Coerción, autogobierno y democracia

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    Originalmente, tribus de familias extensas e individuos con ideas afines se unían para crear una comunidad. Eran asociaciones de individuos autónomas y consensuadas, un todo unificado. El patriarca principal actuaba como rey, cabeza de la comunidad, garantizando la justicia y guiándola en su defensa. Servía al pueblo y a sus costumbres; sus leyes, que representaban sus ideales de gobierno, eran la autoridad. Señores y guerreros defendían a la tribu de la subyugación de fuerzas externas.

    Ahora imaginemos que una tribu más grande domina a esta comunidad más pequeña, la obliga a trabajar, explota sus recursos, y la obliga a obedecer sus leyes. Todos podemos condenar tal acción como inmoral.

    Para evitar estos sucesos, las tribus se reunieron en mayor número, construyeron fortificaciones, invirtieron en armas y establecieron leyes para proscribir y castigar estos actos atroces. En otras palabras, protegieron el deseo de los individuos y de las comunidades de ser gobernados al antojo de otros que usarían su superioridad numérica para dominar a comunidades más pequeñas.

    Sin embargo, en la época moderna, hemos legalizado la explotación de las minorías mediante el voto. Nuestro sistema político está en conflicto con la naturaleza humana: es fundamentalmente injusto.

    La democracia devuelve a la multitud su capacidad de expoliar a la minoría, negándole el autogobierno. El estado moderno mantiene a raya a la minoría expoliada mediante su monopolio de la violencia legal (policía, prisiones, ejército, etc.), amenazando con el uso de la fuerza y ​​multando a quienes no cumplen. El filósofo político libertario Jason Brennan escribió: En una democracia, no somos voluntarios, somos reclutas; no podemos renunciar a ella, estamos obligados a acatarla … los gobiernos no se limitan a aconsejarnos que sigamos sus normas … imponen sus leyes y normas con violencia o amenazas de violencia”.

    Así, la democracia se alimenta de la peor parte de la naturaleza humana: el deseo de gobernar a los demás, para obligar a otros a obedecer nuestras órdenes. La democracia no es progreso, sino un regreso a lo peor de nuestros orígenes tribales. Es un sistema corrupto, retrógrado y opresivo.

    Ceder el control a una mayoría parece ser como añadir sal a la herida o patear a alguien (la minoría) cuando está en el suelo. Bajo la democracia, el grupo minoritario debe dedicar tiempo y energía a predicar su causa política entre sus vecinos, mientras invierte dinero en partidos políticos para evitar mayores castigos por ser minoría. Si la minoría logra poner fin a su subyugación, solo habrá logrado colocar a la antigua mayoría en la situación en la que se encontraba; la democracia garantiza un suministro constante de conflictos derivados de personas que no pueden ser gobernadas como desean.

    Podemos elegir nuestro “género”, pero no se nos concede el mismo privilegio en cuanto a nuestro gobierno. En cambio, como esclavos, nacemos subordinados a un gobierno sobre el que no podemos hacer nada. Brennan observó: “A diferencia de una transacción consensuada, donde decir ‘no’ significa no, para el gobierno su ‘no’ significa sí”.

    Nunca consentí estar bajo un gobierno secular ni un partido político nacional. Nací siervo de muchos señores en Washington D. C., obligado a obedecer, obligado a financiar lo que, a mi juicio, es malo (como la educación pública, acciones militares específicas, la sujeción y extracción de trabajo ajeno, el robo de unos para dárselo a otros, etc.). No tengo ningún atisbo de autogobierno, ya sea que “participe” en mi subyugación votando o no. ¿Qué persona libre consentiría voluntariamente tal situación?

    Los políticos utilizan la participación ciudadana en el voto como justificación para extraer nuestro trabajo, regular nuestras vidas, castigarnos, coaccionarnos, microgestionarnos y moldearnos. El “privilegio” del voto es la supuesta justificación de su monopolio sobre las confiscaciones legales y las medidas coercitivas. Por ello, desean que votemos el mayor número posible de nosotros, para dar credibilidad a su supuesta justificación para gobernarnos, y mantener la fachada de que la sociedad consiente su dominio.

    Los políticos, los medios de comunicación y todos los tentáculos del estado, bombardean continuamente a sus súbditos con la importancia de ser políticamente activos. Deben convencerlos de la importancia de las elecciones para justificar su autoridad sobre ustedes. Buscan erradicar la amenaza potencial de que una población cuestione la validez del sufragio como justificación de su propia subyugación continua. Si muy poca gente vota, algunos podrían preguntarse por qué estos políticos gobiernan a otras personas (como los no votantes, los que pierden las elecciones, etc.) sin su permiso.

    La mayoría de los votantes admitiría que millones de ciudadanos nunca han consentido su subyugación ni han participado en las votaciones. Además, millones de votantes nunca aprobaron a quienes ganaron las elecciones ni las leyes (a menudo creadas y aplicadas por funcionarios no electos) a las que deben someterse. Aun así, dicen que se puede alcanzar el autogobierno si se lo desea: ¡¡¡se puede votar!!!

    Los demócratas creen que todos, tras discriminar por edad, antecedentes penales, lugar de nacimiento y personas consideradas con problemas mentales, deberían votar, porque todos merecen autogobierno. Coincido con ellos en la segunda parte, pero por eso rechazo la primera.

    Se cree comúnmente que votar proporciona autogobierno. Su voto es su voz; si no le gusta un candidato, puede votar por otro. Además, si no rinde lo que promete, o no cumple con lo que promete, puede reemplazarlo en las siguientes elecciones; este método, dicen, permite al votante alcanzar el autogobierno. Esto sería cierto si cada votante constituyera la población entera; el problema es que no es así.

    Votar no proporciona autogobierno. Si Ud. tuviera autogobierno, podría evitar cualquier decisión con la que no estuvieras de acuerdo votando en contra. Por ejemplo, he votado en casi todas las elecciones desde que tenía dieciocho años, y todavía no he votado por un candidato nacional ganador. Además, nunca he deseado que me gobiernen. Votaba para evitar que un político aún peor me controlara. Pero, en cambio, alguien por quien otros han votado, siempre me ha supervisado.

    En otras palabras, no di mi consentimiento; alguien más designó a mis soberanos. Por lo tanto, ya no percibo el voto como una oportunidad para elegir un gobierno que me represente. Cuando voto, sólo voto por un tercer partido. Y no pienso volver a hacerlo nunca más, al menos no a nivel federal ni estatal.

    Es más probable ganar el Powerball tres veces, que cambiar una elección votando. Si por algún milagro, su voto cambia un escaño de republicano a demócrata o viceversa, las probabilidades de que un escaño afecte el equilibrio de poder son aún más improbables. En la mínima probabilidad de que su voto influya en la mayoría de la Cámara de Representantes o del Senado, lo más probable es que haya votado por alguien distinto de quien desea, pero que está en la lista del partido. Representa a un partido nacional más que a Ud. como individuo.

    Votar equivale a una probabilidad astronómicamente remota de elegir el “menor de dos males”. Es terrible a la hora de proporcionar lo que promete: representación.

    Votar no se trata de conseguir el gobierno que Ud. desea. Se trata más bien de impedir que otros tengan el suyo. Creemos puritanamente que somos mejores que los demás campesinos ingenuos, aquellos que no votan como nosotros. Así que debemos votar para obligarlos a abandonar su autogobierno y a adaptarse a nuestro molde. La democracia es una gran guerra de personas que se niegan mutuamente el autogobierno.

    Estamos universalmente de acuerdo en que es inmoral que una persona obligue a otra a hacer su voluntad cuando va en contra de la suya. Desafortunadamente, este principio es olvidado en épocas electorales. Si alguien desea controlar a otro, puede votar. O peor aún: hacer su vida entrando en política. La democracia crea todo un sistema de intimidación financiado con impuestos. No es un sistema de gobierno amoroso, sino mezquino.

    No permitimos que la colectividad decida cuestiones esenciales porque deseamos elegir por nosotros mismos cómo vivir. Someter más decisiones a la mayoría implica perder la libertad y la felicidad. La pérdida de la libertad es la consecuencia automática de la democracia; sin embargo, la aceptamos acríticamente, e incluso nos atrevemos a llamarla autogobierno.

     

     

     

    Traducción: Ms. Lic. Cristian Vasylenko

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