El legado autoritario de Justin Trudeau

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    Después de casi una década en el cargo, tras intentos de diplomacia fotogénica y disculpas entre lágrimas, Justin Trudeau deja el cargo como primer ministro de Canadá, dejando tras de sí un legado tan divisivo como dramático. Para algunos, fue el perfecto ejemplo de liderazgo progresista, un líder que defendió la acción climática y la diversidad, al tiempo que puso a Canadá en el centro de la atención mundial. Para otros, fue un político muy pulido, cuyo mandato fue definido por la censura, la mala gestión económica, y la utilización del poder estatal como arma contra sus propios ciudadanos. Su renuncia marca el fin de una era definida tanto por su retórica elevada como por políticas que dejaron una profunda huella en las libertades civiles y la confianza pública.

    Entonces, ¿qué es el Canadá de Trudeau después de casi diez años? ¿Una tierra de aspiraciones progresistas, o un tablero distópico de Pinterest?

    Censura: edición autócrata amistosa

    Pocas cosas reflejan mejor el mandato de Trudeau que la guerra legislativa de su gobierno contra la libertad de expresión. Empecemos con el dúo dinámico de la extralimitación digital:

    Proyecto de ley C-10: “Regular lo iregulable”

    La saga del proyecto de ley C-10 comenzó de manera bastante inocente. El gobierno de Trudeau enmarcó el proyecto de ley como un esfuerzo noble por modernizar la Ley de Radiodifusión. Después de todo, la ley no había sido actualizada desde 1991, cuando Blockbuster estaba prosperando e Internet era sólo el sueño de un nerd. El objetivo, dijeron, era “nivelar el campo de juego” entre las emisoras tradicionales y los gigantes del streaming, como Netflix y YouTube.

    Suena justo, ¿verdad? No tan rápido.

    El diablo estaba en los detalles, o en la falta de ellos. El proyecto de ley le dio al regulador de radiodifusión de Canadá, la Comisión Canadiense de Radio, Televisión y Telecomunicaciones (CRTC), amplia autoridad para vigilar el contenido en línea. Originalmente, se suponía que el contenido generado por los usuarios −como vlogs, bailes de TikTok o películas independientes− estaría exento. Sin embargo, a mitad del proceso legislativo, el gobierno de Trudeau eliminó silenciosamente esas exenciones. De repente, el video de su gato podría ser clasificado como “contenido de difusión”, lo que daría a los burócratas el poder de decidir si cumple con los standards culturales canadienses.

    Los críticos, incluidos los juristas y los grupos de derechos digitales, dieron la voz de alarma. Argumentaron que el lenguaje del proyecto de ley era tan vago, que podría permitir al gobierno dictar lo que los canadienses ven, comparten o crean en línea. El espectro de algoritmos controlados por el estado que eligieran lo que es promocionado en las plataformas, es demasiado cercano a la censura para su comodidad.

    Pero el gobierno desestimó las preocupaciones y presentó a los críticos como alarmistas. En el Canadá de Trudeau, querer límites claros al poder del gobierno aparentemente te convertía en un teórico de la conspiración.

    Proyecto de ley C-36: ¿discurso de odio o asesino de debates?

    No contento con simplemente supervisar lo que los canadienses podían crear, la administración de Trudeau fue un paso más allá con el proyecto de ley C-36, una supuesta arma contra el discurso de odio en línea. Si el proyecto de ley C-10 trataba sobre el control del medio, este proyecto de ley trataba sobre el control del contenido del mensaje.

    ¿Qué hizo?

    • Reintrodujo una sección controvertida de la Ley de Derechos Humanos de Canadá, que permite a las personas presentar denuncias por “discursos de odio” en línea.
    • Permitió a los tribunales imponer fuertes multas, e incluso penas de prisión, a los infractores.
    • Otorgó al gobierno el poder de penalizar preventivamente a las personas sospechosas de enunciar “discursos de odio”, una especie de enfoque de Minority Report para los delitos de pensamiento.

    ¿El problema? La definición de “odio” del proyecto de ley era tan amplia que podría penalizar las opiniones impopulares u ofensivas. El proyecto de ley no sólo apuntaba a las incitaciones claras a la violencia, sino a todo lo que fuese considerado que pudiera exponer a las personas al “odio o desprecio”. Los críticos temían que “odio o desprecio” pudiera significar cualquier cosa, desde disidencia política hasta críticas agudas a las políticas gubernamentales.

    Aún más alarmante era la perspectiva de la “cultura del soplón”. El proyecto de ley alentaba a los ciudadanos privados a denunciarse entre sí por sospechas de “discursos de odio”, lo que potencialmente convertía los desacuerdos en batallas legales.

    David Lametti, ministro de Justicia de Trudeau, defendió el proyecto de ley, afirmando que lograba el equilibrio adecuado entre libertad de expresión y protección contra daños. Pero cuando expertos legales y grupos de libertades civiles se unieron en la oposición, quedó claro que el equilibrio no era el punto fuerte del gobierno.

    El congelamiento financiero que se escuchó en todo el mundo

    En 2022, cuando los camioneros y sus partidarios llegaron a Ottawa para protestar contra los mandatos de covid-19, Trudeau no los recibió con diálogo, ni siquiera con su característica sonrisa y saludo. En cambio, desempolvó la Ley de Emergencias, algo que ningún primer ministro se había atrevido a tocar antes. De la noche a la mañana, las instituciones financieras fueron convertidas en los ejecutores personales de Trudeau, congelando las cuentas de los manifestantes y de cualquiera que se atreviera a apoyarlos.

    La viceprimer ministro Chrystia Freeland, segunda al mando de Trudeau en ese momento, y conexión ambulante y parlante en LinkedIn con las élites globales, jugó con entusiasmo el papel de policía mala. Bajo su dirección, la represión financiera convirtió al sistema bancario de Canadá en un arma política. Los críticos no pasaron por alto que los estrechos vínculos de Freeland con financistas globales hicieron que todo pareciera una ofensiva internacional contra la disidencia.

    ¿Y qué hay del precedente? El mensaje de Trudeau fue claro: si no está de acuerdo con el gobierno, puede perder el acceso a sus ahorros de toda la vida. Fue una clase magistral sobre cómo convertir los sistemas financieros en esposas, dejando las libertades civiles en ruinas.

    El bozal de los medios: subvencionar la obediencia

    También estaba en la mira la independencia periodística. El gobierno de Trudeau implementó una legislación que obligaba a los medios de comunicación a registrarse en un organismo gubernamental para calificar para el financiamiento. En la superficie, ésto fue comercializado como un salvavidas para el periodismo en dificultades. Porque nada dice “libertad de prensa” como periodistas que dependen de las dádivas del gobierno, ¿no? Es una maniobra clásica: ofrecer ayuda financiera con una mano, y sujetar la correa con la otra.

    Los críticos no tardaron en señalar la pendiente resbaladiza. Cuando la misma entidad que paga las facturas, también establece las reglas, la línea entre el periodismo y las relaciones públicas del gobierno se vuelve rápidamente borrosa. Por supuesto, Trudeau presentó ésto como un apoyo a la democracia, pero el resultado fue un panorama mediático que miraba nerviosamente su próximo cheque de pago, mientras caminaba de puntillas sobre las críticas a su benefactor.

    El Gran Hermano obtiene una cuenta de Twitter

    Luego vino la vigilancia. Bajo la supervisión de Trudeau, las agencias de inteligencia canadienses expandieron drásticamente su monitoreo de las redes sociales. Inicialmente, ésto fue enmarcado como herramienta necesaria contra el extremismo. Pero el “extremismo”, al igual que la “desinformación”, es un término flexible en manos de quienes están en el poder. Los activistas y los grupos de protesta, voces tradicionalmente centrales para el discurso democrático, se encontraron de repente bajo la lupa.

    Imagínese que inicia sesión en X para desahogarse sobre una nueva política de vivienda, y se da cuenta de que un algoritmo del gobierno ha marcado su tuit. El mensaje era claro: disentir tal vez no fuera ilegal, pero era ciertamente inconveniente.

    Desinformación: la nueva palabra de moda del gobierno

    El plato fuerte de Trudeau fue su cruzada contra la “desinformación”. Esta palabra se convirtió en la navaja suiza de las excusas, utilizada para deslegitimar a los críticos y acorralar a la opinión pública. ¿Tiene usted algún problema con las políticas del gobierno? Desinformación. ¿Cuestionar los mandatos de la pandemia? Desinformación. ¿No le impresionó la última sesión fotográfica de Trudeau? Lo adivinó: desinformación.

    Para dejarlo claro, su administración lanzó una serie de campañas de concientización pública, aparentemente para educar a los canadienses sobre los peligros de la desinformación en línea. Estas campañas, rebosantes de condescendencia paternalista, a menudo desdibujaban la línea entre la verificación de hechos y pura y simple la propaganda. El subtexto era inconfundible: el disenso, incluso si tenía su raíz en preocupaciones genuinas, era una amenaza para la cohesión nacional.

    La nueva normalidad de Canadá: el miedo a hablar libremente

    El efecto acumulativo de estas políticas no fue sutil. Los canadienses comunes y corrientes comenzaron a censurarse a sí mismos, no por respeto a los demás, sino por miedo a pisar los callos burocráticos equivocados. Los creadores de contenido dudaban en abordar temas divisivos. Los activistas se preguntaban si su próxima manifestación los llevaría a una lista de vigilancia del gobierno. Lo que alguna vez fue un sólido mercado de ideas, comenzó a parecerse a un estante escasamente abastecido.

    Y, sin embargo, los defensores de Trudeau siguen siendo leales, argumentando que sus políticas fueron intentos nobles por salvaguardar a la sociedad. Sin embargo, como la historia ha demostrado repetidamente, el camino hacia la censura está pavimentado con la promesa de seguridad, pero su destino es una sociedad demasiado asustada como para hablar.

    El legado del discurso controlado

    Entonces, ¿cuál es el veredicto? ¿Trudeau es un incomprendido guardián de la democracia, o es el lobo que merodeaba bajo la apariencia de pastor? Es difícil defender la diversidad y la inclusión cuando se permite que menos voces se unan a la conversación. Canadá podrá algún día considerar todas las implicancias de estas políticas, pero el daño ya es visible.

    Y mientras los canadienses caminan de puntillas por sus plataformas digitales, queda una pregunta en el aire: ¿cuán libre es una democracia donde todo el mundo habla en susurros?

     

     

     

    Traducción: Ms. Lic. Cristian Vasylenko

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