen la prioridad del estado”.

    Otros colocarían al gobierno por encima de las grandes corporaciones, afirmando que los gobiernos no siempre acceden a sus demandas. Pero de cualquier manera, eso no cambia la parte principal del asunto –el hecho de que el individuo está debajo de ambos. Y el individuo es el componente más vulnerable de este conjunto, porque el individuo tiene muy pocas posibilidades de defensa contra la agresión gubernamental y la arbitrariedad de las grandes corporaciones. O, en muchos casos, ninguna defensa.

    Para empeorar esta situación, sabemos perfectamente bien que en los últimos años las grandes corporaciones y los gobiernos han comenzado a satisfacer todas las demandas políticas de la agenda progresista políticamente correcta –la que se ha convertido inevitablemente en la religión secular de Occidente.

    Las grandes corporaciones –especialmente las redes sociales– se han comprometido a censurar cada vez más a quienes divulgan o difunden ideas contrarias a la agenda progresista –o de alguna manera niegan, ofenden y se burlan de ella.

    El gobierno, a su vez –bajo la infame excusa de combatir el discurso de odio, el extremismo y las noticias falsas– está firmemente dispuesto a procesar a personas influyentes y eliminar de las plataformas digitales cualquier contenido que no esté perfectamente alineado con el fascismo multicolor de la militancia arcoiris, mediante decretos judiciales arbitrarios. Así que, sin lugar a dudas, podemos decir que desde hace un tiempo considerable la sociedad se enfrenta a un nuevo período de censura, cada vez más insoportable e implacable.

    En los últimos años se ha vuelto fácil ver que todos y cada uno de los individuos que no son sumisos a la agenda progresista políticamente correcta –y deciden expresar abiertamente sus opiniones, posiciones o convicciones– pueden convertirse en un objetivo. Cancelación, censura, procesamiento, multas e incluso prisión son las consecuencias dañinas que pueden afectar a cualquiera que no se doblegue ante el totalitarismo de la secta progresista.

    En estas circunstancias, una vez más el individuo se encuentra solo en su lucha por expresarse libremente, sin tener que afrontar consecuencias nocivas por el simple hecho de ser quien es y de pensar como piensa. Y la libertad de expresión, siempre relativizada por los apologistas de la censura, se ve cada vez más amenazada, con sólo media docena de personas decididas a defender ardientemente el derecho del individuo a expresar sus ideas y opiniones, por polémicas o controvertidas que sean.

    En estos momentos los defensores más intransigentes del estado democrático liberal simplemente desaparecen. Deben evitar a toda costa situaciones embarazosas que les obliguen a reconocer los problemas creados por las instituciones que consagran. Es más fácil ignorar el hecho indiscutible de que el estado no brinda garantías ni derechos a los ciudadanos, sino que hace exactamente lo contrario: quita derechos y libertades individuales cuando le conviene.

    De hecho, el estado es el mayor responsable de la supresión de los derechos individuales. La ilusión utópica de un estado humanitario, liberal, cordial, democrático y benefactor, puede ser fácilmente destrozada por la realidad –algo que los apologistas más fanáticos del estado se niegan descaradamente a reconocer.

    Como el estado es la antítesis de la libertad, lo único que puede hacer que la libertad resista los ataques cada vez más agresivos y persistentes del totalitarismo políticamente correcto y la tiranía judicial, es la desobediencia civil. La flagrante negativa a no obedecer o cumplir órdenes restrictivas, que representan violaciones sistemáticas de las libertades individuales.

    Especialmente cuando la libertad es atacada desde tantos lados: las políticas autoritarias se constituyen a través de una cultura perniciosa, que es esencialmente hostil a las libertades individuales. Las grandes corporaciones absorben la ideología woke, y luego las instituciones gubernamentales capitalizan el miedo patológico a la libertad cultivado por las masas. Al afirmar que puede proteger a la sociedad del discurso de odio, el extremismo y las noticias falsas –fantasmas imaginarios que el propio estado alimenta, para tener la prerrogativa ideológica de expandir su poder sobre las masas–, el gobierno establece políticas paternalistas que infantilizan a la sociedad.

    Para las masas mediocres e ingenuas, lo más importante es la ilusión de seguridad. Por paradójico que parezca, para las serviles multitudes la libertad es irrelevante. Pero para el individuo, es el elemento más fundamental.

    Evidentemente no son sólo las redes sociales las que sufren este problema. Desafortunadamente el progresismo totalitario políticamente correcto, como metástasis que es, ya ha contaminado todos los segmentos de la sociedad humana. Prácticamente todas las grandes corporaciones (o la mayoría de ellas) se han convertido en ramas de la epidemia progresista. Hollywood es un excelente ejemplo. De una industria cinematográfica, pasó a ser un instrumento de propaganda y difusión de la ideología woke. Todas las películas –algunas de forma más discreta, otras mucho más descaradas– buscan adoctrinar al público. Y los estudios cinematográficos creen que tienen derecho a perseguir, despedir, intimidar y coaccionar a los actores, productores y directores que se nieguen a dejarse subyugar por la dictadura arcoíris.

    De hecho, el entorno social, cultural y político no es en absoluto propicio para el mantenimiento de la libertad. Y en este océano de tiranía deplorable, el individuo se encuentra aislado, carente de una base real que represente sus intereses, sobreviviendo en islas de libertad que poco a poco se van diluyendo y haciéndose cada vez más pequeñas. El problema es que renunciar o negarse a ser intransigente en el mantenimiento de los principios individuales significa convertirse en rehenes del gobierno totalitario, de las grandes corporaciones y de la agenda progresista políticamente correcta –que está siempre ampliando su campo de acción, así como sus nivel de autoritarismo. Sin embargo, cualquiera que entienda cómo funciona el totalitarismo sabe perfectamente que la tiranía política no suele detenerse, y mucho menos retroceder.

    ¿Qué vendrá después si el individuo no resiste? ¿La obligación de teñir un mechón de pelo de rosa? ¿Aparecer en los desfiles lgbti de tu ciudad, con una tarjeta de asistencia, para demostrar que no se es homofóbico? ¿Aceptar que su hijo ignore la biología y memorice todos los “géneros” que supuestamente existen, según la ideología woke? ¿Aceptar cuotas para homosexuales, negros y transgénero en las pequeñas y medianas empresas? ¿Obligación de hablar, escribir y comunicarse única y exclusivamente en lenguaje neutral?

    Estas ideas pueden parecer absurdas hoy, como lo sería la noción de un lenguaje neutral hace unas décadas, o el concepto irracional y absurdo de definiciones como “agender” o “no binario”. Hoy, sin embargo, estas aberraciones son plenamente aceptadas en muchos entornos, como las universidades. Más recientemente, incluso las empresas privadas han comenzado a aceptar dócil y pasivamente esta aberración.

    La cuestión es que, sabiendo perfectamente cómo funciona la ventana de Overton, los ingenieros sociales son plenamente conscientes de cuán graduales deben ser los cambios, para que las nuevas normas de conducta sean aceptadas pasivamente por la sociedad, sin resistencia alguna. Por absurdas, irracionales, estúpidas o desconectadas de la realidad que puedan ser.

    Es un hecho indiscutible que –gracias a la agenda woke y a la ideología progresista–, los delirios psiquiátricos y las fantasías irracionales están tomando prioridad sobre la realidad.

    Para empeorar esta situación absurda, las personas que se niegan a cumplir están siendo censuradas, procesadas y penalizadas. A su vez, las personas disfuncionales reciben plena licencia del sistema político e institucional, para exigir que los seres humanos normales se dobleguen ante sus delirantes ensoñaciones. Ahora bien, la propia realidad práctica y objetiva ocupa la posición de un servidor subordinado frente a los caprichos personales y los trastornos mentales de criaturas histéricas e irracionales, a quienes se les ha hecho creer que el mundo entero tiene la obligación de complacerlas.

    Las grandes corporaciones y los gobiernos han incorporado la ideología woke políticamente correcta hasta tal punto que no aceptan ningún disentimiento. Los intransigentes e insubordinados están siendo censurados, anulados, perseguidos, sancionados. Una vez más, el individuo se encuentra completamente solo en su lucha por preservar y mantener la libertad –el principio más fundamental de una sociedad sana y funcional. Y que, paradójicamente, a pesar de su importancia, carece totalmente de valor jurídico.

    Esta situación demuestra, por enésima vez, que cuando se trata de proteger los derechos y libertades individuales, el estado es completamente inútil.

     

     

     

    Traducción: Ms. Lic. Cristian Vasylenko

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