Por qué deberían ser abolidas las normas de seguridad de los productos

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    Puede que las leyes de protección al consumidor tengan buenas intenciones, pero tienen efectos secundarios peligrosos.

    Una objeción común al capitalismo sin restricciones es que, abandonados a su suerte, los industriales codiciosos tomarían atajos en la seguridad de los productos, lo que provocaría un daño tremendo a los consumidores. El mercado sería inundado por productos peligrosos, llevando a una distopía de muerte y destrucción evitables.

    Surgen hipótesis extremas en el momento en que alguien sugiere un enfoque de no intervención. Se nos dice que los medicamentos tendrían efectos secundarios potencialmente mortales, porque las grandes farmacéuticas intentarían salirse con la suya realizando pruebas mínimas. A medida que las empresas desecharan los cinturones de seguridad y las bolsas de aire para reducir costos, los automóviles se convertirían en máquinas de matar. Y los edificios seguramente se derrumbarían por todas partes, ya que las empresas utilizarían los materiales más baratos disponibles.

    Estos temores tampoco son meramente hipotéticos. Se nos dice que la historia está repleta de ejemplos en los que se intentó aplicar el enfoque laissez-faire, y éste condujo a resultados previsiblemente desastrosos. Podría decirse: “¿Recuerda el escándalo de la talidomida?” “¿Recuerda todas las muertes por accidentes de tránsito y los derrumbes de edificios?” “¿No recuerda que casi todas las normas de seguridad que existen hoy en día, fueron creadas porque los mercados libres no lograron ‘regularse a sí mismos’?”

    Uno tras otro son presentados al tribunal de la opinión pública ejemplos de accidentes trágicos, cada uno de los cuales pretende acusar al capitalismo desregulado de la tragedia. Ante toda esta evidencia, ¿cómo podría alguien promover seriamente la idea del laissez-faire, largamente desacreditada?

    Bueno, así es como se hace.

    La parábola de las normas que priorizan la seguridad

    Lo primero que hay que entender acerca de esta discusión, es que más seguro no significa necesariamente mejor. Casi todas las mejoras de seguridad implican compensaciones. Para ilustrar este punto, me gusta contar una historia que llamo la parábola de las normas de seguridad primero. Es algo parecido a ésto.

    Un político local está preocupado por las muertes en las carreteras de su ciudad. Claro, las compañías automotrices tienen algunos standards de seguridad para sus vehículos, pero son claramente insuficientes, porque la gente sigue muriendo en accidentes automovilísticos. “Ésto es inaceptable”, se dice a sí mismo. “No debería permitirse que las empresas automotrices vendan máquinas mortíferas”.

    Furioso por la situación, idea un plan para solucionar el problema. Al día siguiente, presenta una legislación que exige que todas las empresas automotrices adopten lo que él llama standards de “seguridad primero”, nombre que implica que no se conformará con nada menos que los más altos niveles de seguridad. Las regulaciones continúan por páginas y páginas que detallan innumerables características de seguridad que ahora serán necesarias en todos los automóviles. “Ya tenemos un precedente al respecto: la obligatoriedad del uso de cinturones de seguridad y airbags”, señala. “¿Por qué deberíamos detenernos ahí, cuando la gente sigue muriendo?”

    Por supuesto, los fabricantes de automóviles no están muy contentos con las nuevas regulaciones, pero eso no molesta al político. Para ganar dinero, estaban tomando atajos en materia de seguridad, por lo que complacerlos no es exactamente su principal prioridad. “La gente por sobre las ganancias”, proclama.

    Lo que no esperaba era el rechazo de un grupo diferente de electores –los conductores. Sin duda, los conductores estaban muy contentos al principio … pero luego vieron el precio. “Las empresas automotrices nos dicen que los automóviles que cumplan las normas, costarán U$S 500.000 o más”, se quejan. “Si estas regulaciones son aprobadas, 99% de nosotros no podremos permitirnos conducir en absoluto”.

    El político está desconcertado. ¡Estaba tratando de ayudar a los conductores, y ahora se quejan! ¿No les importa su propia seguridad?

    Sin embargo, al comprender sus preocupaciones, al día siguiente presenta una enmienda que reduce algunos de los estrictos requisitos de seguridad. Los coches que cumplan ahora sólo costarán U$S 450.000.

    Obviamente, los conductores continúan quejándose. “Eso sigue dejando a 98% de nosotros sin poder permitirnos conducir”, protestan. “Por favor, relaje más los requisitos”.

    A regañadientes, el político relaja poco a poco las normas, y cada vez que lo hace, conducir vuelve a ser asequible para cada vez más personas. Pero entonces se enfrenta con un enigma: ¿dónde parar? Las personas también quedan excluidas del mercado debido a los requisitos de cinturones de seguridad y bolsas de aire. ¿También deberían ser eliminados en aras del ahorro en costos?

    Absolutamente no, razona. “Existe un cierto standard mínimo de seguridad que es necesario”, se dice. “Y mis expertos y yo estamos en la mejor posición para evaluar cuál debería ser ese standard. Cualquiera que quede fuera del mercado debido a esas regulaciones –¡es por su propio bien!”

    Lecciones de la parábola

    ¿Qué podemos aprender de la parábola de las normas que priorizan la seguridad? Por un lado, casi siempre existe un equilibrio entre seguridad y costo. Productos más seguros significan productos más caros, con muy pocas excepciones. Sistemas de frenos sofisticados en los automóviles, más pruebas de drogas, mejores materiales para los edificios … todo ésto cuesta más dinero.

    Otra conclusión clave es que las empresas siempre están haciendo concesiones en materia de seguridad. Cada producto que compre podría ser más seguro. Siempre se puede crear algo con mejores materiales, mejores expertos, más pruebas y más funciones. Podríamos tener coches con seguridad de altísima tecnología, medicamentos que hayan sido sometidos a miles de pruebas, y edificios hechos de titanio. Pero la razón por la que no hacemos que todo sea lo más seguro posible todo el tiempo, es que sería demasiado costoso y la gente no quiere eso, Ud. no quiere eso. Lo demuestra cada vez que compra un producto que no es la opción más segura posible.

    Otra cosa que podemos ver en la parábola es que la seguridad es una diferencia de grado, no de clase. La gente suele hablar de productos “seguros” o “peligrosos” como si fuera un binario. Pero en realidad, sólo hay una gama de compromisos, con alta seguridad y alto costo en un extremo, y baja seguridad y bajo costo en el otro.

    “Todo eso tiene sentido”, se podría decir. “¿Pero no tiene razón el político de la parábola? ¿No necesitamos especificar un cierto grado mínimo de seguridad para proteger a las personas?

    Bueno, eso depende de tu filosofía política. Es evidente que es importante cierto grado de seguridad. Pero ¿por qué debería el gobierno establecer un standard arbitrario para todos? ¿Por qué no dejar que los consumidores tomen sus propias decisiones sobre cuánta seguridad quieren pagar, y dejar que las empresas adapten a esas opciones?

    Es importante recordar que personas en diferentes circunstancias tendrán valores muy diferentes en cuanto a seguridad y costo. Ud. podría pensar que es imprudente tomar un medicamento con menos de 5.000 pruebas, pero si alguien quiere tomar un medicamento con sólo 1.000 pruebas porque es más barato, ¿quién es Ud. para impedirlo?

    La cuestión no es si deben sopesarse el riesgo y la recompensa. Por supuesto que deberían serlo. La pregunta es ¿quién debería emitir ese juicio: el gobierno o el individuo?

    La única justificación para que el gobierno tome la decisión, es el paternalismo. Al igual que el político de la parábola, aquellos que prohibirían compromisos “peligrosos” entre costos y seguridad, están diciendo en la práctica: “Les estamos quitando esta opción por su propio bien”.

    El economista del siglo XIX Frédéric Bastiat despreció con razón esta actitud altiva. “Si las tendencias naturales de la humanidad son tan malas que no es seguro permitir que la gente sea libre, ¿cómo es posible que las tendencias de estos organizadores sean siempre buenas? Los legisladores y sus agentes designados, ¿no pertenecen también a la raza humana? ¿O creen que ellos mismos están hechos de un barro más fino que el resto de la humanidad?”

    Al imponer normas de seguridad arbitrarias a los demás, en la práctica los políticos y sus partidarios se declaran más inteligentes y sabios que sus semejantes. ¿De qué otra manera podrían justificar esta flagrante interferencia con la libertad de elección? “Aparentemente, pues”, continúa Bastiat, “los legisladores y los organizadores han recibido del Cielo una inteligencia y una virtud que los sitúan más allá y por encima de la humanidad; si es así, que muestren sus títulos de esta superioridad”.

    El caso contra las normas de seguridad de los productos

    Otro problema con la imposición de standards mínimos de seguridad es que las opciones “peligrosas” que estas leyes consideran ilegales, para muchas personas pueden muy bien representar la mejor compensación entre costo y seguridad –especialmente para los de bajo poder adquisitivo. Entonces, irónicamente, ¡las leyes de seguridad que están destinadas a proteger a los consumidores, en realidad causan un gran daño a los consumidores!

    Cuando se eliminan las opciones más baratas, la gente tiene que pagar un muy elevado precio, o simplemente quedarse sin el producto. A su juicio, el producto menos seguro sería preferible al más caro. Pero el mismo producto que creen que sería mejor para su bienestar, es aquel que –en nombre de la protección de su bienestar– tienen prohibido comprar.

    En su libro Power and Market, Murray N. Rothbard utiliza el ejemplo de las licencias médicas para ilustrar cómo las regulaciones de seguridad y calidad ocasionan daño:

    Es muy posible, por ejemplo, que un cierto número de años de asistencia a un determinado tipo de escuela resulte en la mejor calidad de los médicos … Pero al prohibir la práctica de la medicina a personas que no cumplen con estos requisitos, el gobierno está perjudicando a los consumidores que comprarían los servicios de los competidores ilegales … A los consumidores se les impide elegir tratamientos de menor calidad para enfermedades menores a cambio de un precio más bajo, y también se les impide patrocinar a médicos que tienen una teoría de la medicina diferente a la sancionada por las escuelas de medicina aprobadas por el estado.

    Lo mismo se aplica a todos los demás standards arbitrarios. Cuando el gobierno exige normas para las pruebas de detección de drogas, elementos de seguridad en los automóviles, o códigos de construcción, está eliminando todas las opciones más baratas –opciones que algunos consumidores podrían muy bien haber preferido si se les hubiera permitido tomarlas.

    Ahora bien; es cierto que, en ausencia de leyes de seguridad, algunas personas harían concesiones que a nosotros nos parecen imprudentes. Por ejemplo, un becario podría encargar una casa de U$S 1.000 que está plagada de materiales baratos, constantemente a punto de derrumbarse, y es básicamente la definición de “no cumple con el código”.

    Pero antes de apresurarnos a criminalizar este acto de producción, debemos considerar el impacto que tendría dicha prohibición. Claramente, la persona que encarga esta casa siente que es su mejor opción dadas sus circunstancias. Quizás sea extremadamente pobre, y ésto es todo lo que puede permitirse. Quizás su única otra opción sea quedarse en la calle. Si éste es el caso, ¿cómo le ayuda la norma al quitarle su mejor opción? Así como prohibir los talleres clandestinos sólo perjudica a los pobres, prohibir las edificaciones de mala calidad sólo restringe las opciones de aquéllos que tienen mala fortuna. La elección que enfrentan es entre una casa barata, o ninguna casa. Insistir en costosas normas de seguridad garantiza que se quedarán sin vivienda.

    Para ser claros, no estoy diciendo que todos los compromisos entre costos y seguridad sean dignos de elogio. En realidad, no deben efectuarse concesiones, incluso si la persona que las efectúa piensa que es una buena idea. Pero aún cuando no estamos de acuerdo, hay buenas razones para mantener al gobierno al margen. Por un lado, como se mencionó anteriormente, imponer nuestras opiniones a los demás es bastante vanidoso. Es más, las personas realmente involucradas en cualquier circunstancia dada suelen estar mucho mejor situadas que los burócratas gubernamentales para evaluar las compensaciones relevantes. Los sistemas únicos inevitablemente imponen la decisión equivocada en algunos contextos, incluso si fuese la decisión correcta en otros contextos. Una casa de baja seguridad valorada en U$S 1.000 podría ser una mala compensación para alguien adinerado, pero podría salvar la vida de alguien necesitado.

    Herbert Spencer lo expresó bien en su ensayo de 1853 Sobrelegislación:

    El pensador cauteloso puede razonar: “Si en … los asuntos personales, donde conocía todas las condiciones del caso, he calculado mal tantas veces, con cuánta más frecuencia lo haré en los asuntos políticos, en los que las condiciones son demasiado numerosas, demasiado extensas, demasiado complejas, demasiado oscuras para ser comprendidas … Me sorprende la incompetencia de mi intelecto para prescribir para la sociedad”.

    Por lo tanto, siempre que el producto esté representado con precisión –es decir, mientras no se cometa fraude–, debemos dejar que los consumidores tomen sus propias decisiones según su propio criterio, incluso si tenemos dudas personales sobre el tipo de decisiones aceptables. Las normas de seguridad representan el colmo de la arrogancia, y encadenan a las mismas a las personas a las que se supone que pretenden ayudar.

    Respondiendo a la apelación a la historia

    Habiendo suministrado esta explicación, ahora estamos listos para abordar la pregunta difícil. “¿Entonces simplemente … dejaría que se aplicara la talidomida? ¿Permitiría que se construyeran todos esos edificios precarios, a pesar de saber que algunos de ellos podrían derrumbarse? Sí. Sí, lo haría. Y lo haría por la misma razón por la que actualmente permito que se fabriquen automóviles de U$S 30.000 en lugar de costosos automóviles de máxima seguridad, a pesar de reconocer que, como resultado, morirán más personas en accidentes. Siempre que el nivel de riesgo esté representado con precisión, debería permitirse a las personas tomar sus propias decisiones sobre el riesgo, y debería permitirse a las empresas prestar atención a esas elecciones.

    A menos que se abogue por la máxima seguridad en todo, debe reconocerse que a veces tiene sentido correr más riesgos a cambio de un precio más bajo. Y a veces eso conduce a defectos de nacimiento. A veces la gente muere. Y eso es trágico. No lo voy a minimizar en lo más mínimo.

    Pero lo que intento hacer es señalar las compensaciones. Vivimos en un mundo peligroso, y simplemente no es práctico tomar siempre las máximas precauciones. Como resultado, ocurren accidentes, pero si tomamos decisiones políticas basadas en tragedias destacadas, en lugar de razonamientos lúcidos, sólo nos estamos preparando para resultados peores.

    Tomar talidomida. En respuesta a esa tragedia y otras similares, los poderes de la FDA se han expandido considerablemente, y los medicamentos ahora tienen que pasar por pruebas extremadamente rigurosas antes de poder ser vendidos. Ésto crea múltiples problemas.

    En primer lugar, los consiguientes retrasos de años en la certificación de medicamentos, crean una situación en la que a las personas se les prohíbe acceder a medicamentos que ya existen y que podrían salvar vidas. Es más, los largos y costosos requisitos de las pruebas significan que muchos medicamentos simplemente nunca se desarrollan. Como señala el economista Daniel Klein, “debido a que el proceso de la FDA es tan costoso, tan prolongado y tan incierto, miles de medicamentos nunca son descubiertos ni desarrollan. Es imposible estimar el sufrimiento y las muertes causadas, pero seguramente supera con creces las 50.000 muertes prematuras al año”.

    Si se consideran estos dos impactos juntos, el resultado es que incontables miles, posiblemente millones, han tenido una muerte evitable, porque los medicamentos que podrían haberles salvado la vida se retrasaron o nunca fueron desarrollados, por su propia seguridad.

    Finalmente, como ocurre con los automóviles y las casas, los medicamentos que cumplen con todos los protocolos de seguridad son significativamente más caros (y, por tanto, menos accesibles) que lo que serían de otra manera.

    ¿Pero la FDA no salva también vidas al impedir que lleguen al mercado medicamentos peligrosos? No tanto como se podría pensar. En ausencia de regulaciones de la FDA, señala Klein, un sistema de certificación voluntaria descartaría fácilmente los medicamentos malos. “Porque voluntariamente la sociedad lograría cualquier cosa que logra la FDA”, escribe, “los daños de la FDA son irreparables”.

    Vivimos en un mundo que, en un sentido muy real, es demasiado seguro. Es probable que muchas de nuestras normas de seguridad –como las de la FDA– estén ocasionando muchas más muertes que las que previenen. E incluso cuando las vidas no están en juego, nuestra calidad de vida a menudo se ve amenazada por los standards de seguridad, como cuando no podemos permitirnos una casa o un automóvil, porque regulaciones como los códigos de construcción y las características de seguridad obligatorias los hacen prohibitivamente costosos. Y la brutal verdad es que muchas personas preferirían correr un poco más de riesgo, si eso significara poder permitirse algunas cosas más.

    Es frustrante que vivamos en un mundo de escasez. Es frustrante que la máxima seguridad sea simplemente demasiado costosa para que valga la pena perseguirla. Pero no nos hacemos ningún favor al pretender que la escasez no existe. No ayuda a nadie ignorar la realidad de las compensaciones. Para promover el bienestar humano, debemos reconocer que hacer que un producto sea más seguro, es a menudo alejarse de lo que es mejor. Porque más seguro significa más caro, y más caro significa menos accesible.

    En vista de ésto, debemos dejar de lanzar invectivas a las empresas que buscan despiadadamente formas más baratas (y por lo tanto más riesgosas) de hacer las cosas. En cambio, ¡deberíamos celebrarlos por su ahorro! Si una compañía farmacéutica decide realizar un poco menos de pruebas para poder ofrecer un producto más barato, deberíamos estar agradecidos por ello. Cuando un constructor utiliza un material de menor calidad que aún puede hacer el trabajo –aunque con un riesgo ligeramente mayor–, debemos apreciar que está brindando una alternativa más económica que de otro modo no estaría disponible.

    ¿Están estas empresas creando productos que son más peligrosos para los consumidores? Puedes apostar. Pero eso no tiene nada de malo ni de siniestro. Mientras no engañen sobre lo que están haciendo, sólo están ayudando a ampliar la gama de opciones disponibles para los consumidores. Proporcionan un nivel de seguridad y costo que muchas personas creen que es su mejor opción.

    Y si los consumidores no quieren productos con ese tipo de compromisos de seguridad, son libres de patrocinar a alguien que ofrezca un producto más seguro. Como empresa, los únicos compromisos con los que puede salirse con la suya son aquéllos que los consumidores están dispuestos a aceptar. Si no se le da a la gente lo que quiere, cierran los negocios. Ésto es lo que quieren decir los libremercadistas cuando decimos que el mercado se regula a sí mismo.

    ¿Qué pasa con la acusación de que el mercado, en realidad, no se regula a sí mismo? Hay un poco de ambigüedad aquí. El mercado se regula absolutamente a sí mismo, en el sentido de que las empresas que no satisfacen la demanda de los consumidores, cierran muy rápidamente. Lo que no hace es producir la máxima seguridad todo el tiempo.

    Pero si uno está dispuesto a acusar al mercado de “no autorregularse” en el momento en que se produce una sola muerte o accidente, entonces no ha aprendido nada sobre las compensaciones.

    Las muertes y los accidentes –por trágicos que sean– son un indicativo de que el mercado está funcionando bien, y que la gente está asumiendo los riesgos que considera apropiados. Un mercado en el que los automóviles cuestan U$S500.000 y no hay muertes en accidentes de tránsito, es un mercado que funciona mal. El número óptimo de muertes en accidentes de tránsito, al menos según las decisiones de compra de los conductores, no es cero. Así que forzar una situación con cero muertes, es regular el mercado –no porque no pueda regularse a sí mismo, sino porque se reguló a sí mismo y simplemente no le gustó el resultado.

    Cómo sería un mundo sin normas de seguridad

    Aunque muchos predicen distopía en ausencia de normas de seguridad, estos temores son completamente infundados. Con raras excepciones, los consumidores no se conforman con productos extremadamente riesgosos. Somos mucho más ricos que hace décadas, lo que significa que podemos permitirnos –y exigiremos– mucha más seguridad.

    Un mundo sin normas de seguridad no será un mundo lleno de efectos secundarios mortales de las drogas, y los edificios que se derrumban. En su mayor parte, ésto significará edificios con factores de seguridad de 2,5 en lugar de 3. Será un mundo en el que se descartarán requisitos tontos sobre barandillas y soportes. La gente de la industria ya sabe que estas cosas son exageradas. Fabrican sus productos según el código, porque se ven obligados a hacerlo, no porque crean que el costo adicional siempre vale la pena.

    ¿Qué impediría a los constructores reducir aún más la seguridad? Unas pocas cosas. Para los constructores honestos, la demanda de seguridad de los consumidores los obligará a mantener sus standards de seguridad hasta un cierto nivel, para no tener que cerrar el negocio. Mientras tanto, los constructores que intenten cometer fraude –pretendiendo tener standards de seguridad más altos que los que realmente tienen– encontrarán que ese plan es prácticamente imposible de ser llevado a cabo. Los consumidores exigirán una certificación de terceros a los inspectores de edificios, antes de aceptar comprar un edificio, tal como lo hacen actualmente con todo tipo de productos y dispositivos (Underwriters Laboratories es un ejemplo común). Los edificios que no hayan sido verificados por una agencia de certificación acreditada, no tendrán mercado.

    Finalmente, si se implementara un marco legal más libertario, cualquier accidente que ocurriese sería castigado posiblemente con mucha mayor severidad que hoy, creando un fuerte disuasivo para el trabajo de mala calidad. Rothbard comenta así en Power and Market:

    El método de libre mercado para abordar, digamos, el derrumbe de un edificio que mata a varias personas, es enviar al propietario del edificio a la cárcel por homicidio involuntario. Pero el libre mercado no puede tolerar ningún código de “seguridad” arbitrario, promulgado antes de cualquier delito. El sistema actual no trata al propietario del edificio como un virtual asesino en caso de que se produzca un derrumbe; en cambio, simplemente paga una suma de daños y perjuicios. De esa manera, la invasión de una persona queda relativamente impune y sin inmutarse.

    Es probable que se produzcan cambios similares con los productos farmacéuticos. Los medicamentos podrían ser sometidos a una fracción de las pruebas que reciben actualmente, pero seguirían siendo bastante seguros, y un sistema de certificadores externos proporcionaría a médicos, farmacéuticos y consumidores información confiable sobre seguridad y eficacia.

    Del mismo modo, los automóviles seguirían siendo razonablemente seguros. Puede que haya algunas opciones menos seguras en el mercado que actualmente no están permitidas, pero no es que todos los consumidores se conviertan en temerarios de la noche a la mañana. Si desea un automóvil más seguro, es casi seguro que tendrá la opción de pagar una prima por el mismo, tal como lo hace ahora. El mercado suministra, como nos gusta decir.

    Estas reducciones de seguridad loables y esperadas irían acompañadas de precios significativamente más bajos. No sólo eso, sino que los fármacos se desarrollarían mucho más rápido, y habría muchos más, porque el desarrollo de fármacos sería económicamente mucho más viable.

    ¿Sería el mundo más seguro en general sin normas de seguridad? Me inclino a decir que sí, porque los beneficios de eliminar las trabas del desarrollo de productos son enormes, especialmente cuando se trata de productos farmacéuticos. Pero es ciertamente posible que algunas áreas experimenten más muertes y accidentes marginales que antes, a medida que la gente aproveche la libertad de correr más riesgos.

    Para estas áreas, puede parecer obvio que retirar las normas de seguridad es un paso en la dirección equivocada. Pero ésto vuelve al punto del paternalismo. ¿Realmente queremos vivir en un mundo en el que el gobierno impide que las personas tomen sus propias decisiones, simplemente “por su propio bien”? ¿Es realmente una mayor esperanza de vida un fin tan elevado que vale la pena pisotear la libertad de las personas para lograrlo? Y si lo es, ¿por qué no prohibir el paracaidismo? ¿Por qué no regular la dieta de las personas? Como escribió perspicazmente Ludwig von Mises:

    Una vez que se admite el principio de que es deber del gobierno proteger al individuo contra su propia necedad, no pueden presentarse objeciones serias contra futuras usurpaciones. Podrían presentarse buenos argumentos a favor de la prohibición del alcohol y la nicotina. ¿Y por qué limitar la benevolente providencia del gobierno a la protección del cuerpo del individuo únicamente? ¿No es el daño que un hombre puede infligir a su mente y a su alma aún más desastroso que cualquier mal corporal? ¿Por qué no impedirle que lea malos libros y vea malas obras de teatro, que mire malos cuadros y estatuas, y que escuche mala música? El daño causado por las malas ideologías, sin duda, es mucho más pernicioso, tanto para el individuo como para la sociedad en su conjunto.

    La verdadera distopía

    Si bien no hay nada que temer en un mundo sin regulaciones, no se puede decir lo mismo de un mundo con regulaciones. De hecho, me gustaría sugerir que lo que realmente debería preocuparnos es la distopía en la que vivimos ahora mismo.

    Vivimos en un mundo en el que las normas de seguridad impulsadas por las emociones han creado todo tipo de barreras al desarrollo y la asequibilidad de productos, barreras que han costado innumerables vidas, han creado tremendas pruebas innecesarias, y han restringido nuestra libertad para controlar nuestras propias vidas. Todo el mundo está tan preocupado por evitar la distopía que creen que resultaría de un mundo sin regulacione,s que han pasado por alto la distopía que existe actualmente como resultado de las regulaciones.

    Es una distopía muy silenciosa, sin duda. No se enterará de ésta en las noticias. No se la menciona en las campañas políticas. Pero no es menos real.

    La gente está en las calles, porque las casas que realmente podrían pagar son ilegales. La gente tiene dificultades para desplazarse por la ciudad porque las normas de seguridad gubernamentales los han excluido del mercado automovilístico. Las personas están muriendo por miles en los hospitales porque es ilegal producir medicamentos que podrían salvarles la vida de forma rápida y rentable.

    Y, francamente, a las personas se les niega el derecho a correr riesgos con sus vidas, simplemente porque sí. Nos están mimando y nos están poniendo camisas de fuerza regulatorias “por nuestro propio bien”. Nos tratan como ganado, cuidados por un ranchero autoritario, cuyo único objetivo parece ser mantenernos con vida para que podamos dar tantas vueltas alrededor del sol como sea posible.

    Eso también es distópico.

    Para escapar de este trágico mundo de muerte innecesaria, indigencia y destrucción del espíritu humano, ya es hora de que reconsideremos la condena prematura del libre mercado.

    El laissez-faire no es el camino hacia la distopía. Es el camino para salir de allí.

     

     

     

    Traducción: Ms. Lic. Cristian Vasylenko

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